viernes, 17 de abril de 2009

voy a colgar la crítica de la pieza de Isidoro Valcárcel Medina. La preparé para el suplemento ABCD y se publicó justamente el día que, por causa de la huelga de los trabajadores, el suplemento no se distruyó. Eso me lleva a presentarla aquí para que por lo menos alguien pueda leerla.

Ética de la escritura y poética acorazada.

Isidoro Valcárcel Medina. “Instilando el idioma”.
Cámara Acorazada del Instituto Cervantes. Madrid.

Fernando Castro Flórez.

Hay que ir al fondo tras atravesar la magnífica exposición que sobre la poesía experimental ha organizado José Antonio Sarmiento con verdaderas “joyas” que van de Ramón Gómez de la Serna o Ernesto Giménez Caballero a los venerados miembros de Zaj; tras bajar unas escaleras suntuosas llegamos a la puerta circular de la cámara acorazada. Allí a “instalado” el idioma Isidoro Valcárcel Medina. El aspecto de todas las puertas metálicas de las cajas de seguridad entreabiertas es, en sí mismo, imponente. Da la impresión de que un ladrón de una finura inusual hubiera desvalijado todo pero no permitiéndose el lujo de que todo quedara como si nada hubiera sucedido. En plena crisis, cuando los llamados valores tóxicos americanos, a la manera de la famosa teoría de las catástrofes, han generado un efecto dominó en el resto del planeta, un artista ejemplar decide enfrascarse en un trabajo agotador. Porque aquí no hay nada de jugueteo o relleno banal sino un esfuerzo de escritura absolutamente descomunal.
Seguramente Valcárcel Medina daba por sentado que nadie tendría la paciencia de abrir cada una de las puertas y así leer los textos que en el envés están pegados. Encantado dentro de este extraño “libro” decidí proceder sistemáticamente y así en una hora y cuarto pude disfrutar de unas quinientas “páginas”. Me atrapó esa fascinante orto-escritura que me impulsó a copiar algunas de los textos instalados. Comencé con algo que acaso no fuera más que un garabato y luego aparecía la alusión a un momento el que nadie sería capaz de distinguir lo orto de lo hetero. Tal vez se trataba, principalmente, del ejercicio de “deslizar una letra fuera de su palabra” o de escribir al margen de lo correcto en un recinto que es calificado como “super-significativo”. Efectivamente en el lugar más secreto y protegido del Banco, donde lo que está guardado es también algo que escapa incluso al control contable, la cámara, valga la paradoja, de lo no-visible. Ahora los depósitos son de la lengua o de un idioma que es el que centra la misión del Instituto Cervantes que ocupa este edificio. Seguramente este emplazamiento habría hecho las delicias de Roland Barthes que comenzó su ensayo “El grado cero de la escritura” advirtiendo que no hay lenguaje escrito sin ostentación. En este búnker de la economía Valcárcel despliega una nueva escritura desde la conciencia plena de su artificialidad. Anota, con una lucidez extraordinaria, que “debajo de la literatura ¡tan ficticia! reposa la escritura”.
No se trata, por tanto, de un cuento con moraleja incluida ni de una expresión sentimental, como tampoco deriva hacia un conceptualismo tautológico o perogrullesco. Al contrario, lo que aquí encuentro es una meditación fragmentaria pero muy seria sobre la “ética de la escritura”. Es evidente que Valcárcel Medina va más allá de lo que llama la ridícula suficiencia de los signos convencionales para preguntarse donde reside la virtud de cada palabra. “Tal vez –escribe en uno de sus textos- el imperativo categórico no se puede escribir”. Recordemos que Kant, en La fundamentación de la metafísica de las costumbres, estableció que yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima se convierta en ley universal. La persona aparecía como un fin en sí mismo y acaso fuera, como el juicio reflexionante, algo que nunca terminaba de darse, una finalidad sin fin. En la perspectiva de la ética autónoma, formal y a priori no es lícito hacer una promesa con el ánimo de no cumplirla. Pero, como bien sabemos, en la vida cotidiana sucede precisamente lo contrario: casi todo está pensado para defraudar, disuadir y neutralizar. La textualidad de Valcárcel Medina no me parece que pretenda ser universal, al contrario, es singular e impar aunque él sigue siempre un procedimiento de un rigor y coherencia que hace que sea un ejemplo de artista “legal”.
Desde el golpe de dados de Mallarmé a los zurcidos-patrón de Duchamp surge una confianza en el “riguroso azar” que también habita en este imponente recinto en el que ninguna puerta puede ser ya cerrada del todo. Aunque Valcárcel Medina considera que ser leído no es muy importante, estoy convencido de que espera que alguien tenga tiempo para seguir su escritura pluscuamperfecta. De nuevo Barthes sugirió en El placer del texto que como criatura de lenguaje, el escritor está siempre atrapado en la guerra de las ficciones o de las hablas en la que solamente es un juguete “puesto que el lenguaje que lo constituye (la escritura) está siempre fuera de lugar (es atópico)”. En realidad, en un sitio tan extraño como es una cámara acorazada, Valcárcel se siente de maravilla porque, precisamente, hay puede hacer una defensa de la “apostura”. Lo suyo es, desde hace años, un obsesivo proyecto de transgredir los mensajes respetando los códigos. Ajeno al histrionismo de la moda “performática” o al nuevo-realismo traumático, ha desarrollado una poética en la que la escritura adquiere una proporción titánica, sea en su libro 2.000 d. de J.C. o en el archivo que construyó para la exposición de la Fundación Tàpies. Valcárcel Medina coloca, con todo el respeto del mundo, sus “ahorros textuales” en el antiguo Banco convencido de que “frente a la rigidez del acero nada más adecuado que lo voluble de las ideas…, que lo etéreo de la creación”. La orto-escritura salta sobre la ortodoxia transformando el rigor en juego, lo plúmbeo en levedad.
El diccionario de la Real Academia, siempre tan pudoroso, ofrece una rara entrada para “orto” que procedería del latín ortus: “Salida o aparición del Sol o de otro astro por el horizonte”. En el envés de la puerta pesada de una de las últimas cajas leí algo sobre unas nubes recién aparecidas. Era el momento para salir. Llamé al prodigioso instalador del idioma para agradecerle el regalo desproporcionado que nos había entregado pero solo pude dejarle un mensaje en su contestador. Él, cumplidor como siempre, contestó también a mi buzón de voz indicándome que llevara cuidado que “eso es muy indigesto, tómatelo con calma, ya has visto bastante, no necesitas hacer una nueva visita. Lleva cuidado que eso es muy indigesto, hay poco renovación de aire, es un sitio agobiante”. A pesar de todo, pienso regresar, de cuando en cuando, a leer esa escritura que da una lección po-ética que abre un horizonte nuevo en una época des-capitalizada en la que todo lo que parecía sólido se disuelve en el aire. Quiero seguir el hilo de esta escritura que, en una errata deliberada, se “instila” allí donde la única gramática era la de lo poseído o apropiado. Ahora no queda nada y, en verdad, está lo más importante: el idioma, la escritura libertaria.

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