jueves, 23 de abril de 2009



Para no bailar al son de nada.


Fernando Castro Flórez.




“Los seres humanos –escribe John Berger- fueron creados para el baile. Fueron. Sólo mientras bailan se transforman en un don, en un puro don, todo lo que pueden hacer, sus capacidades y su ingenio, todas sus tretas, todas sus mentiras y todas sus terribles verdades. Seres creados para el tango”. Es evidente que el baile atraviesa nuestras vidas, el cuerpo se entrega a un placer que es, también, una forma de dar cuenta de lo que nos obsesiona. El desbordamiento progresivo de una concepción ortodoxa de la danza ha permitido no sólo un diálogo con lo teatral, lo fílmico o las artes plásticas en sus distintas manifestaciones sino, sobre todo, una radicalización de la reflexión sobre las experiencias del cuerpo. Más allá de una concepción del sujeto como foco intencional, hiperconceptualizada, hay una visión de lo que somos como una realidad múltiple en la que deseos, visiones y discursividades establecen complejos entrecruzamientos. Los procesos teóricos contemporáneos en los que se cuestiona tanto la identidad como el género e incluso el desmantelamiento (deconstruccionista) de la presencia afectan, por supuesto, a las propuestas de los coreógrafos interesados en establecer un encuentro fecundo con manifestaciones que funcionan en lo que llamo un campo expandido.
Ha pasado ya mucho tiempo desde que teóricos como Michel Fried contemplaron, casi con pánico, la llegada de un comportamiento plástico que abandonaba la pureza moderna para acoger la teatralidad de la objetualidad, un tipo de literalismo que llegaron a identificar con el fin o negación misma del arte. En el final de la idea moderna del arte surgen, evidentemente, actitudes, gestos y obras, diferenciados de aquella voluntad delimitadora precedente, esto es, afrontamos una situación pluralista. La hibridación también no existe exclusivamente en las llamadas “artes plásticas”, sino que en la danza se ha producido una situación semejante de indisciplina, esto es, comienza a constituirse una intensa o zona transdisciplinar en la que danza, teatro y performance permiten el despliegue de distintos acontecimientos corporales.
Desde la conquista del suelo que realiza Isadora Duncan hasta los arquetipos relacionados con lo cotidiano en Martha Graham o la suite de secuencias de Pina Bausch que funciona como una danza especular de la realidad cotidiana, hay un desplazamiento hacia otra gravedad en el baile, cuando el suelo sobre el que pisamos es, de nuevo, común. Merce Cunningham exploró nuevos dominios para la danza considerando que el espacio puede ser fluido de forma continuada; en sus conversaciones con Jacqueline Lesschaeve, publicadas recientemente en la editorial Global Rythm, señala que su punto de partida fue que cualquier tipo de movimiento podía ser danza. No cabe duda que sus colaboraciones con John Cage, Rauschenberg, Jasper Johns, Andy Warhol, Robert Morris, Frank Stella o, más recientemente, con Ernesto Neto, hacen de Cunningham una figura que sobrepasa los límites convencionales de la danza. “Yo bailo –dice con sencillez- porque me produce un profundo placer el hacerlo, no solamente por las preguntas que surgen a través de la danza sino por la danza misma”. En el fondo lo que estaba haciendo era prestar atención a la constante transformación de la vida, en la que no es infrecuente que alguien que va caminando se caiga. Fue propiamente para protegerse en las caídas de la coreografía que tituló Witerbranch por lo que hizo que Steve Paxon y sus otros bailarines llevaran zapatos o zapatillas deportivas para protegerse un poco. Recordemos el título de un ensayo capital que da cuenta de los nuevos planteamientos que introducen en la danza Simone Forti, Trisha Brown, Lucinda Childs, Douglas Dunn o Meredith Monk: Terpsícore in Sneakers. Post-Modern Dance.
Para Cunningham la cuestión básica de la danza es la energía y una amplificación de la misma que surge a través del ritmo, “y si pierdes eso acabas haciendo meros decorados”. Su defensa de la precisa imprecisión es un momento fundacional para toda la liberación del corsé clásico-académico. De entrada tomó la decisión radical de no bailar, en ningún sentido, al son de una música. El objeto de la danza es para el autor de Torse es bailar y no tiene que representar nada más ni remitir a algo literario, psicológico o estético, “sino que se relaciona mucho más con las experiencias cotidianas, con la vida diaria, con observar a la gente mientras camina por la calle”. Como suele suceder con todo profeta no fue él sino otros, por ejemplo, el mencionado Robert Dunn quienes llevaron hasta sus últimas consecuencias esa deriva cotidiana de la danza.
Aunque la teoría del arte contemporáneo ha permanecido lamentablemente al margen de la evolución de la danza contemporánea no cabe duda de que es uno de los campos más intensos y dinámicos en los que puede apreciarse una extraordinaria hibridación. Los nietos de aquella apuesta por el humor y lo inesperado que latía en Cunningham han mantenido una actitud de indisciplina que hace que sea innecesario compartimentar su trabajo en una categoría determinada: “Aunque a fin de cuentas –ha declarado La Ribot- todas estas clasificaciones de teatro, mimo, danza, música, empiezan a desaparecer, y todo se convierte en teatro visual, teatro danza, arte visual performance, artes escénicas... Me parece que empiezan a ser más flexibles con el término danza, algo que me parece definitivo para este arte”. Virilio sugiere que el drama del teatro, de la danza contemporánea o del body art marcan un límite: “plantean la pregunta del “hasta donde””. Asistimos a espectáculos que van del virtuosismo deconstructor de William Forsythe al hiper-expresionismo del trauma en Pina Bausch, de la revisión irónica del repertorio por parte de Mats Ek al complejo y visceral neobarroco de Jan Fabre, pero también a una defensa de los acontecimientos mínimos, al puro pasmo ante un cuerpo que puede mucho más que cualquier discurso.
“La danza –escribe Valery- genera toda una plástica: el placer de danzar desata a su alrededor el placer de ver danzar”. Cunningham subraya que los gestos son evocadores, son esos momentos que no pretenden expresar nada y que sin embargo son expresivos. En Walkaround Time rendía homenaje a Marcel Duchamp poniendo en escena las cuestiones de la desnudez y el movimiento gracias al famoso “retardo en vidrio”. Aquella transparencia era, en parte, el resultado de un “criadero de polvo” y, sobre todo, enseñaba a confiar en el azar, aunque hubiera que recurrir, en un juego delirante, a un conjunto de “zurcidos patrón”. En uno de los más complejos laberintos de la modernidad, Finnegans Wake de Joyce, encontró Merce Cunningham una frase que le sirvió como pre-texto para la pieza Un jour ou deux: “en el principio fue la danza del son”. Fue capaz de ver que la danza podía hacerse de otro modo. Su legado, incluso de todo aquello que no tiene nada que ver con él, es, sencillamente, prodigioso.

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