sábado, 24 de octubre de 2009



Disparate para no parar.
Fernando Castro Flórez.


En el Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando se conserva un maravilloso cuadro de Goya titulado, póstumamente, El entierro de la sardina (hacia 1816); una multitud, en la que tienen no poco protagonismo los niños, baila alborozada en torno a un estandarte en el que aparece un rostro sonriente y grotesco. Según sabemos esa imagen encubre la palabra MORTUS. La risotada y el jolgorio imponen su ley en el final del Carnaval; en realidad, más que establecer un orden o algún “programa” lo que manifiestan es el placer del delirio, el gusto inmenso que produce disparatar. Mijail Bajtin, en su clásico libro sobre Rabelais, subrayó la importancia que tiene lo carnavalesco en la configuración de la cultura de la plaza pública; también aclaró que la lógica artística de la imagen grotesca ignora la superficie del cuerpo y no se ocupa sino de las prominencias, excrecencias, bultos y orificios, es decir, únicamente de lo que hace rebasar los límites del cuerpo e introduce al fondo de ese cuerpo. En cierto sentido, la obra pictórica de Luis Gordillo guarda relación con ese deseo de penetrar lo corporal para convertirlo en una piel diferente o incluso en una máscara burlona. El disparate que ha realizado, con técnicas digitales, para Fuendetodos (tierra originaria del colosal Goya), impone en la mirada del espectador la presencia de dos cabezotas que merecen, con todos los honores, el calificativo de Alucinados. Más que la sonrisa inmensa del óleo sobre tabla goyesco que evoca el miércoles de ceniza, lo que tenemos en la gráfica de Gordillo es un ser boquiabierto, acaso estupefacto, que, sin pretender ser narcisista, podría llevarme a pensar que no es otra cosa que un espejo que se me ha interpuesto en mi camino.
He apuntado, en ocasiones anteriores, que el espejo (el espacio de emergencia del sujeto reflejado) es crucial en la estética de Luis Gordillo, desde sus dúplex hasta obras como Electronic Mandala (2006). La imagen especular parece ser el umbral del mundo visible, esa identificación o mejor transformación producida en el sujeto (función del yo) cuando asume una imagen que constituye la matriz simbólica, antes de que el lenguaje le restituya en lo universal y le introduzca en situaciones sociales elaboradas. La obsesión de Gordillo por el espejo tiene que ver con la conciencia del carácter des-realizante del reflejo. En la serie de los Espejos-gemelos (1975-1976), por ejemplo, simboliza el fracaso de los procesos de simbolización edípicos, por los que el individuo se identifica consigo mismo y, empleando las propias palabras de Gordillo, “se pierde en el callejón sin salida de la repetición monótona”, mientras en las fotografías de las Secuencias edipianas (1975-1976) hay un triángulo en el que se muestran los procesos de identificación, recogidos por un voyeur (cazado cámara en mano montando una “teatralización de un muñeco protagonista) que es el mismo artista. Este creador encuentra en la fotografía una posibilidad de calmar la tensión y ansiedad de los cuadros llegando a hablar incluso de un serenamiento de la imagen esquizoide. El yo, constituido especularmente, cree que en torno a él únicamente hay un terreno lleno de escombros y, precisamente por ello, se fortifica; verse a uno mismo como sujeto unitario implica una forma de represión visual. En el caso de la obra de Luis Gordillo no se produce esa cimentación del ego sino, al contrario, una dispersión o, por seguir en la atmósfera goyesca, un disparate.
A lo largo de toda su trayectoria, Gordillo ha plasmado en muchísimas ocasiones cabezas esquemáticas, rostros con sonrisas que no ocultan que acaso estemos ante un atolondrado, esto es, en tiempo de la pura y dura alucinación. Desde Cabeza C (1964) a Ácido simétrico (1980) o ese semblante grotesco y sofocado por un garabateado compulsivo de la serie gráfica Exabrupta (2003), vemos como Luis Gordillo no ceja en su empeño de convertir la identidad en algo superficial, en un enmascaramiento juguetón. En una de sus obras monumentales, Malestar óptico, malestar épico (1994), encontramos sobre fondos que son espejismos o espacios, en la terminología del propio artista, gruyere, como desarrolla redes, deshilachados dibujos que recuerdan a los meandros o geometrías epidérmicas, en una estrategia abismal (cuadros dentro de los cuadros). Como elemento de una simetría burlona un rostro sonriente, un extraño guiño de complicidad en medio de ese espacio inestable, acaso reconduciendo el malestar de forma irónica. De forma insistente las cabezas están dispuesta frontalmente, con algo de desafío al espectador. En la serigrafía Psicoanálisis doble de mono parece que quisiera literalizar aquella típica situación macarrónica en la que un tipo ya no aguanta que otro le escudriñe. Evidentemente no tenemos “monos en la cara” pero ese muñequito provisto de un falo poderoso desvela, sin que podamos contenerlos, la dimensión reprimida de nuestra conducta. Gordillo exorciza, con esos apóstrofes, el ancestral horror de la Medusa, si se arriesga a perder la cabeza es porque confía en la magia apotropaica. No hace falta revisar la historia de la filosofía antigua para comprender que el enigma que “resolviera” Edipo nos dejaba, como legado amargo, la conciencia de que lo inquietante y efímero, aquello que causa la perdición eres tú.
El imaginario de Luis Gordillo tiene bastante de caprichoso y disparatado; si ha sedimentado en sus obras lo desastroso (por citar tangencialmente las tres grandes series de grabados de Goya) ha sido en una suerte de furor iconoclasta, como cuando marca con frenéticas rayas sus grabados digitales o sus fotografías. La pintura, según apuntara Deleuze en su lectura de la obra de Bacon, interioriza, de forma histérica, su catástrofe. En el caso de Gordillo la procesualidad y el efecto de multiplicación no pueden ocultar que un tono melancólico, una sensación de ausencia late en cada uno de los recortes. Cuadros como Antropófago (1993) o Carnivorando (1995) muestran lo orgiástico y el placer inmediato de forma camuflada. Esas formas que tienen algo de “caparazones de tortuga” podrían tener el sentido de elementos de protección cuando el desvarío deseante nos domina.
No cabe duda de que Gordillo es un pintor inquieto que no ha dejado de plantear modulaciones, expansiones y cuestionamientos de su trabajo, introduciendo, de forma lúcida, interferencias o empleando técnicas que le permiten radicalizar la dimensión interminable de su “análisis. Desde la fotografía a la serigrafía o al collage cibernético ha desplegado juegos especulares sedimentados en un imaginario fractalizado (esa geometría de lo irregular y discontinuo que tiene que ver con lo coriáceo, lo enmarañado, lo granulado, sinuoso o ramificado). En cierto sentido no deja nunca de contemplar el mundo como un depósito inagotable de pre-textos y marcas seductoras; con su cámara puede atrapar unas mesas y taburetes circulares de color amarillo o montar un doméstico bodegón con un par de guantes de fregar verdes sobre los que coloca un cogollo de lechuga. Una pistola de agua sofocada por cerezas, una silla frente a la piscina, las juntas de las baldosas en el suelo, por todas partes aparecen presas apetitosas. Gordillo punctualiza (el punctum, en el sentido desarrollado por Barthes en La cámara lúcida, es el detalle que trastorna el sentido general de la imagen) todo lo que le place y, por supuesto, una de las realidades que tiene más a la mano y que adquiere un papel decisivo en su pulsión metapictórica es su propia obra. Repaso sus obras digitales y compruebo que son un magnífico de resumen de todas sus preocupaciones, ya sea en los collages desconcertantes de fotografías de la Suite Europa (2002-2003) o en el reflejo especular y la gemelaridad burlona de Triquevedos (2004), empleando una estrategia de repetición en su homenaje “warholiano” o retomando el mundo celular (Células dulces y trapecios, 2002-2003) con una agitación cromática y gestual tremenda.
David Barro ha señalado que Gordillo desarrolla un trabajo obsesivo, “que nace, en este caso, de violentar la imagen, de excederla, de desbordarla; en definitiva, de insistir en ella para exprimir sus posibilidades a partir de las más curiosas variaciones, siempre buscando lo real, es decir, lo imposible”. Este artista ha declarado que le gusta ver su obra como un mapa pero especialmente como el resultado de su obsesión por completar un cuerpo: “se ha empleado la palabra “genetismo”, que en parte está relacionada con la sensación meándrica, con el extenderse de lo fluido formando una cuenca hidraúlica, un dibujo. Ese dibujo, al fin y al cabo, sería mi biografía y también mi obra”. Aunque le interesara la meditación “disparatada” de Deleuze y Guattari sobre el Cuerpo sin Órganos, lo cierto es que la obra de Gordillo está plagada de conexiones nerviosas, de apéndices enrarecidos. Cuando Lacan señala que “lo que se contempla es lo que no se puede ver” alude al la búsqueda del objeto perdido, al circuito óptico y a las pulsiones que están condicionadas por el espejo a través del cual el deseo de ver nos hace presentes las cosas. La diseminación de la pintura de Gordillo no nos presenta, ni mucho menos, ese objeto como algo finalmente conseguido, ni tampoco se contenta con ser un jeroglífico de los deseos, sino que más bien da rienda suelta una dimensión del sueño (plurívoco, superpuesto, sobredeterminado) como una realidad que no recordamos más que vagamente. Más allá de la estética de la ausencia, el imaginario digital de Gordillo, a él que es en gran medida un analógico visceral o celular, agita las formas, crea permutaciones ansiosas (Columbus, 2002) y nos propone adentrarnos en la variación hipnótica de lo mismo (Budismo tecnológico, 2005-2006).
De que llama “lo superyoico” (lo denso y estricto) a lo diseminado o, para ser más “riguroso”, a lo disparatado, de lo vegetativo a lo meándrido y, pasando por el “efecto nevera” a una obsesividad fotográfica, Gordillo insiste en su vertiginoso placer visual: disonancia y fluidez, alternancia tímbrica y sutura, diferencia y repetición. Si todo comenzó con un intento de asumir el informalismo y, posteriormente, emprendió el trayecto personal que le llevaría a preocuparse por el “peso del gesto”, ahora, tras años de pintar, ha encontrado que el procedimiento serigráfico o digital le permiten establecer un laboratorio de formas enormemente fecundo. Su caleidoscopio puede seguir ampliándose y además puede plegar, superponer, borrar o garabatear sin excusas.
Freud señaló que, tras la completa interpretación, todo sueño se revela como el cumplimiento de un deseo, esto es, el sueño es la realización alucinatoria de un deseo inconsciente. Tal vez Gordillo no tenía en mente a Goya cuando tituló una serie de gráficas digitales Trapecios (2002-2003) que tienen algo de sedimentación de huellas dactilares-celulares. Al final de su vida, en el exilio, el maestro de Fuendetodos realiza un dibujo y un grabado (aguafuerte y aguatinta) extraordinario: Viejo columpiándose (1824-1828). Sin duda, es una imagen que tiene que ver con el reflejo desengañado del artista que, a pesar de todo, no duda en plasmar una sonrisa tan grande como la del estandarte carnavalesco. Se ha señalado que la cuerda de ese columpio no está atada en ninguna parte y así da la impresión de que el anciano se balancea encima de la nada. Tal vez sea mejor estar alucinado que muerto de risa. En última instancia no hay elemento simbólico sin experiencia del desasosiego. El entierro de la sardina no es otra cosa que un subterfugio para continuar la fiesta hasta el final. Los disparates cibernéticos de Gordillo no ocultan su tonalidad lúdica, al contrario nos hacen cobrar conciencia de que no puede parar. En el tratado de Rodrigo Caro sobre los juegos (publicado en el siglo XVII) se indica que la costumbre de columpiarse se relaciona con las fiestas periódicas de renovación pero también con la alegoría de la vanidad de todas las cosas. Acaso lo que el meandrismo gordillesco nos ofrezca sea un bodegón del tiempo de la aceleración extrema, una cartografía del disparatado tono de un mundo de simulacros y espejismos: la alegoría de lo que llevamos marcados en la cara.


[Se acaba de inaugurar la exposición de gráfica digital de Gordillo en el Museo de Fuendetodos, donde se celebra la figura de Goya, y también tiene actualmente montada una imponente retrospectiva de su obra gráfica en el Museo del Grabado Español Contemporáneo en Marbella. Sigue, si no me equivoco, su serie de gráfica última en La Caja Negra. Todo un lujo].

Mutaciones del consumo mediático.

Henry Jenkins: Convergence Cultura. La cultura de la convergencia de los medios de comunicación, Ed. Paidós, Barcelona, 2009.
Henry Jenkins: Fans, blogueros y videojuegos. La cultura de la colaboración, Ed. Paidós, Barcelona, 2009.



Fernando Castro Flórez.

Dino Ignacio, un joven filipino-americano estudiante de instituto, crea con la ayuda de Photoshop, un collage en el que aparece Blas, uno de los “clásicos” protagonistas de Barrio Sésamo, junto a Bin Laden; esa imagen surrealizante es utilizada por simpatizantes de Al Qaeda en una manifestación en Oriente Medio y grabada por el ojo omnipresente de la CNN. Este es el primer y sorprendente ejemplo que Henry Jenkins da de la cultura de la convergencia en la que el poder del productor y el que tienen los consumidores mediáticos generan interacciones impredecibles. Con ese término da cuenta de la cooperación entre múltiples industrias de la comunicación y el entretenimiento pero, sobre todo, sirve para analizar el trabajo y el juego de aquellos que, en muchos casos, se pretendería que fueran meros espectadores. El primer “profeta” de la convergencia mediática fue Sola Pool pero, sin ningún género de duda, el gran divulgador de la causa es Jenkins, director del Programa de Estudios Mediáticos del MIT, que desde su honesta asunción de la condición de fan ha conseguido ofrecer una serie impresionante de ejemplos que permiten calibrar la importancia del cambio de paradigma. Frente a los intelectuales apocalípticos que consideran que todos los cambios tecnológicos son nefastos, tenemos que asumir que la lógica cultural de la convergencia mediática está firmemente arraigada y genera beneficios que deben ser subrayados. Si un adolescente puede hacer sus deberes y, simultáneamente, chatear, descargar archivos MP3, responder correos electrónicos, escuchando lo último de Lady Gaga, también se da el caso de ciber-analfabetos, como es mi lamentable caso, que hacen zapping, mantienen esporádicas conversaciones telefónicas, teclean lo que pueden en la computadora y atienden al portero automático porque llega un mensajero.
Howard Rheingold declara, entusiasmado, que Jenkins es el McLuhan del siglo XXI. Sin embargo, la diferencia entre las perspectivas teóricas del autor de La Galaxia Gutemberg y el investigador de Textual Poachers es considerable. Aquel era, nada más y nada menos, que un visionario, dispuesto a realizar conexiones sorprendentes y asumir riesgos de toda índole, mientras que lo que le interesa al fan-académico es realizar “lecturas atentas”, mostrar la riqueza de sentidos que aportan los consumidores dejando, en principio, de lado las hipótesis de alcance general. Jenkins sabe, eso no hay quien lo dude, de lo que habla, cada uno de los temas que aborda queda expuesto hasta límites inverosímiles pero sus conclusiones son o bastante obvias o una mera defensa liberal del consumidor-creativo. En cualquier caso, la cuestión que pone sobre la mesa es importante porque nos lleva a pensar los cambios de nuestras relaciones con la cultura popular y como esas destrezas que adquirimos mediante un comportamiento lúdico pueden tener implicaciones en nuestra manera de aprender, trabajar, participar en el proceso político y conectarnos con otras personas de todo el mundo. Aunque la perspectiva es, netamente norteamericana, Jenkins tiene conciencia de que el proceso es global y que lo que está analizando en microcomunidades, por ejemplo la de los seguidores del flash, afecta a una multitud global. Tampoco pasa por alto la realidad de que está hablando de “consumidores de élite”, esto es, de un conjunto de sujetos que son en su mayoría blancos, varones, de clase media y licenciados.
En la selección de ensayos, escritos básicamente en la década de los noventa, que recopila en Fans, blogueros y videojuegos, podemos apreciar la curiosidad mediática de Jenkins que le lleva desde la re-escritura de Star Trek desde perspectivas feministas o gays, al seguimiento cibernético de los enigmas planteados por Twin Peaks o a meditar sobre la influencia de los juegos interactivos en la violencia juvenil a partir de la matanza de Columbine. En Convergence Culture analiza, minuciosamente, a los que “destripan” el programa Supervivientes, la economía afectiva que domina la tele-realidad (tomando como ejemplo American Idol que entre nosotros es el conocido bodrio de Operación Triunfo), las extraordinarias narraciones transmediáticas a partir de Matrix, la proliferación de cine-aficionado en relación con La guerra de las galaxias o la expansión de la fantasía gracias a Harry Potter. Los “análisis de intervención”, en el sentido de John Harley, que realiza son sumamente interesantes y, con esa perspectiva de etnógrafo implicado, consigue desterrar la idea del fan como un friki o un tipo abducido “religiosamente”. Jenkins asume las teorías de Pierre Lévy y especialmente su convicción de que la inteligencia colectiva puede verse como una fuente alternativa de poder mediático; en una conversación con Mat Hills, advierte que cabe decir infinidad de cosas sobre cultura popular que no estén puramente motivadas por una posición política o moralista. Con todo no sería deseable que el estudio de lo que llama “diversiones serias” quedara críticamente descafeinado. En su indagación sobre “Photoshop para la democracia” apunta que el concepto de “interferencia cultural” que propusiera Mark Dery en un crucial texto de 1993 ha perdido su utilidad y que, por tanto, hay que sustituir lo que llama “vieja retórica de oposición” por una apropiación del discurso “normal, serena y consolidada”. Me cuesta aceptar la candorosa defensa del “ciudadano vigilante” o del blogger como garantes de una nueva política participativa. Mientras unos están fascinados con los Sims otros amañaron, descaradamente, las elecciones presidenciales en Florida o, más recientemente, el marketing del “Yes We Come” hechizó a todo el mundo. No siento la necesidad, como proponía un anuncio de los Premios Webby, de votar desnudo cuando la inteligencia global está ya en pelotas.

lunes, 12 de octubre de 2009



Para perder la cabeza.

Fernando Castro Flórez.

En las famosas conversaciones de Marcel Duchamp con Pierre Cabanne, el artífice de El Gran Vidrio declara que el erotismo ocupa un lugar enorme y subyacente en toda su obra: “creo mucho en el erotismo debido a que es, verdaderamente, una cosa bastante general en todo el mundo, una cosa que las personas entienden”. Este ironista de paso se desmarca de las vanguardias ortodoxas al proponer que ese otro “ismo” placentero; Duchamp pensaba que el erotismo era, entre otras cosas, el medio de intentar poner al descubierto cosas que están constantemente escondidas. Desde aquella novia que mantenía a raya a los solteros onanistas hasta el inquietante cuerpo abandonado de Étant donnés que nos obliga a asumir el papel del voyeur, no dejó de divertirse “desnudando” las apariencias. Su alter-ego Rrose Selavy, en uno de sus acostumbrados juegos de palabras, venía a promover la certeza de que eros es la vida. Picasso, otro de los canónicos de la vanguardia, estaría, por lo menos en esta ocasión, de acuerdo; en última instancia, él había pretendido, desde Les demoiselles d´Avignon, ser algo así como el rey de los burdeles. Entre la Celestina y el Minotauro, ese pintor compulsivo dio rienda suelta sobre todo a su obsesión principal: en encuentro del pintor con la modelo desnuda. Sabía, fascinado por el Frenhofer de Balzac, que debajo del descorazonador “muro de pintura” está enterrada una mujer de la que aún vemos un pie perfecto. Aquel mítico dibujo de la sombra del amado sobre el muro que narra Plinio establece el fondo melancólico y de ausencia deseante que la historia del arte ha desplegado. Lacan, que llegó a ser propietario de El origen del mundo de Courbet (ese rotundo sexo femenino dispuesto en primer plano), afirmó que “la relación sexual no cesa de no escribirse”. Tampoco ha dejado de ser representado el placer y el dolor, la pasión y aquello que nos repugna, esto es, todo lo que tiene que ver con las turbulencias del deseo.
Bataille considera que la dialéctica de trasgresión y prohibición es la condición y aún la esencia del erotismo. Campo de violencia, lo que acaece en el erotismo es la disolución, la destrucción del ser cerrado que es un estado normal en un participante en el juego. Una de las formas de violencia extrema es la desnudez que es un paradójico estado de comunicación o mejor un desgarramiento del ser, una ceremonia patética en la que se produce el paso de la humanidad a la animalidad. Ante la desnudez, Bataille experimenta un sentimiento sagrado en el que se mezclan fascinación y espanto, en él surge la equivalencia con el acto de matar: el sacrificio que implica el horror vertiginoso y la ebriedad. Lo que designa la pasión es una halo de muerte, por éste se manifiesta la continuidad de los seres: “Las imágenes –apunta Slavoj Zizek- que excitan o provocan el espasmo final suelen ser turbias, equívocas: si entrevén el horror o la muerte, acostumbran a hacerlo subrepticiamente”. El terreno del erotismo está abocado a la astucia, la muerte queda desviada sobre el otro. Es tal vez Santa Teresa (especialmente esa esculpida por Bernini que podemos ver en Santa María della Vittoria de Roma) el ejemplo más penetrante de la relación entre la sensualidad culpable y la muerte, en su manifestación del deseo extremo: cesando de vivir, entrando en la zozobra absoluta, perdió pie, no hizo más que vivir con mayor violencia, “tal fue la violencia –leemos en El erotismo de Bataille- hasta que se creyó en el límite de la muerte, pero una muerte que, al exasperarla, no detenía la vida”. Hasta en la mística, desde el Cantar de los Cantares a San Juan de la Cruz, late el erotismo, aunque sea algo que, por emplear los términos lacanianos del Seminario 20, se siente pero de lo que no se sabe nada.
Si en el banquete platónico eros, en el fascinante discurso de Diotima que recuerda Sócrates, es un daimon, hijo del recurso y la pobreza, que nos impulsa a llevar la mejor de las vidas que no es otra que la filosófica, en la modernidad fundada por Baudelaire el encuentro con la belleza fugitiva es la prefiguración de aquella infecta carroña arroja en un camino pedregoso. El “amor loco” que impulsara Breton marcó distancias, afortunadamente, con las visiones idealistas y de un romanticismo pastelero. No dejamos de tener presente al infortunado Acteón cuya mirada es aplacada por el agua arrojada por Diana y por las palabras de la maldición: “Ahora te está permitido contar que me has visto desnuda, si es que puedes contarlo”. Aunque seamos despedazados por “tan funesto deseo”, no podemos esquivar el ímpetu de la mirada curiosa. Tanto en Ovidio como en Las Leyes de la hospitalidad, el hombre sucumbe al anhelo de ver y ser visto en el proceso del deseo, si bien eso implica la trasgresión, la traición y el sufrimiento extremo. Con frecuencia lo que contemplamos es tremendo, como las escenas sadomasoquistas de Blue Velvet que nos introducen dentro de un angustioso armario. Lo sabemos de sobra: la violencia es el precario camuflaje de la sórdida impotencia.
La dimensión cruel de la belleza aparece constantemente en la historia del arte, por ejemplo en la Historia de Nastagio degli Onesti de Botticelli; la modernidad subrayará, por emplear un término freudiano, el carácter inquietante o siniestro de las imágenes, algo explícito en El gran masturbador de Dalí. El arte contemporáneo recurre a un “literalismo extremo” (al “verismo” pornográfico) y por tanto su erotismo es, más que nada, una forma del goce obsceno, como si estuviéramos hastiados tras un striptease perpetuo; basta recordar la regresión infantil de la “perversiones” de los hermanos Chapman, las confesiones “traumáticas” y escatológicas de Tracey Emin o a Paul McCarthy, intoxicado acaso por la ingesta excesiva de ketchup, que presenta a un tipejo, en el colmo del delirio, fornicando con un pino. El erotismo es la aprobación de la vida hasta dentro de la muerte. Y eso no es nada fácil de hacer: a veces nos gustaría arrancarnos los ojos para no ver eso lo extremo. Edipo no deja de inquietarnos.
Al final de Las lágrimas de Eros, Bataille dispuso tres fotografías de la tortura china del Leng-Tché (reconstruido en vídeo Ligchi del 2002 por el artista Chen Chi-Jen) para insistir en que el sacrificio y el horror religioso se vinculan “al abismo del erotismo, a los últimos sollozos que solo el erotismo ilumina”. Puede que sea cierto que todo lo adorable es, al mismo tiempo, aquello que nos devastará. Estamos sin salida como en la historia de ese ojo ciego clavado en la vagina de Simone. Acaso tenga razón Séneca y nacer sea un placer que muere, el coito originario prefigura el final oscuro, ese abrazo en el que el placer se totaliza hace de la felicidad algo efímero. Sum: Coitabant. Pascal Quignard, en El sexo y el espanto uno de los libros más bellos que he leído, advierte que lo que condena a la fascinación (a la turbación erótica) es también lo que protege de la locura. Vale más, a pesar de todo, perder la cabeza que reprimir el fuego que nos consume: acéfalos pero, valga la paradoja, videntes.

jueves, 1 de octubre de 2009

quiero citar unos pasajes del libro Historia y crítica del Arte: Fallas (y Fallos), una conferencia que impartió en la fundación César Manrique: "Hemos sido demasiado autoindulgentes o perezosos, tal vez. La sociedad de la imagen masiva multiplicada está volcando hacia el mundo del arte a muchedumbres y recursos ingentes. Las aulas de nuestras especialidades de arte están más llenas que nunca y podemos caer en la tentación de considerar todo eso como un mérito corporativo propio. Pero no hay razones para el optimismo: el boom del arte y el creciente interés por su historia tienen poco que ver con el trabajo y con los hábitos mentales de los profesionales del sector. Muchos estudiantes dicen, incluso, que les entusiasma lo que estudian a pesar de los esfuerzos de los profesores para que suceda todo lo contrario.
Nos hace falta debate crítico. Rara vez nos planteamos el sentido de lo que hacemos, en función de las exigencias y verdaderas necesidades de la sociedad actual. El ruido (en el sentido que tiene esta palabra en la teoría de la información) es excesivo: aportaciones irrelevantes o confusas reciben una atención desmedida mientras se dedica un silencio desdeñoso a trabajos sólidos y esclarecedores de otros estudiosos. En las evaluaciones de los curricula académicos se tiende a considerar del mismo modo cualquier clase de publicación, sin atender a su contenido. La cantidad sustituye a la calidad". No se puede añadir nada ni cambiar una coma. Ramírez da en el blanco. He revisado con mimo esa conferencia y me parece que tendríamos que tatuarnos algunos párrafos en la frente. Allí señala que nuestra saber oficial está acartonado y que los departamentos universitarios no cumplen su obligación de constituirse en laboratorios intelectuales de vanguardia. A pesar del diagnóstico tan rotundo y desolador, el profesor termina apuntando que urge una reforma o un levantamiento de estructuras complementarias a las que tenemos que están, en muchos sentidos, obsoletas. Pero lo que más me ha impresionado ha sido releer la última frase: "Es preciso inculcar ilusión, sobre todo a los más jóvenes, por trabajar hacia una necesaria renovación". INCULCAR ILUSIÓN. Ese es, así de simple, el programa, esa es la tarea que con tanta frecuencia olvidamos.




He leído una entrevista a Francisco Calvo Serraller y casi me quedo tocado y hundido. Le hacen una serie de preguntas en torno a la exposición sobre escultura española contemporánea que ha mondado, ¿cómo no?, en un Museo Esteban Vicente que es uno de los cotos en los suele cazar cuando le place. Entre otras cosas singulares dice que España es el país que ha dado los escultores más importantes del siglo XX, empezando, según aclara, por Picasso que inventó, entre otras cosas, el constructivismo y el ready-made. No salgo de mi asombro. Este catedrático consigue sumir en la perplejidad a cualquier estudiante de primero de Historia del Arte. ¿El ready-made? De verdad tiene que escribir un libro entero o dos bien gordos para explicar tremendo disparate. Conviene darle un vistazo a los desbarres que formula en “hoyesarte.com”. De lo mejor es la respuesta que da a siguiente pregunta:
“Por qué le interesa tanto la escultura?
Porque es quizá de las pocas cosas que no nos da la razón. En un mundo en el que progresivamente la gente está más anudada, creo que son fascinantes los ovnis. Un marciano reclama mi atención y lo más marciano que he encontrado en el campo llamado arte es la escultura. Me interesan, no ya los trucos que ha desarrollado para sobrevivir en mundo hostil, sino lo que tiene de intempestivo. Es como si apareciera de repente un neandertal, que todo el mundo considera extinguido. Me parece fascinante”.
Un ovni, los marcianos, el neandertal. De verdad Paco, te has sobrado. Dale al coco con rigor, como solo tú sabes, que seguro conseguirás reconstruir lo poco que sabíamos y fundar una nueva genealogía. Todo sea por el arte español (cuando, según dices, no importan de donde procede un artista) y por tus amistades íntimas entre los escultores y las escultoras. Larga vida al desbarre. Si la cátedra lo formula que lo repitan los monaguillos. Sin duda: algo fascinante.

[Este post también está en el blog http://contuberniocanibal.blosgspot.com aunque aquí añado la abducción del fiero toro hispano por los malvador marcianos desde el ovni y una maravillosa fotografía del sublime crítico con mirada de puro trance místico]