sábado, 30 de mayo de 2009


“[…] ut nihil non iisdem verbis redderetur auditum”.
Otras formas (fotográficas) del recuerdo.

Fernando Castro Flórez.

En sus consideraciones sobre la memoria perdida de las cosas, Trías señala que en este mundo en que ha gustado la naturaleza de ocultarse a nuestros ojos y silenciarse a nuestros oídos, la reflexión filosófica sólo puede apoyarse, como experiencia primaria, en la experiencia de la ausencia de experiencia, en la experiencia del vacío dejado por las cosas huidas o desaparecidas: “Sólo desde cierta lejanía respecto al mundo real es posible abrirse a una comprensión lúcida del mismo; sólo desprendiéndose de un mundo que se origina del derrumbamiento del mundo mismo en el que habitan cosas y abriéndose a la revelación del vacío y a la conciencia de la ausencia que sustenta este mundo en el cual vivimos. Pero esa lejanía debe ser contrarrestada con una conciencia viva con ese mundo sin cosas, toda vez que es sólo en él donde pueden brillar indicios y vestigios de lo que huyó o de lo que está acaso por venir. La experiencia filosófica de hoy tiene, pues, en la falta de las cosas, y en la memoria y esperanza que esa falta, sentida dolorosamente, desencadena, su apoyatura mundana”[1]. Aquella “agorafobia espiritual” de la que hablara Worringer en su libro Abstracción y naturaleza[2], queda corregida en esta visión de nuestro tiempo como crisis de la memoria, como una ausencia de lo concreto que lleva a una visión totalizadora. “La memoria es un rastro que subsiste en nosotros como el archivo de un pasado que se hace nuevamente presente. Una repetición transformada en lo nuevo como una realidad impersonal insertada que evidencia la realidad del arquetipo”[3]. En el proceso de rememoración el sujeto entero se compromete, hasta dejarse la piel.
Vivimos en el tiempo de la atrofia de la experiencia, cuando parece como si todo quedara reducido a nada. Benjamin señaló que cuando impera la experiencia en sentido estricto, ciertos contenidos del pasado individual coinciden en la memoria con otros del colectivo: “Los cultos con su ceremonial, con sus fiestas... llevaban a cabo renovadamente la amalgama de estos materiales de la memoria. Provocaban la reminiscencia en determinados tiempos y seguían siendo manejo de la misma durante la vida entera. Reminiscencia voluntaria y reminiscencia involuntaria perdían así su exclusividad recíproca”. En Mas allá del principio del placer, advierte Freud, que la conciencia surge en la huella de un recuerdo, esto es, del impulso tanático y de la degradación de la vivencia, algo que la fotografía sostiene como duplicación de lo real pero también como velamiento del recuerdo de la muerte[4]. En la edad de la ruina de la memoria (cuando el vértigo catódico ha impuesto su hechizo) el tiempo está desmembrado, “de ese desmembramiento -escribe Trías en La memoria perdida de las cosas- surge la presencia de una reminiscencia”[5]. El arte sabe de la importancia de destacarse del tiempo, para buscar las correspondencias como un encuentro (memoria involuntaria) que detiene el acelerado discurrir de la realidad.
Freud caracteriza a la fotografía como captura de la experiencia fugitiva, el deseo de conservar algo ajeno al fluir temporal, una práctica afín con la memoria escrita: una prótesis con la que soportar lo innombrable, su implacable llegada. Pero más que la pulsión tanática, algunas fotografías pueden alegorizar el deseo del otro, punctualizaciones de eso (el amor) de lo que no se consigue nunca hablar[6]. Sigfried Kracauer señaló, en su ensayo “Fotografía”, publicado en 1927, que el pensamiento historicista surgió más o menos en la misma época en la que hizo aparición la moderna tecnología fotográfica; en cierto sentido, el recurso a la fotografía es el juego de vida y muerte del proceso histórico: “Lo que las fotografías, con su pura acumulación intentan proscribir es la recolección de muerte, que forma parte de toda imagen-memoria... El mundo se ha convertido en un presente fotografiable, y el presente fotografiado se ha vuelto completamente eterno. Aparentemente arrancado de las garras de la muerte, en realidad ha sucumbido más aún a ella”.
La fotografía nos muestra una realidad anterior, algo que, en verdad, no puede tocarse, que aunque da la impresión de idealidad no se la percibe nunca como algo puramente ilusorio: “es el documento de una “realidad de la que nos hallamos fuera de alcance””[7]. Tenemos grandes dificultades para enfocar lo cercano o a lo mejor no queremos contemplarlo; los ojos de algunos sujetos retratados miran a otro lado[8], hurtan el apóstrofe de su locura. En las fotografías comprobamos que no lo visto no es solamente algo que fue en el pasado sino que se hace presente la verdad de que es esto, una suerte de “loca verdad”[9] que tiene que ver con el sufrimiento de amor. Es en los resquicios entre la plenitud de la experiencia y la escasez del simbolismo donde nace el deseo; sin duda las fotografías atrapan la ocasión, aquello que nos toca, algo que tuvo lugar una vez y se mantiene para siempre. “Una fotografía –apuntaba con lucidez Susan Sontag- es a la vez una pseudopresencia y un signo de ausencia. Como el fuego del hogar, las fotografías –especialmente de personas, de paisajes distantes y ciudades remotas, de un pasado irrecuperable- incitan a la ensoñación. La percepción de lo inalcanzable que pueden propiciar las fotografías alimenta directamente los sentimientos eróticos de quienes ven en la distancia un acicate del deseo. La foto del amante escondida en la billetera de una mujer casada, el afiche fotográfico de una estrella de rock colgada encima de la cama de una adolescente, el retrato de propaganda del político abrochado en al solapa del votante, las instantáneas de los hijos del taxista en la visera del auto todos esos usos talismánicos de las fotografías expresan una actitud sentimental e implícitamente mágica: son tentativas de alcanzar otra realidad”[10]. Desde la estupefacción que nos produce el descubrimiento de nuestra imagen en el espejo llegamos a la conmoción de la fotografía que parece que fuera una forma de resurrección[11]: el retrato retiene al ausente[12]. El sujeto del deseo no es el que ve ni el que es visto, sino el que se hace ver. “El sujeto posa como objeto para ser sujeto”[13]. Y, a su vez, toda fotografía es un objeto único pues nos permite la posesión de una persona o cosa querida. Miramos un rostro conocido, incluso el nuestro, y comprobamos que se ha convertido en un espectro[14].
“La emoción que se contiene en una foto viene de la envestida de la memoria. Esto resulta especialmente obvio cuando se trata de una foto de algo que vimos alguna vez. Por ejemplo, la foto de esa casa en la que vivimos un tiempo. La foto de nuestra madre cuando aún era joven”[15]. Contemplo fotografías y surge lo que me hiere o, mejor, eso que me despunta, lo que Barthes llamara punctum[16]; en ellas vemos el envejecimiento de las personas y, por supuesto, de nosotros mismos, aparece un pasado estancado, cobramos conciencia de que la fotografía, que invita al sentimentalismo y la tierna contemplación es “el inventario de la mortalidad”[17]. El mismo Barthes señaló que la fotografía está próxima al Teatro gracias a la mediación singular de la muerte: “la Fotografía es indialéctica: la Fotografía es un teatro desnaturalizado en el que la muerte no puede “contemplarse a sí misma”, pensarse e interiorizarse; o todavía más: el teatro muerto de la Muerte, la prescripción de lo Trágico; la Fotografía excluye toda purificación, toda catarsis”[18]. Pero no se revela únicamente la finitud radical y la implacable erosión del tiempo sino que en la fotografía se produce la desaparición “histórica” del sujeto[19].
Sin duda un artista en el que la memoria funeraria aparece con extraordinaria intensidad es Christian Boltanski que extrae desde la autobiografía posibilidades para generalizar un discurso sobre las tecnologías del yo, las formas de relación con la muerte, esa erosión del tiempo que no es sorda sino que va dejando manifiesta cicatrices. La revisión de la infancia, el trabajo de construcción de la propia identidad, se tornan determinantes: el artista presenta reliquias impersonales en un contexto público. Algunas de las obras más conocidas de este artista son fotografías iluminadas por focos que las vuelven casi irreconocibles: altares en los que no opera tanto un mecanismo de sacralización cuanto un desmontaje antropológico de nuestra necesidad de identificación. Christian Boltanski ha declarado de forma explícita su deseo de ser patético: “quiero hacer llorar a la gente. El arte debe dar emociones. Estoy a favor de un arte que sea sentimental”. Cada semblante está petrificado, convertido en la piel externa de una caja de metal en la que el rigor atmosférico ha obrado "escultóricamente", no se puede determinar si claman por el nombre o se han instalado sin resentimiento en el olvido.
Todas esas personas que “aparecen” en las obras de Boltanski están muertas y no hay voz que pueda expresar el dolor por su pérdida. Los muros de cajas metálicas, contenedores de recuerdos no abiertos, los sudarios, las sábanas cubriendo las acumulaciones como si se tratara de muebles de una casa cerrada, los tablones con imágenes superpuestas son presencias con una mezcla de crudeza y ternura. Boltanski intenta rendir testimonio de la dificultad para articular el sufrimiento en la contemporaneidad. La pulsión de muerte se articula dialécticamente, en un filo paradójico, en un tiempo de precariedad, cuando la secularizacion ha generado tierra baldía. Su obra habla de la memoria dañada, de la muerte abstracta y obscena, del sentimiento de culpa o de las formas de escamoteo de la realidad, exige una proximidad radical, un enfrentamiento personal.
Frente a lo meramente decorativo o la neutralidad del museo, este creador elabora un luto que afecta a la memoria colectiva, que introduce la política de una forma no institucional. Monumentos de lo efímero que es, simultáneamente, aquello a lo que atiende el narrador, el terrible espacio hermético del que se ha sacado, intemporalmente, la potencia para continuar viviendo. El artista va al lugar común, elabora un memorial del luto[20]. Boltanski sabe que el acontecimiento trágico es cósmico, lo que sucede en el drama barroco discurre ante los ojos de los que padecen luto: la historia se despliega como ostentación de la tristeza, ciclo natural. Se podría entender la estética de Boltanski como trauerspiel (drama barroco y juego del luto), entretenimiento para tristes: contemplando el espectáculo del luto profundizan en su ser criaturas deyectas.
Contemplamos una memoria sombría, justo antes de que el olvido se adueñe de todos los semblantes.
Walter Benjamin, en su ensayo sobre Lesskow, caracteriza al narrador como alguien que trae la noticia de la lejanía, tal como se refería al que ha viajado de retorno a casa, con la noticia del pasado que prefiere al confiarse al sedentario. Pero, es la misma experiencia la que nos dice que el arte de la narración está tocando a su fin[21], como si fuera ya imposible intercambiar experiencias, sentarse a gozar de la escucha. Acaso faltan personas capaces de dar consejos, esto es, de transmitir esa sabiduría que está entretejida en los materiales de la vida. El relato se aproxima a su fin porque el aspecto épico de la verdad declina. Cada historia llama a su continuación, obliga al que escucha a retener lo dicho. Cuanto más olvidado de sí está el que escucha, tanto más profundamente se impregna su memoria.
Sophie Calle realiza obras que, habitualmente, están caracterizadas como relatos. El rasgo determinante de Calle es la explicitación, el morboso placer de las evidencias: lo que los ciegos nombran como bello tiene que ser reproducido, aunque sea para satisfacción de los que ya son capaces de ver. Hay que documentar todas las persecuciones, lo que inquieta tiene que ser exteriorizado, el control de la libido es absoluto, impone la retórica de los acontecimientos, está preocupada por lo que Barthes llamó “el efecto de realidad”[22] que finalmente convierte a la vida en simulacro. En sentido preciso Sophie Calle realiza “novelas breves”. Las narraciones de Sophie Calle afectan a un espectador al que mantienen a distancia, leyendo el aparente desvelamiento de la intimidad. Pero todas esas imágenes de gentes que son invitadas a dormir, espionaje duplicado, persecuciones, intrusismo de la percepción, relatos de obras de arte robadas (memoria de su aura), tumbas de los seres queridos, enterradas a su vez por la acción geológica, son auténtica exterioridad. La materia fundamental para Sophie Calle es la experiencia y la rememoración, lo que surge en los merodeos por la calle, las narraciones que están vinculadas al pasar de las cosas que pasan: es prácticamente su vida lo que la artista pone habitualmente en juego, en un impresionante despliegue de dispositivos hiperreales, o tal vez ya directamente hiperficcionales, emparentados a veces con la idea última de lo que se diría un improbable álbum de fotos y que posiblemente tiene que ver bastante más con el autorretrato que con la autobiografía: el despliegue de toda una teoría de la construcción de las figuras del yo[23]. El otro, la figura del deseo, es también el motor del conflicto. Hay una voluntad de seguir al otro. Donde el yo se narra, allí donde el inconsciente obra, algo queda por hacer: proyectar lo que, aparentemente, no puede verse. El que ignora que lo ven termina por ser la condición para que el voyeur olvide, deliberadamente, su condición[24].
En su ensayo “La Fotografía o La Escritura de la Luz: Literalidad de la Imagen”, Jean Baudrillard sostiene que encontrar una literalidad del objeto, contra el sentido y la estética del sentido, es la función subversiva de la imagen, que pasa a ser ella misma literal, es decir, lo que es profundamente: operadora de una desaparición de la realidad[25]. Frente a la ilusión referencialista y cualquier sensación de “proximidad” (aurática o psicótica), la fotografía postmoderna mantiene el mundo a distancia, creando una profundidad de campo artificial que nos protege de la inminencia de los objetos. Sin duda, uno de los ejemplos más claros de ese comportamiento se encuentra en la obra de Thomas Demand que construye, con enorme precisión, lugares y cosas para luego realizar instantáneas de un singular formalismo. Pienso en las magníficas maquetas que realizó a partir del prototipo de sala de exposición que proyectara el arquitecto Albert Speer para la exposición Universal de París del 37, utilizando como material fotográfico de la época.
Demand fija su atención en la lógica de los “no lugares”: oficinas, edificios modernos, interiores vacíos, insisto, de una enorme frialdad, en los que da la sensación de que algo está a punto de suceder. Este artista toma, en muchos casos, como pretextos noticias de la prensa o acontecimientos históricos en lo que sería una especie de arqueología del “lugar común” en la que, finalmente, todo queda descarnado. La lúcida disección que Demand hace de la realidad social como ficción es un primer peldaño en la crítica de una estética-ética de la seducción que, a fin de cuentas, no es otra cosa que impostura. Una de las fotografías de Demand muestra un paisaje frondoso, atravesado por una hermosa luz. El objetivo se ha acercado hasta esa imagen que acaso admita la calificación de “punctum sublime”. Pero resulta que, cuando la contemplamos en detalle, descubrimos que eso es un artificio: todo ha sido construido, lo que creíamos que era naturaleza es, en realidad, un perfecto simulacro. Sin caer en el desánimo ante esa espléndida “mentira” entramos, más allá de epifanía en la espesura, en un dominio fotográfico de elementos de oficina, cajas, tarjetas sin nada escrito, folios, máquinas de fotocopiar sin nadie trabajando, etc. Esta materialización de lo que Baudrillard, parodiando un texto célebre de Barthes, llamara “el grado Xerox de la cultura” es una fascinante revisión del género clásico de la naturaleza muerta. Donde antes estaban los manjares que nadie podría comer ahora se encuentran los elementos del trabajo post-industrial, formas que transmitían la vanidad del mundo. Pero donde antaño anidaba la más poética de las melancolías, hoy se asienta un trozo de papel amarillo, el post-it, esa conciencia (banal: desterrada, ruinosa) de que todo se nos olvida irremediablemente.
Al comienzo de La cámara lúcida, Barthes vincula la fotografía con lo que Lacán llama tuché, la ocasión, el encuentro, lo Real “en su expresión infatigable”[26]. Tenemos que tener claro que el encuentro es encuentro perdido, como aquel objeto que solo se recupera en la pérdida[27]. Ahí está lo traumático: lo real está es eso que yace siempre tras el automaton[28]. Lo real está invadido por la angustia de una repetición “que intenta compensar el hecho de que uno siempre llegará demasiado temprano, o demasiado tarde, para encontrarla”[29]. El encuentro perdido no produce reconocimiento sino desasosiego, necesidad de interpretar y de repetir. Acaso el objeto del siglo, el referente moderno, sea, como propone Gérard Wajcman, un campo de ruinas, el lugar de la demolición, allí donde toto está roto en mil pedazos[30] y la memoria es consecuencia del desastre. Con todo, algunos artistas, como los mencionados Boltanski, Sophie Calle o Thomas Demand, intentan ir más allá de unos recuerdos literales para plantear la posibilidad de otras formas de enunciar lo catastrófico, sea desde las sombras alegóricas, los relatos alterados o los simulacros que reconstruyen la “escena del crimen”. Aunque podríamos pensar que vivimos en el país de los lotófagos, también tendríamos que estar prevenidos contra un uso retorizado y, finalmente, banal de aquella “Historia” que acaso sea, tal y como Nietzsche apuntara en su segunda Consideración intempestiva, la fuente de una enfermedad que tiene en el cinismo uno de sus síntomas. Más allá del “delirio conmemorativo”[31] podríamos comenzar a recordar de otra manera. Puede que ciertas operaciones metafóricas-fotográficas, con su temporalidad “memoriosa” nos muestren algunos de los senderos por los que transitar, conscientes que no queremos ni podemos compartir el destino Funes, aquel personaje de Borges que “sabía las formas de las nubes australes del amanecer de mil ochocientos ochenta y dos y podría compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro de pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebrancho”[32]. En fin, una memoria que era, literalmente, un “vaciadero de basuras” y un ejercicio que provocaba perplejidad. Nosotros, de verdad, necesitamos otra cosa.
[1] TRÍAS, Eugenio: La memoria perdida de las cosas, Madrid: Mondadori, 1988, p. 81.
[2] WORRINGER, W.: Abstracción y naturaleza, México: Ed. Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 135.
[3] SINAGA, Fernando: texto de introducción al seminario Lugares de la memoria, Universidad de Salamanca, 1999.
[4] “Lo que las fotografías intentan prohibir mediante su mera acumulación es el recuerdo de la muerte, que es parte integrante de cada imagen de la memoria” (BUCHLOH, Benjamín H.D.: “El Atlas de Gerhard Richter: el archivo anómico” en Fotografía y pintura en la obra de Gerhard Richter, Barcelona: Llibres de Recerca, MACBA, 1999, p. 147).
[5] TRÍAS, Eugenio: La memoria perdida de las cosas, Madrid: Mondadori, 1988, p. 120.
[6] “Precisamente ahí, en la sensación, es donde comienza la dificultad del lenguaje; no es fácil expresar una sensación. [...] Toda sensación, si uno quiere respetar su vivacidad y su acuidad induce a la afasía” (BARTHES, Roland: “No se consigue nunca hablar de lo que se ama” en El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura, Barcelona: Paidós, Barcelona, 1987, p. 352). A lo mejor es por eso, porque nos faltan las palabras, por lo que recurrimos a las imágenes. Ese puede ser su inmenso valor.
[7] KRISTEVA, Julia: El lenguaje, ese desconocido. Introducción a la lingüística, Madrid: Fundamentos, 1999, p. 320.
[8] John Berger señala que en los cinco retratos que Géricault pintó en La Salpétrière, los ojos de los retratados miran a otro lado, de soslayo: “No porque estén viendo algo distante o imaginado, sino porque ya se han acostumbrado a evitar todo lo cercano. Lo cercano provoca vértigo porque las explicaciones ofrecidas no lo explican. Con cuánta frecuencia nos encontramos hoy –en los trenes, en los aparcamientos, en las colas de los centros comerciales- con una mirada semejante, una mirada que se niega a enfocar lo cercano” (BERGER, John: “Un hombre desgreñado” en El tamaño de una bolsa, Madrid: Taurus, 2004, p. 187).
[9] “Este sería el “destino” de la Fotografía: haciéndome creer (es verdad: ¿una vez de cuántas?) que he encontrado la “verdadera fotografía total”, realiza la inaudita confusión de la realidad (“Esto ha sido”) con la verdad (“¡Es esto!”), se convierte al mismo tiempo en constativa y en exclamativa; lleva la efigie hasta ese punto de locura en que el afecto (el amor, la compasión, el duelo, el ímpetu, el deseo) es la garantía del ser. La Fotografía, en efecto, se acerca entonces a la locura, alcanza la “loca verdad”” (BARTHES, Roland: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona: Paidós, 1990, p. 192).
[10] SONTAG, Susan: Sobre la fotografía, Barcelona: Edhasa, 1981, p. 26.
[11] “La Fotografía no rememora el pasado [...]. El efecto que produce en mí no es la restitución de lo abolido (por el tiempo, por la distancia), sino el testimonio de que lo que veo ha sido. [...] la Fotografía tiene que ver con la resurrección: ¿no podemos acaso decir de ella lo mismo que los bizantinos decían de la imagen de Cristo impresa en el Sudario de Turín, que no estaba hecha por la mano del hombre, acheiropoietos?” (BARTHES, Roland: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona: Paidós, 1990, p. 145).
[12] “La ausencia asumida como ocasión del acto de figurar, como razón del retrato. La escenografía que da cuerpo a su invención es el dispositivo sentimental: la imagen es la retención del ausente, de aquel que va a marcharse “al extranjero”” (BAILLY, Jean-Cristophe: La llamada muda. Los retratos de El Fayum, Madrid, Akal, 2001, p. 106).
[13] OWENS, Craig: “Posar” en Jorge Ribalta (ed.): Debates posmodernos sobre fotografía, Barcelona: Gustavo Gili, 2004, p. 212.
[14] “Imaginariamente, la Fotografía (aquella que está en mi intención) representa ese momento más sutil en que, a decir verdad, no soy ni sujeto ni objeto, sino más bien un sujeto que se siente devenir objeto: vivo entonces una microexperiencia de la muerte (del paréntesis): me convierto verdaderamente en espectro” (BARTHES, Roland: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona: Paidós, 1990, p. 46).
[15] BERGER, John: “¿Cuán veloz se puede ir?” en Siempre bienvenidos, Madrid: Huerga & Fierro, 2004, p. 244.
[16] Cfr. BARTHES, Roland: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona: Paidós, 1990, p. 65.
[17] SONTAG, Susan: Sobre la fotografía, Barcelona: Edhasa, 1981, p. 80.
[18] BARTHES, Roland: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona: Paidós, 1990, p. 157.
[19] Cfr. al respecto DURAND, Regis: El tiempo de la imagen. Ensayo sobre las condiciones de una historia de las formas fotográficas, Salamanca: Universidad de Salamanca, 1999, p. 71.
[20] “Con la fingida ingenuidad (o sentimentalismo) del memorialista, Boltanski imitó las masacres en serie de la II Guerra Mundial. La ficción autobiográfica trascendió una mitología personal excesivamente estrecha e ilustró las relaciones ambiguas entre el archivo y la destrucción, la memoria y la negación. En 1947, en el prólogo al libro de Natalie Sarraute Portrait d´un Inconnu, Sartre imaginó un tipo de redención de la soledad individual a través del “lugar común”: “Esta bella palabra tiene varios significados: designa sin duda los pensamientos más trillados, pero lo cierto es que estos pensamientos han devenido un lugar de encuentro para la comunidad. En ellos todo el mundo se reconoce a sí mismo y reconoce a los demás. El lugar común es de todo el mundo y mío; está en mí y pertenece a todo el mundo; es la presencia de todo el mundo en mí. Es, en esencia, la generalidad. Para apropiármelo, debo realizar un acto, un acto por el que despoje de mi particularidad a fin de adherirme a lo general, de convertirme en generalidad. No sólo para parecerme a todo el mundo, sino para ser precisamente la encarnación de todo el mundo. Por este acto eminentemente social de asociación me identifico con todos los demás seres en la indistinción de lo universal”. A partir de Boltanski, ha sido imposible creer en esta constitución paradójica de la comunidad, esta permanencia de lo universal, aun cuando centenares de fotógrafos estadounidenses parecen todavía aferrarse a esta creencia” (CHEVRIER, Jean-Francois/ LINGWOOD, James: “Otra objetividad” en RIBALTA, Jorge (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Barcelona: Gustavo Gili, 2004, pp. 254-255).
[21] Cfr. BENJAMIN, Walter: “El narrador” en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV, Madrid, Taurus, 1991, p. 112.
[22] Cfr. BARTHES, Roland: “El efecto de realidad” en El susurro del lenguaje. Más allá de la palabras y la escritura, Barcelona: Paidós, 1987.
[23] “Una incierta teoría del personaje –implícita de algún modo en las autobiografías y en los autorretratos- nos lleva a pensar en la posibilidad de construcción no ya de un personaje sino, casi, de la persona misma, como si la artista, a partir de experiencias y faltas, construyese una imagen pública de sí misma a partir de sus necesidades e intenciones, es decir, como si construyese su propia biografía a través de los dispositivos artísticos que están a su alcance, e invirtiendo no tanto los términos del hecho como el orden de los acontecimientos: intrusa de su propia intimidad, reveladora de sus propios secretos, Sophie Calle se expone a sí misma como s fuera otra persona que no tuviese nada que ver con ella: “mecanismos de construcción del yo en conexión con algo previo (un modelo, un polo de identificación, un yo anterior)”” (CLOT, Manel: “Figuras de la identidad” en Sophie Calle. Relatos, Madrid: Fundación “la Caixa”, 1996, p. 20).
[24] “Situación ferozmente dispersa, donde se mantiene a toda costa la doble negación sin la cual no habría historia: lo visto ignora que lo ven (para que no lo ignorara, haría falta que comenzara a ser un poco sujeto), y su ignorancia permite que el voyeur se ignore como voyeur” (METZ, Christian: El significante imaginario. Psicoanálisis y cine, Barcelona: Paidós, 2001, p. 98).
[25] Cfr. BAUDRILLARD, Jean: “La Fotografía o La Escritura de la luz: Literalidad de la imagen” en El intercambio imposible, Madrid: Cátedra, 2000, p. 142.
[26] BARTHES, Roland: La cámara lúcida, Barcelona: Paidós, 1990, p. 31.
[27] “Un objeto, no es algo tan simple. Un objeto es algo que sin duda se conquista, incluso, como Freud nos lo recuerda, no se conquista nunca sin haber sido previamente perdido. Un objeto es siempre una reconquista. Sólo si recupera un lugar que primero ha deshabitado, el hombre puede alcanzar lo que impropiamente llaman su propia totalidad” (LACAN, Jacques: “Ensayo de una lógica de caucho” en La Relación de Objeto. El Seminario 4, Barcelona: Paidós, 1994, pp. 373-374).
[28] Cfr. LACAN, Jacques: “Tyche y Automaton” en Los Cuatro Conceptos Fundamentales del Psicoanálisis. El Seminario 11, Buenos Aires: Paidós, 1987, pp. 62-63.
[29] KRAUSS, Rosalind: “Fotografía y abstracción” en RIBALTA, Jorge (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Barcelona: Gustavo Gili, 2004, p. 232.
[30] “Todo en su lugar. Los restos de los objetos y de los cuerpos y el lugar de estos cuerpos y de estos objetos: es eso lo que importaba. La ruina y el lugar –sin lo cual nada tiene lugar. Nada tuvo lugar sino el lugar. Allí dondo se encontraba encerrada la totalidad de la memoria y de su arte. La memoria que marcha en el tiempo es, primeramente, asunto de lugar. Haber tenido lugar es tener un lugar. Rotura de cristales, fractura de vajillas, alimentos esparcidos. Desastrosa naturaleza muerta este nacimiento del ars memoriae –tal vez el género pictórico de la naturaleza muerta nació también lejanamente de eso” (WAJCMAN, Gérard: El objeto del siglo, Buenos Aires: Amorrortu, 2001, p. 16).
[31] TODOROV, Tzvetan: Los abusos de la memoria, Barcelona: Paidós, 2008, pp. 86-87.
[32] BORGES, Jorge Luis: “Funes el memorioso” en Ficciones, Madrid: Alianza, 1971, p. 128.

“C´est nous qui avons fair ça”.
[Dead letters y otras anotaciones camufladas en un tiempo desquiciado].


Fernando Castro Flórez.



“Perdón para los que murieron desesperados, esperanzas para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para los que murieron ahogados por las calamidades… Con sus mensajes de vida, estas cartas van directas a la muerte”.
(Herman Melville: Bartleby el escribiente).



El realismo banal y la estupefacción mediática.
La banalidad está hoy sacralizada, cuando, parodiando a Barthes se llega al grado xerox de la cultura; el arte está arrojado a la pseudorritualidad del suicidio, una simulación vergonzante en la que lo absurdo aumenta su escala[1]. Faltando el drama nos divertimos con la perversión del sentido: las formas de la referencialidad tienen una cualidad abismal, como si el único terreno que conociéramos fuera la ciénaga. Después de lo sublime heroico y de la ortodoxia del trauma, aparecería el éxtasis de los sepultureros o, en otros términos, una simulación de tercer grado. Estamos fascinados por el tiempo real y, sin duda, las estrategias de mediación sacan partido de ello dando rienda suelta a lo obsceno, siendo la sombra de esos desvelamientos la evidente rehabilitación del kitsch. El modelo patético de reclusión para el éxito que estableció televisivamente Gran Hermano tiene sus correspondencias en el terreno del arte (Ben Vatier viviendo en el escaparate de la Galería One, Chris Burden encerrado en una taquilla durante unos días, Paco Cao localizado entre cuadro paredes con conexión cibernética con el mundo, Coco Fusco y Guillermo Gómez Peña dentro de una jaula encarnando a dos indígenas postmodernos, etc.), siendo muchas las obras que parten del exhibicionismo tendiendo, en ocasiones, a provocar escándalos de pacotilla. La cámara virtual está en la cabeza de todo el mundo, “antes –escribe Baudrillard- en la época del big brother, se hubiera vivido esto como control policial, mientras que hoy ya no es más que una especie de promoción publicitaria”[2]. Todo viene del ready made duchampiano, por más que nos cueste aceptarlo; aquellos que entregan su psicodrama por televisión son los herederos del Portebouteilles: formas que aspiran a un estatuto especial de visibilidad (unos buscan el arte y otros, sencillamente, la fama). Estamos entrando, en el arte actual, en lo que denominaré una completa literalidad, donde de nada se te dispensa. Me refiero a ese tipo de narrativa en la que si se nombra el accidente hay que pasar, inmediatamente, a la fenomenología de las vísceras, acercar la mirada hasta que sintamos la extrema repugnancia, si de caspa se trata tendremos que soportar la urgencia de quitarnos la que se nos acumula en la chaqueta y, por supuesto, si aparece, en cualquiera de sus formas, el deseo (en plena “sexualización del arte”), habrá que contar con la obscenidad que nos corresponde. “Poner nuestra mirada al desnudo, ése es el efecto de la literalidad”[3].
Cuando la contracultura es, meramente, testimonial (o mala digestión, sarcasmo vandálico en el hackerismo) y la nevera museística ha congelado todo aquello que, en apariencia, se le oponía[4], parece como si fuera necesario deslizarse hacia un realismo problemático (donde se mezcla el sociologismo con las formulaciones casi hegemónicas de lo abyecto), más que en las pautas del rococó subvertido que establecieran las instalaciones, hoy por hoy, materia prima de la rutina estética, en un despliegue desconocido de las tácticas del reciclaje[5]. Las nuevas tecnologías evitan desplazarse para habitar, la domótica sirve para construir, a escala universal, el “inválido equipado”. Atrapados en la narcolepsia del mando a distancia (cetro mítico y fuente del poder material, falo mediáticamente despótico, golosina de la “democracia telemática”) hemos renunciado al trayecto que, por otro lado, era una de las potencias subversivas del arte contemporáneo[6]. La utopía de la “alta definición” no deja de lanzar el anzuelo: todo está servido por televisión, desde el cómodo sillón el espectador podrá “resolver la existencia” (negociar, conversar, divertirse, viajar virtualmente, controlar las tareas domésticas, etc.). Y, sin embargo, ese zappeo olímpico no nos proporciona otro placer que el masturbatorio (porno codificado, líneas calientes mezcladas con tele-parapsicólogos, voyeurismo del ridículo). Todavía el automóvil (forma de la indumentaria o, mejor, de la prolongación de nuestra “identidad”) tenía un rozamiento con el mundo, permitía una redefinición del paisajismo y, en singulares ocasiones, una dinámica erótica propia de contorsionistas, mientras que el teléfono nos mantenía en contacto con las personas que verdaderamente nos importaban, sin embargo, hoy no hay otro lugar en el que conducir que no sea el atasco (las carreteras convertidas en cementerios de ataúdes climatizados) y los celulares han creado una nueva adicción narcótica (ubicuidad de la llamada, imposibilidad de soportar la falta de interlocutores, vértigo de los negocios o cháchara full time).
El arte contemporáneo lanza su último cartucho en una dilatada “desaparición” en la que pretende recuperar el poder de lo fascinante y lo que en realidad ocurre es que los gestos quedan presos de la comedia de la obscenidad y la pornografía[7]. En la actualidad, insisto, proliferan, incluso patéticamente, las figuras de la obscenidad, revelando lo traumático pero también la ambivalencia (gozo-padecimiento) del narcisismo, en lo que supone una verdadera deriva manierista. “Hasta cierto punto, la función del arte es proporcionar una distancia soportable”[8], aunque, como sabemos, el programa vanguardista, precisamente, quería romper esta separación, que no sólo es la hay con la vida, sino también aquella otra que aparta, bajo el manto “ideológico” de la autonomía, la política. Son muchas las paradojas del arte moderno, embarcado en una pretendida liberación (social, de los instintos, de la tradición) que termina por resolverse en ambigüedad (negativa), aunque también puede ser entendida como potencia liberadora[9]. Las ambivalentes actitudes artísticas contemporáneas (resultando difícil saber si son formas de la resistencia semiótica, poses de franca decadencia revolucionaria o gestos de cinismo en los que la teatralización ha sustituido a cualquier estrategia crítica)[10] no han sido capaces de explicar la pasión del hombre por las cadenas, acaso por estar esos mismos procesos creativos atados al fetichismo que intentan cuestionar. Las mercancías paradójicas que llamamos “arte contemporáneo” están delimitadas por un discurso conspiratorio o, en otros términos, han transformado la violencia en estrategia de la amenaza: “El arte –señala Baudrillard- se ha vuelto iconoclasta, pero esta postura iconoclasta moderna ya no consiste en destruir las imágenes, como la de la historia; más bien consiste en fabricar imágenes, hasta en fabricar un profusión de imágenes en las que no hay nada que ver”[11]. La promiscuidad, el fin del pathos de la distancia, provocan una suerte de efecto Larsen generalizado[12]: el amplificador se acopla con el sonido que se acaba de emitir. Hemos completado el fin dela ilusión estética. Nunca vemos otra cosa que la televisión[13]. Nuestra imaginación está habituada, no cabe duda, a la distopía crítica, habitamos, anticipadamente, el desastre metropolitano[14]; estamos tan abotargados que ni siquiera tememos al Diluvio[15].
Magias parciales del camuflaje.
“Seguramente –apunta Maite Méndez Baiges- es el imperio del simulacro en la sociedad del espectáculo, así como el cultivo y uso generalizado del disfraz y la máscara, lo que ha provocado que el camuflaje se haya convertido en uno de los motivos recurrentes del arte actual”[16]. A pesar de tanta retórica de la desmitificación finalmente muchos procesos del arte contemporáneo no son otra cosa que una refetichización[17], esto es, una estrategia de mimetismo en la que se intenta camuflar la completa impotencia crítico-política. El secreto es superficial como en aquel Ruido secreto duchampiano que, si evitamos la abducción admirativa del ready-made, no es otra cosa que un “sonajero” común. “No hay banda” como en el club Silencio de Mulholland Drive: lo que estaba produciendo la empatía melodramática no era otra cosa que un play-back. El trompetista y la llorona que canta a capella dejan de tocar o, literalmente, sufren un soponcio mientras la cantinela sigue imponiendo su ley. Ni siquiera hace falta mantener oculto el truco. Sin embargo, en términos generales el arte está, en bastantes casos, ligado al deseo de pasar inadvertido o a la intención de ocultar algo[18]. En cualquier caso, ese camuflaje puede no ser otra cosa que una forma estetizada de la “perversidad”.
El paradigma egipcio que impone la higienización museográfica permite, casi como un caos pactado, la irrupción de tradiciones perversas, que pueden colaborar a la ampliación del pastiche postmoderno[19]. El paso de la ilusión a la desilusión estética tiene carácter de duelo o bien lleva a un reciclaje de la Historia (cita, apropiación, imitación, etc.): una parodia y, al mismo tiempo, una palinodia del mundo del arte, en la que éste se venga de sí mismo, pareciendo buscar la redención en los desechos: “Por supuesto, este remake, este reciclaje, pretende ser irónico, pero esa ironía es como la urdimbre desgastada de una tela: no es más que el resultado de la desilusión de las cosas, una desilusión en cierta manera fósil”[20]. Hay que comprender, en medio de la proliferación del sarcasmo artístico, que la retórica de la desmitificación cínica exige cierta moderación.
Lo cierto es que los artistas tienen, a veces, que recurrir al camuflaje, como hiciera Warhol que, también, sintió la imperiosa necesidad escatológica con respecto a la pintura[21]. Si para el maestro de ceremonias de la Factory el deseo sexual es un rompecabezas abstracto, podría decirse que el cuadro actuaba como un velo o una pantalla que permitía esconderse, camuflarse, en definitiva, sobrevivir en un ambiente hostil[22]. Acaso ya no sea posible aspirar a tomar a asiento en el “cómodo sillón de la pintura” al que se refiriera Matisse y solo podamos desplegar al estrategia camufladora que lleva tanto a esconderse (invisibilidad) cuanto a mostrarse (visibilidad engañosa). Pero en ese fingimiento hay un fondo traumático[23], al mismo tiempo que una conciencia de las nuevas formas (hipertecnológicas) de visibilidad.
Aquella alborozada reivindicación picassiana del camuflaje militar de los cañones[24] nos obliga a tomar conciencia de que el conflicto, la propaganda y las tácticas de la ocultación van de la mano en una época que no nos resistimos a calificar como de “movilización permanente”. Recordemos la definición de camuflaje que ofrece James G. Ballard en su “Proyecto para un glosario del siglo XX”: “El buque de guerra o el búnker camuflados no tienen que desaparecer por completo, sino confundir nuestros sistemas de reconocimiento siendo por un momento lo que son y luego dejando de serlo. Muchos imitadores y políticos sacan partido del mismo principio”[25]. Steward Whaley, en su libro referencial Detecting Deception: A Bibliography of Counterdeception Across Time, Cultures and Disciplines, advierte que el engaño es la deformación intencionada de la realidad que percibe otra persona, y puede dividirse en dos categorías principales: la disimulación (ocultar lo real) y la simulación (mostrar lo falso). Dentro de la disimulación, identifica tres clases: el encubrimiento (ocultar lo real haciéndolo invisible), la tergiversación (ocultar lo real disfrazándolo) y el despiste (ocultar lo real confundiendo). Dentro de la simulación, incluye la imitación (mostrar lo falso a través de los parecidos), la invención (mostrar lo falso a través de una realidad diferente) y la atracción (mostrar lo falso desviando la atención). En última instancia, lo fundamental es la capacidad de adaptarse a la situación.
Ojalá siguiera actuando Jasper Maskelyne, el famoso o fabulizado “mago-camuflador”[26]. Houdini desplegó la impresionante parodia de la asimilación: él era el hombre capaz de adaptarse a cualquier cosa y escapar de ella; en realidad no era otra cosa que un mistificador, obsesionado por la seguridad, que se daba, con un arte desconcertante, a la fuga[27]. “La manera más sencilla de atraer a una multitud –dijo Houdini- es anunciar que en un momento y un lugar determinados alguien va a intentar algo que, en caso de fracasar, significaría una muerte súbita”. Nos aproximamos a la magia y, seguramente a las distintas formas de lo artístico, para conocer el drama del fracaso. El éxito de la magia consiste en ocultar lo difícil y en evitar que se haga visible que la dificultad es un engaño. Houdini, el maestro del exhibicionismo mágico, un singular tipo que popularizó los métodos delictivos, permitía, a los espectadores, la inspección de los mecanismos que empleaba en sus espectáculos, para llegar, por supuesto, a la constatación de que ahí no hay nada. La magia es, entre otras cosas, una interrogación sobre la mirada y sus misterios[28]. Pero también el mago más famoso se dedico a pregonar una verdad amarga: no hay magia[29]. Y, sin embargo, se produce el hipnotismo: el público se pasma o se estremece con su ignorancia. Sorprendente situación la de pagar por no saber. Nos encanta volver a esos espectáculos en los que se mezcla sueño y pantomima. Puede no estuviera haciendo otra cosa que ocultar su estrategia de ocultación: un metacamuflaje (irónico) de la magia. La verdadera magia es la ilusión de que pueda existir algo llamado verdadera magia. En una palabra, es la hábil ocultación de los medios empleados para engañar. En medio de tanta redundancia y deriva es oportuno anunciar que, en realidad, el camuflaje no es magia[30]. Nuestro mundo tampoco tiene necesidad ni de lo uno ni de la otra. Basta con exhibir todo, amalgamando lo obvio, lo obstuso, lo obsceno y lo obsolescente. Tenemos una singular pasión por lo inhóspito, aquell unheinlich que, según Freud, es lo que debe permanecer oculto pero ha salido a la luz. Es urgente desvelar todos los secretos y, especialmente, airear lo reprimido, convertir lo real en show no sea que algo verdaderamente “inquietante” acabe por tragarnos y llevarnos al sin-fondo de lo enigmático para lo que solamente cabe decir: “no (ha) lugar”.

Los freaks al mando de las operaciones.
Freaks [La parada de los monstruos] (1931) de Tod Browning es una suerte de “Antiguo Testamento” de la feria desconcertante en la que nosotros estamos, literalmente, empantanados. Los microcéfalos, los enanos cabezudos, las siamesas, un hombre sin brazos ni piernas que se arrastraba como un gusano, un “torso humano” con corría con las manos, un hombre esqueleto, venían a sugerir que lo aberrante estaba por todas partes: Et in Arcadia freak. La consecuencia de esas devastadoras imágenes no era, a la manera barroca, la melancolía ni se pretendía alegorizar nada, antes al contrario el horror inoculado fílmicamente reducía nuestra capacidad para reaccionar en la vida real al mismo tiempo que posibilitaba una rara “diversión”. A Diane Arbus le fascinó la realidad de lo monstruoso y, con sus tremendas fotografías, abrió el cauce para una nueva estética de lo grotesco en la que arrojaron sus semillas artistas como Joel-Peter Witkin. La monstruomanía y la extravagancia conquistaron el imaginario popular, haciendo “soportable” lo terrible. Si el circo es un anacronismo con sus animales anestesiados y los prodigios más tristes, el espectáculo incansable de los mass-media ofrece, en prime time, la masacre, la lesión deportiva y la estadística pre-electoral consiguiendo una suerte de efecto hipnótico semejante al de una pecera. “El freak –señala lúcidamente David J. Skal en Monster Show- cambia cada vez que miramos, violando nuestro concepto más arraigado de la forma humana y sus límites naturales. El carrusel gira lenta pero constantemente; si uno lo observa durante tiempo suficiente, los monstruos acaban por difuminarse entre sí”[31].
No puedo alegrarme, lo confieso, porque haya triunfado, planetariamente, la estética freak. Tanto en el arte como en la vida al personal, no descubro nada nuevo, le gusta hacer el tonto. Es una forma socorrida de evitar dificultades, poner coto a la erudición y, apelando a que a fin de cuentas todo viene a ser lo mismo, largar cuatro paridas sobre esto y de paso pontificar sobre aquello. Aquella epidemia de la ironía que justifico la torpeza “deliberada” es una de las causas del tsunami de chistes malos, complicidades patateras y gansadas amplificadas mediáticamente. Ante el espejo (catódico) desplegamos infinidad de muecas[32], algunos han llegado a comprender que el tic, que en el dandismo baudeleriano era un rasgo de satanismo y perversidad, es bueno para conseguir la adhesión de los patéticos. Unos comportamientos artísticos inequívocamente emparentados con la gestualidad histerizada del reality show campan por sus respetos en el bienalismo mortecino.
Como señalara Martin Kippenberger, en torno a las bufonadas de imitadores baratos: “No puedes hacer el tonto si eres tonto”. Donde está la locura no hay obra. Podemos sentir una singular nostalgia del Rey de los Locos[33], pero, lamentablemente, no siempre es Martes de Carnaval. Tampoco deberíamos perder de vista que las transgresiones periódicas de las Ley pública son inherentes al orden social. De hecho la comunidad se reconoce e identifica con formas específicas de trasgresión. Lo que nos corresponde es la banalidad que no es, como podría pensarse, el reino del aburrimiento, sino más bien la generación constante de microdiferencias. Y, sin ningún género de dudas, el arte contemporáneo es un suelo fértil para que crezca la planta narcótica que nos deja una sonrisa de tontos de capirote.
Tras una sobredosis de infantilismo muchos son únicamente capaces de engarzar parodias. El estado general debe ser descrito como hebrefenía; la indiferencia con respecto al mundo termina con la sustracción de todos los afectos del no-yo, en la indiferencia narcisista con respecto a la suerte de los hombres, algo que tiene, finalmente, un extraño sentido estético. “En ciertos esquizofrénicos –apunta Theodor W. Adorno- la autonomización del aparato motor tras la disgregación del yo conduce a la repetición infinita de gestos o palabras; algo parecido se sabe ya que ocurre con quien ha sufrido un shock” [34]. El tipo contemporáneo se caracteriza porque el yo está ausente, en un esquema semejante al de los estados catatónicos. Si bien es frecuente que se pase de la fosilización mental a una agitación exagerada, a rituales insensatos, en los que se sigue, también, el ritmo compulsivo de la repetición. En cierta medida, en el arte contemporáneo se ha conseguido convertir lo común en hermético, lo banal en algo digno de la máxima atención[35]. No deja de ser inquietante que los simuladores del freakismo (Rodolfo Chiquilicuatro a la cabeza) estén formulando nuevas estrategias del marketing o, en otros términos, que su camuflaje delirante sea ovacionado sin fatiga.

Escatología para todos los públicos.
He hablado, en demasiadas ocasiones, del destino escatológico del arte contemporáneo. La mierda, el vómito, lo repugnante, están por todas partes. Aunque lo cierto es que esos signos excrementales están en el lugar vacío que se “crea” a partir, por poner dos ejemplos canónicos, del Cuadrado negro de Malevitch y de los ready-mades duchampianos. En realidad lo que estamos viendo es “cualquier cosa” y un marco vacío, esto es, lo que parece fuera de lugar en realidad es ubicuo, se trata de un enmascaramiento de lo Real o, en otros términos, de un fenómeno estrictamente fetichista[36]. Hace tiempo que no sabemos distinguir entre un urinario y un orinal, esto es, desconocemos sus usos[37]. En la palabra escatología encontramos unidos los deshechos y la teoría de las ultimidades, lo repugnante y el momento de la resurrección. La mierda que es, según Freud, crucial en el proceso de constitución del sujeto y también en la ordenación de la economía[38] aparece con singular protagonismo en el arte contemporáneo desde que Piero Manzoni decidiera enlatarla y venderla a precio de oro. Es acaso normal que lo estético haya derivado hacia lo inmundo especialmente cuando nuestra imaginación es completamente apática frente a cualquier tipo de provocación. El español David Nebreda se autorretrato con la cabeza completamente cubierta de mierda y Win Delvoye ha fabricado una máquina, llamada con una compulsión literalista “Cloaca”, que reproduce el aparato digestivo humano[39]. Acaso no sea otra cosa que un intento de camuflar nuestra política higienista en el seno de lo repugnante, esto es, de disfrazar el objeto a con lo abyecto artístico.
La culpa de todo la tiene una palabrita polinesia: tabú. Allí, aunque resulte, tal y como advirtiera Freud, difícil de traducir, se encuentra unido lo aparentemente opuesto: lo sagrado o consagrado y lo inquietante, peligroso, prohibido o impuro[40]. Nuestra neurosis obsesiva nos impulsa, una y otra vez, a lo tocar lo que nos aterra, a revolcarnos en la inmundicia para soportar mejor la imposibilidad contemporánea del intercambio simbólico. Parece como si muchos artistas buscaran, precisamente, la redención en los desechos, que son, propiamente, la marca de los hombres. Bataille pensaba que la repugnancia primitiva era quizás la única fuerza violentamente actuante que puede dar cuenta del carácter de exterioridad zanjada propia de las cosas sociales: el núcleo social es tabú, es decir, intocable e innominable; participa desde el principio de la naturaleza de los cadáveres, de la sangre menstrual o de los parias[41]. El asco está unido al peligro, desde la contaminación al miedo a ser mancillado, impide, en términos freudianos, la satisfacción del deseo inconsciente y nos recuerda nuestra animalidad[42], pero es eso abominable y aterrador lo que nos mantiene, aunque sea precariamente, juntos. Lo que tenemos que soportar es la carroña, como esa violenta visión baudeleriana del cadáver en un camino pedregoso. Los herederos de la mierda de artista de Manzoni sienten que los restos malolientes son todavía difíciles de “gestionar”, acaso hay que ir preparándose para un digestión escatológica[43]. Aunque recordemos la dimensión ambivalente del tabú, dudamos ya de que sea cierto que donde está el peligro surge lo que salva. Vivimos en la completa angustia farmacológica: todo lo que nos administran sabe a veneno[44]. Cosas del poder[45].

Todo gracias al perverso Avellaneda.
Es manifiesta, como he insistido en otras ocasiones, la ambigüedad de las actitudes artísticas contemporáneas, resultando difícil sabe si son formas de la resistencia semiótica, poses de franca decadencia revolucionaria o gestos de cinismo en los que la teatralización ha sustituido a cualquier estrategia crítica. Los radicalismos terminan por confesar su estructura paródica, la abstracción deriva hacia una ornamentalidad auto-satisfecha y el conceptualismo revela, en muchos casos, una impotencia ideológica mayúscula. Como Thomas Lawson sugirió, en “Última salida: la pintura”[46], buena parte de la actividad que en cierto momento se consideró potencialmente subversiva, más que nada porque prometía un arte incapaz de mercantilizarse, es ahora completamente académica. Junto a la fetichización, compulsiva, del documento (simultánea a la mixtificación de la procesualidad) va cobrando una importancia inusual la parodia. Conviene tener presente que es imposible representar una parodia convincente de una posición intelectual sin haber experimentado una afiliación previa con lo que se parodia, sin que se haya desarrollado o se haya deseado una intimidad con la posición que se adopta durante la parodia o como objeto de la misma. Si en la parodia hay una relación de deseo y ambivalencia, en la proliferación de los estilos plagiarios no aparece más que un patético anhelo de notoriedad, una urgencia por conseguir, a toda costa, la fama, por precaria que esta sea, asumiendo, una ironía, en sí misma desgastada, que, finalmente, funciona como una coartada[47]. A lo mejor se trata de producir lecturas escrupulosamente falsas, de llevar hasta el límite extremo el juego, vale decir, de tomar “en serio” nuestro arte de la colusión. Las estéticas desencantadas con el vanguardismo, las estrategias “alegóricas” de los años ochenta, desarrollaron, hasta la saciedad, la cita y el reciclaje de las imágenes. Un fenómeno especialmente intenso de aprovechamiento y acaso cancelación de la historia. Esas estrategias de rivalidad mimética que pudo ser un mero camuflaje del poder que se “obviaba”. Las refotografías de Sherry Levine (siguiendo, entre otros, a Walker Evans), las actualizaciones de Elaine Sturtevant (cuando utiliza material cedido por Warhol para hacer unas flowers), las versiones o mejor remedos de los cuadros de mujeres de Picasso que hace Mike Bidlo, revelan una sintomatología duchampiana, al mismo tiempo que establecen, con enorme lucidez, el zeitgeist post-estructuralista. La idea de Barthes de la cultura como una palimpsesto infinito, las meditaciones foucaultianas sobre la muerte del autor o la diseminación nomadológica tematizada por Deleuze y Guattari planean junto a una aguda certeza de que el destino o, en términos de Baudrillard, la estrategia fatal implica la proliferación de los simulacros. La cultura de la “apropiación” no a producido, como piensan algunos interpretes, un cuestionamiento de la firma, antes al contrario, esta ha multiplicado su fuerza y respeto notarial. Thomas Crow habló del grado preciso de originalidad residual requerido para poner en acción, con toda su eficiencia, la economía del arte. En cierta medida, los críticos ingeniosos encontraron el tipo de manipulación de signos que les convenía, los trucos y parodias que daban juego para la “interpretosis”.
El artista actual está condenado a copiarse a sí mismo o bien a reprogramar obras existentes. Entre los ejemplos que Nicolas Bourriaud da de post-producción en el arte contemporáneo se encuentran el video Fresh Acconci (1995) de Mike Kelley y Paul MacCarthey en el que hacen que actores profesionales interpreten las performances de Vito Acconci, One revolution per minute (1996) de Rikrit Tiravanija en la que incorpora piezas de Oliver Mosset, Allan McCollum y Ken Lum, Pierre Huyghe proyecta un film de Gordon Matta-Clark, Conical intersect, en los mismos lugares de su rodaje o Jorge Pardo que manipula en sus instalaciones piezas de Alvar Aalto, Arne Jakobsen o Isamu Noguchi[48]. Se utiliza lo dado en una estrategia semejante a la del sampler: el artista es un remixador. Hay que darle un valor positivo al remake sin, por ello, caer en el alejandrinismo cool. Somos, no cabe duda, los herederos glaciales de un relativismo de los valores, podríamos convertir en divisa museal aquella observación de Braco Dimitrijevic de que vista desde la luna, la distancia entre el Louvre y el Zoo es escasa. Este artista acentuó la fricción entre lo aurático y lo banal en la serie Tripthychos Post Historicus donde combinaba una obra maestra, un objeto corriente y una verdura o pieza fruta. El literalismo formal era, ciertamente, la manifestación de la honda fascinación o, acaso, del hechizo del Museo sobre el imaginario contemporáneo. El citacionismo, la complicidad, el ludismo cultural funcionan como algo más que un escamoteo, son una forma de encriptamiento ante lo que llamaré, de forma imprecisa, “falta de magia”. Asistimos, en todos los sentidos, al triunfo de la fantasmagoría[49].
Si Cheryl Berstein elogiaba, en su ensayo “Fake as more”[50] escrito a principios de los años setenta, las réplicas que Hank Herron había realizado de obras de Frank Stella, Nick Stove, con mayor sagacidad aún, renunció, tras una complicada trifulca con Roselee Goldberg, a su práctica instaladora y performativa para realizar un erudito estudio sobre Orson Welles que podemos tomar como una meta-crítica de una época de un manierismo inquietante. No se trataba de acabar con la máxima, proferida precisamente por Stella, de “lo que ves es lo que ves”, enredándose en una mezcla de revelación del fetichismo y situacionismo descafeinado, sino de radicalizar los trucos, entregarse, con lucidez, al ilusionismo: Stove citaba, sin oscurantismos, F for Fake, el retrato del artista como prestidigitador de Orson Welles. Al introducirse en el fingimiento como forma de vida aparece la nostalgia del mundo de la magia. “Soy un charlatán –afirma Welles en su memorable film- Solía ser un mago y aún trabajo en ello”. Pero no debemos dejarnos engañar tan fácilmente, incluso el mago deconstructor, Houdini el maestro de la fuga, es un actor que interpreta el papel de un mago. En “Palimpsest”, un ensayo aún no traducido de Marcia Tucker, encontré una sorprendente comparación entre el magistral director de Citizen Kane y el que ella llama “el perverso Abellaneda (sic)”. Es significativo que en la compilación Art After Modernism: Rethinking Representation, realizada por Brice Wallis y publicada por el New Museum que en ese momento dirigía precisamente Tucker, el primero de los textos con el que nos enfrentamos sea “Pierre Menard, autor del Quijote” de Jorge Luis Borges[51]. En ese fascinante “relato” se expone el raro caso de un escritor que trescientos años después de Cervantes intentó producir una páginas que coincidieran palabra por palabra, línea por línea con las de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Quijote y un fragmento del capítulo veintidós. “Menard (acaso sin quererlo) –escribe Borges- ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”. Por su parte, Harold Bloom apunta que la segunda parte de las aventuras quijotescas “fue espoleada por la falsa continuación de Don Quijote escrita por un tal Avellaneda”[52]. La verdad, “cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir” (sagaces palabras de Menard tras los pasos del ejemplo cervantino), es que Avellaneda es el origen de todo lo que nos pasa. Nuestras crueles y ridículas andanzas, no menos raras que aquellas de un lector manchego, están dispuestas para la parodia, son “tenues avisos espirituales” de un naufragio imponente. “La verdad –dice Welles en F for Fake- es que hemos fingido una historia sobre el arte. Como charlatán, mi labor consiste en hacerla realidad, no en que la realidad tenga que ver con ella”. Acaso una de las tareas del arte sería encontrar un lugar en el que es siempre otro el que habla[53].

Pulsiones refotográficas.
Las estética desencantadas con el vanguardismo, las estrategias “alegóricas” de los años ochenta, desarrollaron, hasta la saciedad, la cita y el reciclaje de las imágenes[54]. Un fenómeno especialmente intenso de aprovechamiento de la historia: “Escrutado por la mirada retroactiva del artista, el pasado, más que una fuente de inspiración, se ha convertido en material de trabajo. Imágenes reconocibles en un itinerario icónico por la historia de la fotografía o incluso estilos enteros han sido objeto de cita, de apropiación, de reproducción, de plagio, de remake o de pastiche, según el grado de radicalidad de unos artistas que han precedido, posponiendo un universo de cosas y de hechos”[55]. Esas estrategias de rivalidad mimética[56] parece que dejaron de lado las investigaciones sobre el poder. La ironía pudo ser, sencillamente, una coartada. “¿Qué significa –se pregunta Martha Rosler con sarcasmo- reproducir directamente fotografías conocidas o fotografías de obras de arte conocidas? Las respuestas han sido de lo más ingeniosas: sacar las obras de sus reificadas hornacinas y hacerlas accesibles a todo el mundo (un comisario respetable); afirmar que forman parte de nuestro inconsciente cultural (un artículo reciente del New York Times); exponer la condición mercantil de todo el arte en la época de la reproductibilidad técnica (críticos influidos por el pensamiento europeo); protestar contra la sobreabundancia de la imaginería existente (un amigo mío). Cada una de estas explicaciones permanece en su propio dominio de significados. (La explicación más clara que el artista ha podido ofrecer han sido observaciones sobre la ambivalencia)”[57]. En un texto de 1980 Sherrie Levine habla de su obra en conexión con una anécdota familiar: “Como la puerta estaba entreabierta, vi a mi madre y a mi padre revueltos en la cama, uno encima del otro. Avergonzada, herida, horrorizada, tuve la odiosa sensación de haberme puesto a mí misma ciegamente y completamente en manos indignas. De forma instintiva y sin esfuerzo, me dividí, por así decirlo, en dos personas: una la real, la genuina, siguió por su cuenta, mientras que la otra, una buena imitación de la primera, quedó encargada de mantener relaciones con el mundo. Mi primer yo permanece alejado, impasible, irónico y atento”.
Para algunos teóricos, no hay sexo sin algún elemento de “acoso”, ya sea el de la mirada perpleja o el de la que está conmocionada o traumatizada por le carácter ominoso de lo que está sucediendo. Zizek, por ejemplo, subraya que la fantasía paradisiaca fundamental es la de ver a los padres copulando frente a su hijo, quien los observa y hace comentarios. “Aquí debemos volver al concepto freudiano de Hilflosigkeit (desamparo/zozobra) original del niño. [...] el niño está desamparado, no tiene “mapa cognitivo” frente al enigma del goce del Otro, es incapaz de simbolizar los misteriosos gestos e insinuaciones sexuales que presencia”[58]. El desapego, vinculado a la problemática pulsión de muerte, es algo primordial para ese sujeto que es una brecha donde pueden caer los “apegos apasionados”[59]. Debemos entender la pulsión de muerte como un descarrilamiento ontológico, un gesto de des-investidura que remite a la disolución de la libido: lo que disloca al sujeto (en el proceso de su constitución) es el encuentro traumático con el goce. El yo, constituido especularmente, cree que en torno a él únicamente hay un terreno lleno de escombros y, precisamente por ello, se fortifica[60]; verse a uno mismo como sujeto unitario implica una forma de represión visual. Pero la declaración de Sherry Levine cita otra cosa: “No sólo reconocemos en estas líneas una descripción de algo que ya conocemos –la escena primordial-, sino que nuestro reconocimiento podría incluso extenderse a la novela de Moravia de la que ha sido copiada, puesto que esta descripción autobiográfica de Levine es sólo una sarta de citas robadas de otros. Si la consideramos una manera extraña de escribir acerca de los métodos de trabajo propios, luego quizá debamos remitirnos a la obra que describe”[61].

Un recuerdo (ultrarrápido) de la psicastenia legendaria
El camuflaje o, para complicarlo más, en lo que Caillois llamara “psicastenia legendaria”, esa suerte de psicosis insectoide, relacionada con el estadio del espejo, en la que se produce una virtual desustanciación del ego[62]. Frente al mantenimiento de la diferencia y la autoposesión, el mimetismo representa, de este modo, una pérdida de la autonomía, de lo diferente, del límite: la confusión con su entorno, la “inscripción en el espacio”, acerca al sujeto a la desposesión, como si cediese a una tentación ejercida sobre él por la vasta exterioridad del espacio mismo, una tentación a la fusión[63]. En cierto sentido, esa situación es una “dislocación” semejante a la que sufre el esquizofrénico que, como apuntara Minkovski, ante la pregunta ¿dónde está usted? Responde invariablemente: “Sé dónde estoy, pero no me siento en el lugar donde me encuentro”. La desposesión del sujeto puede llevar a una vertiginosa invención de espacios[64]. Conviene tener presente que, como señaló Caillois, el mimetismo puede ser un lujo y, además, en ocasiones peligroso[65].
En algunas manifestaciones artísticas triunfa la estrategia del camaleón[66], aunque esa fusión con el entorno puede ser, como en el caso de la obra de William Anastasi en Blind (1966-2003), una consecución de la ceguera definitiva. Lo cierto es que el arte, alegorizando la conexión, proponiendo recorridos múltiples, más que carecer de salida o bien ofrecer un lugar melancólico (como el laberinto clásico) en el que apartarse del ruido del mundo, no tiene una entrada fácil. Recuerdo ahora el cartel repetido de Ciudadano Kane “¡Prohibido el paso!”, nos advierte de que si seguimos adelante entraremos en un dominio extraño[67]. El mundo va muy mal, se desgasta a media que envejece, como dice también el Pintor en la apertura de Timón de Atenas (tan del gusto de Marx, por cierto). Ya que se trata del discurso de un pintor, como si hablara de un espectáculo o ante una pintura: “How goes the world? –It wears, sir, as it grows””[68]. En este (des)tiempo el arte es, aunque suene banal, un objeto no identificado. En definitiva podemos pensar en el arte como aquello que no necesitamos, una completa inutilidad[69] que, sin embargo, ofrece sitios gracias a los cuales sea posible preguntar: ¿dónde estoy?. Pero esa necesidad de saber en que lugar implica también la cuestión ¿qué es un lugar? Como Michel Serres advirtiera en su libro Atlas, tenemos que hallar una nueva definición de un lugar-tránsito, donde se superponen el mapa real y el virtual, en un plegamiento incesante[70]. Estancia que nos lleva, inevitablemente al búnker o a la cripta[71]; en el arte podemos encontrar más que una alegoría o materialización de la libertad, una indecisión o, para ser más (psico)físico, una claustrofobia intolerable[72]. Virilio ha apuntado que, en época de globalización, todo se juega entre dos temas que son, también, dos términos: forclusión (Verwefung: rechazo, denegación) y exclusión o locked-in syndrom [73]. Otra alternativa es cavar una madriguera, un lugar en el que estar cobijado y, sin embargo, expuesto[74].


El arte de la (mínima) grieta.
Ha quedado más que claro que gobernar es estafar[75] y convencer a todo el que se pueda de que se está obrando en beneficio del la “humanidad”. Y que la forma primordial de vencer al enemigo sitiado es haciendo un “regalo envenenado”, como aquel Caballo de Troya que es la forma originaria del “camuflaje”[76]. El comienzo de la civilización es, de acuerdo con la épica, la cólera y el extravío, pero también la drástica trasgresión de las leyes de la hospitalidad. Nosotros sobrevivimos, con las astucias del bricolage, cuando propiamente no hay comunidad y el estado está afectado por las “enfermedades autoinmunes” y ni siquiera está sitiado, vale decir, no tiene otro antagonista que el miedo como ficción necesaria para mantener la “cohesión”. Podemos confirmar que todos, obesos por culpa de la época, estamos afectados por el False Memory Syndrom[77], mientras comienza a imponerse la estética del Homo Sampler, capaz de hacer propio aquello que, literalmente, ha “robado”[78]. Nuestras neurosis son, sin ningún género de dudas, un extraño exhibicionismo del camuflaje, nos complacemos en el juego de la doble visión, damos por sentado que lo importante no es lo que se hace sino como se cuenta y, sobre todo, como es ocultado, por la propaganda y la banalidad, aquello que merecería la pena[79].
Tendríamos que volver a leer el cuento Josefina la cantora y el pueblo de los ratones para entender lo que nos pasa. La ratita Josefina tiene poder gracias al lugar que ocupa. Su canto es, en realidad, la imposición del silencio. Esa voz, no mejor que el resto de los chillidos de sus congéneres, es una suerte de ready-made, como la Roue de bicyclette duchampiana que más que convertir cualquier cosa en arte lo que hace es crear la nada. Hay una separación entre esa rueda y ese grito agudo y todas demás cosas “idénticas”: ese es el arte de la brecha mínima[80]. Doris Salcedo ha “instalado” en el hall de la Tate Gallery londinense una inmensa grieta titulada Shibboleth. En esa contraseña ha tropezado bastante gente, acaso porque deseaban que eso sucediera. Hay un manierismo de la grieta[81] esto es una institucionalización de ese gesto que pretendería nombrar un temblor.
Lo que se da a ver es el velo y el velamiento, enfocamos el artificio, glorificamos la mascarada. Vuelve a triunfar, en un eterno retorno de lo mismo, Parrasio al trompe-l´oeil de Zeuxis (unas uvas que incluso los pájaros se acercaron a picotear en el cuadro), pintando, sencillamente, un velo. “El mimetismo –apunta Lacan- da a ver algo en tanto distinto de lo que podríamos llamar un él mismo que está detrás”[82]. El fantasma es, para Lacan, un semblante: en principio no es la máscara lo que está oculta por debajo de lo real, sino más bien el fantasma es lo que está escondido detrás de la máscara. Incluso tenemos que aceptar que el estatuto del falo es el del camuflaje[83]. No hay nada que ver en la desnudez extrema, como en la performance de Vanesa Beecroft en la Neue Nationalgalerie de Berlín (2005) donde propiamente todo lo que podría suceder finalmente no se da[84].
De la serie fotográfica Mann ohne Eigenschaften de Matthias Wähner a Forrest Gump, del juego lúdico de las apariencias de Joan Fontcuerta a Zelig, el comportamiento mimético y el arte de la falsificación terminan hermanados. No deja de tener sentido aquella sustitución, ejecutada por Godard, de photographie por faux-tographie. Tenemos que volver, gozosamente, al “fraudulento” retrato del artista como prestidigitador que Orson Welles montó en F for Fake, tomando como punto de partida el documental dirigido por Francois Reichenbach y Richard Drewett titulado Elmyr. The True Picture?, realizado para la BBC y basado en la singular figura de Elmyr D´Hory, reputado falsificador de obras de arte pictórico y afincado en aquellos años en Ibiza[85]. “Fui a ver –declara Orson Welles- a Reichenbach y le dije: ¿Puedo utilizar sus planos? Fuimos a ver al montador, un montador brillante, y encontramos todo lo que él había rechazado; es decir, que lo que yo no rodé, lo cogí de la papelera”. Al introducirse en el fingimiento como forma de vida aparece la nostalgia del mundo de la magia. El gordo charlatán confiesa que principalmente trabaja como un mago; observamos una llave “que no simboliza nada”, el director advierte que “todo lo que está en la película es puro truco” e incluso se atreve a poner en boca de Houdini una frase extraordinaria: “un mago es nada más que un actor que interpreta el papel de un mago”. Tanto el director de cine como el mago hacen creer. “La verdad –dice Welles en F for Fake- es que hemos fingido una historia sobre el arte. Como charlatán, mi labor consiste en hacerla realidad, no en que la realidad tenga que ver con ella”.

“I would prefer not to”…
El proyecto estético contemporáneo consistiría, en muchas ocasiones, en el “esfuerzo” de etiquetar lo impalpable[86]. Desde el teatro del vacío de Yves Klein a Statement of Esthetic Withdrawal, de la exposición The Big Nothing (Institute of Contemporary Art de Filadelfia) a la última Bienal de Sao Paulo, en el arte contemporáneo se advierte una pasión por lo incorporal[87] y furor casi religioso por el vacío. Con todo, a veces los intentos de convertir el vaciamiento, el silencio o la renuncia en algo heroico o incluso en un paso a la vida pueden terminar por ser patéticos[88]. Al comienzo de El ano solar de Bataille leemos que “el mundo es puramente paródico, es decir, que cada cosa que se observa es la parodia de otra, o incluso la misma cosa bajo una forma decepcionante”. No somos, lo sabemos de sobra, aquellos que se atrevieron a cortar en seco un ojo con una navaja de afeitar ni siquiera tenemos el humor negro de entregar el apéndice visual en el momento previo a la decapitación[89], queremos que todo se haga visible o, sencillamente, que la realidad acepte su dimensión obscena.
Ya no estamos, en apariencia, en las trincheras: ha triunfado la decepción. Y, sin embargo, en el arte todavía queda un rastro compulsivo que lleva a que lo real parezca que huye ante un ataque inminente[90]. Aquellos tanques camuflados han mutado en un sistema de señuelos, codificaciones saturadas, puro tratamiento Ludovico, bobadas con las disfrazar la vanidad del mundo. Camoufler: disfrazar y volver algo irreconocible o imperceptible, ocultar, disfrazar, disimular, maquillar. Tenemos todas las piezas del puzzle: de la dazzle painting a la paranoia-crítica daliniana, de Veruschka Lehndorff a los Mirrors de Lichtenstein a los paisajes camuflados de Mateo Maté. El artista es, desde hace tiempo el perfecto enmascarado: a la vista de todos y, paradójicamente, invisible[91].
No para el llamamiento generalizado a no desentonar[92]. Lo decisivo es componer un magistral camuflaje en la insignificancia: ser un cualquiera. Aquí está cimentado lo que llamaríamos el arte de desaparecer[93]. Desde el niño que se esconde bajo la sábana, en medio de la pesadilla de un asesino recorriendo su casa, a Harry Potter con su capa de invisibilidad, de Ángeles Agrela convertida en suelo de madera o en teselas azuladas del cuarto de baño a las maquinaciones de Juan Luis Moraza, de la obsesión por los camaleones y los jokers de Chema Cobo a las pinturas de doble imagen de Manuel Cerdá, se multiplican los ejemplos de camuflaje, sea con esa voluntad de convertirse en algo distinto o como manifestación de un singular instinto de abandono[94].
Nuestra peculiar “psicosis” lleva a que veamos a Bartleby no sólo como el maestro del rechazo sino como la presencia insoportable que nos permite pensar en (la llegada de) otra cosa[95]. Pienso que no estaba, aunque pudiera parecerlo, camuflado en el seno de la burocracia ni cabe acusar de plagio a un sencillo escribiente. Este personaje actuaba, en todos los sentidos, al pie de la letra. Siempre hay algo que puede, aunque sea al final de todo, excitar la curiosidad, por ejemplo, un rumor: resulta que cuentan que Bartleby había trabajado como subalterno en la oficina de Cartas Muertas de Washington de donde fue despedido por un cambio de administración. “Cuando pienso en ese rumor, no encuentro palabras para expresar las emociones que me dominan. ¡Cartas muertas! ¿No suena a hombres muertos? Imaginen a un hombre propenso por carácter y circunstancias, a la pálida desesperación… ¿Qué ocupación podría contribuir más a aumentarla que la de manejar constantemente esas cartas muertas y llevarlas al fuego?”[96]. Una carta siempre llega a su destino, sobre todo si no ha sido enviada[97]. En cierto sentido, el único mensaje está sintomáticamente codificado. El secreto ha sido dejado al descubierto[98]. Como desconcertados herederos de Bartleby solo podemos terminar con una frase hecha: “I want nothing to say to you”[99]. A pesar de todo, esto no quiere decir que no haya que hacer nada[100].




[1] Cfr. Jean Baudrillard: “La simulación en el arte” en La ilusión y la desilusión estéticas, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1998, p. 49.
[2] Jean Baudrillard: “La escritura automática del mundo” en La ilusión y la desilusión estéticas, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1998, p. 78.
[3] Roland Barthes: “Sade-Pasolini” en La Torre Eiffel. Textos sobre la imagen, Ed. Paidós, Barcelona, 2001, p. 113.
[4] “La crítica a las instituciones implícita en las mejores de las obras más recientes ha pasado a la pregunta seria sobre si los objetos de arte inevitablemente caen presas de la museización del proceso de mercado” (Brandon Taylor: Arte Hoy, Ed. Akal, Madrid, 2000, p. 141).
[5] Cfr. Nicolás Bourriaud: Posproducción, Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2004 y Eloy Fernández Porta: Homo Sampler. Tiempo y consumo en la Era Afterpop, Ed. Anagrama, Barcelona. 2008.
[6] Cfr. Paul Virilio entrevistado por Catherine David: en Colisiones, Ed. Arteleku, San Sebastián, 1995, pp. 52-53.
[7] “La obscenidad y la transparencia progresan ineluctablemente, justamente porque ya no pertenecen al orden del deseo, sino al frenesí de la imagen. En materia de imágenes, la solicitación y la veracidad aumentan desmesuradamente. Se han convertido en nuestro auténtico objeto sexual, el objeto de nuestro deseo. Y en esta confusión de deseo y equivalente materializado en imagen (...) reside la obscenidad de nuestra cultura” (Jean Baudrillard: El otro por sí mismo, Ed. Anagrama, Barcelona, 1988, pp. 30-31).
[8] Marshall McLuhan y B.R. Powers: La aldea global, Ed. Gedisa, Barcelona, 1990, p. 94.
[9] “La experiencia de la ambigüedad es, como oscilación y desarraigo, constitutiva del arte; son éstas las únicas vías a través de las cuales, en el mundo de la comunicación generalizada, el arte puede configurarse (aún no, pero sí quizá finalmente) como creatividad y libertad” (Gianni Vattimo: La sociedad transparente, Ed. Paidós, Barcelona, 1990, p. 154).
[10] Cfr. Hal Foster: “El futuro de una ilusión o el artista contemporáneo como cultor de carga” en Los manifiestos del arte postmoderno. Textos de exposiciones 1980-1995, Ed. Akal, Madrid, 2000, p. 101.
[11] Jean Baudrillard: “La ilusión y la desilusión estéticas” en La ilusión y la desilusión estéticas, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1997, p. 21.
[12] “La abolición de la distancia, del pathos de la distancia, hace que todo quede indeterminado. Incluso en el ámbito físico: la proximidad excesiva del receptor y de la fuente de emisión crea un efecto Larsen que interfiere en las ondas. La proximidad excesiva del evento y de su difusión en tiempo real, genera indeterminación, una virtualidad del evento que lo despoja de su dimensión histórica y lo sustrae de la memoria. Estamos inmersos en un efecto Larsen generalizado” (Jean Baudrillard: La agonía del poder, Ed. Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2006, pp. 60-61).
[13] “Según cuenta Susan Sontag, cuando estaba viendo la retransmisión televisiva de la llegada de los hombres a la Luna, algunos de los presentes afirmaron que todo aquello no era nada más que una escenificación. Entonces, ellas les preguntó: “Pero entonces, ¿qué es lo que estáis viendo?”. Y ellos respondieron: “¡Estamos viendo la tele!”. Había comprendido todo” (Jean Baudrillard: La agonía del poder, Ed. Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2006, p. 66).
[14] “Parece que la alternativa reza así: o “somos incapaces de imaginar el futuro” (Jameson) o lo único que hay es “la imaginación del desastre” (Sontag). En realidad puede sintetizarse en lo que Bruce Franklin acertadamente resumió: “El único futuro que parece imaginable en Hollywood es un futuro mejor”. Hasta el extremo de que las ciudades del futuro en las distopías no reflejan ya el futuro de la humanidad sino sus últimos días. Son ciudades del “día después” de aquellos holocaustos nucleares que han hecho la Tierra inhabitable. Por ello se aconseja a los supervivientes que emigren al espacio exterior. Porque la Tierra entera es una ciudad sin futuro y el hombre está al final de su historia. De las metrópolis de los comienzos a finales del siglo XX hay un abismo. No se trata sólo de subrayar las semejanzas arquitectónicas y hasta cierto punto ver las segundas como el proceso de la ruina de las primeras. El enfoque es distinto: más que el camino de la perfección a la ruina de la perfección, se trata ahora de las “ruinas en inversión” de que hablaba Smithson, es decir, que las ciudades que se levantan de la ruina misma. De ahí esa “estética del reciclaje” que presentan, están hechas con remiendos de todos los estilos, materiales y humanos” (José Luis Molinuevo: “La orientación estética” en Simón Marchán Fiz (comp..): Real/Virtual en la estética y la teoría de las artes, Ed. Paidós, Barcelona, 2006, p. 96)
[15] “Una sociedad solo le teme a una cosa: al diluvio. No le teme al vacío. No le teme a la penuria ni a la escasez. Sobre ella, sobre su cuerpo social, algo chorrea y no sabe qué es, no está codificado y aparece como no codificable en relación con esa sociedad. Algo que chorrea y arrastra esa sociedad a una especie de desterritorialización, algo que derrite la tierra sobre la que se instala. Este es el drama. Encontramos algo que se derrumba y no sabemos qué es. No responde a ningún código, sino que huye por debajo de ellos” (Gilles Deleuze: Derrames. Entre el capitalismo y la esquizofrenia, Ed. Cactus, Buenos Aires, 2005, p. 20).
[16] Maite Méndez Baiges: Camuflaje, Ed. Siruela, Madrid, 2007, p. 103.
[17] Cfr. Hal Foster: “El futuro de una ilusión o el artista contemporáneo como cultor de carga” en Anna María Guasch (ed.): Los manifiestos del arte posmoderno. Textos de exposiciones, 1980-1995, Ed. Akal, Madrid, 2000, pp. 96-105
[18] “El día que se escriba la historia general del camuflaje descubriremos el gran número de creaciones artísticas importantes que fueron ejecutadas con la intención de ocultar o con el propósito de pasar inadvertidas” (Juan Antonio Ramírez: “Camuflaje (ocultación, disimulo)” en Revista de Occidente, nº 330, Noviembre del 2008, p. 71).
[19] “El pastiche es, como la parodia, la imitación de una mueca determinada, de un discurso que habla una lengua muerta: pero se trata de una repetición neutral de esa mímica, carente de los motivos de fondo de la parodia, desligada del impulso satírico, desprovista de hilaridad y ajena a la convicción de que junto a la lengua anormal que se toma prestada provisionalmente, subsiste aún una saludable normalidad lingüística. El pastiche es, en consecuencia, una parodia vacía, una estatua ciega: mantiene con la parodia la misma relación que ese otro fenómeno moderno tan original e interesante, la práctica de una suerte de ironía vacía” (Fredric Jameson: El postmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío, Ed. Paidós, Barcelona, 1991, pp. 43-44).
[20] Jean Baudrillard: “La ilusión y la desilusión estéticas” en La ilusión y la desilusión estéticas, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1997, p. 15.
[21] Recordemos al serie de pinturas de Warhol, de finales de los setenta, realizadas orinando sobre el cuadro, tituladas Oxidaciones.
[22] “Los cuadros de camuflaje de Andy de 1986, por ejemplo, explotan el aspecto afeminado de la brutalidad: así como el camuflaje permite a un soldado sobrevivir escondiéndose en la selva o en la arena de desierto, como los reptiles, los cuadros insinúan un tema afeminado (el atractivo sexual del soldado) bajo la fachada de un estilo brutal (abstracción)” (Wayne Koestenbaum: Andy Warhol, Ed. Mondadori, Barcelona, 2002, p. 241).
[23] “El camuflaje reproducía la experiencia visual de las tropas en el frente: duplicación, oscuridad, desplazamiento, desorientación, fragmentación, vértigo. Si las alucinaciones de pesadilla, la amnesia, la sordomudez, los estados de fuga, los temores y el mareo del nuevo síndrome del “choque de la metralla” parecían a veces un puro invento de hombres aterrorizados, los síntomas de tal fingimiento, o “siniestrosis”, reflejaban de manera equívoca las tácticas de los camoufleurs: mímica, gradación, obliterativa, enmascaramiento, disrupción y emoción. El traumatismo de la guerra y el trampantojo de la guerra están hechos de la misma materia” (Hillel Schwartz: La cultura de la copia. Parecidos sorprendentes, facsímiles insólitos, Ed. Cátedra, Madrid, 1998, p. 186).
[24] Gertrude Stein cuenta que en al comienzo de la primera guerra mundial, caminando por le Boulevard Raspail, acompañada, entre otros, por Picasso vieron, por primera vez en sus vidas, un cañón pintado de camuflaje ante lo que el pintor español, casi en éxtasis dijo: “C´est nous qui avons fair ça”, cfr. Autobiografía de Alice B. Toklas, Ed. Lumen, Barcelona, pp. 2000, pp. 109-110. Cfr. sobre la relación entre cubismo y camuflaje Maite Méndez Baiges: Camuflaje, Ed. Siruela, Madrid, 2008, pp. 19-40 y Roy R. Behrens: “Ocultar lo que existe mostrando lo que no existe. El camuflaje como fragmentación coincidente” en Revista de Occidente, nº 330, Madrid, Noviembre del 2008, pp. 84-85.
[25] James G. Ballard: “Proyecto para un glosario del siglo XX” en Guía del usuario para el nuevo milenio, Ed. Minotauro, Barcelona, 2002, p. 303.
[26] Las acciones de Jasper Maskelyne fueron popularizadas por David Fisher en la novela El mago de la guerra (1983). Maskelyne era descendiente de una dinastía de ilusionistas teatrales y capitaneaba un colectivo de profesionales del teatro, artistas e inventores denominados la “cuadrilla mágica”, a las órdenes de Ejército Británico durante la campaña en el norte de África de la Segunda Guerra Mundial. Se les atribuye el camuflaje de la ciudad de Alejandría para preservarla de los bombardeos aéreos, la moblización de batallones de tanques fantasmas recubriendo vehículos de manera que pareciesen tanques de combate y la invención de un sistema de enormes espejos giratorios que reflejaban la luz para confundir a los pilotos alemanes. Cfr. Jonathan Allen: “Embusteros en tiempo de guerra” en A grande transformación. Arte e maxia táctica, MARCO, Museo de Arte Contemporáneo de Vigo, 2008, pp. 98-99
[27] “Todos nos conocemos demasiado bien como artistas de la fuga. Conscientemente o no, planificamos nuestra vida –nuestros gestos, nuestras ambiciones, nuestros amores, los mínimos movimientos de nuestro cuerpo- según nuestras aversiones; el repertorio personal de situaciones, de encuentros, de estados anímicos o físicos que nos llevaría a hacer literalmente cualquier cosa con tal de evitarlos” (Adam Phillips: La caja de Houdini. Sobre el arte de la fuga, Ed. Anagrama, Barcelona, 2003, p. 69).
[28] “Hasta el ritual de sus números parece esencialmente moderno; primero, el público, inspección abierta para mostrar que no se oculta nada; luego, el espectáculo, la prueba del arte triunfante que demuestra que, o nada se oculta, o que, sea lo que sea lo ocultado, no se puede ver. Y por eso nos preguntamos qué es lo que constituye un misterio –qué poderes excepcionales podría pensarse que tiene una persona- cuando no se invocan poderes sobrenaturales ni los logros se atribuyen a estos poderes” (Adam Phillips: La caja de Houdini. Sobre el arte de la fuga, Ed. Anagrama, Barcelona, p. 63).
[29] En su libro Handcuff secrets se dedicó a revelar su técnicas: “un libro de magia es una contradicción en sí; lo que nos dice es que no hay magia” (Adam Phillips: La caja de Houdini. Sobre el arte de la fuga, Ed. Anagrama, Barcelona, 2003, p. 61).
[30] “En un artículo –ilustrado con imágenes- aparecido con el artículo “Art by Accident” en The Architectural Review en septiembre de 1944, Casson señalaba: “El camuflaje no es magia”, añadiendo a continuación que, contrariamente a lo que establece la creencia popular, “los diseños multicolores, violentamente contrastados, no confieren ningún manto de invisibilidad cuando se aplican caprichosamente sobre el objeto”” (Henrietta Gooden: “El camuflaje civil británico en la Segunda Guerra Mundial” en Revista de Occidente, nº 330, Noviembre del 2008, p. 9).
[31] David J. Skal: Monster Show. Una historia cultural del horror, Ed. Valdemar, Madrid, 2008, p. 18.
[32] Cfr. Slavoj Zizek: Amor sin piedad. Hacia una política de la verdad, Ed. Síntesis, Madrid, 2004, p. 77.
[33] “El carnaval antiguo fue la revolución sustitutoria de los pobres. Se elegía un rey de los locos que gobernaba un día y una noche sobre un mundo por principio trastornado. En él, los pobres y los ordenados despertaron sus sueños a la vida como pendencieros y bacantes disfrazados, olvidados de sí mismos hasta la verdad insolente, carnales, turbulentos y blasfemos. Se podría mentir y decir la verdad, ser obsceno y honrado, borracho e irracional. A partir del carnaval de la Edad Media tardía fluyen, tal como mostró Bachtin, motivos satíricos. Los abigarrados lenguajes de Rabelais y de otros artistas del Renacimiento viven todavía del espíritu parodístico del carnaval; el carnaval inspira tradiciones macabras y satíricas y convierte locos y arlequines, bufones y Kasperl en figuras consistentes de una gran tradición hilarante que cumple su función en la vida social en los días que no son Martes de Carnaval” (Peter Sloterdijk: Crítica de la razón cínica, vol. I, Ed. Taurus, Madrid, 1989, pp. 166-167).
[34] Theodor W. Adorno: “Stravinski y la restauración” en Filosofía de la nueva música. Obra Completa, 12, Ed. Akal, Madrid, 2003, p. 155.
[35] “[…] tenemos la extraña sensación de que el arte trabaja con muchísimo esfuerzo pero discretamente para hacer hermético el acceso a experiencias a fin de cuentas triviales y tan comunes como apretarle la mano a alguien, darle limosna a un mendigo, intercambiar una mirada con una mujer, mirar en el vacío, aburrirse o sufrir un ataque de risa primero comunicativa y después nerviosa” (Yves Michaud: El arte en estado gaseoso, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2007, p. 40).
[36] “La emergencia de los objetos excrementales fuera de lugar [en el Arte contemporáneo] es, pues, estrictamente correlativa a la emergencia del lugar sin ningún objeto, el marco vacío como tal. En consecuencia, lo Real tiene t res dimensiones en el arte contemporáneo, que reproducen en cierto modo en lo Real la tríada de lo Imaginario-Simbólico-Real. Lo Real es ante todo la mancha anamórfica, la distorsión anamórfica de la imagen directa de la realidad, en cuanto imagen distorsionada, o en cuanto pura apariencia que “subjetiviza” la realidad objetiva. Por otro lado, lo real se presenta como lugar vacío, como estructura, como construcción que no está nunca realmente presente, que nunca es experimentada como tal, sino que solo puede ser construida retroactivamente y debe ser presupuesta como tal: lo Real como construcción simbólica. Por último, lo Real es el Objeto obsceno excremental fuera de lugar, lo Real “en sí mismo”. Aislado, este último aspecto de lo Real no es más que un fetiche cuya presencia fascinadora/cautivadora enmascara lo Real estructural” (Slavoj Zizek: Lacrimae Rerum. Ensayos sobre cine moderno y ciberespacio, Ed. Debate, Barcelona, 2006, p. 191).
[37] Karl Krauss señaló que él y Adolf Loos habían mostrado que hay una distinción entre una urna y un orinal y que es sobre todo esta distinción la que provee la cultura de un margen de maniobra: “Los otros [es decir, aquellos que no hacen esta distinción], se dividen entre los que utilizan la urna como orinal y los que usan el orinal como una urna”. “Aquí “los que utilizan la urna como un orinal” son los diseñadores Art Nouveau que quieren infundir arte (la urna) en el objeto utilitario (el orinal). Los que hacen lo contrario son funcionalistas modernos que quieren elevar el objeto utilitario a arte. (Unos pocos años más tarde, con su urinario disfuncional, Fuente, presentado como arte, Marcel Duchamp dejó a unos y otros con un palmo de narices, pero ésa es otra historia)” (Hal Foster: Diseño y delito, Ed. Akal, Madrid, 2004, p. 17).
[38] “Desde los Antiguos, la experiencia del stercus está vinculada al nacimiento de la cultura. Nuestra posición ontológica frente al concepto de Belleza es en principio una posición escatológica. La civilización, si se le cree a Freud, heredero puro de Goethe, está sometida a un doble movimiento. Es movida por una impulsión a sujetar ese “resto de tierra”, ese Erdenrest del que habla el Fausto, tan duro de llevar, a partir del cual fabricar objetos y valores socialmente útiles. Es la mente la que se construye un cuerpo, “es ist der Geist, der sich den Koper baut”… Al mismo tiempo, la civilización no deja de ser motivada por la necesidad de un “más goce”, que nunca es reducible a la dimensión de lo útil. Está tomada, así, entre la realidad de los excreta y la necesidad de los residuos que vienen de la producción de las riquezas, ellas mismas nacidas de la tríada orden-limpieza-belleza, fruto de nuestra educación, es decir, de la represión de los instintos” (Jean Clair: De Immundo. Apofatismo y apocatástasis en el arte de hoy, Ed. Arena, Madrid, 2007, p. 39).
[39] Jean Clair señala que el chorro de orina apaga el aura en lo que denomina “estética del estercolero” que tendría como maestro fundacional a Marcel Duchamp: “En un esbozo de una economía mínima de las pulsiones, en otras palabras, de las producciones inmediatas de placer que crean las funciones del cuerpo, establecería así la lista de las “pequeñas energías gastadas como [...] la crecida de los cabellos, de los pelos y de las uñas, la caída de la orina y de los excrementos [...] el estiramiento, el bostezo, el estornudo, el escupir ordinario y la sangre. Los vómitos, la eyaculación [...], etc.”” (Jean Clair: De Immundo. Apofatismo y apocatástasis en el arte de hoy, Ed. Arena, Madrid, 2007, p. 32).
[40] Cfr. Sigmund Freud: Tótem y Tabú, Ed. Alianza, Madrid, 1967, p. 29.
[41] Georges Bataille: “Atracción y repulsión. I. Tropismos, sexualidad, risa y lágrimas” en Denis Hollier (ed.): El Colegio de Sociología, Ed. Taurus, Madrid, 1982, p. 129.
[42] Paul Rozin ha subrayado que el asco central se basa en el rechazo a la comida, pero también se extiende a cinco ámbitos adicionales: “el sexo, la higiene, la muerte, las violaciones de la envoltura corporal (destripamiento o amputaciones) y violaciones sociomorales. Todo esto queda recogido en una nueva teoría general del asco como necesidad psíquica de eludir aquello que nos recuerda nuestros orígenes animales” (William Ian Miller: Anatomía del asco, Ed. Taurus, Madrid, 1998, p. 28).
[43] “[...] una de las definiciones del ser humano es que disponer de la mierda es un problema, parte de esta nueva poshumanidad será que desaparezca esa suciedad y esa mierda: “un superhombre [apunta Robert Ettinger] será más limpio que un hombre. En el futuro, nuestras cañerías (de lo expulsado así como de lo recién nacido) serán más higiénicas y decorosas. Aquellos que lo elijan habrán de consumir sólo alimentos cero-residuos, con el exceso de líquido que se evaporará vía los poros. Alternativamente, los órganos modificados pueden llegar a expeler residuos pequeños, compactos y secos”” (Slavoj Zizek: Visión de paralaje, Ed. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006, pp. 250-251).
[44] Paracelso señalaba que cada cosa individual es doble: “allí donde hay enfermedad, hay medicina, allí donde hay medicina hay enfermedad” ya que “a menudo una medicina es veneno y a menudo fármaco para una enfermedad en un momento determinado”. El remedio para el mal está en tomarlo en formas y dosis tales que inmunicen definitivamente de él. “Como argumentó Derrida de una forma que recupera la lógica y el léxico mismo de la semántica inmunitaria, es lo que se opone a su otro sin excluirlo, sino, por el contrario, incluyéndolo y sustituyéndolo de una manera vicaria. Se le resiste mimándolo y le hace frente obedeciéndolo, como el antiguo katékhon respecto de la anomia. El phármakon es el mal y a la vez cuanto se le opone, plegándose a su lógica. El mismo en tanto otro y otro en tanto él mismo, el punto en el cual el uno penetra en el dos sin dejar de ser uno; el uno-dos que no es ni uno ni dos, y sin embargo es ambos, superpuestos en la línea de su contraste. Una diferencia que no se puede aferrar por ninguna identidad, ni aún aquella, contradictoria, de la coincidentia oppositorum. Mal y antídoto, veneno y cura, poción y contra-poción, el phármakon no es una sustancia, sino más bien una no-sustancia, una no-identidad, una no-esencia. Pero sobre todo algo que se relaciona con la vida desde el fondo de su reverso. Más que afirmarla, niega su negación, y así termina por redoblarla: “Morte mortuos liberavit” (De doctrina cristiana, I. 14. 13), escribe Agustín con una formulación que contenía in nuce la farmacia inmunitaria moderna. He aquí el movimiento secreto del phármakon: la incruenta potencia que arrastra a la muerte al contacto con la vida y expone a la vida a la prueba de la muerte” (Roberto Esposito: Inmunitas. Protección y negación de la vida, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 2005, pp. 180-181).
[45] “El poder no es un baluarte contra los impulsos violentos, ni un sólido escudo contra la tentaciones de la libertad. Y la cultura que sigue a la era del poder no es un ámbito de concordia, sino un espacio de renuncia y autopunición. Al tratar de poner diques a la violencia, refuerza la inclinación a ejercerla. Al sustituir el orden coercitivo por la autocoerción anímica, acrecienta el hambre de libertad. La cultura de la conciencia, nacida de la culpa del superviviente, es frágil. El tabú, la prohibición y la sublimación dejan intacto el fondo de bestialidad. Peor aún: la moralidad domesticada que debía reemplazar al despotismo del orden hace aumentar la necesidad de romper las cadenas. El exceso espera impaciente su hora, e irrumpe tanto más vigorosamente cuanto más le pesan al hombre la cadenas de la cultura. El retorno de lo reprimido está tanto más próximo cuantas más represiones hay acumuladas. El deseo de regresión se robustece en la medida en que el régimen cultural oprime la vida. “La nostalgia de la barbarie [afirma Cioran] es la última palabra de cada civilización” (Wolfgang Sofsky: Tratado sobre la violencia, Ed. Abada, Madrid, 2006, p. 212).
[46] Cfr. Thomas Lawson: “Última salida: la pintura” en Brian Wallis (ed.): Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación, Ed. Akal, Madrid, 2001, pp. 153-164.
[47] Cfr. Judith Butler: “El marxismo y lo meramente cultural” en New Left Review, n° 2, Mayo, 2000, Ed. Akal, Madrid, p. 110.
[48] Cfr. Nicolas Bourriaud: Post-producción. La cultura como escenario: modos en que el arte reprograma el mundo contemporáneo, Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2004, p. 9.
[49] “La fantasmagoría no sólo es el arte de hacer hablar al fantasma. Por la compleja relación que establece entre la ilusión y la realidad, entre el deseo de ver o de saber y las lagunas de un universo narrativo, cuyas perspectivas contradictorias se sobreponen sin ajustarse, en que las identificaciones tranquilizadoras nos eluden, la fantasmagoría toca las raíces mismas del fantasma. Expresa su evanescencia y el descentramiento, frustrando la mirada en el momento mismo en que la fantasmagoría la llenaba, y constituye así el medio por excelencia de ese vaivén alrededor de los límites, de esa confusión de las pistas y los puntos de apoyo que lleva al lector a afrontar su propia verdad en forma de enigma que no debe tener respuesta” (Max Milner: La fantasmagoría, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1990, pp. 205-206).
[50] Cheryl Bernstein es un personaje “ficticio” que aparece como una joven crítica de Nueva York, que, según la presentan en Gregory Battcock Idea Art (Nueva York, 1973) habría estudiado en la universidad de Hofstra y conseguido el doctorado en Hunter. Cfr. Thomas Crow: “El retorno de Hank Herron” en Anna María Guasch (ed.): Los manifiestos del arte posmoderno. Textos de exposiciones 1980-1995, Ed. Akal, Madrid, 2000, pp. 105-115.
[51] El texto Pierre Menard, autor del Quijote de Borges está, como indico, recogido en Brice Wallis (ed.): Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación, Ed. Akal, Madrid, 2001, pp. 3-10.
[52] Harold Bloom: ¿Dónde se encuentra la sabiduría?, Ed. Taurus, Madrid, 2005, p. 86.
[53] “La verdad tiene la estructura de una ficción donde otro habla. Hay que hacer en el lenguaje un lugar para que el otro pueda hablar. La literatura sería el lugar en el que siempre es otro el que habla” (Ricardo Piglia: Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades), Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2001, p. 37).
[54] “Allí donde el montaje de los años veinte iba en consonancia con la noción de vanguardia, el mestizaje contemporáneo es postmoderno. Es lo miso que decir que interviene después del desgaste de los esquemas modernistas, o sea que ya no cree en la posibilidad de producir una imagen nueva, original, sino que aboga por la cita y el reciclaje de las imágenes, la reapropiación de estilos” (Dominique Baqué: La fotografía plástica, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2003, p. 197).
[55] Joan Fontcuberta: “Revisitar las historias de la fotografía” en Joan Fontcuberta (ed.): Fotografía. Crisis de historia, Ed. Actar, Barcelona, 2002, pp. 12-13.
[56] “En estos últimos años, cada vez se ha considerado más imprescindible como herramienta deconstructiva determinada duplicidad calculada. Tanto en la teoría como en el arte contemporáneo abundan la parodia, el trompe-l´oeil, la disimulación (no simulación, como se viene diciendo); en suma, estrategias de rivalidad mimética” (Craig Owens: “Posar” en Jorge Ribalta (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, p. 194).
[57] Martha Rosler: “Dentro, alrededor y otras reflexiones. Sobre la fotografía documental” en Jorge Ribalta (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, p. 107. Una discusión de las posiciones de Martha Rosler y Sherrie Levine, que confiesa “hago fotografías de fotografías”, se encuentra en Benjamin H.D. Buchloh: “Procedimientos alegóricos: apropiación y montaje en el arte contemporáneo” en Glòria Picazo y Jorge Ribalta (eds.): Indiferencia y singularidad. La fotografía en el pensamiento artístico contemporáneo, Ed. MACBA, Barcelona, 1997, pp. 119-122.
[58] Slavoj Zizek: El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2001, p. 309.
[59] “La necesidad de que el apego apasionado proporcione un mínimo de ser implica que ya está allí el sujeto en cuanto “negatividad abstracta” (el gesto primordial de des-apego respecto de su ambiente). La fantasía es entonces una formación defensiva contra el abismo primordial del des-apego, de la perdida del (apoyo en el) ser, que es el propio sujeto. Entonces, en este punto decisivo hay que suplementar a Butler: la emergencia del sujeto no equivale estrictamente a la sujeción (en el sentido de apego apasionado, de sumisión a alguna figura del Otro), puesto que para que se produzca ese apego apasionado ya debe estar allí la brecha que es el sujeto. Solo si esta brecha ya está allí podemos explicar la posibilidad de que el sujeto se sustraiga al poder del fantasma fundamental” (Slavoj Zizek: El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2001, p. 310).
[60] “La formación del yo [je] se simboliza oníricamente por un campo fortificado, o hasta un estadio, distribuyendo desde el ruedo interior hasta su recinto, hasta su contorno de cascajos y pantanos, dos campos de lucha opuestos donde el sujeto se empecina en la búsqueda del altivo y lejano castillo interior, cuya forma (a veces yuxtapuesta en el mismo libreto) simboliza el ello de manera sobrecogedora” (Jacques Lacan: “El estadio del espejo como formador de la función del yo [je] tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica” en Escritos, vol. 1, Ed. Siglo XXI, México, 1989, p. 90)
[61] Douglas Crimp: “La actividad fotográfica de la posmodernidad” en Jorge Ribalta (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, p. 158.
[62] Cfr. Roger Caillois: “Mimétisme et psychasténie légendarie” en Minotaure, n° 7, París, Junio de 1935. Hay una traducción parcial en Revista de Occidente, nº 330, Madrid, Noviembre del 2008. Recordemos la apropiación de esta conceptualización de la psicastenia legendaria por parte de Jacques Lacan en “El estadio del espejo como formador de la función del yo [je] tal y como se nos revela en la experiencia psicoanalítica” en Escritos 1, Ed. Siglo XXI, México, 1971, p. 89.
[63] Denis Hollier: “Mimesis and Castration” en October, n° 31, invierno de 1984, pp. 3-16.
[64] “El espacio se presenta ante estos espíritus desposeídos como una voluntad devoradora. El espacio los persigue, los cerca, los digiere en una fagocitosis gigante. Y por último los reemplaza. El cuerpo pierde su unidad con el pensamiento, el individuo cruza la frontera de su piel y vive del otro lado de sus sentidos. Intenta verse desde un punto de vista cualquiera del espacio. Siente que él mismo se convierte en espacio, espacio negro donde no pueden ponerse cosas. Es semejante, no a ninguna cosa, sino simplemente semejante. E inventa espacios de los cuales él es una “posesión convulsiva”” (Roger Caillois: “Mimetismo y psicastenia legendaria” en Revista de Occidente, nº 330, Madrid, Noviembre del 2008, p. 134).
[65] Roger Caillois llega a hablar de mimetismo como un lujo peligroso que puede llevar al animal, tal es el caso de las orugas que se hacen pasar por hojas, a una suerte de suicidio involuntario: “las orugas geómetras simulan con tanta perfección los brotes de un arbusto que los horticultores las cortan con la podadera (Murat); el caso de las filias es aún más desgraciado, ya que se devoran entre ellas al tomarse por verdaderas hojas, de modo que podríamos pensar en una especie de masoquismo colectivo que conduce a la homofagia mutua, por ser la simulación de la hoja una provocación al canibalismo bajo esta forma de festín totémico” (Roger Caillois: “Mimetismo y psicastenia legendaria” en Revista de Occidente, nº 330, Madrid, Noviembre del 2008, p. 130).
[66] Cfr. J.-F. Bouvet: La strategie du caméleon, Ed. du Suil, París, 2000.
[67] Se puede tratar de una repugnante intrusión excremental: “Ahí reside el sentido del famoso cartel de “¡Prohibido el paso!” al principio y al final de El ciudadano Kane: es muy peligroso entrar en este dominio de la máxima intimidad, donde uno encuentra más de lo que busca y, repentinamente, cuando ya es demasiado tarde para retirarse, uno se encuentra a sí mismo en un reino viscoso y obsceno...” (Slavoj Zizek: El acoso de las fantasías, Ed. Siglo XXI, México, 1999, p. 34).
[68] Jacques Derrida: “Desgastes. (Pintura de un mundo sin edad)” en Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional, Ed. Trotta, Madrid, 1995, p. 91.
[69] Lyotard señalaba que la imposibilidad de la pintura surge de la mayor necesidad de que el mundo industrial y postindustrial tecno-científico, ha tenido de la fotografía, “al igual que este mundo necesita más al periodismo que a la literatura” (Jean-Francois Lyotard: “Presenting the unrepresentable: the sublime” en Artforum, Nueva York, abril de 1982, p. 67).
[70] “¿Dónde estoy?¿Quién soy?¿Se trata de una misma pregunta que sólo exige una respuesta sobre el ahí? Solo habito en los pliegues, sólo soy pliegues. ¡Es extraño que la embriología haya tomado tan poco de la topología, su ciencia madre o hermana! Desde las fases precoces de mi formación embrionaria, morula, blástula, gastrulla, gérmenes vagos y precisos de hombrecillo, lo que se llama con razón tejido, se pliega, efectivamente, una vez, cien veces, un millón de veces, esas veces que en otros idiomas nuestros vecinos siguen llamando pliegues, se conecta, se desgarra, se perfora, se invagina, como manipulado por un topólogo, para acabar formando el volumen y la masa, lleno y vacío, el intervalo de carne entre la célula minúscula y el entorno mundial, al que se le da mi nombre y cuya mano en este momento, replegada sobre sí misma, dibuja sobre la página volutas y bucles, nudos o pliegues que significan” (Michel Serres: Atlas, Ed. Cátedra, Madrid, 1995, p. 47).
[71] “El fenómeno de la incorporación críptica, descrito por Abraham y Torok, ha sido revisado por Jacques Derrida en el texto F(u)ori, en el cual arroja luz sobre la singularidad de un espacio que se define al mismo tiempo como externo e interno: la cripta es, por tanto, “un lugar comprimido en otro pero de ese mismo rigurosamente separado, aislado del espacio general por medio de paredes, un recinto, un enclave”: ese es el ejemplo de una “exclusión intestina” o “inclusión clandestina”” (Mario Perniola: L´arte e la sua ombra, Ed. Einaudi, Turín, 2000, p. 100). Cfr. el apunte sobre camuflaje del bunker en Paul Virilio: Bunker Archeology, Princeton Architectural Press, Nueva York, 2009, p. 210.
[72] “La disponibilidad general causará una claustrofobia intolerable; el exceso de opciones será experimentado como la imposibilidad de elegir; la comunidad participatoria directa universal excluirá cada vez con más fuerza a aquellos incapacitados de participar. La visión del ciberespacio abriendo la puerta a un futuro de posibilidades infinitas de cambio ilimitado, de nuevos órganos sexuales múltiples, etc., etc., oculta su opuesto exacto: una imposición inaudita de cerrazón radical. Entonces, esto es lo Real que nos espera, y todos los esfuerzos de simbolizar esto real, desde lo utópico (las celebraciones New Age o “deconstruccionistas” del potencial liberador del ciberespacio), hasta lo más oscuramente diatópico (la perspectiva del control total a manos de una red computerizada seudodivina...), son sólo eso, es decir, otros tantos intentos de evitar el verdadero “fin de la historia”, la paradoja de un infinito mucho más sofocante que cualquier confinamiento actual” (Slavoj Zizek: El acoso de las fantasías, Ed. Siglo XXI, México, 1999, p. 167).
[73] “El locked-in syndrom es una rara patología neurológica que se traduce en una parálisis completa, una incapacidad de hablar, pero conservando la facultad del habla y la conciencia y la facultad intelectuales perfectamente intactas. La instauración de la sincronización y del libre intercambio es la comprensión temporal de la interactividad, que interactúa sobre el espacio real de nuestras actividades inmediatas acostumbradas, pero más que nada sobre nuestras mentalidades” (Paul Virilio en diálogo con Sylvère Lotringer: Amanecer crepuscular, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2003, p. 80).
[74] La madriguera es uno de los últimos textos de Kafka: “La intrincada arquitectura de la madriguera, con sus pasajes laberínticos y sus entradas verdaderas y falsas, los problemas de esconderse y huir, de pasar del interior al exterior: todo esto brinda el paradigma perfecto de lo que Lacan estaba buscando. La madriguera es el lugar donde se supone que uno está a salvo de todo peligro, bien cobijado en su interior, pero lo que demuestra este cuento es que en el refugio más íntimo uno se halla íntegramente expuesto: el interior se halla intrínsecamente fundido con el exterior. Pero esta estructura no se relaciona sólo con arquitecturas y con la organización del espacio, sino que concierne a “algo que existe dentro del más íntimo de los organismos”, su organización interna y su relación con el exterior” (Mladen Dólar: Una voz y nada más, Ed. Manantial, Buenos Aires, 2007, p. 195).
[75] “Porque estafar significa decidir por los demás, esconder la diversidad de opciones de que se dispone. “Gobernar significa hacer creer”, escribe Régis Debray. Hacer creer consiste, pues, en controlar los mecanismos de manipulación (de creación). La conciencia adulta, madura y democrática debería ser capaz de corresponder con el mismo grado de dialéctica” (Joan Fontcuberta: “La tribu que nunca existió” en El beso de Judas. Fotografía y verdad, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 1997, p.
[76] “Palabra de origen francés, el Petit Robert define el verbo “camoufler” como disfrazar algo para hacerlo irreconocible o imperceptible, y lo considera sinónimo de ocultar, disfrazar, disimular, engañar. En el terreno militar suele entenderse como la acción de procurar una información falsa al enemigo. Así, el caballo de Troya sería uno de los más tempranos ejemplos que se conocen” (Maite Méndez Baiges: “La estética accidental del camuflaje” en Revista de Occidente, nº 330, Madrid, Noviembre del 2008, p. 59). En un breve texto sugería Juan Muñoz que la mejor escultura es un caballo de Troya, en revista Domus, nº 659, Milán, Marzo, 1985, p. 77.
[77] “Hace poco, un hombre demandó a los gigantes de la comida rápida de hamburguesas en América porque su comida “le estaba poniendo obeso”. El mensaje que subyace a esta queja está claro: yo no tengo nada que ver; no se trata de mí; la responsabilidad no es mía –y puesto que no se trata de mí, tiene que haber otro que sea legalmente responsable de mi desgracia-. El así llamado síndrome de la falsa memoria [False Memory Syndrom] comete el mismo error: la tendencia compulsiva a fundar los problemas psíquicos presentes en una experiencia real pasada de haber sido asaltado sexualmente. De nuevo, lo que verdaderamente está en juego en esta operación es la negativa del sujeto a aceptar la responsabilidad de sus deseos sexuales inconscientes: si la causa de mis problemas es la experiencia traumática del acoso, entonces mi propia catexis [investment] fantasmática en mi imbroglio sexual es secundaria y, en última instancia, irrelevante” (Slavoj Zizek en conversación con Glyn Daly: Arriesgar lo imposible, Ed. Trotta, Madrid, 2006, pp. 127-128).
[78] Cfr. Eloy Fernández-Porta: Homo Sampler. Tiempo y consumo en la Era Afterpop, Ed. Anagrama, Barcelona, 2008, pp. 160-161
[79] “Un impostor militar afirmaba ser un especialista en camuflaje que hacía que “las cosas parezcan lo que no son”. El camuflaje se estaba convirtiendo en una metáfora muy amplia: “Ahora camuflamos nuestras trincheras cuando las cubrimos con alambradas y ponemos hierba encima. Más tarde deberemos camuflar nuestros pensamientos. Los políticos no hablarán con sus amigos más íntimos de cómo ocultar sus acciones, sino de cómo camuflarlas”. O los fabricantes presentarán malos productos bajo camuflajes de la decoración, escribió un joven arquitecto, Le Corbusier, al criticar una “consagración industrial del camuflaje” que ignoraba las necesidades humanas. ¿Acaso no era esto lo que Freud, con sus migrañas y sus lentes, había estado viendo y diciendo sobre la transferencia (mímica), la sublimación (gradación obliterativa), recuerdos ocultos (enmascaramiento), simbolización (señuelo), condensación (disrupción) y desplazamiento (deslumbramiento)?¿Acaso la guerra, la política, la producción en masa y la neurosis no tenían que ver con la doble visión?” (Hillel Schwartz: La cultura de la copia. Parecidos sorprendentes, facsímiles insólitos, Ed. Cátedra, Madrid, 1998, p. 192).
[80] “Es como la súbita intrusión de la trascendencia en la inmanencia, pero una trascendencia que se queda en medio de la inmanencia y conserva exactamente el mismo aspecto, la diferencia imperceptible en la mismidad” (Mladen Dolar: Una voz y nada más, Ed. Manantial, Buenos Aires, 2007, p. 204).
[81] “[...] la estrategia del arte, del arte como excepción no excepcional, que puede surgir en cualquier parte, en cualquier momento y que está hecho de cualquier cosa –de objetos ready-made- siempre y cuando pueda ofrecerles una grieta, hacer abrir una fisura. Es el arte de la diferencia mínima. Sin embargo, en cuanto aparece, esta diferencia es estropeada por el gesto mismo que la produjo, en cuanto este gesto y esta diferencia se instituyen, en cuanto el arte se convierte en una institución a la que se le reserva un cierto lugar y se le trazan ciertos límites” (Mladen Dolar: Una voz nada más, Ed. Manantial, Buenos Aires, 2007, p. 206).
[82] Jacques Lacan: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. El Seminario 11, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1987, p. 106.
[83] “El falo es en última instancia una especie de mancha borrosa en el cuerpo humano, un rasgo excesivo que no se ajusta al cuerpo y que genera de se modo la ilusión de otra realidad oculta tras la imagen” (Slavoj Zizek: Cómo leer a Lacan; Ed. Paidós, Buenos Aires, 2008, p. 123).
[84] Cfr. Giorgio Agamben: “Nudità” en Nudità, Ed. Nottetempo, Roma, 2009, pp. 83-128.
[85] Cfr. sobre esta fascinante película Santos Zunzunegui: “Retrato del artista como prestidigitador” en Orson Welles, Ed. Cátedra, Madrid, 2005, pp. 87-104.
[86] “A la transformación del arte en éter o gas, responde entonces la desaparición de la experiencia que debe venir enmarcada en rituales fuertes, hasta muy fuertes para ser identificable; dicho en otros términos, para que se sepa simplemente que hay experiencia. Es todavía y siempre el problema del “aire de París”: ¿cómo acondicionarlo para que sea efectivamente el aire que es, y al mismo tiempo, mantenerse como aire? El problema es similar al problema de las marcas para perfumes, los looks y todo lo que es “tendencia”. Se trata de etiquetar lo impalpable. No es fácil, tampoco es imposible,
y con mucho sentido de la comunicación, muchas imágenes y todo el arte de los envases, sprays, vaporizadores, lo logramos…” (Yves Michaud: El arte en estado gaseoso, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2007, p. 139).
[87] Cfr. Anne Cauquelin: Fréquenter les incoporels, Presses Universitaires de France, 2006. Patrizia Magli señala que “el auténtico reto que el camuflaje plantea hoy al diseño es la búsqueda más sorprendente de los efectos: lo invisible” (Patrizia Magli: “Morfologías de lo invisible. La vocación camaleónica de los objetos de uso” en Revista de Occidente, nº 330, Madrid, Noviembre del 2008, p. 46).
[88] Pienso en el caso del artista Tehching Hsieh, recientemente “canonizado” en el MoMA, famoso por sus one-year-performances, que llegó a estar 13 años, de 1986 a 1999, haciendo arte pero con la intención no mostrarlo nunca en público. Cfr. Out of Now. The Lifeworks of Tehching Hsieh, The MIT Press, Cambridge, Massachussets, 2009. Me he ocupado, polémicamente, de este “caso” en Fernando Castro Flórez: “El performer como idiota monumental” en ABCD Las Artes y Las Letras, 25 de Abril del 2009, pp. 32-33.
[89] Recordemos un suceso que hacía las delicias de Bataille y de Leiris: “estando a punto de ser guillotinado, el condenado a muerte Crampon se arranca un ojo y se lo da al capellán que quería asistirlo, una farsa de alto vuelo, porque el cura ignoraba que se trataba de un ojo de vidrio” (Michel Leiris: “La época de Lord Auch” en Georges Bataille y Michel Leiris: Intercambios y correspondencias. 1924-1982, Ed. El cuenco de plata, Buenos Aires, 2008, p. 36).
[90] “Como un animal que desaparece en el bosque en el último momento, el camuflaje era el arte de confundir la mirada que predecía el ataque” (Hillel Schwartz: La cultura de la copia. Parecidos sorprendentes, facsímiles insólitos, Ed. Cátedra, Madrid, 1998, p. 190).
[91] Maite Méndez Baiges se pregunta si el artista contemporáneo no es otra cosa que un enmascarado, alguien que, como Dalí, Warhol o Beuys, se camufla. “Algunos de ellos sabían, como también revela el psicoanálisis, que no hay mejor forma de esconder algo que ponerlo bien a la vista” (Maite Méndez Baiges: Camuflaje, Ed. Siruela, Madrid, 2007, p. 58).
[92] “El camuflaje también es una forma de referirse, de un modo más general, a la condición de uniformado, de disfrazado, que nos afecta a todos en la actualidad” (Maite Méndez Baiges: Camuflaje, Ed. Siruela, Madrid, 2007, p. 94).
[93] “Una de las estrategias fundamentales del camuflaje es desaparecer, convertirse en transparente o imperceptible” (Paolo Fabri entrevistado por Tiziana Migliore: “Estrategias del camuflaje” en Revista de Occidente, nº 330, Noviembre del 2009, p. 98).
[94] “[…] junto al instinto de conservación que de alguna manera polariza al ser hacia la vida, se descubre muy generalmente una especie de instinto de abandono que lo orienta a un modo de existencia constreñida, que en última instancia carecería ya de conciencia y de sensibilidad: la inercia del impulso vital, por llamarlo de alguna manera” (Roger Caillois: “Mimetismo y psicastenia legendaria” en Revista de Occidente, nº 330, Madrid, Noviembre del 2008, p. 137).
[95] “Bartleby repite “preferiría no hacerlo” y no “no lo haré”: su rechazo no es respecto de determinado contenido sino en realidad el gesto formal del rechazo como tal. [...] Existen dos versiones cinematográficas de Bartleby, un telefilme de 1970, dirigido por Anthony Friedman y una de 2001 ubicada en Los Ángeles actual, realizada por Jonathan Parker; sin embargo, corre un persistente aunque no confirmado rumor por Internet acerca de una tercera versión en la que Bartleby es interpretado por Anthony Perkins. Aunque este rumor termine siendo falso, el dicho se non e vero e ben´trovato se aplica como nunca: Perkins en su modo a lo Norman Bates hubiera podido ser el Bartleby. Puede imaginarse la sonrisa de Bartleby mientras emite su “Preferiría no hacerlo” idéntica a la sonrisa de Perkins en la última toma de Psicosis cuando mira a la cámara y su voz (la de su madre) dice: “No era capaz ni de matar una mosca”. No hay en ello una cualidad violenta, la violencia pertenece a su propio estar inmóvil, inerte, insistente, impávido. Bartleby no podría matar una mosca; eso es lo que hace tan insoportable su presencia” (Slavoj Zizek: Visión de paralaje, Ed. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006, p. 466).
[96] Herman Melville: “Bartleby o el escribiente” en Preferiría no hacerlo, Ed. Pre-textos, Valencia, 2000, p. 56.
[97] “A causa de este carácter virtual del gran Otro, una carta siempre llega a su destino, tal como señala Lacan justo al final de su “Seminario sobre “La carta robada””. Incluso podría decirse que la única carta que llega completa y efectivamente a destino es una carta no enviada; su verdadero destinatario no es otro de carne y hueso sino el gran Otro” (Slavoj Zizek: Cómo leer a Lacan, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2008, p. 20).
[98] “Pues si se trata, ahora como antes, de proteger la carta de la mirada no puede dejar de emplear el mismo procedimiento que él mismo desenmascaró: ¿Dejarla al descubierto? Y podemos dudar de que sepa así lo que hace, viéndolo cautivado de inmediato por una relación dual en la que descubrimos todos los caracteres de la ilusión mimética o del animal que se hace el muerto, y, caído en la trampa de la situación típicamente imaginaria: ver que no lo ven, desconocer la situación real en que es visto por no ver. ¿Y qué es lo que no ve? Justamente la situación simbólica que él mismo supo ver tan bien, y en la que se encuentra ahora como visto que se ve no ser visto” (Jacques Lacan: “El seminario sobre “La carta robada”” en Escritos 1, Ed. Siglo XXI, México, 1971, p. 24).
[99] “En este sentido, la declinatoria de Bartleby (“No tengo nada que decirle”, I want nothing tos ay to you) expresa, como todas, una petición: reclama el derecho (de los inocente) a no declarar, el derecho al silencio. Quienes le “conocen” apenas pueden verle (pasa inadvertido), pero ante todo no pueden “leerle” (comprenderle), y cuando habla lo hace sin decir nada. Como una partitura escrita en una clave desconocida, prefiere no ser interpretado. Declina toda interpretación. Se atiene a la letra (como Rimbaud cuando, contestando a una carta de su madre que alarmada tras la lectura de Una temporada en el infierno, le preguntaba qué significaba todo aquello, qué había querido decir con ese poema, responde lacónicamente: “literalmente lo que dice”)” (José Luis Pardo: “Bartleby o de la humanidad” en Preferiría no hacerlo, Ed. Pre-textos, Valencia, 2000, p. 176).
[100] “Puede que en nuestro mundo, el acto de desenmascarar sea el acto del nihilismo por excelencia. Sin embargo, como dice Manuel Delgado, que no haya nada que hacer no quiere decir que no haya que hacer nada” (Maite Méndez Baiges: Camuflaje, Ed. Siruela, Madrid, 2007, p. 103).