viernes, 4 de enero de 2013


La accidental “exhibición de atrocidades”.

                                                           Fernando Castro Flórez.


            En el repugnante cóctel informativo, el componente principal lo constituyen los accidentes, que forman parte de nuestra vida cotidiana (aviones ultrarrápidos reventados apenas inician el vuelo) y las matanzas (apilamientos de cadáveres servidos, más que para el juicio, por mor de despertar la compasión), los malos tratos (transformados en anecdotario interesante) y las lesiones deportivas (una demencia fisioterapéutica que eleva lo insignificante al rango de la información trascendental), que, en sentido estricto, son resultados del exceso de velocidad, un error producido por la anomalía tecnológica, la furia irracional de la territorialidad nacionalista, el desbarre emocional o la sobrecarga muscular[1]. El modelo catastrófico de una sociedad en trance de jubilación es la estadística de muertos en accidente de automóvil que acontecen en las distintas fechas festivas; buscando el calor delicioso de las playas quedan achicharrados entre los hierros retorcidos de ese coche que, en buena medida, era su carnet de identidad. Los restos diseminados en cuneta, la manifestación de lo que técnicamente se denomina “siniestro total”, junto con los cementerios de la chatarra, auténticamente espeluznantes, podrían constituir una heterotopía crítica, un dispositivo visible frente al que cualquier discursividad queda reducida al nivel de charla estúpida.
El accidente, según apunta Paul Virilio- no es ya identificable por sus consecuencias funestas, por sus resultados prácticos -ruinas y restos esparcidos-, sino más bien por un proceso dinámico y energético, una secuencia cinética y cinemática que no podría parecerse a las reliquias de los objetos destruidos, escombros y cascotes de todo tipo[2]. Sin embargo, en estas visiones del accidente todavía queda una voluntad de aferrarse a la ilusión del final, cuando el tiempo real propiamente ha fallado y el apocalipsis de lo virtual es, en sí mismo, fantasmagórico[3]. Incluso en Crash, la novela de Ballard llevada al cine por Cronenberg, había un deseo turbulento que “conducía” a precipitarse en la muerte automovilística[4], una metáfora extrema en la que aparecen nuevas patologías y el vértigo de una sexualidad extraña que es una mutación, no genéticamente, “sino físicamente, mediante cicatrices, accidentes de coche y automutilación”[5].
El diagnóstico ha sido reiterado hasta la nausea: Baudrillard (la precisión de lo simulacros y la implosión en una política de lo trans), Burgess (el tratamiento Ludovico: la reeducación conductista a través del horror) o Ballard (la exhibición de atrocidades en la búsqueda del placer extinto). No somos, aunque nos guste fantasear con ello, la tripulación del Nostromo que, de vuelta a casa, ha quedado, literalmente, “embarazada” por el horror puro. El alien es un candoroso parvulario comparado con el automovilista atascado hasta el fin de los tiempos y dispuesto a dar rienda suelta a la catarata de las blasfemias. La contrautopía de la llamada ciencia ficción no requiere de seres extraterrestres o fenómenos paranormales, sino una atención a los gestos menores del intercambio doméstico, los movimientos a través de las puertas o una mirada que cruza un balcón. Lo extraño está aquí y, sorprendentemente, tiene un aspecto familiar.
En La exhibición de atrocidades se pregunta James G. Ballard si es posible considerar todavía el coito vaginal más interesante que, por ejemplo, con un cenicero o con el ángulo entre dos paredes. Cuando todas las acrobacias han sido completadas y el plano ginecológico del porno ha provocado el bostezo definitivo podemos aceptar que el sexo es un acto conceptual, “y quizá sólo en las perversiones podamos establecer algún contacto entre nosotros. Las perversiones son algo completamente neutral, despojado de todo indicio de psicopatología; de hecho, la mayor parte de las que yo he probado están fuera de época”[6]. Tiene toda la razón el novelista del mundo sumergido, la sequía o la isla de hormigón, necesitamos inventar una serie de perversiones sexuales imaginarias aunque sólo sea para mantenernos activos. Pero ya no es la criminología (“El minucioso análisis del deseo ilícito, estimulante que el propio deseo”) lo que nos lleva a entrever el dominio del exceso sino la sobredosis de ridículo que genera el reality show. Para los que hemos tenido que vivir, entre otras demencialidades, la “tocata y fuga” de Risto Mejide o la pedestalización de los profesionales del karaoke, la palabra sociópata ha quedado reducida a nada. No ha sido necesario crear los replicantes de Blade Runner porque nosotros, los sedentarios equipados con el mando a distancia, hemos zappeado hasta los rincones más pavorosos del media-landscape.
En un texto publicado en 1990 en Independent on Sunday, Ballard señaló que las películas más interesantes de la actualidad son Terciopelo Azul, Carretera al infierno y los anuncios de treinta segundos de las prostitutas en el canal J de Nueva York, en los que lo que se da a ver es una avalancha de sensaciones puras[7]. Toda esa dramaturgia de la impotencia y la lujuria, de la excitación y el naufragio sin asideros, ha sido sustituida por la teletienda de madrugada o esa agitación de sujetos cuasi-epilépticos que gritan para que alguien llame por teléfono porque “el tiempo se está acabando”.  Parece como si nadie deseara esos premios o, mejor, todos son conscientes del fake. El accidente forma parte de nuestra idea del progreso e incluso nuestra ciencia es catastrófica. Somos, lo sepamos o no, los herederos del Teorema de Gödel y del principio de indeterminación de Heisenberg pero también le debemos mucho a Andy Warhol, calificado por Ballard como el “Walt Disney de la era de las anfetaminas”. La lata de sopa envenenada es el cimiento del tiempo de los asesinos y de la morbosa pasión por el terror. Tras el tiroteo seguimos escuchando una frase mítica pronunciada por el Coronel Kilgore: “Me encanta el olor a napalm por la mañana”.
Ballard lanza un singular elogio del inocente como paranoico, tomando como modelo a Dalí cuya obra tendría el rango de una profecía sobre el presente. El entusiasmo ante el dolor y la mutilación, el sexo entendido como ruedo o peor como una cubeta de cultivo de pus estéril donde poder practicar nuestras “perversiones” o la patología psíquica convertida en juego permitirían una especie de balanceo entre lo concreto y la abstracción[8]. Lo que ha hecho Ballard magistralmente es “redescubrir el presente” a partir de novelas apocalípticas que suceden hoy mismo. Si su imaginario se forjó en el campo de concentración de Lunghua, cerca de Shanghai, supo alimentarlo con toda clase de rarezas, desde las Páginas Amarillas de Los Ángeles a transcripciones de cajas negras, folletos de compañías farmacéuticas o documentos elaborados por “grupos de expertos”, pero también por la escritura de Burroughs o la odisea del espacio de Kubrick. “Los espectros de siniestras tecnologías –escribe en el prólogo a Crash- y los sueños que el dinero puede comprar se mueven en un paisaje de comunicaciones”[9]. Este pornógrafo que describe los fulgores eróticos y brutales de nuestra época (una suerte de Paraíso atroz) ha sabido atraparnos en sus perversiones. La ingravidez narrativa del final de lo moderno[10] ha tendido que afrontar lo insoportable y así tratar de recuperar, en la misma levedad (la primera de las Seis propuestas para el próximo milenio de Italo Calvino), algo de melancolía o, por lo menos, un poco de indignación.



[1] “El Accidente forma parte de nuestra vida cotidiana y su espectro obsede nuestros insomnios… El principio de indeterminación en física y la prueba de Gödel en lógica son el equivalente del Accidente en el mundo histórico… Los sistemas axiomáticos y deterministas han perdido su consistencia y revelan una falla inherente. Esta falla no lo es en realidad, es una propiedad del sistema, algo que le pertenece en cuanto sistema. El Accidente no es ni una enfermedad de nuestros regímenes políticos, no es tampoco un defecto corregible de nuestra civilización: es la consecuencia de nuestra ciencia, de nuestra política y de nuestra moral. El Accidente forma parte de nuestra idea del Progreso…” (Jean Baudrillard: “El accidente y la catástrofe” en El intercambio simbólico y la muerte, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1980, p. 188).
[2] Cfr. Paul Virilio: “El museo del accidente” en Un paisaje de acontecimientos, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1997, p. 123.
[3] “Ahora bien, hoy por hoy, las nuevas tecnologías son portadoras de un cierto tipo de accidente, y un accidente que ya no es local o está puntualmente situado, como el naufragio del Titanic o el descarrilamiento de un tren sino un accidente general, un accidente que afecta inmediatamente a la totalidad del mundo” (Paul Virilio: El cibermundo, la política de lo peor, Ed. Cátedra, Madrid, 1997, pp. 14-15).
[4] “Sostuve el brazo de Catherine alrededor de mi cintura mientras íbamos de un lado a otros entre los autos arruinados, apretándole los dedos contra los músculos de mi estómago. Entonces supe que yo ya estaba preparando mi propia muerte automovilística” (James G. Ballard: Crash, Ed. Minotauro, Barcelona, 1979, p. 250).
[5] David Cronenberg entrevistado por Chris Rodley: David Cronenberg por David Cronenberg, Ed. Alba, Barcelona, 2000, p. 281.
[6] James G. Ballard: La exhibición de atrocidades, Ed. Minotauro, Barcelona, 2002, p. 95.
[7] Cfr. James G. Ballard: “El dulce aroma del exceso” en Guía del usuario para el nuevo milenio, Ed. Minotauro, Barcelona, 2002, p. 11-14
[8] “El arte de Salvador Dalí es una metáfora que abarca el siglo XX. En los límites de su genio, el matrimonio entre la razón y la pesadilla se celebra en un altar untado con excrementos, en un culto leído de un manual de psicopatología. Las pinturas de Dalí constituyen un conjunto de profecías sobre nosotros mismos, sin igual en cuanto a su precisión desde El malestar en la cultura de Freud. El voyeurismo, el odio a sí mismo, el horror biomórfico, la base infantil de nuestros sueños y deseos, esas enfermedades de la psique que Dalí diagnosticó y que han culminado en la víctima más siniestra del siglo: la muerte del afecto” (James G. Ballard: “El inocente como paranoico” en Guía del usuario para el nuevo milenio, Ed. Minotauro, Barcelona, 2002, p. 108).
[9] James G. Ballard: Crash, Ed. Minotauro, Barcelona, 1979, p. 7.
[10] “En 1989, la caída del muro de Berlín precipitó el final del siglo XX antes incluso de que empezara el siglo XXI. Para eso habría que esperar al 11 de septiembre de 2001. Mientras tanto, se proclamó, el “fin de la historia”, título de un famoso artículo del politólogo americano Francis Fukuyama. Una especie de entreacto o de descanso entre dos siglos que iba a durar toda una década. Entre estas dos fechas se pedía a los recién llegados que tuvieran paciencia. Fin del totalitarismo, de la disuasión nuclear, del reparto del mundo instaurado en Yalta. Declive de las vanguardias y de lo político… Atrapada en la nasa del tiempo en suspenso, la generación que accedió a la edad adulta en al década de 1990 se encontró en una situación de ingravidez narrativa. Diez años de regresión –de “descongelación”, diría Jean Baudrillard-. La “muerte de los grandes relatos” –según las palabras del filósofo francés Jean-François Lyotard cuyo complejo pensamiento fue reducido  un catequismo posmoderno- se convirtió en la máxima, y la “búsqueda de sentido” en un deber cuasi religioso que halló dónde aplicarse, incluso en el management” (Christian Salmon: Kate Moss Machine, Ed. Península, Barcelona, 2010, p. 41).

sábado, 29 de diciembre de 2012




Nadie puede parar la música.


Pop Politics: Activismos a 33 Revoluciones.
Comisario: Iván López Munuera.
Centro de Arte Dos de Mayo de la Comunidad de Madrid.


                                                           Fernando Castro Flórez.




            Poco antes de que Reagan y Gorbachov, exponentes de la política estelar-mediática, preparados para la grandilocuencia y el abracismo, llegaran a Reikjavik para celebrar una cumbre nuclear, Björk y unos colegas pusieron en marcha una organización que denominaron Smekkleysa (Mal Gusto) que lanzo un manifiesto como puesta de largo en sociedad: “Mal Gusto –proclamaron en 1986 con cierta tonalidad retropunk- se valdrá de cualquier método imaginable e inimaginable, por ejemplo, la inoculación, el exterminio, los anuncios carentes de gusto, la distribución y venta de bazofia vulgar y excrementos”. Seguramente a este grupo gamberro de los Sugarcubes les pilló por sorpresa el éxito que cosechó el tema “Birthay” aunque la pequeña cantante islandesa supo ir transformando su humor ácido en un cóctel astuto dado que estaba disponible un magma sonoro que iba desde Stockhausen a Brian Eno, de Kraftwerk a Public Enemy que en los años noventa nos dio una voluptuosa bienvenida a “la casa del terror”. Alex Ross ha sabido, con su habitual finura ensayística, transitar en Escucha esto (Ed. Seix Barral, 2012) desde Mozart, Brahms y Schubert a Radiohead, Kurt Cobain o Bob Dylan, dejando claro que los tiempos del “mandarinato cultural” han quedado definitivamente atrás. La magnífica exposición Pop Politics: Activismos a 33 Revoluciones que ha comisariado con singular lucidez Iván López Munuera tiene un carácter programático que sitúa, perfectamente, la importancia de los fenómenos de la música popular para comprender nuestro tiempo. Ya no se trata de provocar una “masacre” o de recurrir a la retórica de la profanación sino de asumir perspectivas teóricas que posibiliten una comprensión más intensa de los modos contemporáneos de constitución de lo común.
            Muestras anteriores como Hypertronix (EACC, Castellón, 1999), Lost In Sound (CGAC, Santiago de Compostela, 1999), Rock my Religion (DA2, Salamanca, 2008), el ciclo expositivo La canción como fuerza social transformadora (CAAC, Sevilla, 2011) o la revisión de la influencia del grupo Sonic Youth que se realizara en el 2010 en el mismo Centro de Arte 2 de Mayo de Móstoles, constituyen ya un denso corpus visual, teórico y documental. Iván López subraya que las políticas del pop son una arena “donde es posible dar voz a realidades marginadas, inaugurar debates, mantener posiciones y construir posicionamientos”. La estética de laboratorio y las estrategias híbridas laten en este proyecto que va más allá de la política de las consignas o del aburrimiento del conceptual institucional. No se trata de reivindicar la canción protesta (el denominado “lirocentrismo”) sino de prestar atención a la multiplicidad de aquella subcultura que describiera Dick Hebdige en 1979. La “agencia intersticial” contemporánea impulsa a tomar en debida consideración contextos musicales y culturales en una perspectiva poscolonial que incluya desde la psicodelia al tropicalismo, del postpunk al garaje, del rap a los rituales de la performance del dj. En la época del “pensamiento power point” cuando, como apuntó Dylan Jones parodiando a Descartes, iPod, Therefore I am, tras el periodo en el que la “indignación” ha sido, valga la cita manoseada de una canción de Gil Scott-Heron, “televisada”, es importante plantear qué campo de acción política ha generado la música. No hay razones para la nostalgia de la Gesamtkunswerk (la obra de arte total) cuando el do it yourself es una metodología “tradicional”.
            Pop Politics plantea, sin afán totalizador, una serie de temas que organizan perfectamente las propuestas de los artistas que, en términos generales, tienen inteligentes dosis de parodia y codificación cultural, referencias “eruditas” y reciclajes con ribetes humorísticos, materializaciones inteligentes de lo que el comisario califica como “micro-espacios de descoordinación”. En la sección de los “Cuerpos a 33 revoluciones” destacan las propuestas del colectivo assume vivid astro focus, sus dibujos a rotulador afrontando los estereotipos femeninos en revistas de hip-hop o en Playboy, y las flotantes derivas musicales de Gabriel Acevedo inducidas por un astronauta peruano; en “Los estadios de felicidad extrema” contemplamos los rostros de asistentes a conciertos tomadas por Ryan McGinley, el peruano Luis Jacob sueña con que todo el mundo pueda tener una luz bajo el sol mezclando lo funk con la utopía, el colectivo Zira02 mapea la escena musical de Móstoles y penetramos en la contundente instalación de Till Gerhard Helter, Skelter, Shelter que convoca la dimensión siniestra de la familia Manson y la mitomanía que rodea al White Album de los Beatles; la sección dedicada al fan emancipado nos lleva hasta la aproximación que Aitor Saraiba hace a los seguidores latinos de Morrissey, el líder de los Smith (también presente esa banda en la revisión en clave homoerótica de la serie The Yaois de Francesc Ruiz), la documentación recopilada por Jeremy Deller & Nick Abrahams de los seguidores rusos, iraníes o británicos del grupo Depeche Mode, de un concierto de Amy Winehouse omnipresente en pantalla según Lorena Alfaro a los collages que Christian Marclay hizo con portadas de discos a comienzos de los noventa; los dibujos inquietantes de Raymond Pettibon y Robert Crumb comparten espacio en el bloque titulado “Del Samizdat al Agit Pop”con una vigorosa instalación instalación de Pepo Salazar o con las serigrafías tipo fanzine de Azucena Vieites que introducen referencias cifradas al feminismo o al punk; por último, las “covers versions” que pueden suponer, como hace Daniel Jacoby, corregir un error gramatical de una canción de The Police o literalizar, en el caso de Borizar Brazda, el tema “Message in a bottle” incrustando un disco en un montón de arena, las instalaciones de Icaro Zorbar sacan de quicio a las cintas magnetofónicas y a los tocadiscos, mientras que el disco de hielo de Lyota Yagi se deshace ante nuestros ojos. Recuerdo, tras recorrer esta fascinante exposición, una vieja canción en la voz inconfundible de Bob Dylan, el exorcista que atraviesa el territorio de la muerte y la decadencia, que termina por no oír ni el murmullo de una plegaria: “No ha anochecido todavía pero no va a tardar”. Simon Reynolds, en la entrevista que cierra una recopilación de textos en el catálogo de esta muestra, apunta que para su generación la música pudo haber sido una distracción que impidió promover un cambio real de las cosas y, a pesar de todo, no cae en el discurso del nihilismo impotente: “El esfuerzo merece la pena en sí mismo”. La música configura una zona crítica en la que surge la tendencia a cuestionar todo lo referente a la cultura. Vale la pena, como hace José Manuel Costa, recitar a Tiqquin para pensar si la cuestión revolucionaria será en adelante una cuestión musical.

Tras tener este blog dormido durante un tiempo prolongado regreso para colgar algunas consideraciones sobre arte contemporáneo.
Comienzo recuperando una crítica de la expo de Colomer en AbiertoxObra.


No va más.
Jordi Colomer.
Prohibido cantar/no singing (obra didáctica sobre la fundación de una ciudad paradisíaca)
AbiertoxObras. Matadero. Madrid.


                                   Fernando Castro Flórez.


            Al final de Casino de Martin Scorsese escuchamos la voz en off que da cuenta del final del heroísmo criminal: todo es un naufragio y, además, simulado patéticamente para una clientela chandalera y viejuna, en la ciudad que anuncia que “nadie lo hace mejor” está edificada sobre los bonos basura. El postmodernismo había “aprendido” de las Vegas (en la clave pop y desenfadada pregonada por Venturi & Cia), la globalización expandió la lógica del “todo incluído” (la maravillosa posibilidad de acumular souvenirs sin tener que sufrir el mal olor o la cercanía del otro exótico) y, en el presente depresivo, asistimos a la materialización cruda de aquella ficción borgiana de La lotería en Babilionia. Si hasta Nadal arruina su imagen impoluta anunciando el poker on line (adicción ante la que toda llamada a la moderación suena a cinismo impecable), no puede extrañarnos que la ley y los contratos se recorten, a la manera bufonesca de Groucho Marx, en beneficio de la promesa del Imperio del Juego que nos traerá el maná soñado del trabajo precario. Mientras un magnate inquietante deshojaba la margarita del emplazamiento de la llamada Eurovegas, algunos comenzaban a recibir el adiestramiento para asumir el rol del croupier. La historia se repite, aberrantemente, una y otra vez como farsa mientras el recuerdo de Bienvenido Mister Marshall se impone en el imaginario de los que sufren el Síndrome de Casandra.
            Jordi Colomer atraviesa la fantasía ilusoria de aquel otro proyecto de una ciudad del juego en los Monegros. De los 32 casinos, 72 hoteles y seis parques temáticos no hay nada de nada, tan sólo queda lo que ya estaba allí: el pueblo de Farlete. Aquel delirio pone en marcha la materialización distópica de Colomer que utiliza su bricolage escultórico como feria cochambrosa en la que actúan los habitantes de aquel lugar que iba a convertirse en paraíso de la suerte y, sin duda, en pesadilla para la gran mayoría a la que le llegan siempre cartas gafadas. Los trileros, la mujer semidesnuda que anuncia que está prohibido cantar y la que trabaja en una cochambrosa taquilla, están azotados por un viento inclemente.
En los últimos días de la ciudad de Mahagonny las comitivas desfilan con carteles sorprendentes: “POR LA GRANDEZA DE LA INMUNDICIA, POR LA INMORTALIDAD DE LA INFAMIA, POR QUE CONTINUE LA EDAD DE ORO”. No hace falta huracán ni tifón, basta con el desvarío que aumenta como un tsunami cuando el dinero brilla por su ausencia. La sexta comitiva lleva un pequeño cartel que sintetiza el desafuero: “POR LA ESTUPIDEZ”. Brecht era el maestro consumado de la interrupción del teatro épico y Colomer ha desplegado lúcidamente su “literalización”, despojando a las escenas grotescas de sensacionalismo temático. Benjamin señaló que en el teatro brechtiano se ponen los acentos no en las grandes decisiones, que están en la perspectiva de la expectación, sino en lo inconmensurable, en lo singular. Antes de contemplar las escenas de la desilusión del casino que “no tuvo lugar” atravesamos la oscura sala desnuda del Matadero y un pasillo que transmite una sensación de gelidez. Los hombres de Mahagonny formaban una banda de excéntricos, los actores improvisados de Farlete están dispuestos a resumir sarcásticamente una aventura empresarial que olía a podrido antes de poner la primera piedra. Sin proponer catarsis alguna, Colomer es el productor de una soberbia parodia que da cuenta de un tiempo en el que la política es un juego de idiotas y, además, todo el mundo lo sabe: la banca siempre gana.

domingo, 23 de enero de 2011

Una caña por favor.

Miguel Roig: Belén Esteban y la fábrica de porcelana. Las múltiples vidas de un personaje en la hiperrealidad, Ed. Península, Barcelona, 2010. 141 pp.


Fernando Castro Flórez.



Si según la lógica jurídico-policial, valga el oxímoron, todo lo que diga puede ser usado en contra del declarante, en el caso de Belén Estaban cualquier exabrupto puede entrar en esa impresionante máquina de reciclaje que es la televisión. Es la encarnación definitiva del cutrerío, la ordinariez que ni siquiera hereda la duchampiana estrategia del ready-made, una apoteosis del populismo en su versión hiper-casposa. Poco importa que a mí me produzca un malestar estomacal enorme ver como gesticula un día tras otro defendiendo de la forma más patética posible a su “Andreíta” por la que, como no se cansa de repetir, mata, lo peor del asunto es que este espectáculo penoso de varietés que se monta en “Sálvame” arrastra al abismo cada tarde a una multitud que prefiere regodearse en la bazofia, desencantada con el zapping y al borde del catatonismo, antes que apagar, aunque sea para disfrutar de la siesta, el televisor. Tal desafuero estaba destinado, sin ninguna duda, a ser tratado en el formato acartonado de la Tesis Doctoral y no podían faltar ensayos de mayor o menor ingenio. Miguel Roig, director creativo de la agencia Saatchi & Saatchi, consigue realizar una aproximación a Belén Esteban sin pringarse en el lodazal ni caer tampoco en la actitud de censura total. En última instancia, da la impresión de que utiliza el “fenómeno” como pre-texto para continuar su diálogo con las meditaciones de Christian Salmón formuladas, con gran lucidez, tanto en Storytelling como en Kate Moss Machine. Tiene razón el teórico francés cuando advierte que Belén Esteban forma parte de un cuento de hadas trash y que es “la sustancia sin sustancia de la notoriedad televisiva”.
Todo comenzó, como hasta el último eremita autóctono sabe, en Ambiciones, como si fuera un capítulo desechado de alguna serie trasnochada tipo Dinastía. Un torero zafio donde los haya, famoso porque le lanzaban sujetadores en al vuelta al ruedo, dejó embarazada a una chica rubia y de aspecto tímido. Nada presagiaba las movidas tempestuosas que vendrían de esos polvos. Hemos llegado a un delirio tan indescriptible que Belén Esteban, una mujer inequívocamente desquiciada, es calificada como “la princesa del pueblo” y una corte babosa de “colaboradores” le ríe las gracias o sufre en silencio, como las almorranas, sus desafueros y estrictos cortes de manga. El eterno retorno de lo mismo (perdón por mezclar a Nietzsche en este dirty business) hace que frases como “Andreíta cómete el pollo”, la salida en estampida de Fran tras la confesión urbi et orbe de la “cornamenta” o las ruedas de prensa improvisadas de la “Campa” en los intermedios de las clases de teoría y práctica del empaste en el arte del dentista, terminen por quedar apelmazadas en ese estrato escatológico de la mente que tan difícil es depurar.
“Las neurosis que pone en juego Belén Esteban –señala Miguel Roig- en directo tienen relación con el tiempo que le ha tocado vivir: el melodrama ha muerto como género y, con él, el relato romántico”. Aquella fama universal y reducida pocos minutos que Warhol profetizara ha terminado por convertirse en una pesadilla de más de veinte horas semanales en directo. El anfitrión, Jorge Javier Vázquez, no puede ser más cínico porque me resisto a pensar que sea un cretino tan perfecto como parece. Supongo que la experiencia de hacer el idiota sin pausa es adictiva y que si además uno cobra una cantidad escandalosa por delirar a tope en un cadena de televisión convertida en una corrala puede ser fácil pensar que los demás son unos pringaos disponibles para formar parte en algún momento del cortejo inmenso del freakismo.
Belén Esteban no es, ciertamente, Bin Laden aunque su “espectáculo” es, por emplear un título de Ballard, una exhibición de atrocidades que podría dar sentido a una eventual búsqueda de “armas de destrucción masivas” del imaginario colectivo. ¿Qué se saca en claro cuanto se pierden veinte minutos o dos horas contemplando a gente tan sórdida como Kiko Hernández, patéticos como Karmele Marchante o energúmenos del tamaño del Matamoros más cortito? Sencillamente asistimos, en términos de Miguel Roig, a la exposición de la “impotencia colectiva de la audiencia”. El público, contratado para el efecto, aplaude entusiasmado, contemplando como engullen, por ejemplo, una empanada de atún “famosos colaterales” como la cuñada de Rocío Jurado o una tal María que regentaba una casa de putas y que ahora va de tertuliana. En cierto sentido, la Estaban es menos soporífera y deplorable que sus correligionarios que saben que viven de prestado y que en cualquier momento pueden perder la silla. Esto no es ni siquiera, aunque lo sugiera Roig, el kafkiano Teatro Integral de Oklahoma, el ejercicio sistemático de mutilar la creatividad y despreciar la inteligencia. La ministra de cultura Ángeles González Sinde declaró que sentía “mucha simpatía” por Belén Esteban, recibe llamadas de la Casa Real y gente tan petarda como Alaska y su maridito sirven como palmeros “modelnos”. Esta madre coraje de San Blas termina por ser algo así como una radiografía de una época especialmente deplorable de nuestro país: su comportamiento es sintomático y no parece que tengamos terapia para este desmadre. Miguel Roig considera “Sálvame” como la hiperrealidad en su máxima expresión, una modalidad del neocostumbrismo y, sobre todo, un retrato colectivo de la impostura. Algo digno, estoy convencido, de estudiar, aunque esta palabra produzca perplejidad especialmente cuando está tan cerca de Belén Esteban, esa “famosilla” que no tiene miedo a dejar, algún día la televisión, para poner cañas. Ojalá sea pronto.
Las palabras que faltan.

“Beckett Films”.
Comisariado: Javier Montes y Yara Sonseca.
Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Sevilla.


Fernando Castro Flórez.

Beckett tiene, como también es manifiesto en Borges y Bernhard, una capacidad magistral e incluso histriónica para ridiculizar a la filosofía, esto es, para mostrar que sus pretensiones son irrisorias. En El innombrable, por ejemplo, leemos: “De nobis ipsis silemus, decididamente este debería haber sido mi lema. Sí, también me dieron algunas clases de latín apestoso, que queda muy espolvoreado entre el perjurio”. El fragmento de la Instauratio Magna de Francis Bacon, citado para la posteridad hermenéutica, en el epígrafe de la edición B de la Crítica de la Razón Pura kantiana, sirve en el texto de Beckett como una delirante “referencia de autoridad” que, en última instancia es falaz. Adorno sostendrá que el autor de Final de partida se encoge de hombros ante la posibilidad de la filosofía o de la teoría en general hoy. Sin embargo, el arte necesita de la filosofía para su interpretación, “para que diga lo que el arte no puede decir, aunque sólo el arte pueda decirlo, en la medida en que no pueda decirlo en absoluta”. El carácter paradójico de la teoría estética, con este pálido fulgor del nihilismo, tiene un carácter hechizante.
Volvía a ver hace unos días 8 ½ de Fellini, esa epopeya barroca de la impotencia creativa que se refugia en la mentira para conseguir que el circo continúe, cuanto escuché una frase, en boca de Marcello Mastroianni. que bien podría ser parte de la amarga cosecha de Beckett: “No tengo nada que decir, y a pesar de todo lo diré”. Recordemos que, desde Malone muere a Watt, de Los días felices a El despoblador, siempre surge la conciencia obsesiva de que incapacidad para decir algo no significa que dejemos de hablar sino que somos incapaces de parar de hacerlo. En Molloy encontramos, perfectamente cincelada, la tarea de este escritor: “No querer decir, no saber qué quienes decir, no ser capaz de decir qué crees que quieres decir y nunca parar de hablar, o casi nunca eso es lo que hay que mantener presente, incluso en el fragor de la creación”. Esta resolución realizada desde lo aporético surge, en buena medida, de un no saber ni lo que se dice: “Debería mencionar –leemos en El innombrable-, antes de avanzar una línea más, que digo aporía sin saber qué significa. ¿Acaso puede uno ser efectivo si no es sin darse cuenta? No lo sé”.
Gilles Deleuze señala que su ensayo sobre Beckett (“L´epuisé”) que el agotamiento “epuisement”es algo distinto de la fatiga. Si el lenguaje termina por ser apenas un murmullo casi inaudible es porque se han agotado todas sus posibilidades. Es justamente en esa situación agotadora cuando surge la aspiración de sobrepasar el lenguaje mediante una imagen pura que ya no es parte de la imaginación de las voces y los nombres, no surge de la razón ni de la memoria. Imaginación muerta imagina es la condensación de lo que será el paso de Beckett hacia lo fílmico y la televisión. He vuelto a ver Film, rodada en 1964 con Alan Schneider, y también las piezas para televisión y radio que están magníficamente presentadas en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Impresiona, ciertamente, la fricción de las imágenes descarnadas de Beckett con la rotunda severidad del Monasterio de la Cartuja sevillana. Si hace unos años el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía presentó esta misma selección (sin excepción de Not I, el monólogo delirante protagonizado por Billie Whitelaw) no tenía el formato que tiene ahora que es propio del “cine de exposición” superando la presentación de un ciclo en un auditorio.
Y es justamente ahora cuando he pensado algo obvio pero que en mis anteriores textos sobre Beckett no había planteado. ¿No será que nos interesamos por ese material porque está realizado por el mismo sujeto que escribió Esperando a Godot? Tengo la impresión de que, en realidad, la episódica tentativa cinematográfica de Beckett está sobrevalorada. Lo digo con la experiencia de ser yo mismo uno de los que lanzó, en varias ocasiones, las campanas al vuelo. La fascinación por Gosth Trio, Quad o Nach und Träume es meramente derivativa. He vuelto a leer las páginas de Gilles Deleuze en La imagen-movimiento sobre los ángulos de visión de Film donde Beckett ascendería “al plano luminoso de inmanencia, el plano de materia y su chapoteo cósmico de imágenes movimiento” y me he encontrado únicamente con la mistificación. Es cierto, como apuntan Javier Montes y Yara Sonseca, comisarios de la exposición en el CAAC, que Beckett desde los años sesenta hasta su muerte tradujo su desconfianza gradual hacia la palabra “como medio de verdadera comunicación en un interés creciente por la imagen y la audiovisual”. Conviene tener presente que el núcleo duro de la escritura beckettiana surge entre 1952 y 1957 y que los años en los que se interesará por lo audiovisual son precisamente aquellos en los que su imaginación está, sin coartadas, prácticamente seca. Este auténtico despoblador no tenía para lo fílmico el inmenso talento que atesoró para los diálogos y monólogos de la desesperanza insomne.
Lo que le falta, valga la obviedad, al imaginario visual de Beckett es las palabras, ese ir y venir verbal o, para decirlo con más propiedad, la verborrea tan típicamente irlandesa. Coleridge definió la verborrea como la unión de dos pensamientos incompatibles a partir de la sensación, no del sentido; es un lenguaje autocontradictorio hecho de oxímoron, antítesis, paradojas y absurdos razonados. Podríamos decir que la cima filosófica de la verborrea es la implacable Crítica de la razón pura. Volvemos a ver la sentencia de Berkley al comienzo de Film (“esse est percipi”) y, a pesar de esa evidencia visual, da la impresión de que el mundo beckettiano es potente precisamente porque soporta la ceguera. Basta con que leamos sus inquietantes piezas teatrales, sus desoladoras novelas o sus relatos residuales. En esos basureros donde el hombre está deyecto no hace falta ver nada, incluso es paisaje está cubierto de ceniza. Unas palabras obsesivas valen más que mil imágenes “fílmicas”. En 1967 Beckett afrontó dos preguntas sobre Final de partida, surgiendo la primera de ellas del “desconcierto” que sintió gran parte del público ante la representación teatral: “¿Cree que Final de partida plantea interrogantes a los espectadores?”. La respuesta no puede ser más lapidaria y certera: “Final de partida no pretende ser más que una pieza. Nada menos. Nada tiene que ver por lo tanto con interrogantes y respuestas. Para tales menesteres existen universidades, iglesias, cafeterías, etc.”. No podemos hablar de lo que nos gustaría hablar (el carácter irrepresentable de la muerte) y aún así no podemos no hablar, por más maravilloso que pueda parecer: “Debes seguir, no puedo seguir, seguiré”.
Revelando el dolor.

Iván Navarro. “Tener el Dolor en el Cuerpo del Otro”.
Galería Distrito 4. Madrid.

Fernando Castro Flórez.


Una de las obras más conocidas de Bruce Nauman es un texto, en forma de espiral, realizado con neón en que podemos leer, en inglés, la siguiente frase: “El verdadero artista ayuda al mundo revelando verdades místicas”. Algunos amantes de lo trascendente tendrán que sentir la insatisfacción total al comprender que no estamos ante otra cosa que ante una réplica a un anuncio de cervezas y a la cruda constatación de que los límites del mundo, por recurrir al Wittgenstein del Tractatus, son los del lenguaje y que “lo místico” no es algo que pueda decirse sino que, tal vez, sea algo que se muestra (una visión “sub specie aeterni” que revela la extrañeza de que el mundo sea) pero con lo que nos enredamos filosóficamente construyendo pseudoproblemas. Iván Navarro ha recurrido, con enorme lucidez (nunca mejor dicho), al filósofo vienés, concretamente a sus singulares Remarks on colors donde pregunta cómo podemos comprender la imitación del dolor “como tal”. Aquí se encuentra, aunque habitualmente no recaiga en ello la tradición analítica, una vieja herencia: la de la visión catártica que proporciona la tragedia. ¿Qué es lo que aprendemos cuando vemos el sufrimiento de los demás y en qué medida podemos entender, comunicar o recordar esa experiencia extrema? Las imponentes piezas de Iván Navarro surgen con una clara conciencia del tiempo del horror, de la dictadura chilena y las heridas que dejó abiertas, sin derivar hacia un discurso panfletario o meramente sociológico.
“Mi propósito –índica Iván Navarro- al trabajar con textos escritos en neón es investigar un aspecto del lenguaje que muchas veces no es percibido conscientemente por quien lee. Esto es entender el texto también como una imagen. Pienso que la tipografía o el diseño que ocupa un texto o una palabra, puede cambiar o intervenir el significado de la palabra en cuestión. Me interesa trabajar la contaminación visual que afecta a la palabra escrita y por ende a su contenido expresivo”. En la galería Distrito 4 vemos unos tambores transparentes en los que las letras de neón quedan abismadas gracias a los reflejos especulares. Las palabras que forman nos recuerdan la dimensión del odio pero también la comodidad del ocio o el vacío total que ahí se experimenta. El eco aparece también no como un sonido sino como aquella dimensión mítica de la distancia que pertenece al mito del origen del narcisismo y su rechazo de la ninfa desaparecida para ser un muro que devuelve, tan obsesiva como enigmáticamente, aquello que proferimos. Unos contundentes pozos realizados con ladrillos también nos hechizan con sus palabras simples: OÍDO, CODO, DEDO. Iván Navarro alegoriza una lectura que es, al mismo tiempo, un arte de la escucha, su deslizamiento por la aliteración también impone la dimensión del cuerpo, el brazo ejecutor que bien podría ser el que esperábamos ofreciera auxilio en la caída.
Golpear (KICK) o patear (HIT) son palabras que impiden una lectura sublimatoria, como tampoco lo hace el vídeo Un monumento perdido de Washington, DC o Propuesta de monumento para Víctor Jara en el que un sujeto intenta mantener el equilibrio mientras toca la guitarra encima de otro que está a cuatro patas, teniendo los dos los rostros tapados por bolsas. Tortura alegorizada en la que escuchamos palabras punzantes: “Lo que veo nunca vi/ lo que he sentido y lo que siento/ hará brotar el momento”. Iván Navarro sabe que hay un umbral de lo terrible en el que hay tanta oscuridad cuanta claridad. Si la luz es el primer signo de la creación también es aquello que nos ciega. El pozo de angustia y el tambor frágil reflejan en abismo verdades que no tienen nada de místicas.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Pasos poéticos.

Carlos Garaicoa. “Fin de silencio”.
Abierto X Obras. Matadero. Paseo de la Chopera, 14. Madrid.

Fernando Castro Flórez.

Tengo fiebre y la gripe no parece que llegó para quedarse. Aunque mi estado es calamitoso he sacado fuerzas de flaqueza para volver a visitar la muestra de Carlos Garaicoa en Matadero. Si el día de la inauguración el protagonismo fue de los niños que, encantados de la vida, corrieron, se deslizaron y rodaron como posesos sobre las alfombras (ante la mirada horrorizada de la coordinadora de la muestra que, como es lógico, temía que algún destrozo irreparable se produjera), hoy, un martes otoñal, solo hay dos chicas al fondo de la cámara frigorífica, sombras casi espectrales que añaden misterio a la luminosidad extraña de las piezas que ocupan, parcialmente, el suelo enmoquetado. Había mantenido una conversación con Carlos a mediados se septiembre que grabaron en vídeo en la que le comenté, entre otras cosas, que tenía cierta fobia a las alfombras, un elemento decorativo burgués que, en realidad, sirve para sedimentar suciedad y propagar malos olores. El artista cubano se rió consciente de que lo que tenía preparado eran superficies de un lujo increíble.
He discutido con mis alumnos de la Universidad el sentido de esta instalación y, como suele suceder cuando uno se enfrenta con obras densas, no hemos llegado (afortunadamente) a ninguna conclusión. De entrada, literalmente, lo que más sorprendió a gente joven y ajena, de momento, al mundo del arte, fue que para poder adentrarse tenían que descalzarse. Ese gesto que no carece de resonancias simbólicas (podría uno dejarse llevar por la interpretosis y convocar las páginas de Jacques Derrida sobre la “verdad en punctura” donde propone una suerte de zapatología a partir de la tan citada meditación heideggeriana sobre los zapatos de Van Gogh) también es, en el plano menos sublimador, pura precaución, esto es, la necesaria protección de un material que no debería recoger más suciedad que aquella de la que rinde testimonio.
Frente a los suelos metálicos de Carl André por encima de los cuales nadie desea caminar, las alfombras de Garaicoa son acogedoras. En una de ellas, con la palabra “Pensamiento” como única textualidad, la sombra de un caminante produce el efecto del trampantojo. Ahí está condensada, tal vez, la propuesta de este artista: combinar una sensación física (la de estar, estrictamente, sobre las obras de arte) y la demanda de un pensamiento que sea capaz de trazar un recorrido más allá de la mera apariencia. No basta con reconocer la perfección de estas alfombras, realizadas a partir de fotografías luego retocadas digitalmente, porque la intención de Garaicoa no es, ni mucho menos, producir “objetos manieristas” sino meditar sobre los modos de vida y las posibilidades de cambio social.
Theodor W. Adorno apuntó, en Mínima moralia, que la sociedad parece resuelta a hacer una considerable contribución a la entropía “por medio de una funesta eliminación de las tensiones”. Carlos Garaicoa, a pesar de ser lo que se suele denominar “una artista internacional”, no ha vendido su imaginario por el suculento dossier de la “bienalización” y tampoco ha abandonado su ubicación más intensa que es la que le mantiene ligado a la realidad cubana. No es fácil mantener la singularidad en medio del mainstream cuando cantos de sirena penosos, como los de la ideología “radicante” de Bourriaud, vienen a identificar las migraciones más dolorosas (fruto de la desigualdad económica y la tiranía política) con la experiencia “sedentarizada” de perder el tiempo en Google Earth.
Fin de Silencio tiene que ver con las fotografías, modificadas con troqueles apenas perceptibles, que expusiera en la galería La Caja Negra. Garaicoa documenta, como un etnógrafo, los nombres de antiguas tiendas de La Habana incrustados en medio de suelos formados por hermosas teselas. Esa escritura metropolitana, en la que apenas reparamos, rota y sucia incita a este artista a realizar un intenso ejercicio de “poesía concreta”. Basta copiar algunas de las frases que forma a partir de lo que encuentra en el suelo habanero para comprobar que el aliento poético es evidente: “El Volcán estallan, Iluminados, Esperamos”, “Rey destruye o redime”, “La general tristeza negaron placeres” o “La lucha es de todos de todos es la lucha”.
En toda la trayectoria artística de Garaicoa el tema principal ha sido la ciudad que él ha convertido en maquetas o dibujos realizados con alfileres e hilos, recortables de papel, velas que se consumen, lámparas que transmiten la idea de fragilidad o un receptáculo acristalado para cazar lo que pasa en este territorio empantanado en el que vivimos. Ahora filma los pasos de la gente en La Habana, sujetos anónimos, ritmo de una flanerie silenciosa o silenciada. En una alfombra leemos las permutaciones que dos letras han inspirado a Garaicoa: “Frustración de Sueños, Fin de Siglo, Fatalidad de Saberes, Falsedad de Sombras, Festival de Sangre, Fin de Silencios, Fuck de Siècle”. Aquella mala y antihigiénica costumbre de esconder bajo la alfombra lo recién barrido sirve de contrapunto a esta repentina transformación del suelo en una suerte de arte poético de la denuncia político. Frente a la retórica propagandística y los cartelones envejecidos, las alfombras proponen un pensamiento que implica la sombra del sujeto. Para vivir “sin miedo” es preciso que las palabras y los pasos puedan darse con esta libertad que la obra de Carlos Garaicoa, con tanta lucidez crítica cuanta intensidad poética, reclama.