miércoles, 22 de abril de 2009


[El texto que pego a continuación es la segunda versión del anterior sobre Francesca Woodman. Quería tan sólo marcan así el modo en el que a veces uno sigue dándole la vuelta a los temas. Me encargó la revista Cooltura de Murcia que escribierá sobre esta fotógrafa americana que se suicidó muy joven. Ese es el primer texto que he subido. Decidí, algo raro en mi caso, no poner una sola nota a pie de página. Luego me pidieron que redactara un texto para el catálogo que el espacio de arte visuales de la Región de Murcia preparaba con motivo de una exposición retrospectiva de esta creadora. Retomé toda una parte de lo preparado con anterioridad y añadí bastantes cosas nuevas. En fin, tarea obsesiva y placentera]

“Mirror floating down river”
[Straight photography, “écrasement du temps”, Wunderkammer y otras derivas del inconsciente en torno a la obra de Francesca Woodman].



Fernando Castro Flórez.



“Las cosas parecen extrañas porque mis fotos dependen de mi estado emocional… Se que eso es verdad y he reflexionado sobre ello mucho tiempo. En cierto modo, me hace sentir muy bien, mucho” (Francesca Woodman).






“De entrada –escribe Philippe Sollers-, Francesca Woodman se instala en la contraimagen. Sale de la oscuridad, atraviesa el espejo, se materializa en un instante en un mundo retorcido de inquietud. Se trata como de una aparición. Está sola, aquí, en medio de figurantes y sombras que viven en lo que nosotros consideramos el espacio real. ¿Qué puede hacer ella, sino fotografiar el acontecimiento que la impulsa? Este acontecimiento no se podría decir de otro modo”. Ella está arrodillada encima de un espejo, más que en actitud de orar, en un recogimiento de ternura aunque también de ocultación. El cuerpo femenino cerca de la piel del animal, el rostro a través del vidrio: transparencias y obstáculos, distancias y enigmáticas cercanías. El propio sentido está velado o, mejor, encriptado. La imagen especular parece ser el umbral del mundo visible, esa identificación o mejor transformación producida en el sujeto (función del yo) cuando asume, según advierte Lacan en su crucial ensayo sobre el “estadio del espejo, una imagen que constituye la matriz simbólica, antes de que el lenguaje le restituya en lo universal y le introduzca en situaciones sociales elaboradas. Apuleyo, acusado de magia por poseer un espejo, hizo de él un elogio eficaz, diciendo que el espejo, por sus virtudes para capturar las imágenes supera a la arcilla que está falta de energía, al mármol que carece de color, al cuadro pintado que no tiene cuerpo ni volumen, y sabe capturar mejor cualquier otra cosa el movimiento de la imagen en sus breves confines: el espejo consigue, atrapando el movimiento de los objetos y personas que pasan delante suyo, plasmar en fragmentos el transcurrir de los años de la vida de un hombre y sus cambios. Pero, en realidad, el espejo, no retiene nada, su fondo de azogue rechaza toda memoria, lo único que permanece es el anhelo de quien se contempla reflejado en él. El espejo es un fenómeno umbral que nombra el objeto concreto que tiene delante, aunque también pueden tener carácter extensivo o intensivo y conseguir que la mirada a lugares que habitualmente no puede descifrar. La obsesión de Francesca Woodman por el espejo tiene que ver con la conciencia del carácter des-realizante del reflejo.
Francesca Woodman se preguntaba si era posible fotografiar “algo que no existe”. Usaba el cristal para referirse a la supuesta transparencia de lo real, no dejaba de especular con su cuerpo desnudo, haciendo que su piel se volviera extraña. Pero más que el “estadio el espejo” lo que encuentro en sus obras es una manifestación crucial de la sombra. Jung consideraba que los arquetipos que con mayor frecuencia e intensidad influyen sobre el yo son la sombra, el anima y el animus: “la figura más accesible –advierte en Aion. Contribución a los simbolismos del sí-mismo- a la experiencia es la sombra, cuya índole puede inferirse en gran medida de los contenidos del inconsciente personal”. Si, por un lado, es expresión de lo negativo, también en esas obsesiones que recoge la sombra se encuentra una potencia, adquiere la forma de la emoción que no es una actividad sino un suceso que a uno le sobreviene. La sombra es, en esta clave, una proyección emocional que parece situada sin lugar a duda en el otro. El resultado de la proyección es un aislamiento del sujeto respecto del entorno, en cuanto se establece con este una relación no real sino ilusoria. Por medio de la sombra se encarna precisamente una realidad, un rostro desconocido, cuya esencial permanece inalcanzable. El sujeto se manifiesta por medio de esas sombras que ha conseguido fijar en el muro (la mítica historia de amor, distancia y melancolía que narra Plinio en su Historia Natural como origen mítico de la pintura), el arte empieza como tacto del deseo ausente. Ese contorno de la sombra de un hombre (omnes umbra hominis lineis circumducta) sirve para articular una metafísica de la imagen como presentación de lo ausente, reelaboración de lo erótico perdido en el recuerdo. Francesca Woodman alegoriza la sombra por medio de sus fotografías fantasmales.
A partir del motivo ancestral y arquetípico del “doble” o Doppelgänger, Freud caracteriza lo inquietante como un rasgo fundamental de la actividad psíquica inconsciente, que estaría dominada por un automatismo o impulso de repetición –repetición compulsiva- inherente a la esencia misma de los instintos, una pulsión dotada de poder suficiente como para sobreponerse al principio del placer. Debemos advertir, con Lacan, que en un cuadro (en el caso de Woodman, en una fotografía) siempre podemos notar una ausencia: la de campo central donde el poder separativo del ojo se ejerce al máximo en la visión. En todo, sólo puede estar ausente y reemplazado por un agujero, que, en alguna medida, es el reflejo de la pupila. Por consiguiente, y en la medida en que establece una relación con el deseo, en el cuadro siempre está marcado el lugar de una pantalla central, por lo cual, ante él, el espectador está elidido como sujeto del plano geometral. Cuando Lacan señala que “lo que se contempla es lo que no se puede ver” alude al la búsqueda del objeto perdido, al circuito óptico y a las pulsiones que están condicionadas por el espejo a través del cual el deseo de ver nos hace presentes las cosas. Woodman muestra lo que yo no puedo ver. Su “fuerza interior” es la manifestación de la disimetría entre el deseo y la mirada pero sobre todo entre el lugar de la mirada y la ansiedad de la visión propia.
Podríamos regresar a la “perversión” psicoanalítica según la cual la mujer no existe para entender los esfuerzos de Francesca Woodman por lograr más que una apariencia, el poder de la aparición. “Cuando no se existe –escribe con lucidez Sollers-, excepto en la imposibilidad de ser un ángel (del bien o del mal, poco importa, no es esa la cuestión), se tiene tendencia a flotar, se levita, la gravedad y el vacío inventan otras leyes. Woodman es un ángel del malestar, sin suda pero irónico, no destructor (es ella quien se destruirá)”. En vez de la religiosidad encontramos en sus intensas imágenes la manifestación gozosa de la jovialidad e incluso una suerte de alegoría del amor. Victoria Combalía ha señalado, acertadamente, que el rostro de Francesca Woodman aparece en sus fotografías en pocas ocasiones: no así su subjetividad. Acaso esos rostros revelados estén nombrando, alegóricamente, el borde de la petrificación. No podemos ignorar que las “visiones capitales” remiten, en el nivel de lo mitológico a la Medusa. Pero es que la visión medusea debería ser entendida como el retrato (fatal) de la pintura. En un breve texto de 1922, Freud se atreve de contemplar la horripilante cabeza de la Medusa con cabellos que son serpientes y establece, de forma brutal, como si fuera algo que tuviera que decir sin matices, que decapitar es igual a castrar. En esta clave el arte podría entenderse como un acto apotropaico que intenta denegar, por medio de la repetición, el mal de ojo que subyace tanto a la Medusa cuanto a Narciso. Estar impedido es un síntoma, vale decir un modo de caer en la trampa que habitualmente supone el narcisismo. El impedimento que sobreviene está vinculado a este círculo por el cual, con el mismo movimiento con el que el sujeto avanza hacia el goce, es decir, hacia lo que está más lejos de él, se encuentra con esa fractura íntima, tan cercana, al haberse dejado atrapar por el camino en su propia imagen, la imagen especular que es, precisamente, el motivo de fondo de Francesca Woodman.
Es ésta la trampa: el sujeto es cautivado por la función del deseo o por ese cuerpo extraño que la sedimentación fotográfica querría “contener”. La imagen envolvente que posee al que lo mira es, por tanto, un señuelo que nos proporciona placer y, al mismo tiempo, es un postizo algo que maquilla nuestras fobias. Roland Barthes indica, en La cámara lúcida, que la muerte aparece en la fotografía como “écrasement du temps”, como una resurrección o una infinita capacidad de re-presentación del sujeto. Woodman codifica la subjetividad, la encripta, como en esa fotografía titulada My house en la que el cuerpo esquinado está envuelto en plásticos mientras en la estantería vacía no encontramos otra cosa que algunos trapos. Un espejo, una vez más, enfrenta la escena aunque tiene el obstáculo de ese material plástico tirado por el suelo. En el gabinete de Woodman que, en cierto sentido, es una camera no puede faltar la calavera o el osario. Ese es el rostro de la melancolía en el que, según Benjamín, se condensaba el proceder alegórico. Fotografía que se desnuda como trauerspiel. El espejo, inevitablemente, termina por tornarse oscuro.
Según David Levi Strauss la obra de Woodman, que recurre significativamente al uso de fetiches, no participa tanto del estilo surrealista como de su sustancia, su originario deseo revolucionario de transgredir el código de las apariencias y mirar a través del espejo: “Cuando Woodman mira al espejo, mira al espejo en búsqueda de la cámara, que somos nosotros, porque la cámara es nuestro representante temporal. Teniendo en cuenta que las cámaras casi siempre se han hallado en manos de hombres que quieren mirar a mujeres, una joven guapa manejando su propia cámara resulta siempre una subversión”. Jean Baudrillard advirtió que el narcisismo se transformó de lugar de la soberanía en herramienta de control social, esto es, en una suerte de exaltación dirigida y funcional de la belleza como valor y como intercambio de signos. Tal vez sea cierto que la realidad está hecha para hacerse añicos. Woodman entiende la realidad como permanente interpretación, vale decir, como una máscara tras la que no hay un rostro definitivo sino un juego de enmascaramientos sucesivos. Como Saussure dijo “el sujeto alucina su mundo”.
“Puede –escribe Jacques Derrida en Dar (el) tiempo- ser que no haya nominación, lenguaje, pensamiento, deseo o intención más que allí donde hay ese movimiento para pensar todavía, para desear, nombrar aquello que no se da ni a conocer, ni a experimentar, ni a vivir –en el sentido en que la presencia, la existencia, la determinación regulan la economía del saber, de la experiencia y del vivir-. En este sentido, no se puede pensar, desear y decir más que lo imposible, en la medida sin medida de este límite: no se puede desear, nombrar, pensar, en el sentido propio –si lo hay- de estas palabras más que en la desmesurada medida en que aún o ya se desea, se nombra y se piensa, en la medida en que aún puede anunciarse lo que, sin embargo, no se puede presentar como tal a la experiencia, al conocimiento: en resumidas cuentas, aquí, un don que no se puede hacer presente”. Hay que aprender del crecimiento de las cosas en la naturaleza y llegar a decidir cual es el momento oportuno. Acaso el tiempo cronológico y el tiempo meteorológico no hablen de otra cosa que de una mezcla, esto es, del kairós, aquello que resulta propicio. La luz que hace las cosas visibles en el kairós impone el tiempo de la naturaleza: ahí se unen el corte y la continuidad, lo estático y lo fluido. La temporalidad que dinamiza a Francesca Woodman es la de las emociones, la de la turbulencia pasional que, a pesar de todo, está “planificada”, sometida a un estricto control “escénico”. Su desmesura es también una teatralización de lo fantasmal, vale decir, de aquellas obsesiones primordiales que nos constituyen.
En Más allá del principio del placer, advierte Freud, que la conciencia surge en la huella de un recuerdo, esto es, del impulso tanático y de la degradación de la vivencia, algo que la fotografía sostiene como duplicación de lo real pero también como teatro de la muerte. En la edad de la ruina de la memoria (cuando el vértigo catódico ha impuesto su hechizo) el tiempo está desmembrado, “de ese desmembramiento -escribe Trías- surge la presencia de una reminiscencia”. El arte sabe de la importancia de destacarse del tiempo, para buscar las correspondencias como un encuentro (memoria involuntaria) que detiene el acelerado discurrir de la realidad. Francesca Woodman compone una impresionante obra juvenil que está atravesada por el deseo de recuperar el ser porque lo que tenemos es las cenizas del tiempo o la sombra del cuerpo. La suya es una imitación llevada al límite, una escenificación (Darstellbarkeit en la terminología freudiana) en la que todos los tiempos están presentes. El desprendimiento corporal de esta artista impone un enigmático teatro del retorno de la memoria, la reiteración de una “primera vez”, una gestualización del fantasma que me hace pensar que (aun no) sabemos nada. El deslizamiento tanatológico está enraizado en un aspecto fundamental y atávico de lo Unheimlich, habida cuenta de que lo más inquietante se vincula con la emergencia ambigua de la muerte, con la siniestra y reiterativa des-aparición de lo espectral.
No es, sin embargo, lo inquietante el tono único ni decisivo de la obra de Francesca Woodman. Acaso su mirada esté, en todo momento, convocando lo maravilloso, la dimensión de lo poético que late en la cotidianeidad más despojada. Porque en esas fotografías hay un latido o unos murmullos que nos obligan a prestar atención a los detalles, al lujo del abandono. Daniel Arrasse advertía que al saltar a los ojos y dejarse descubrir por sorpresa, haciendo interrupción en ese instante en el discurso del cuadro y en el recorrido de quien lo mira, el detalle “sobrecoge” al cuadro y “al espectador los disloca y los pone en un estado de síncope significante”. Más allá de la crueldad de Artaud o de la dureza de Bataille, Woodman nos entrega el don más preciado: júbilo y lo insensato.
Como en la catarsis, el rechazo y la repulsión van unidos a la fascinación por lo extremo, aquí la protección puede ser el momento previo a una entrega sin condiciones, a ese desasimiento que tanto nos cuesta alcanzar. El riguroso arte del cuidado de sí, que parece estar en el fondo de la propuesta estética de Francesca Woodman, surge a partir de una singular extrañeza del cuerpo, algo semejante a lo que Lacan llamó extimité (extimidad), un proceso complejo en el que nos ponemos hondamente en relación con la Cosa. Aquel sujeto barrado del que hablara Lacan nos acerca al deseo que puede abrirse a partir de la indeterminación, de la indecibilidad o incluso de la destinerrancia. El deseo es una mezcla de disfrute e insatisfacción que no puede ser resuelto en la forma de una “ausencia esencial”; acaso el abandono del sufrimiento diferente tenga que ver con la renuncia que hacemos de nosotros mismos y, por supuesto, con la dificultad de establecer el encuentro con el otro. Lyotard habló de la fórmula postmoderna, en un imaginario conflictivo, como un dejar la respuesta en suspenso, sin excluir que haya algo de Otro, algo de falta y algo de deseo. No cabe duda de que el desasimiento y la castración intervienen en la emergencia del sujeto. “La castración –apunta Lacan- quiere decir que es preciso que el goce sea rechazado para que pueda ser alcanzado en la escala invertida de la Ley del deseo”.
Lo que falta es ese otro que es crucial en el deseo que a veces atraviesa ese corte no para encontrar meramente la desnudez sino para sentir el miedo, insalvable, de la finitud. El desapego es algo primordial para ese sujeto que es una brecha donde pueden caer los “apegos apasionados”, un gesto de des-investidura que remite a la disolución de la libido: lo que disloca al sujeto (en el proceso de su constitución) es el encuentro traumático con el goce. El yo, constituido especularmente, cree que en torno a él únicamente hay un terreno lleno de escombros y, precisamente por ello, se fortifica; verse a uno mismo como sujeto unitario implica una forma de represión visual. Si el deseo lleva siempre a la imposibilidad de su satisfacción, la pulsión encuentra su satisfacción en el movimiento mismo destinado a reprimir esa satisfacción: “mientras que el sujeto del deseo se basa en la falta constitutiva (existe en cuanto está en busca del objeto-causa faltante), el sujeto de la pulsión –indica Zizek- tiene su fundamento en un excedente constitutivo: en la presencia excesiva de alguna Cosa intrínsecamente “imposible” y que no debe estar allí, en nuestra realidad presente: la Cosa que, por supuesto, es en última instancia el sujeto mismo”. La obra foto-performativa de Francesca Woodman podría entenderse como una asunción del cuerpo como falta.
Podríamos pensar en que la desnudez, esa acción decisiva, es una mezcla de plenitud sensitiva y resistencia a la codificación socialmente establecida. La obra de Francesca Woodman alude permanente a un desnudamiento radical, esto es, a un gesto en el que literalmente se deja la piel. Sabemos de sobra que los seres humanos son cuerpos vestidos; el mismo Bataille sabía que la indumentaria está asociada al erotismo como un aspecto de la experiencia interna a diferencia de la sexualidad animal, es manifiesto que al esconder el cuerpo, la ropa excita la curiosidad sexual y crea en el observador el deseo de quitarla. Sin embargo, cuando contemplamos las fotografías de Francesca Woodman no queremos desnudar a nadie sino recuperar el cuerpo que termina por adquirir una apariencia fantasmal. La dinámica de ausencia y presencia corporal compromete al espectador y a la interpretación en una tarea de transferencia, mirando siempre dos veces, por lo menos, esta situación sintomática.
El cuerpo es un producto tardío, una decantación de Occidente en la que aparece el rasgo, crucial, de la caída: es el último peso, vale decir, la gravedad. Pero también podríamos hablar del cuerpo como algo desastroso o, mejor, como nuestra angustia puesta al desnudo. Ahí se pierde pie. No tenemos ninguna duda de que la danza recorre obsesivamente esa piel plegada y replegada, tersa y excitada, ligada o desligada, los lugares de existencia, ese ser-arrojado que es el cuerpo. Los cuerpos, que pueden causar pasmo, son esencialmente lentos, como también los gestos, la exhibición de una medialidad, pueden ser motivo de estupor por su instantaneidad. La obra de Francesca Woodman, con su intensa meditación sobre la corporalidad más allá de la metafísica de la presencia, nos enseña que haya que estar preparado para escuchar lo inaudito. Pero, ¿cómo tocar el cuerpo con la incorporalidad del sentido? Acaso tendríamos que hacer del sentido un toque, un tacto, un porte. Ese toque es el límite, el espaciamiento de la existencia. Pienso, tras estos merodeos en los que querría dar cuenta de un acontecimiento extraordinario, que lo decisivo es tocar las cosas con la lengua. “Tocar la interrupción del sentido –dice Jean-Luc Nancy-, he ahí lo que, por mi parte, me interesa en el asunto del cuerpo”. Tocamos fondo o, mejor, cobramos conciencia del suelo. Por mi pie yo me toco; se trata de tocar el afuera. El yo es un toque de esa exterioridad, pero sobre todo el cuerpo es un tono, una tensión. “Un cuerpo –sigo con Nancy- es lo que empuja los límites hasta el extremo, a ciegas, tentando, tocando por tanto. ¿Experiencia de qué? Experiencia de “sentirse”, de tocarse a sí mismo. [...] El cuerpo es la experiencia de tocar indefinidamente lo intocable, pero en el sentido de que lo intocable no es nada que esté detrás, ni un interior o un adentro, ni una masa, ni un Dios. Lo intocable es que eso toca. También se puede emplear otra palabra para decir esto: lo que toca, eso por lo que es tocado, es del orden de la emoción”.
En la obra de Francesca Woodman tenemos una lógica, al mismo tiempo, del sentido y de la sensación, en esa profundidad de la superficie, en la frontera epidérmica que nos protege, precariamente, del mundo, sin por ello dejar de sedimentar todas las circunstancias y, al fin, ser humana carnalidad del mundo. Su pensamiento-en-cuerpo es rítmico, espaciamiento, latido, dando lugar al tiempo de la danza, el paso del mundo. Debemos asumir lo no racional, comprender que nuestra corporalidad es, en muchos momentos, histérica. La tensión se experimenta en la caída, en el traspiés, en el movimiento más interior del clinamen, sin que aquí esté implícita la miseria, el fracaso o el sufrimiento. La caída es lo más vivo que hay en la sensación, aquello en lo que se sensación se experimenta como viviente: es el ritmo activo. El cuerpo es, sin ningún género de dudas, el lugar del límite, de lo individual, cicatriz de una indiferenciación que muchos sueñan con volver a encontrar. “Es por medio del cuerpo -apunta David Le Breton en Antropología del cuerpo y modernidad- que se intenta llenar la falta con la que cada uno entra en la existencia como un ser inacabado, que produce sin cesar su propia existencia en la interacción entre lo social y lo cultural. Adornarse con signos, consumidos e imaginados, asegura una protección contra la angustia difusa de la existencia, como si la solidez de los músculos, la mejor apariencia o el conocimiento de muchas técnicas corporales tuviesen el poder de conjurar los peligros de la precariedad, de la falta”. Todo hombre intenta disipar la angustia y, en ciertas ocasiones, puede llegar a pesar que la salida es la perversión que, según Freud no es precisamente subversiva. La exteriorización, casi obscena, del perverso hace, simultáneamente, las fantasías se amplíen y el inconsciente se pierda. Acaso hay en estás ideas una mitología, implícita, del inconsciente como velo. El perverso, con su certidumbre acerca de lo que procura goce, esconde la brecha, la “cuestión quemante”, la piedra en el camino, que es el núcleo del inconsciente. Zizek sostiene que, en la era de “declinación del Edipo”, en la que la subjetividad paradigmática ya no es la del sujeto integrado en la ley paterna mediante la castración simbólica, sino la del sujeto “perverso polimorfo” que obedece al mandato superyoico de gozos, tenemos que histerizar al sujeto, esto es, recuperar aquel campo de batalla entre los deseos secretos y las prohibiciones simbólicas. En esta voluntad, extraña, de inculcar la falta (junto a la ambigua fascinación respecto de la herida), reaparecería no sólo la sexualización cuanto una modulación de aquello que Kant denominara sentimiento sublime (aquella mezcla de placer y repugnancia o terror). Pero puede que entonces ese Otro de la histeria quede investido de los arcaicos fulgores de lo numinoso.
La barra del sujeto (psicoanalíticamente hablando, una vez más) es lo contrario de una barrera. Lo Real no es ninguna “realidad verdadera” detrás de la simulación virtual, sino el vacío mismo que vuelve la realidad incompleta/inconsistente, y la función de toda matriz simbólica consiste en ocultar esta inconsistencia; una de las formas de lograr este ocultamiento es precisamente fingir que detrás de la realidad incompleta/inconstante que conocemos hay otra realidad no estructurada alrededor de una imposibilidad. No es el momento de la desaparición de los velos o de la teatral subida del telón sino el de la aceptación de la pantalla.
Francesca Woodman sabía que era imposible acceder a una identidad unívoca; la fantasía fundamental debe permanecer inaccesible porque si el sujeto se acerca demasiado ese núcleo obsesivo pierde consistencia. Esa necesidad de la represión le aparta de una ingenuismo espontaneista. El inconsciente es un fenómeno inaccesible en el sentido más radical, no un mecanismo objetivo que regula mi experiencia fenoménica. Lo que hace Francesca Woodman es abrir la posibilidad de minar el control que ejerce la fantasía sobre nosotros por la vía de una sobreidentificación con ella, es decir, por la vía de abrazar simultáneamente, en el mismo espacio, toda su multiplicidad de elementos fantasmáticos. Hay que intentar atravesar (traverseer) la fantasía, sabiendo que el sentido, tal y como mostraron Lévi-Strauss o Lacan, probablemente no sea más que un efecto de superficie, un espejismo, una espuma. La lectura sintomal denuncia la ilusión de la esencia, la profundidad o la completud en beneficio de la realidad del recorte, la ruptura o la maduración. El arte está siempre intentando hacerse con la “otra escena”, esto es, con ese lugar en el que el significante ejerce su función en la producción de las significaciones que permanecen no conquistadas por el sujeto y de las que éste demuestra estar separado por una barrera de resistencia. Es la caída del sujeto que se supone que sabe lo que se opone a la noción de liquidación de la transferencia. El arte puede desbaratar lo que impone el síntoma, a saber, la verdad. En la articulación del síntoma con el símbolo no hay más que un falso agujero. El lenguaje está ligado a algo que agujerea lo real. Y nosotros (sujetos/barrados) necesitamos para evitar disolvernos anudar la experiencia, aunque sea con un decir-a-medias. Lo real se encuentra –apunta Lacan- en los embrollos de lo verdadero. Lo real es siempre un fragmento, un cogollo en torno al cual el pensamiento teje historias; el estigma de lo real es no enlazarse con nada. Entre la pasión voraz y el sentimiento anonadante, podemos tener la impresión de que todo se disuelve en el sinsentido.
Francesca Woodman recurre a lo secreto, incompleto y cifrado, al fetiche que disuelve la división del sujeto. El cuerpo no se convierte en el lugar en el que se niega el inconsciente, no pude ser el lugar en el que la identidad del sujeto se forja en una nueva afirmación del cogito. El juego o, en otros términos, la performatividad de esta fotógrafa sintoniza a la perfección con el tiempo de la precariedad. Ella sabe que el cuerpo es la señal más intensa de de reconocimiento, allí donde se aprehende la existencia. Las imágenes sirven de consuelo ante la imposibilidad de comprender totalmente del mundo y, sobre todo, legitiman lo que llamaríamos la “homeopatía de la angustia”. Las visiones de Woodman están, paradójicamente llenas de angustia, pero también de sensualidad. Si ha perdido algo y tiene nostalgia de la época en la que tocaba el piano, las hipnóticas variaciones de Scarlatti, también confía en los encuentros, en el poder incontrolable del azar. Recordemos L´amour fou y aquella belleza convulsiva que (nos) sale al paso. En esas vibrantes páginas, tras la famosa declaración de Breton de que “sólo puede haber belleza –belleza convulsiva- al precio de afirmar la relación recíproca que enlaza al objeto considerado en su movimiento y su reposo”, realiza un elogio del cristal que es la fuente de “las más alta enseñanza artística”. En vez de la evocación de una fotografía de una locomotora abandonada durante años al delirio de la selva virgen, tenemos unas prodigiosas imágenes de una mujer desnuda que se protege de su propia mirada con espejos, plásticos o telas. El delirio erótico es la clave de una experiencia de la realidad transformada en una representación. Si en Francesca Woodman habla la herida, también queda sedimentada la emoción y lo espontáneo. “Entonces –escribe Woodman-, en un momento determinado, ya no tuve necesidad de traducir las notas; me venían directamente a las manos”.
Chris Townsend señala que Francesca Woodman se presenta ella misma como “the living sacrifice to the domus”. En su obra hay una singular manifestación de la estética gótica, esto es, de ese gusto por lo sombrío y críptico, como en la imagen en la que, literalmente, atraviesa una tumba. Su denso imaginario retoma cuestiones que ya estaban planteadas, por ejemplo, en la serie Unica de Hans Bellver realizada a finales de los años cincuenta o en la estética de Duane Michals que decía que “to photograph reality is to photograph nothing”. Woodman supo aprender de maestros como Aaron Siskind, entregado a una suerte de animación de la naturaleza muerta, o Harry Callahan. Podemos encontrar semejanzas con ciertas imágenes de Deborah Turbeville y cierta sintonía, en la distancia, con la desarquitectura de Gordon Matta-Clark, esa indagación espacial que le lleva al vértigo, la nausea y la desorientación. Con todo, las imágenes de Woodman en la que parece desaparecer atrapada por paredes descompuestas, sus singulares puestas en escena de la corporalidad son genuinas y no meros ejercicios escolares o versiones de lo ya realizado. Había conseguido, en plena juventud, una extraordinaria madurez plástica y estaba evolucionando hacia una tonalidad esencial en la que lo performativo, lo fílmico y la instalación efímera eran determinantes. Benjamín Buchloh aproxima las cuestiones fotográficas de Woodman a las que una década antes tratara Eva Hesse: el deseo de encontrar un espectro de materiales y articulaciones que no fueran rígidos, en los que se pudiera acentuar la dimensión de procesualidad. Donde la escultora tiende hacia lo mórbido, la fotógrafa acentúa las presencias fantasmagóricas.
Hervé Chandès señala que la obra de Woodman sugiere lo pasajero y lo efímero, lo transitorio y la fragilidad. La conciencia del tiempo de la fugacidad conduce al deseo de desaparición. El interés por capturar fotográficamente la transparencia entrega, finalmente, un cuerpo troceado. La serie de grabados de Klinger titulada Paraphrase ubre den Fund eines Hanschuhs (Fantasías sobre el hallazgo de un guante) inspira, según parece, a Woodman en su fetichización que punctualiza una corporalidad que habita allí donde se impone el desorden. Su amiga Sloan Rankin advierte que arte y vida eran, para Francesca Woodman, imágenes especulares. Era una coleccionista de cosas y de acontecimientos: libros, pieles de zorros, espejos, bragas de seda, vestidos de rayón estampados. El estudio terminó por ser una Wunderkammer barroca. Ella misma no dudaba en introducirse en las vitrinas como si la pieza más rara de la colección caótica fuera su desnudez. “La mayoría de los fotógrafos –escribe Rankin- prefieren una pulcritud exenta de polvo, en cambio a mí me parecía que Francesca se sentía más a gusto entre el polvo. (También tenía una afición especial al moho)”. No escapamos, aunque lo pretendamos, al élevage de poussiére duchampiano. Es en los restos, en lo sedimentado, donde se encuentra lo excepcional, aquello que activa la imaginación. No puede sorprender que Woodman sintiera interés por la Topographie anecdotée du hasard de Daniel Spoerri. Su geometría interior, como expone su bello libro de 1981, es necesariamente desordenada.
Francesca no cesa en su obsesión de transformar su habitación, sacar fuera de quicio las puertas, como el tiempo shakespeariano, arrancar el papel pintado, penetrar en la chimenea, fijar sombras en el suelo… Resulta irónico su proyecto de recomponer fotográficamente, con diazotipos, la fachada de un templo griego o romano a partir de ella misma y sus amigas convertidas en cariátides. Su casa no tiene otra cosa que telas y plásticos drapeados, restos escatológicos de la ninfa que persiguiera a través de la historia del arte Warburg. David Levi Strauss ha recordado que las figuras de la Antigüedad que está evocando Francesca Woodman son, propiamente, sacerdotisas de Artemisa de Caria que presidían los ritos femeninos de paso, en especial la transición de parthenos (virgen) a gyne (mujer totalmente integrada en la sociedad). La apropiación de una mitología arcaica le sirve a esta creadora para alegorizar sus desazones emocionales, para dar cuenta de la tensión específica de lo femenino.
En una ocasión Sloan Rankin le preguntó a Francesca por qué se quitaba la ropa para posar y por qué era tan a menudo el tema de sus fotografías: “Es –contestó sin dudarlo- una cuestión de conveniencia, yo siempre estoy disponible”. Charlie, el modelo, está posando lúdicamente, aunque también podría decirse que su actitud es la de un atolondrado y ella no pude resistir a la tentación de salir en la fotografía. Tiene que desnudarse y aparecer. Quiere dar, así, una lección de cómo se puede usar tanto el espejo de la escena cuanto cómo moverse en la ventana del “velo” de luz. Mientras el hombre con una mueca estúpida se coloca una pecera vacía ante el rostro o toca con poca convicción sus genitales, ella no deja de moverse y consigue que su rostro desaparezca. Francesca Woodman conoce, de sobra, el arte del camuflaje. Roger Caillois en el ensayo “Mimetismo y psicastenia legendaria”, publicado en el número 7 de la revista Minotaure (1935) habló de una auténtica tentación del espacio, de las reacciones adaptativas de los animales en un ambiente angustioso. Una especie de “instinto de abandono” (la inercia del impulso vital) conduce a una “posesión convulsiva” del espacio. Las fotografías de Woodman son el testimonio de esas tentaciones, son respuestas miméticas o sintomáticas frente a un espacio ruinoso que ella misma ha generado. A self as aporia: un sujeto fabricado en un espacio enigmático. En su diario apuntó Francesca Woodman que estaba interesada en el modo en que la gente esta relacionada con el espacio. Su principal modo de “habitar” en medio de los restos era jugar con el espejo. Recordemos el cuadro Les Liaisons dangereuses (1926) de Magritte (una joven cubre su cuerpo, aparentemente desnudo con un espejo en el que se refleja otro o el mismo cuerpo de espaldas y también desnudo), una mise en abyme de la identidad que reaparece en las ghost pictures de Francesca Woodman.
Esta mujer que, literalmente, desaparece en sus autorretratos, formulando la alteración del yo a la manera de Rimbaud, se sentía, en cierta medida, frustrada porque sus proyectos resultaban ridículos, completamente ilógicos o ilegibles. Si en sus últimas obras, como ya he indicado, parecía que pretendiera convertirse en una cariátide o en una bacante, en realidad lo que estaba haciendo era radicalizar su estrategia de desplazamiento. Acaso soñaba con convertirse en cosa. En la obra de Francesca Woodman –señala Chris Townsend- el cuerpo mismo deviene ambiguo. Toda la escenografía de la desnudez finalmente remite a un suerte de deseo angélico. Sus fotografías sedimentan la infinita ansiedad que resta cuando el ángel ha partido. Resto del vértigo y del encuentro más raro. Verdadero amor loco. Tenía una idea para un film en el que era crucial la aparición de un espejo flotando río abajo (mirror floating down river). Nunca hizo otra cosa que intentar fijar una identidad que, a la manera heracliteana, fluye.
A pesar de aproximarse a lo traumático, el imaginario de esta creadora adquiere la ingravidez de lo coreográfico. “Desplegándose –escribe Lacan- en la captura imaginaria, el fingimiento se integra en el juego de acercamiento y de ruptura que constituye la danza originaria, en que esas dos situaciones vitales encuentran su escansión, y los participantes que ordenan según ella lo que nos atreveremos a llamar su dancidad”. El pelo de la melena cubre un rostro, una mujer desnuda intenta enlazarse con las raíces de un árbol o atraviesa la cruz de una tumba, unas pinzas de la ropa en el pecho, junto a los pezones o en el borde del ombligo, el reflejo del otro en el espejo, la máscara delante del sexo, la sombra junto a un cuerpo vestido tan sólo con unos zapatos negros, la puerta desencajada y apoyada sobre las esquinas en un precario equilibrio, el papel pintado recubriendo la piel, la silla vacía y el texto “I stopped playing the piano”, el modelo masculino gordo y desenvuelto, gestualidad dentro de la vitrina, una tortuga y una figura femenina que oculta el semblante tras un círculo blanco, la mano que atraviesa el muro... Si Francesca Woodman olvidó como leer la música, no dejó atrás la belleza de las notas de Scarlatti al que amara tanto, ni dejo de plasmar los fragmentos de sus acciones que, insisto, no eran tanto teatrales cuanto propios de la danza. Todos sus intensos gestos trasmiten la experiencia de la soledad y la extrañeza que puede llegar a producir la propia piel. Fotografías de una inquietante fragilidad en las que, como Rosalind Krauss ha señalado, no hay nada de narcisismo. Una de sus imágenes, tomada en Nueva York a finales de 1979, me conmueve: desde una esquina oscura extiende su mano hasta colocarla dentro de una zona luminosa, como si estuviera acariciando algo familiar y, sin embargo, ajeno. Esa sutileza que no requiere de palabras, ese drama mínimo me punza y me silencia.

1 comentario:

  1. Hola Fernando:
    Me encantó leer este escrito sobre Francesca, a la cual he descubierto hace poco tiempo, pero cuya obra me tiene atrapada desde el primer momentoy me ha llevado a una gran introspección personal en mi poética a través de sus mundos, de esas imágenes mágicas que capturó de su presente y que son tan intemporales y eternas, únicas.

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