miércoles, 22 de abril de 2009

Dancidad real y extrañeza sombría.
[Merodeos psicoanalíticos en torno a las fotografías de Francesca Woodman].


Fernando Castro Flórez.



Como en la catarsis, el rechazo y la repulsión van unidos a la fascinación por lo extremo, aquí la protección puede ser el momento previo a una entrega sin condiciones, a ese desasimiento que tanto nos cuesta alcanzar. El riguroso arte del cuidado de sí, que parece estar en el fondo de la propuesta estética de Francesca Woodman, surge a partir de una singular extrañeza del cuerpo, algo semejante a lo que Lacan llamó extimité (extimidad), un proceso complejo en el que nos ponemos hondamente en relación con la Cosa. Aquel sujeto barrado del que hablara Lacan nos acerca al deseo que puede abrirse a partir de la indeterminación, de la indecibilidad o incluso de la destinerrancia. El deseo es una mezcla de disfrute e insatisfacción que no puede ser resuelto en la forma de una “ausencia esencial”; acaso el abandono del sufrimiento diferente tenga que ver con la renuncia que hacemos de nosotros mismos y, por supuesto, con la dificultad de establecer el encuentro con el otro. Lyotard habló de la fórmula postmoderna, en un imaginario conflictivo, como un dejar la respuesta en suspenso, sin excluir que haya algo de Otro, algo de falta y algo de deseo. No cabe duda de que el desasimiento y la castración intervienen en la emergencia del sujeto. “La castración –apunta Lacan- quiere decir que es preciso que el goce sea rechazado para que pueda ser alcanzado en la escala invertida de la Ley del deseo”.
Lo que falta es ese otro que es crucial en el deseo que a veces atraviesa ese corte no para encontrar meramente la desnudez sino para sentir el miedo, insalvable, de la finitud. El desapego es algo primordial para ese sujeto que es una brecha donde pueden caer los “apegos apasionados”, un gesto de des-investidura que remite a la disolución de la libido: lo que disloca al sujeto (en el proceso de su constitución) es el encuentro traumático con el goce. El yo, constituido especularmente, cree que en torno a él únicamente hay un terreno lleno de escombros y, precisamente por ello, se fortifica; verse a uno mismo como sujeto unitario implica una forma de represión visual. Si el deseo lleva siempre a la imposibilidad de su satisfacción, la pulsión encuentra su satisfacción en el movimiento mismo destinado a reprimir esa satisfacción: “mientras que el sujeto del deseo se basa en la falta constitutiva (existe en cuanto está en busca del objeto-causa faltante), el sujeto de la pulsión –indica Zizek- tiene su fundamento en un excedente constitutivo: en la presencia excesiva de alguna Cosa intrínsecamente “imposible” y que no debe estar allí, en nuestra realidad presente: la Cosa que, por supuesto, es en última instancia el sujeto mismo”. La obra foto-performativa de Francesca Woodman podría entenderse como una asunción del cuerpo como falta.
Podríamos pensar en que la desnudez, esa acción decisiva, es una mezcla de plenitud sensitiva y resistencia a la codificación socialmente establecida. La obra de Fracesca Woodman alude permanente a un desnudamiento radical, esto es, a un gesto en el que literalmente se deja la piel. Sabemos de sobra que los seres humanos son cuerpos vestidos; el mismo Bataille sabía que la indumentaria está asociada al erotismo como un aspecto de la experiencia interna a diferencia de la sexualidad animal, es manifiesto que al esconder el cuerpo, la ropa excita la curiosidad sexual y crea en el observador el deseo de quitarla. Sin embargo, cuando contemplamos las fotografías de Francesca Woodman no queremos desnudar a nadie sino recuperar el cuerpo que termina por adquirir una apariencia fantasmal. La dinámica de ausencia y presencia corporal compromete al espectador y a la interpretación en una tarea de transferencia, mirando siempre dos veces, por lo menos, esta situación sintomática.
El cuerpo es un producto tardío, una decantación de Occidente en la que aparece el rasgo, crucial, de la caída: es el último peso, vale decir, la gravedad. Pero también podríamos hablar del cuerpo como algo desastroso o, mejor, como nuestra angustia puesta al desnudo. Ahí se pierde pie. No tenemos ninguna duda de que la danza recorre obsesivamente esa piel plegada y replegada, tersa y excitada, ligada o desligada, los lugares de existencia, ese ser-arrojado que es el cuerpo. Los cuerpos, que pueden causar pasmo, son esencialmente lentos, como también los gestos, la exhibición de una medialidad, pueden ser motivo de estupor por su instantaneidad. La obra de Francesca Woodman, con su intensa meditación sobre la corporalidad más allá de la metafísica de la presencia, nos enseña que haya que estar preparado para escuchar lo inaudito. Pero, ¿cómo tocar el cuerpo con la incorporalidad del sentido? Acaso tendríamos que hacer del sentido un toque, un tacto, un porte. Ese toque es el límite, el espaciamiento de la existencia. Pienso, tras estos merodeos en los que querría dar cuenta de un acontecimiento extraordinario, que lo decisivo es tocar las cosas con la lengua. “Tocar la interrupción del sentido –dice Jean-Luc Nancy-, he ahí lo que, por mi parte, me interesa en el asunto del cuerpo”. Tocamos fondo o, mejor, cobramos conciencia del suelo. Por mi pie yo me toco; se trata de tocar el afuera. El yo es un toque de esa exterioridad, pero sobre todo el cuerpo es un tono, una tensión. “Un cuerpo –sigo con Nancy- es lo que empuja los límites hasta el extremo, a ciegas, tentando, tocando por tanto. ¿Experiencia de qué? Experiencia de “sentirse”, de tocarse a sí mismo. [...] El cuerpo es la experiencia de tocar indefinidamente lo intocable, pero en el sentido de que lo intocable no es nada que esté detrás, ni un interior o un adentro, ni una masa, ni un Dios. Lo intocable es que eso toca. También se puede emplear otra palabra para decir esto: lo que toca, eso por lo que es tocado, es del orden de la emoción”.
En la obra de Francesca Woodman tenemos una lógica, al mismo tiempo, del sentido y de la sensación, en esa profundidad de la superficie, en la frontera epidérmica que nos protege, precariamente, del mundo, sin por ello dejar de sedimentar todas las circunstancias y, al fin, ser humana carnalidad del mundo. Su pensamiento-en-cuerpo es rítmico, espaciamiento, latido, dando lugar al tiempo de la danza, el paso del mundo. Debemos asumir lo no racional, comprender que nuestra corporalidad es, en muchos momentos, histérica. La tensión se experimenta en la caída, en el traspiés, en el movimiento más interior del clinamen, sin que aquí esté implícita la miseria, el fracaso o el sufrimiento. La caída es lo más vivo que hay en la sensación, aquello en lo que se sensación se experimenta como viviente: es el ritmo activo.
Tengamos presente que para Freud la perversión no es subversiva, es más, el inconsciente no es accesible a través de ella. La exteriorización, casi obscena, del perverso hace, simultáneamente, las fantasías se amplíen y el inconsciente se pierda. Acaso hay en estás ideas una mitología, implícita, del inconsciente como velo. El perverso, con su certidumbre acerca de lo que procura goce, esconde la brecha, la “cuestión quemante”, la piedra en el camino, que es el núcleo del inconsciente. Zizek sostiene que, en la era de “declinación del Edipo”, en la que la subjetividad paradigmática ya no es la del sujeto integrado en la ley paterna mediante la castración simbólica, sino la del sujeto “perverso polimorfo” que obedece al mandato superyoico de gozos, tenemos que histerizar al sujeto, esto es, recuperar aquel campo de batalla entre los deseos secretos y las prohibiciones simbólicas. En esta voluntad, extraña, de inculcar la falta (junto a la ambigua fascinación respecto de la herida), reaparecería no sólo la sexualización cuanto una modulación de aquello que Kant denominara sentimiento sublime (aquella mezcla de placer y repugnancia o terror). Pero puede que entonces ese Otro de la histeria quede investido de los arcaicos fulgores de lo numinoso.
La barra del sujeto (psicoanalíticamente hablando, una vez más) es lo contrario de una barrera. Lo Real no es ninguna “realidad verdadera” detrás de la simulación virtual, sino el vacío mismo que vuelve la realidad incompleta/inconsistente, y la función de toda matriz simbólica consiste en ocultar esta inconsistencia; una de las formas de lograr este ocultamiento es precisamente fingir que detrás de la realidad incompleta/inconstente que conocemos hay otra realidad no estructurada alrededor de una imposibilidad. No es el momento de la desaparición de los velos o de la teatral subida del telón sino el de la aceptación de la pantalla.
Francesca Woodman sabía que era imposible acceder a una identidad unívoca; la fantasía fundamental debe permanecer inaccesible porque si el sujeto se acerca demasiado ese núcleo obsesivo pierde consistencia. Esa necesidad de la represión le aparta de una ingenuismo espontaneista. El inconsciente es un fenómeno inaccesible en el sentido más radical, no un mecanismo objetivo que regula mi experiencia fenoménica. Lo que hace Francesca Woodman es abrir la posibilidad de minar el control que ejerce la fantasía sobre nosotros por la vía de una sobreidentificación con ella, es decir, por la vía de abrazar simultáneamente, en el mismo espacio, toda su multiplicidad de elementos fantasmáticos. Hay que intentar atravesar (traverseer) la fantasía, sabiendo que el sentido, tal y como mostraron Lévi-Strauss o Lacan, probablemente no sea más que un efecto de superficie, un espejismo, una espuma. La lectura sintomal denuncia la ilusión de la esencia, la profundidad o la completud en beneficio de la realidad del recorte, la ruptura o la maduración. El arte está siempre intentando hacerse con la “otra escena”, esto es, con ese lugar en el que el significante ejerce su función en la producción de las significaciones que permanecen no conquistadas por el sujeto y de las que éste demuestra estar separado por una barrera de resistencia. Es la caída del sujeto que se supone que sabe lo que se opone a la noción de liquidación de la transferencia. El arte puede desbaratar lo que impone el síntoma, a saber, la verdad. En la articulación del síntoma con el símbolo no hay más que un falso agujero. El lenguaje está ligado a algo que agujerea lo real. Y nosotros (sujetos/barrados) necesitamos para evitar disolvernos anudar la experiencia, aunque sea con un decir-a-medias. Lo real se encuentra –apunta Lacan- en los embrollos de lo verdadero. Lo real es siempre un fragmento, un cogollo en torno al cual el pensamiento teje historias; el estigma de lo real es no enlazarse con nada. Entre la pasión voraz y el sentimiento anonadante, podemos tener la impresión de que todo se disuelve en el sinsentido.
Francesca Woodman se preguntaba si era posible fotografiar “algo que no existe”. Usaba el cristal para referirse a la supuesta transparencia de lo real, no dejaba de especular con su cuerpo desnudo, haciendo que su piel se volviera extraña. Pero más que el “estadio el espejo” lo que encuentro en sus obras es una manifestación crucial de la sombra. Jung consideraba que los arquetipos que con mayor frecuencia e intensidad influyen sobre el yo son la sombra, el anima y el animus: “la figura más accesible –advierte en Aion. Contribución a los simbolismos del sí-mismo- a la experiencia es la sombra, cuya índole puede inferirse en gran medida de los contenidos del inconsciente personal”. Si, por un lado, es expresión de lo negativo, también en esas obsesiones que recoge la sombra se encuentra una potencia, adquiere la forma de la emoción que no es una actividad sino un suceso que a uno le sobreviene. La sombra es, en esta clave, una proyección emocional que parece situada sin lugar a duda en el otro. El resultado de la proyección es un aislamiento del sujeto respecto del entorno, en cuanto se establece con este una relación no real sino ilusoria. Por medio de la sombra se encarna precisamente una realidad, un rostro desconocido, cuya esencial permanece inalcanzable. El sujeto se manifiesta por medio de esas sombras que ha conseguido fijar en el muro (la mítica historia de amor, distancia y melancolía que narra Plinio en su Historia Natural como origen mítico de la pintura), el arte empieza como tacto del deseo ausente. Ese contorno de la sombra de un hombre (omnes umbra hominis lineis circumducta) sirve para articular una metafísica de la imagen como presentación de lo ausente, reelaboración de lo erótico perdido en el recuerdo. Francesca Woodman alegoriza la sombra por medio de sus fotografías fantasmales.
A pesar de aproximarse a lo traumático, el imaginario de esta creadora adquiere la ingravidez de lo coreográfico. “Desplegándose –escribe Lacan- en la captura imaginaria, el fingimiento se integra en el juego de acercamiento y de ruptura que constituye la danza originaria, en que esas dos situaciones vitales encuentran su escansión, y los participantes que ordenan según ella lo que nos atreveremos a llamar su dancidad”. El pelo de la melena cubre un rostro, una mujer desnuda intenta enlazarse con las raíces de un árbol o atraviesa la cruz de una tumba, unas pinzas de la ropa en el pecho, junto a los pezones o en el borde del ombligo, el reflejo del otro en el espejo, la máscara delante del sexo, la sombra junto a un cuerpo vestido tan sólo con unos zapatos negros, la puerta desencajada y apoyada sobre las esquinas en un precario equilibrio, el papel pintado recubriendo la piel, la silla vacía y el texto “I stopped playing the piano”, el modelo masculino gordo y desenvuelto, gestualidad dentro de la vitrina, una tortuga y una figura femenina que oculta el semblante tras un círculo blanco, la mano que atraviesa el muro... Si Francesca Woodman olvidó como leer la música, no dejó atrás la belleza de las notas de Scarlatti al que amara tanto, ni dejo de plasmar los fragmentos de sus acciones que, insisto, no eran tanto teatrales cuanto propios de la danza. Todos sus intensos gestos trasmiten la experiencia de la soledad y la extrañeza que puede llegar a producir la propia piel. Fotografías de una inquietante fragilidad en las que, como Rosalind Krauss ha señalado, no hay nada de narcisismo. Una de sus imágenes, tomada en Nueva York a finales de 1979, me conmueve: desde una esquina oscura extiende su mano hasta colocarla dentro de una zona luminosa, como si estuviera acariciando algo familiar y, sin embargo, ajeno. Esa sutileza que no requiere de palabras, ese drama mínimo me punza y me silencia.

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