domingo, 23 de enero de 2011

Una caña por favor.

Miguel Roig: Belén Esteban y la fábrica de porcelana. Las múltiples vidas de un personaje en la hiperrealidad, Ed. Península, Barcelona, 2010. 141 pp.


Fernando Castro Flórez.



Si según la lógica jurídico-policial, valga el oxímoron, todo lo que diga puede ser usado en contra del declarante, en el caso de Belén Estaban cualquier exabrupto puede entrar en esa impresionante máquina de reciclaje que es la televisión. Es la encarnación definitiva del cutrerío, la ordinariez que ni siquiera hereda la duchampiana estrategia del ready-made, una apoteosis del populismo en su versión hiper-casposa. Poco importa que a mí me produzca un malestar estomacal enorme ver como gesticula un día tras otro defendiendo de la forma más patética posible a su “Andreíta” por la que, como no se cansa de repetir, mata, lo peor del asunto es que este espectáculo penoso de varietés que se monta en “Sálvame” arrastra al abismo cada tarde a una multitud que prefiere regodearse en la bazofia, desencantada con el zapping y al borde del catatonismo, antes que apagar, aunque sea para disfrutar de la siesta, el televisor. Tal desafuero estaba destinado, sin ninguna duda, a ser tratado en el formato acartonado de la Tesis Doctoral y no podían faltar ensayos de mayor o menor ingenio. Miguel Roig, director creativo de la agencia Saatchi & Saatchi, consigue realizar una aproximación a Belén Esteban sin pringarse en el lodazal ni caer tampoco en la actitud de censura total. En última instancia, da la impresión de que utiliza el “fenómeno” como pre-texto para continuar su diálogo con las meditaciones de Christian Salmón formuladas, con gran lucidez, tanto en Storytelling como en Kate Moss Machine. Tiene razón el teórico francés cuando advierte que Belén Esteban forma parte de un cuento de hadas trash y que es “la sustancia sin sustancia de la notoriedad televisiva”.
Todo comenzó, como hasta el último eremita autóctono sabe, en Ambiciones, como si fuera un capítulo desechado de alguna serie trasnochada tipo Dinastía. Un torero zafio donde los haya, famoso porque le lanzaban sujetadores en al vuelta al ruedo, dejó embarazada a una chica rubia y de aspecto tímido. Nada presagiaba las movidas tempestuosas que vendrían de esos polvos. Hemos llegado a un delirio tan indescriptible que Belén Esteban, una mujer inequívocamente desquiciada, es calificada como “la princesa del pueblo” y una corte babosa de “colaboradores” le ríe las gracias o sufre en silencio, como las almorranas, sus desafueros y estrictos cortes de manga. El eterno retorno de lo mismo (perdón por mezclar a Nietzsche en este dirty business) hace que frases como “Andreíta cómete el pollo”, la salida en estampida de Fran tras la confesión urbi et orbe de la “cornamenta” o las ruedas de prensa improvisadas de la “Campa” en los intermedios de las clases de teoría y práctica del empaste en el arte del dentista, terminen por quedar apelmazadas en ese estrato escatológico de la mente que tan difícil es depurar.
“Las neurosis que pone en juego Belén Esteban –señala Miguel Roig- en directo tienen relación con el tiempo que le ha tocado vivir: el melodrama ha muerto como género y, con él, el relato romántico”. Aquella fama universal y reducida pocos minutos que Warhol profetizara ha terminado por convertirse en una pesadilla de más de veinte horas semanales en directo. El anfitrión, Jorge Javier Vázquez, no puede ser más cínico porque me resisto a pensar que sea un cretino tan perfecto como parece. Supongo que la experiencia de hacer el idiota sin pausa es adictiva y que si además uno cobra una cantidad escandalosa por delirar a tope en un cadena de televisión convertida en una corrala puede ser fácil pensar que los demás son unos pringaos disponibles para formar parte en algún momento del cortejo inmenso del freakismo.
Belén Esteban no es, ciertamente, Bin Laden aunque su “espectáculo” es, por emplear un título de Ballard, una exhibición de atrocidades que podría dar sentido a una eventual búsqueda de “armas de destrucción masivas” del imaginario colectivo. ¿Qué se saca en claro cuanto se pierden veinte minutos o dos horas contemplando a gente tan sórdida como Kiko Hernández, patéticos como Karmele Marchante o energúmenos del tamaño del Matamoros más cortito? Sencillamente asistimos, en términos de Miguel Roig, a la exposición de la “impotencia colectiva de la audiencia”. El público, contratado para el efecto, aplaude entusiasmado, contemplando como engullen, por ejemplo, una empanada de atún “famosos colaterales” como la cuñada de Rocío Jurado o una tal María que regentaba una casa de putas y que ahora va de tertuliana. En cierto sentido, la Estaban es menos soporífera y deplorable que sus correligionarios que saben que viven de prestado y que en cualquier momento pueden perder la silla. Esto no es ni siquiera, aunque lo sugiera Roig, el kafkiano Teatro Integral de Oklahoma, el ejercicio sistemático de mutilar la creatividad y despreciar la inteligencia. La ministra de cultura Ángeles González Sinde declaró que sentía “mucha simpatía” por Belén Esteban, recibe llamadas de la Casa Real y gente tan petarda como Alaska y su maridito sirven como palmeros “modelnos”. Esta madre coraje de San Blas termina por ser algo así como una radiografía de una época especialmente deplorable de nuestro país: su comportamiento es sintomático y no parece que tengamos terapia para este desmadre. Miguel Roig considera “Sálvame” como la hiperrealidad en su máxima expresión, una modalidad del neocostumbrismo y, sobre todo, un retrato colectivo de la impostura. Algo digno, estoy convencido, de estudiar, aunque esta palabra produzca perplejidad especialmente cuando está tan cerca de Belén Esteban, esa “famosilla” que no tiene miedo a dejar, algún día la televisión, para poner cañas. Ojalá sea pronto.
Las palabras que faltan.

“Beckett Films”.
Comisariado: Javier Montes y Yara Sonseca.
Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Sevilla.


Fernando Castro Flórez.

Beckett tiene, como también es manifiesto en Borges y Bernhard, una capacidad magistral e incluso histriónica para ridiculizar a la filosofía, esto es, para mostrar que sus pretensiones son irrisorias. En El innombrable, por ejemplo, leemos: “De nobis ipsis silemus, decididamente este debería haber sido mi lema. Sí, también me dieron algunas clases de latín apestoso, que queda muy espolvoreado entre el perjurio”. El fragmento de la Instauratio Magna de Francis Bacon, citado para la posteridad hermenéutica, en el epígrafe de la edición B de la Crítica de la Razón Pura kantiana, sirve en el texto de Beckett como una delirante “referencia de autoridad” que, en última instancia es falaz. Adorno sostendrá que el autor de Final de partida se encoge de hombros ante la posibilidad de la filosofía o de la teoría en general hoy. Sin embargo, el arte necesita de la filosofía para su interpretación, “para que diga lo que el arte no puede decir, aunque sólo el arte pueda decirlo, en la medida en que no pueda decirlo en absoluta”. El carácter paradójico de la teoría estética, con este pálido fulgor del nihilismo, tiene un carácter hechizante.
Volvía a ver hace unos días 8 ½ de Fellini, esa epopeya barroca de la impotencia creativa que se refugia en la mentira para conseguir que el circo continúe, cuanto escuché una frase, en boca de Marcello Mastroianni. que bien podría ser parte de la amarga cosecha de Beckett: “No tengo nada que decir, y a pesar de todo lo diré”. Recordemos que, desde Malone muere a Watt, de Los días felices a El despoblador, siempre surge la conciencia obsesiva de que incapacidad para decir algo no significa que dejemos de hablar sino que somos incapaces de parar de hacerlo. En Molloy encontramos, perfectamente cincelada, la tarea de este escritor: “No querer decir, no saber qué quienes decir, no ser capaz de decir qué crees que quieres decir y nunca parar de hablar, o casi nunca eso es lo que hay que mantener presente, incluso en el fragor de la creación”. Esta resolución realizada desde lo aporético surge, en buena medida, de un no saber ni lo que se dice: “Debería mencionar –leemos en El innombrable-, antes de avanzar una línea más, que digo aporía sin saber qué significa. ¿Acaso puede uno ser efectivo si no es sin darse cuenta? No lo sé”.
Gilles Deleuze señala que su ensayo sobre Beckett (“L´epuisé”) que el agotamiento “epuisement”es algo distinto de la fatiga. Si el lenguaje termina por ser apenas un murmullo casi inaudible es porque se han agotado todas sus posibilidades. Es justamente en esa situación agotadora cuando surge la aspiración de sobrepasar el lenguaje mediante una imagen pura que ya no es parte de la imaginación de las voces y los nombres, no surge de la razón ni de la memoria. Imaginación muerta imagina es la condensación de lo que será el paso de Beckett hacia lo fílmico y la televisión. He vuelto a ver Film, rodada en 1964 con Alan Schneider, y también las piezas para televisión y radio que están magníficamente presentadas en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Impresiona, ciertamente, la fricción de las imágenes descarnadas de Beckett con la rotunda severidad del Monasterio de la Cartuja sevillana. Si hace unos años el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía presentó esta misma selección (sin excepción de Not I, el monólogo delirante protagonizado por Billie Whitelaw) no tenía el formato que tiene ahora que es propio del “cine de exposición” superando la presentación de un ciclo en un auditorio.
Y es justamente ahora cuando he pensado algo obvio pero que en mis anteriores textos sobre Beckett no había planteado. ¿No será que nos interesamos por ese material porque está realizado por el mismo sujeto que escribió Esperando a Godot? Tengo la impresión de que, en realidad, la episódica tentativa cinematográfica de Beckett está sobrevalorada. Lo digo con la experiencia de ser yo mismo uno de los que lanzó, en varias ocasiones, las campanas al vuelo. La fascinación por Gosth Trio, Quad o Nach und Träume es meramente derivativa. He vuelto a leer las páginas de Gilles Deleuze en La imagen-movimiento sobre los ángulos de visión de Film donde Beckett ascendería “al plano luminoso de inmanencia, el plano de materia y su chapoteo cósmico de imágenes movimiento” y me he encontrado únicamente con la mistificación. Es cierto, como apuntan Javier Montes y Yara Sonseca, comisarios de la exposición en el CAAC, que Beckett desde los años sesenta hasta su muerte tradujo su desconfianza gradual hacia la palabra “como medio de verdadera comunicación en un interés creciente por la imagen y la audiovisual”. Conviene tener presente que el núcleo duro de la escritura beckettiana surge entre 1952 y 1957 y que los años en los que se interesará por lo audiovisual son precisamente aquellos en los que su imaginación está, sin coartadas, prácticamente seca. Este auténtico despoblador no tenía para lo fílmico el inmenso talento que atesoró para los diálogos y monólogos de la desesperanza insomne.
Lo que le falta, valga la obviedad, al imaginario visual de Beckett es las palabras, ese ir y venir verbal o, para decirlo con más propiedad, la verborrea tan típicamente irlandesa. Coleridge definió la verborrea como la unión de dos pensamientos incompatibles a partir de la sensación, no del sentido; es un lenguaje autocontradictorio hecho de oxímoron, antítesis, paradojas y absurdos razonados. Podríamos decir que la cima filosófica de la verborrea es la implacable Crítica de la razón pura. Volvemos a ver la sentencia de Berkley al comienzo de Film (“esse est percipi”) y, a pesar de esa evidencia visual, da la impresión de que el mundo beckettiano es potente precisamente porque soporta la ceguera. Basta con que leamos sus inquietantes piezas teatrales, sus desoladoras novelas o sus relatos residuales. En esos basureros donde el hombre está deyecto no hace falta ver nada, incluso es paisaje está cubierto de ceniza. Unas palabras obsesivas valen más que mil imágenes “fílmicas”. En 1967 Beckett afrontó dos preguntas sobre Final de partida, surgiendo la primera de ellas del “desconcierto” que sintió gran parte del público ante la representación teatral: “¿Cree que Final de partida plantea interrogantes a los espectadores?”. La respuesta no puede ser más lapidaria y certera: “Final de partida no pretende ser más que una pieza. Nada menos. Nada tiene que ver por lo tanto con interrogantes y respuestas. Para tales menesteres existen universidades, iglesias, cafeterías, etc.”. No podemos hablar de lo que nos gustaría hablar (el carácter irrepresentable de la muerte) y aún así no podemos no hablar, por más maravilloso que pueda parecer: “Debes seguir, no puedo seguir, seguiré”.
Revelando el dolor.

Iván Navarro. “Tener el Dolor en el Cuerpo del Otro”.
Galería Distrito 4. Madrid.

Fernando Castro Flórez.


Una de las obras más conocidas de Bruce Nauman es un texto, en forma de espiral, realizado con neón en que podemos leer, en inglés, la siguiente frase: “El verdadero artista ayuda al mundo revelando verdades místicas”. Algunos amantes de lo trascendente tendrán que sentir la insatisfacción total al comprender que no estamos ante otra cosa que ante una réplica a un anuncio de cervezas y a la cruda constatación de que los límites del mundo, por recurrir al Wittgenstein del Tractatus, son los del lenguaje y que “lo místico” no es algo que pueda decirse sino que, tal vez, sea algo que se muestra (una visión “sub specie aeterni” que revela la extrañeza de que el mundo sea) pero con lo que nos enredamos filosóficamente construyendo pseudoproblemas. Iván Navarro ha recurrido, con enorme lucidez (nunca mejor dicho), al filósofo vienés, concretamente a sus singulares Remarks on colors donde pregunta cómo podemos comprender la imitación del dolor “como tal”. Aquí se encuentra, aunque habitualmente no recaiga en ello la tradición analítica, una vieja herencia: la de la visión catártica que proporciona la tragedia. ¿Qué es lo que aprendemos cuando vemos el sufrimiento de los demás y en qué medida podemos entender, comunicar o recordar esa experiencia extrema? Las imponentes piezas de Iván Navarro surgen con una clara conciencia del tiempo del horror, de la dictadura chilena y las heridas que dejó abiertas, sin derivar hacia un discurso panfletario o meramente sociológico.
“Mi propósito –índica Iván Navarro- al trabajar con textos escritos en neón es investigar un aspecto del lenguaje que muchas veces no es percibido conscientemente por quien lee. Esto es entender el texto también como una imagen. Pienso que la tipografía o el diseño que ocupa un texto o una palabra, puede cambiar o intervenir el significado de la palabra en cuestión. Me interesa trabajar la contaminación visual que afecta a la palabra escrita y por ende a su contenido expresivo”. En la galería Distrito 4 vemos unos tambores transparentes en los que las letras de neón quedan abismadas gracias a los reflejos especulares. Las palabras que forman nos recuerdan la dimensión del odio pero también la comodidad del ocio o el vacío total que ahí se experimenta. El eco aparece también no como un sonido sino como aquella dimensión mítica de la distancia que pertenece al mito del origen del narcisismo y su rechazo de la ninfa desaparecida para ser un muro que devuelve, tan obsesiva como enigmáticamente, aquello que proferimos. Unos contundentes pozos realizados con ladrillos también nos hechizan con sus palabras simples: OÍDO, CODO, DEDO. Iván Navarro alegoriza una lectura que es, al mismo tiempo, un arte de la escucha, su deslizamiento por la aliteración también impone la dimensión del cuerpo, el brazo ejecutor que bien podría ser el que esperábamos ofreciera auxilio en la caída.
Golpear (KICK) o patear (HIT) son palabras que impiden una lectura sublimatoria, como tampoco lo hace el vídeo Un monumento perdido de Washington, DC o Propuesta de monumento para Víctor Jara en el que un sujeto intenta mantener el equilibrio mientras toca la guitarra encima de otro que está a cuatro patas, teniendo los dos los rostros tapados por bolsas. Tortura alegorizada en la que escuchamos palabras punzantes: “Lo que veo nunca vi/ lo que he sentido y lo que siento/ hará brotar el momento”. Iván Navarro sabe que hay un umbral de lo terrible en el que hay tanta oscuridad cuanta claridad. Si la luz es el primer signo de la creación también es aquello que nos ciega. El pozo de angustia y el tambor frágil reflejan en abismo verdades que no tienen nada de místicas.