jueves, 30 de abril de 2009


A orillas de lo impersonal
Carlos Ferrer Barrera



A veces, al visitar determinadas exposiciones, tengo la fugitiva sensación de que el arte no sabe hacia dónde se dirige. Quiero decir con esto que, en conjunto, y aún a falta de la necesaria perspectiva para apreciarlo, los artistas actuales no tienen un objetivo común claro hacia el que derivar. Ni falta que hace. En una sociedad individualista como la que sostenemos, aquello de ir codo con codo no se lleva si no es para usarlo como arma y expulsar a la cuneta a los competidores, o bien para apoyarnos y sacar nuestras cabezas por encima de la maleza. En esto, quien muestre una debilidad está perdido, y la carrera del arte tiene tantos rivales que los que se pretendían modernos en el siglo XIX entendieron que quizá es mejor mostrarse bajo la máscara o el maquillaje. Ya ellos previeron que, en aquellas masificadas ciudades, la modernidad pasaba por perderse entre la muchedumbre y observar a la ‘foule’, ir de un lado a otro según se sucediesen los acontecimientos. Lápiz y cuaderno en mano, a tomar notas o esbozos bajo la posición encubierta del francotirador.

Eran los inicios de la modernidad, los primeros momentos en que artistas y escritores se asomaban al balcón buscando una poderosa imagen de la urbe. Entonces, algunos pintores se ocultaban en su autorretrato tras el humo, entre máscaras o bajo la afectada pose del dandy. Hoy todo eso ha cambiado, aunque ese proceso de ocultación continúa ante el riesgo de parecer demasiado humano. Las necesidades intelectuales no son las que fueron, pero la desnudez sigue sin estar de moda. El artista no se ofrece al espectador en plenitud, sino que sugiere un ‘yo’ esencial a través de sus obras. Algo así sucede con la reciente exposición de Susy Gómez en el CAC Málaga, una selección de piezas fotográficas de gran tamaño que proceden de un trabajo previo de pseudo-collage con elementos y técnicas muy diversos, desde el uso de joyas familiares, hasta la pintura, pasando por cera derretida o capas de purpurina. Todo ello aplicado sobre imágenes extraídas de revistas de moda, en una suerte de anulación feminista de esa imagen de la mujer-objeto. En cualquier caso, el interés de la mallorquina por el mundo de la moda es evidente desde sus inicios.

Como afirma la propia artista, en dichas obras subyace una fuerte carga personal, e incluso confiesa que la exposición está dedicada a sus tías. Sin embargo difícilmente podemos localizar rasgos de su mundo interior desde la frialdad y la lejanía del perfecto desconocido, y ante tal galería de Sin títulos. En esos desproporcionados cuadros, cuidadosamente mal puestos contra la pared, lo único que queda de personal es la aparición de un anillo y un pendiente que, como reza el folleto de mano, pertenecieron a su madre y ejercen de símbolos para diferenciarse del resto de elementos. Quizá ese sea el hilo desde el que adentrarse en el interior del laberinto, una pequeña luz en la oscuridad, aunque en el fondo nos preguntemos qué demonios nos importa lo que tenga que decirnos de sí misma la autora, si lo realmente interesante es su aporte al entramado artístico. Lo que sucede es que cuando uno entra a ver una exposición con un título como ‘El timón de mis almas’, lo último que espera es salir más desconcertado aún sobre la idea que tenía previamente. Y Susy Gómez juega ágilmente con ello. Lo hace desde el principio, con esa primera obra en la que un ojo nos observa desde una mirilla, como si estuviese tras una puerta que creemos que va a abrir. Las misteriosas imágenes que le siguen no aportan mucho más en ese sentido bajo ese aire pop que les envuelve. Rostros tachados con rotulador, cuerpos bañados por la cera aún caliente, capas de pintura o una lluvia de purpurina, todo ello bajo la fría apariencia de la imagen publicitaria y con algún retazo de los objetos personales antes mencionados.

En definitiva, estos juegos de exhibición/ocultación no son nada nuevo en el arte contemporáneo, más bien se trata de un clásico en la historia del arte que podría enlazarse con la evolución del autorretrato. El propio Warhol, entre otros muchos, también jugó a mostrarse, pero en una imagen que dista bastante de la profundidad y la desnudez del alma. Mostró, manipulada, reelaborada y sin ambages, una apariencia, que muchos engullimos e interpretamos como si fuese real. Y lo es.

sábado, 25 de abril de 2009




Autorretrato del performer como un idiota monumental.

Fernando Castro Flórez.



Este artista es, no cabe ninguna duda, un perfecto idiota. Y, a pesar de su terquedad, es también admirable. Algunos han llegado a calificar su comportamiento como el de un “maratoniano” del performance, en realidad es un pesado de tomo y lomo. No quiero, ni mucho menos, descalificar sus míticas acciones, pocas pero contundentes, caracterizadas por durar exactamente un año cada una. La historia ha sido contada en bastantes ocasiones: Tehching Hsieh llega, como un emigrante más, desde Taiwan a Nueva York después de haberse formado en su país en las todavía llamadas “bellas artes” y haber intentado, con catastróficas consecuencias para su menudo cuerpo, repetir la acción del salto al vacío de Klein sin acaso saber que se trataba de un fake fotográfico. A pesar del lógico batacazo, decidió desarrollar en la ciudad babélica que eligió para vivir unas acciones que, en términos generales, respondían al topicazo de unir el arte con la vida. Como incluso en lo estético aparece un ansia de totalidad y un afán de hacer algo decisivo y, por supuesto, conclusivo, Hsieh tomó, algo habitual en los lectores declaradamente epigónicos, las cosas literalmente y así consideró que lo mejor era no dejar ni un minuto de la vida ajeno a esa “coartada” que calificamos como arte. Comenzó en 1978 encerrándose en una celda en el segundo piso del 111 de Hudson Street, en 1980 colocó en su estudio un reloj de esos que se emplean en las fábricas para chequear que no todos llegan a la hora que les da la real gana y, por no perder la costumbre, comenzó su rutinaria tarea de picar cada hora ahí durante un año enterito. Su tercera acción consistió en estar literalmente en la calle desde el 26 de septiembre de 1981 hasta el 26 de septiembre de 1982 sin entrar en ningún edificio ni subir al metro al tren o a un avión; tampoco buscó refugio en alguna cueva o en una precaria tienda de campaña. Para su cuarto performance contó con la colaboración de Linda Montano a la que se ató con una cuerda para llevar esa vida cuasi-matrinonial de nuevo durante 365 días. Acaso estaba cansado del mundo del arte y por eso a mediados de los años ochenta decidió realizar algo fácil de entender: no hacer arte ni hablar de eso ni verlo ni leer nada relacionado con las cosas que se exponen o acontecen; por supuesto tampoco entró en galerías ni en museos. “I just go in life”, escribió con cierta soberbia. Tan sólo rompió con su modus operandi cuando en 1986 inició la última de sus “piezas” que consistió en estar trece años “haciendo arte” pero sin presentarlo públicamente. Reapareció el día en el que justamente cumplía 49 años, el 31 de Diciembre del 1999. Singular coincidencia de cambio de milenio y paso a la condición de cincuentón.
La ventaja de este tipo de comportamiento es que resulta mucho más fácil de describir que casi todo lo que hacen el resto de los artistas contemporáneos. En cierta medida se trata de algo sumamente “obvio” e incluso previsible. Lo que es bastante más difícil de comprender es el furor repentino que Tehching Hsieh ha despertado en las instituciones museísticas más importantes de Nueva York. Resulta que, al mismo tiempo, se le rinde “homenaje” en el MoMA y en el Guggenheim, recibe una beca en una edad que en bastantes sentidos es la de la “jubilación” y los críticos de arte e incluso gente periférica a la pomada como Deborah Sontag lanzan encendidas loas al pionero, al maestro de la coherencia y, por supuesto, al sujeto que ha sido capaz de “sobrevivir” a la experiencia del arte. En la prestigiosa editorial de MIT acaba de aparecer un tomo dedicado a sus “Life Works” titulado Out of Now. Basta darle un vistazo superficial a este libro para comprobar que estamos asistiendo a una suerte de canonización o, mejor, ajuste académico de un performer que si nos dejamos llevar por el viento dominante sería la quintaesencia de lo filosófico. Adrian Heathfield escribe un ensayo que ocupa 61 páginas con 121 notas que comienza, nada más y nada menos, que con dos citas de Heidegger y Derrida, tampoco faltan a la ceremonia de la (confusa) entronización fragmentos de Nancy, Cixous, Bergson o Levinas. Yo mismo cometo, con demasiada frecuencia, este tipo de desafuero consistente en sobre-interpretar algo que, de ningún modo, tiene intenciones teóricas o metafísicas. ¿Qué sentido tiene montar este tinglado que hasta el propio escritor considera un “acto de restitución”? Puede que la pulsión de archivo, la voluntad taxidérmica y el afán de documentar lo anodino sean, esto es lo decisivo, consustanciales a la pretendida “superación del arte” que Hsieh certifica.
Aunque la mala lectura puede ser poéticamente fértil, lo cierto es que la forma en la que el MoMA ha decidido presentar el trabajo de este performer no puede ser calificada sino como una completa tergiversación. En varias paredes está fijada una retahíla de pequeños retratos de Tehching Hsieh en los que vemos que por lo menos le crece el pelo y, en un cuarto en penumbra, han instalado la celda de madera en la que se recluyó voluntariamente. Podría incluso parecer que estamos ante una “escultura”. Es muy triste que alguien haya intentado hacer algo “épico” para finalmente dejar que los residuos sean tratados como reliquias. Ya sea por inconsecuencia o por debilidad, como reacción al canto de sirenas de la fama o el cotidiano afán de comercializar algo, lo cierto es que la clonación del espacio de un performance adquiere la dimensión de la impostura cabal. ¿Dónde está Hsieh mientras sus declaraciones y fotografías e incluso el lavabo, el cepillo y el camastro adquieren la dimensión de lo “aurático”? Seguramente encantado de la vida al comprobar que todo ha sido encuadernado en tapa dura y no hay una sola ficha del reloj sin fotografíar y, por tanto, todo, hasta lo más banal, ha sido reproducido. Al revisar esta documentación sometida a la transubstanciación museal he reparado en que este tipo tiene casi siempre cara de estar aburrido hasta extremos indescriptibles. Los que han decidido darle una beca (consumando la estrategia del pseudo-radicalismo-subvencionado) han cometido un lamentable error: lo que este presunto performer ha estado buscando es un trabajo. Tanta reclusión y rigor temporal es propio de alguien que hasta podría llegar a formar parte del comité de empresa. Su pretendida singularidad, el carácter romo de su existencia y la unicidad carente de misterio hacen que, sin seguramente pretenderlo, este individuo que anunció al comienzo de un milenio demoledor “I kep myself alive”, sea, lo digo desde la fervorosa estupefacción, un idiota incluso en años bisiestos.

jueves, 23 de abril de 2009

la anterior entrada en blanco es el resultado de mis malvados y desesperados intentos de colgar aquí una información demencial que me manda Pepo: un taller de algo que dice así como "loco o loca por la moda". Deriva de las cosas de Susy Gómez con Carrefour por el medio. Para no perdérselo.

http://mail.google.com/mail/?ui=2&ik=1bea8eca98&view=att&th=120d33e687e85d05&attid=0.2&disp=inline&zw
CONFIESO QUE ME HA GUSTADO:

Javier Cuevas.


En una de las reducidas y excesivamente blanca salas del CAC Málaga, se encuentra la exposición de Susy Gómez “El timón de mis almas”, formada por 18 fotografías y una videoperformance titulada “A Licinia Gómez”. En las fotografías la artista, siguiendo una iconografía pseudo-pop, establece como motivo de representación las imágenes de modelos de la revista Vogue, imágenes que amplía y sobre las que interviene a través de distintos materiales como la pintura, la purpurina o la cera.
De esta forma, la artista lleva a cabo una doble operación. Por un lado, realiza el ejercicio pop de elevar ciertas iconografías de la low cult a la high cult, si es que a estas alturas se pueden seguir estableciendo dichas diferencias. Y por otro, muestra un interesante juego de texturas a través de la combinación del grano de las revistas derivado de la ampliación de las fotos y de los distintos materiales con los que interviene, quedando todo ello unificado por la pátina fotográfica final en una especie de triple salto mortal.
Esa forma de resaltar el granulado de la fotografía podría recordarnos a Lichtenstein aunque en el caso de Susy Gómez parece que la motivación de la artista no es la de congelar el trazo como hacía el artista neoyorkino en su crítica al expresionismo abstracto, sino más bien poner en evidencia la técnica artística de la fotografía.
Sin embargo, y siguiendo esa línea pop, vemos que no hay una actitud crítica hacia aquello que muestra, destilando las fotografías una objetividad interrumpida únicamente por las intervenciones ya comentadas que realiza la artista, que incluso resultan ridículas en ese contexto pop y objetivo. De hecho, el gran formato de las obras nos habla de una monumentalidad y un carácter aurático de su obra que choca bastante con la línea pop comentada.
A pesar de ciertas incongruencias, consideramos que la artista alcanza en esta exposición realizada expresamente para el CAC cierto grado de coherencia en un discurso entre el apropiacionismo y el pop, del que quizá podría haber sacado más partido.
llevo esperando una semana a las críticas de Kabakov y Susy Gómez. Por favor, no os retraseis más. No se si finalmente es que alguien va a hacer una tesis doctoral sobre el particular. La crítica no es solo, como pretendiera Baudelaire "parcial, apasionada y política", tiene que llegar a tiempo y para eso solo hay una disposición: llegar rápido. Por tanto, mandad aunque sea unas notas o un borrador. Algo mejor que nada.


Para no bailar al son de nada.


Fernando Castro Flórez.




“Los seres humanos –escribe John Berger- fueron creados para el baile. Fueron. Sólo mientras bailan se transforman en un don, en un puro don, todo lo que pueden hacer, sus capacidades y su ingenio, todas sus tretas, todas sus mentiras y todas sus terribles verdades. Seres creados para el tango”. Es evidente que el baile atraviesa nuestras vidas, el cuerpo se entrega a un placer que es, también, una forma de dar cuenta de lo que nos obsesiona. El desbordamiento progresivo de una concepción ortodoxa de la danza ha permitido no sólo un diálogo con lo teatral, lo fílmico o las artes plásticas en sus distintas manifestaciones sino, sobre todo, una radicalización de la reflexión sobre las experiencias del cuerpo. Más allá de una concepción del sujeto como foco intencional, hiperconceptualizada, hay una visión de lo que somos como una realidad múltiple en la que deseos, visiones y discursividades establecen complejos entrecruzamientos. Los procesos teóricos contemporáneos en los que se cuestiona tanto la identidad como el género e incluso el desmantelamiento (deconstruccionista) de la presencia afectan, por supuesto, a las propuestas de los coreógrafos interesados en establecer un encuentro fecundo con manifestaciones que funcionan en lo que llamo un campo expandido.
Ha pasado ya mucho tiempo desde que teóricos como Michel Fried contemplaron, casi con pánico, la llegada de un comportamiento plástico que abandonaba la pureza moderna para acoger la teatralidad de la objetualidad, un tipo de literalismo que llegaron a identificar con el fin o negación misma del arte. En el final de la idea moderna del arte surgen, evidentemente, actitudes, gestos y obras, diferenciados de aquella voluntad delimitadora precedente, esto es, afrontamos una situación pluralista. La hibridación también no existe exclusivamente en las llamadas “artes plásticas”, sino que en la danza se ha producido una situación semejante de indisciplina, esto es, comienza a constituirse una intensa o zona transdisciplinar en la que danza, teatro y performance permiten el despliegue de distintos acontecimientos corporales.
Desde la conquista del suelo que realiza Isadora Duncan hasta los arquetipos relacionados con lo cotidiano en Martha Graham o la suite de secuencias de Pina Bausch que funciona como una danza especular de la realidad cotidiana, hay un desplazamiento hacia otra gravedad en el baile, cuando el suelo sobre el que pisamos es, de nuevo, común. Merce Cunningham exploró nuevos dominios para la danza considerando que el espacio puede ser fluido de forma continuada; en sus conversaciones con Jacqueline Lesschaeve, publicadas recientemente en la editorial Global Rythm, señala que su punto de partida fue que cualquier tipo de movimiento podía ser danza. No cabe duda que sus colaboraciones con John Cage, Rauschenberg, Jasper Johns, Andy Warhol, Robert Morris, Frank Stella o, más recientemente, con Ernesto Neto, hacen de Cunningham una figura que sobrepasa los límites convencionales de la danza. “Yo bailo –dice con sencillez- porque me produce un profundo placer el hacerlo, no solamente por las preguntas que surgen a través de la danza sino por la danza misma”. En el fondo lo que estaba haciendo era prestar atención a la constante transformación de la vida, en la que no es infrecuente que alguien que va caminando se caiga. Fue propiamente para protegerse en las caídas de la coreografía que tituló Witerbranch por lo que hizo que Steve Paxon y sus otros bailarines llevaran zapatos o zapatillas deportivas para protegerse un poco. Recordemos el título de un ensayo capital que da cuenta de los nuevos planteamientos que introducen en la danza Simone Forti, Trisha Brown, Lucinda Childs, Douglas Dunn o Meredith Monk: Terpsícore in Sneakers. Post-Modern Dance.
Para Cunningham la cuestión básica de la danza es la energía y una amplificación de la misma que surge a través del ritmo, “y si pierdes eso acabas haciendo meros decorados”. Su defensa de la precisa imprecisión es un momento fundacional para toda la liberación del corsé clásico-académico. De entrada tomó la decisión radical de no bailar, en ningún sentido, al son de una música. El objeto de la danza es para el autor de Torse es bailar y no tiene que representar nada más ni remitir a algo literario, psicológico o estético, “sino que se relaciona mucho más con las experiencias cotidianas, con la vida diaria, con observar a la gente mientras camina por la calle”. Como suele suceder con todo profeta no fue él sino otros, por ejemplo, el mencionado Robert Dunn quienes llevaron hasta sus últimas consecuencias esa deriva cotidiana de la danza.
Aunque la teoría del arte contemporáneo ha permanecido lamentablemente al margen de la evolución de la danza contemporánea no cabe duda de que es uno de los campos más intensos y dinámicos en los que puede apreciarse una extraordinaria hibridación. Los nietos de aquella apuesta por el humor y lo inesperado que latía en Cunningham han mantenido una actitud de indisciplina que hace que sea innecesario compartimentar su trabajo en una categoría determinada: “Aunque a fin de cuentas –ha declarado La Ribot- todas estas clasificaciones de teatro, mimo, danza, música, empiezan a desaparecer, y todo se convierte en teatro visual, teatro danza, arte visual performance, artes escénicas... Me parece que empiezan a ser más flexibles con el término danza, algo que me parece definitivo para este arte”. Virilio sugiere que el drama del teatro, de la danza contemporánea o del body art marcan un límite: “plantean la pregunta del “hasta donde””. Asistimos a espectáculos que van del virtuosismo deconstructor de William Forsythe al hiper-expresionismo del trauma en Pina Bausch, de la revisión irónica del repertorio por parte de Mats Ek al complejo y visceral neobarroco de Jan Fabre, pero también a una defensa de los acontecimientos mínimos, al puro pasmo ante un cuerpo que puede mucho más que cualquier discurso.
“La danza –escribe Valery- genera toda una plástica: el placer de danzar desata a su alrededor el placer de ver danzar”. Cunningham subraya que los gestos son evocadores, son esos momentos que no pretenden expresar nada y que sin embargo son expresivos. En Walkaround Time rendía homenaje a Marcel Duchamp poniendo en escena las cuestiones de la desnudez y el movimiento gracias al famoso “retardo en vidrio”. Aquella transparencia era, en parte, el resultado de un “criadero de polvo” y, sobre todo, enseñaba a confiar en el azar, aunque hubiera que recurrir, en un juego delirante, a un conjunto de “zurcidos patrón”. En uno de los más complejos laberintos de la modernidad, Finnegans Wake de Joyce, encontró Merce Cunningham una frase que le sirvió como pre-texto para la pieza Un jour ou deux: “en el principio fue la danza del son”. Fue capaz de ver que la danza podía hacerse de otro modo. Su legado, incluso de todo aquello que no tiene nada que ver con él, es, sencillamente, prodigioso.

miércoles, 22 de abril de 2009


[El texto que pego a continuación es la segunda versión del anterior sobre Francesca Woodman. Quería tan sólo marcan así el modo en el que a veces uno sigue dándole la vuelta a los temas. Me encargó la revista Cooltura de Murcia que escribierá sobre esta fotógrafa americana que se suicidó muy joven. Ese es el primer texto que he subido. Decidí, algo raro en mi caso, no poner una sola nota a pie de página. Luego me pidieron que redactara un texto para el catálogo que el espacio de arte visuales de la Región de Murcia preparaba con motivo de una exposición retrospectiva de esta creadora. Retomé toda una parte de lo preparado con anterioridad y añadí bastantes cosas nuevas. En fin, tarea obsesiva y placentera]

“Mirror floating down river”
[Straight photography, “écrasement du temps”, Wunderkammer y otras derivas del inconsciente en torno a la obra de Francesca Woodman].



Fernando Castro Flórez.



“Las cosas parecen extrañas porque mis fotos dependen de mi estado emocional… Se que eso es verdad y he reflexionado sobre ello mucho tiempo. En cierto modo, me hace sentir muy bien, mucho” (Francesca Woodman).






“De entrada –escribe Philippe Sollers-, Francesca Woodman se instala en la contraimagen. Sale de la oscuridad, atraviesa el espejo, se materializa en un instante en un mundo retorcido de inquietud. Se trata como de una aparición. Está sola, aquí, en medio de figurantes y sombras que viven en lo que nosotros consideramos el espacio real. ¿Qué puede hacer ella, sino fotografiar el acontecimiento que la impulsa? Este acontecimiento no se podría decir de otro modo”. Ella está arrodillada encima de un espejo, más que en actitud de orar, en un recogimiento de ternura aunque también de ocultación. El cuerpo femenino cerca de la piel del animal, el rostro a través del vidrio: transparencias y obstáculos, distancias y enigmáticas cercanías. El propio sentido está velado o, mejor, encriptado. La imagen especular parece ser el umbral del mundo visible, esa identificación o mejor transformación producida en el sujeto (función del yo) cuando asume, según advierte Lacan en su crucial ensayo sobre el “estadio del espejo, una imagen que constituye la matriz simbólica, antes de que el lenguaje le restituya en lo universal y le introduzca en situaciones sociales elaboradas. Apuleyo, acusado de magia por poseer un espejo, hizo de él un elogio eficaz, diciendo que el espejo, por sus virtudes para capturar las imágenes supera a la arcilla que está falta de energía, al mármol que carece de color, al cuadro pintado que no tiene cuerpo ni volumen, y sabe capturar mejor cualquier otra cosa el movimiento de la imagen en sus breves confines: el espejo consigue, atrapando el movimiento de los objetos y personas que pasan delante suyo, plasmar en fragmentos el transcurrir de los años de la vida de un hombre y sus cambios. Pero, en realidad, el espejo, no retiene nada, su fondo de azogue rechaza toda memoria, lo único que permanece es el anhelo de quien se contempla reflejado en él. El espejo es un fenómeno umbral que nombra el objeto concreto que tiene delante, aunque también pueden tener carácter extensivo o intensivo y conseguir que la mirada a lugares que habitualmente no puede descifrar. La obsesión de Francesca Woodman por el espejo tiene que ver con la conciencia del carácter des-realizante del reflejo.
Francesca Woodman se preguntaba si era posible fotografiar “algo que no existe”. Usaba el cristal para referirse a la supuesta transparencia de lo real, no dejaba de especular con su cuerpo desnudo, haciendo que su piel se volviera extraña. Pero más que el “estadio el espejo” lo que encuentro en sus obras es una manifestación crucial de la sombra. Jung consideraba que los arquetipos que con mayor frecuencia e intensidad influyen sobre el yo son la sombra, el anima y el animus: “la figura más accesible –advierte en Aion. Contribución a los simbolismos del sí-mismo- a la experiencia es la sombra, cuya índole puede inferirse en gran medida de los contenidos del inconsciente personal”. Si, por un lado, es expresión de lo negativo, también en esas obsesiones que recoge la sombra se encuentra una potencia, adquiere la forma de la emoción que no es una actividad sino un suceso que a uno le sobreviene. La sombra es, en esta clave, una proyección emocional que parece situada sin lugar a duda en el otro. El resultado de la proyección es un aislamiento del sujeto respecto del entorno, en cuanto se establece con este una relación no real sino ilusoria. Por medio de la sombra se encarna precisamente una realidad, un rostro desconocido, cuya esencial permanece inalcanzable. El sujeto se manifiesta por medio de esas sombras que ha conseguido fijar en el muro (la mítica historia de amor, distancia y melancolía que narra Plinio en su Historia Natural como origen mítico de la pintura), el arte empieza como tacto del deseo ausente. Ese contorno de la sombra de un hombre (omnes umbra hominis lineis circumducta) sirve para articular una metafísica de la imagen como presentación de lo ausente, reelaboración de lo erótico perdido en el recuerdo. Francesca Woodman alegoriza la sombra por medio de sus fotografías fantasmales.
A partir del motivo ancestral y arquetípico del “doble” o Doppelgänger, Freud caracteriza lo inquietante como un rasgo fundamental de la actividad psíquica inconsciente, que estaría dominada por un automatismo o impulso de repetición –repetición compulsiva- inherente a la esencia misma de los instintos, una pulsión dotada de poder suficiente como para sobreponerse al principio del placer. Debemos advertir, con Lacan, que en un cuadro (en el caso de Woodman, en una fotografía) siempre podemos notar una ausencia: la de campo central donde el poder separativo del ojo se ejerce al máximo en la visión. En todo, sólo puede estar ausente y reemplazado por un agujero, que, en alguna medida, es el reflejo de la pupila. Por consiguiente, y en la medida en que establece una relación con el deseo, en el cuadro siempre está marcado el lugar de una pantalla central, por lo cual, ante él, el espectador está elidido como sujeto del plano geometral. Cuando Lacan señala que “lo que se contempla es lo que no se puede ver” alude al la búsqueda del objeto perdido, al circuito óptico y a las pulsiones que están condicionadas por el espejo a través del cual el deseo de ver nos hace presentes las cosas. Woodman muestra lo que yo no puedo ver. Su “fuerza interior” es la manifestación de la disimetría entre el deseo y la mirada pero sobre todo entre el lugar de la mirada y la ansiedad de la visión propia.
Podríamos regresar a la “perversión” psicoanalítica según la cual la mujer no existe para entender los esfuerzos de Francesca Woodman por lograr más que una apariencia, el poder de la aparición. “Cuando no se existe –escribe con lucidez Sollers-, excepto en la imposibilidad de ser un ángel (del bien o del mal, poco importa, no es esa la cuestión), se tiene tendencia a flotar, se levita, la gravedad y el vacío inventan otras leyes. Woodman es un ángel del malestar, sin suda pero irónico, no destructor (es ella quien se destruirá)”. En vez de la religiosidad encontramos en sus intensas imágenes la manifestación gozosa de la jovialidad e incluso una suerte de alegoría del amor. Victoria Combalía ha señalado, acertadamente, que el rostro de Francesca Woodman aparece en sus fotografías en pocas ocasiones: no así su subjetividad. Acaso esos rostros revelados estén nombrando, alegóricamente, el borde de la petrificación. No podemos ignorar que las “visiones capitales” remiten, en el nivel de lo mitológico a la Medusa. Pero es que la visión medusea debería ser entendida como el retrato (fatal) de la pintura. En un breve texto de 1922, Freud se atreve de contemplar la horripilante cabeza de la Medusa con cabellos que son serpientes y establece, de forma brutal, como si fuera algo que tuviera que decir sin matices, que decapitar es igual a castrar. En esta clave el arte podría entenderse como un acto apotropaico que intenta denegar, por medio de la repetición, el mal de ojo que subyace tanto a la Medusa cuanto a Narciso. Estar impedido es un síntoma, vale decir un modo de caer en la trampa que habitualmente supone el narcisismo. El impedimento que sobreviene está vinculado a este círculo por el cual, con el mismo movimiento con el que el sujeto avanza hacia el goce, es decir, hacia lo que está más lejos de él, se encuentra con esa fractura íntima, tan cercana, al haberse dejado atrapar por el camino en su propia imagen, la imagen especular que es, precisamente, el motivo de fondo de Francesca Woodman.
Es ésta la trampa: el sujeto es cautivado por la función del deseo o por ese cuerpo extraño que la sedimentación fotográfica querría “contener”. La imagen envolvente que posee al que lo mira es, por tanto, un señuelo que nos proporciona placer y, al mismo tiempo, es un postizo algo que maquilla nuestras fobias. Roland Barthes indica, en La cámara lúcida, que la muerte aparece en la fotografía como “écrasement du temps”, como una resurrección o una infinita capacidad de re-presentación del sujeto. Woodman codifica la subjetividad, la encripta, como en esa fotografía titulada My house en la que el cuerpo esquinado está envuelto en plásticos mientras en la estantería vacía no encontramos otra cosa que algunos trapos. Un espejo, una vez más, enfrenta la escena aunque tiene el obstáculo de ese material plástico tirado por el suelo. En el gabinete de Woodman que, en cierto sentido, es una camera no puede faltar la calavera o el osario. Ese es el rostro de la melancolía en el que, según Benjamín, se condensaba el proceder alegórico. Fotografía que se desnuda como trauerspiel. El espejo, inevitablemente, termina por tornarse oscuro.
Según David Levi Strauss la obra de Woodman, que recurre significativamente al uso de fetiches, no participa tanto del estilo surrealista como de su sustancia, su originario deseo revolucionario de transgredir el código de las apariencias y mirar a través del espejo: “Cuando Woodman mira al espejo, mira al espejo en búsqueda de la cámara, que somos nosotros, porque la cámara es nuestro representante temporal. Teniendo en cuenta que las cámaras casi siempre se han hallado en manos de hombres que quieren mirar a mujeres, una joven guapa manejando su propia cámara resulta siempre una subversión”. Jean Baudrillard advirtió que el narcisismo se transformó de lugar de la soberanía en herramienta de control social, esto es, en una suerte de exaltación dirigida y funcional de la belleza como valor y como intercambio de signos. Tal vez sea cierto que la realidad está hecha para hacerse añicos. Woodman entiende la realidad como permanente interpretación, vale decir, como una máscara tras la que no hay un rostro definitivo sino un juego de enmascaramientos sucesivos. Como Saussure dijo “el sujeto alucina su mundo”.
“Puede –escribe Jacques Derrida en Dar (el) tiempo- ser que no haya nominación, lenguaje, pensamiento, deseo o intención más que allí donde hay ese movimiento para pensar todavía, para desear, nombrar aquello que no se da ni a conocer, ni a experimentar, ni a vivir –en el sentido en que la presencia, la existencia, la determinación regulan la economía del saber, de la experiencia y del vivir-. En este sentido, no se puede pensar, desear y decir más que lo imposible, en la medida sin medida de este límite: no se puede desear, nombrar, pensar, en el sentido propio –si lo hay- de estas palabras más que en la desmesurada medida en que aún o ya se desea, se nombra y se piensa, en la medida en que aún puede anunciarse lo que, sin embargo, no se puede presentar como tal a la experiencia, al conocimiento: en resumidas cuentas, aquí, un don que no se puede hacer presente”. Hay que aprender del crecimiento de las cosas en la naturaleza y llegar a decidir cual es el momento oportuno. Acaso el tiempo cronológico y el tiempo meteorológico no hablen de otra cosa que de una mezcla, esto es, del kairós, aquello que resulta propicio. La luz que hace las cosas visibles en el kairós impone el tiempo de la naturaleza: ahí se unen el corte y la continuidad, lo estático y lo fluido. La temporalidad que dinamiza a Francesca Woodman es la de las emociones, la de la turbulencia pasional que, a pesar de todo, está “planificada”, sometida a un estricto control “escénico”. Su desmesura es también una teatralización de lo fantasmal, vale decir, de aquellas obsesiones primordiales que nos constituyen.
En Más allá del principio del placer, advierte Freud, que la conciencia surge en la huella de un recuerdo, esto es, del impulso tanático y de la degradación de la vivencia, algo que la fotografía sostiene como duplicación de lo real pero también como teatro de la muerte. En la edad de la ruina de la memoria (cuando el vértigo catódico ha impuesto su hechizo) el tiempo está desmembrado, “de ese desmembramiento -escribe Trías- surge la presencia de una reminiscencia”. El arte sabe de la importancia de destacarse del tiempo, para buscar las correspondencias como un encuentro (memoria involuntaria) que detiene el acelerado discurrir de la realidad. Francesca Woodman compone una impresionante obra juvenil que está atravesada por el deseo de recuperar el ser porque lo que tenemos es las cenizas del tiempo o la sombra del cuerpo. La suya es una imitación llevada al límite, una escenificación (Darstellbarkeit en la terminología freudiana) en la que todos los tiempos están presentes. El desprendimiento corporal de esta artista impone un enigmático teatro del retorno de la memoria, la reiteración de una “primera vez”, una gestualización del fantasma que me hace pensar que (aun no) sabemos nada. El deslizamiento tanatológico está enraizado en un aspecto fundamental y atávico de lo Unheimlich, habida cuenta de que lo más inquietante se vincula con la emergencia ambigua de la muerte, con la siniestra y reiterativa des-aparición de lo espectral.
No es, sin embargo, lo inquietante el tono único ni decisivo de la obra de Francesca Woodman. Acaso su mirada esté, en todo momento, convocando lo maravilloso, la dimensión de lo poético que late en la cotidianeidad más despojada. Porque en esas fotografías hay un latido o unos murmullos que nos obligan a prestar atención a los detalles, al lujo del abandono. Daniel Arrasse advertía que al saltar a los ojos y dejarse descubrir por sorpresa, haciendo interrupción en ese instante en el discurso del cuadro y en el recorrido de quien lo mira, el detalle “sobrecoge” al cuadro y “al espectador los disloca y los pone en un estado de síncope significante”. Más allá de la crueldad de Artaud o de la dureza de Bataille, Woodman nos entrega el don más preciado: júbilo y lo insensato.
Como en la catarsis, el rechazo y la repulsión van unidos a la fascinación por lo extremo, aquí la protección puede ser el momento previo a una entrega sin condiciones, a ese desasimiento que tanto nos cuesta alcanzar. El riguroso arte del cuidado de sí, que parece estar en el fondo de la propuesta estética de Francesca Woodman, surge a partir de una singular extrañeza del cuerpo, algo semejante a lo que Lacan llamó extimité (extimidad), un proceso complejo en el que nos ponemos hondamente en relación con la Cosa. Aquel sujeto barrado del que hablara Lacan nos acerca al deseo que puede abrirse a partir de la indeterminación, de la indecibilidad o incluso de la destinerrancia. El deseo es una mezcla de disfrute e insatisfacción que no puede ser resuelto en la forma de una “ausencia esencial”; acaso el abandono del sufrimiento diferente tenga que ver con la renuncia que hacemos de nosotros mismos y, por supuesto, con la dificultad de establecer el encuentro con el otro. Lyotard habló de la fórmula postmoderna, en un imaginario conflictivo, como un dejar la respuesta en suspenso, sin excluir que haya algo de Otro, algo de falta y algo de deseo. No cabe duda de que el desasimiento y la castración intervienen en la emergencia del sujeto. “La castración –apunta Lacan- quiere decir que es preciso que el goce sea rechazado para que pueda ser alcanzado en la escala invertida de la Ley del deseo”.
Lo que falta es ese otro que es crucial en el deseo que a veces atraviesa ese corte no para encontrar meramente la desnudez sino para sentir el miedo, insalvable, de la finitud. El desapego es algo primordial para ese sujeto que es una brecha donde pueden caer los “apegos apasionados”, un gesto de des-investidura que remite a la disolución de la libido: lo que disloca al sujeto (en el proceso de su constitución) es el encuentro traumático con el goce. El yo, constituido especularmente, cree que en torno a él únicamente hay un terreno lleno de escombros y, precisamente por ello, se fortifica; verse a uno mismo como sujeto unitario implica una forma de represión visual. Si el deseo lleva siempre a la imposibilidad de su satisfacción, la pulsión encuentra su satisfacción en el movimiento mismo destinado a reprimir esa satisfacción: “mientras que el sujeto del deseo se basa en la falta constitutiva (existe en cuanto está en busca del objeto-causa faltante), el sujeto de la pulsión –indica Zizek- tiene su fundamento en un excedente constitutivo: en la presencia excesiva de alguna Cosa intrínsecamente “imposible” y que no debe estar allí, en nuestra realidad presente: la Cosa que, por supuesto, es en última instancia el sujeto mismo”. La obra foto-performativa de Francesca Woodman podría entenderse como una asunción del cuerpo como falta.
Podríamos pensar en que la desnudez, esa acción decisiva, es una mezcla de plenitud sensitiva y resistencia a la codificación socialmente establecida. La obra de Francesca Woodman alude permanente a un desnudamiento radical, esto es, a un gesto en el que literalmente se deja la piel. Sabemos de sobra que los seres humanos son cuerpos vestidos; el mismo Bataille sabía que la indumentaria está asociada al erotismo como un aspecto de la experiencia interna a diferencia de la sexualidad animal, es manifiesto que al esconder el cuerpo, la ropa excita la curiosidad sexual y crea en el observador el deseo de quitarla. Sin embargo, cuando contemplamos las fotografías de Francesca Woodman no queremos desnudar a nadie sino recuperar el cuerpo que termina por adquirir una apariencia fantasmal. La dinámica de ausencia y presencia corporal compromete al espectador y a la interpretación en una tarea de transferencia, mirando siempre dos veces, por lo menos, esta situación sintomática.
El cuerpo es un producto tardío, una decantación de Occidente en la que aparece el rasgo, crucial, de la caída: es el último peso, vale decir, la gravedad. Pero también podríamos hablar del cuerpo como algo desastroso o, mejor, como nuestra angustia puesta al desnudo. Ahí se pierde pie. No tenemos ninguna duda de que la danza recorre obsesivamente esa piel plegada y replegada, tersa y excitada, ligada o desligada, los lugares de existencia, ese ser-arrojado que es el cuerpo. Los cuerpos, que pueden causar pasmo, son esencialmente lentos, como también los gestos, la exhibición de una medialidad, pueden ser motivo de estupor por su instantaneidad. La obra de Francesca Woodman, con su intensa meditación sobre la corporalidad más allá de la metafísica de la presencia, nos enseña que haya que estar preparado para escuchar lo inaudito. Pero, ¿cómo tocar el cuerpo con la incorporalidad del sentido? Acaso tendríamos que hacer del sentido un toque, un tacto, un porte. Ese toque es el límite, el espaciamiento de la existencia. Pienso, tras estos merodeos en los que querría dar cuenta de un acontecimiento extraordinario, que lo decisivo es tocar las cosas con la lengua. “Tocar la interrupción del sentido –dice Jean-Luc Nancy-, he ahí lo que, por mi parte, me interesa en el asunto del cuerpo”. Tocamos fondo o, mejor, cobramos conciencia del suelo. Por mi pie yo me toco; se trata de tocar el afuera. El yo es un toque de esa exterioridad, pero sobre todo el cuerpo es un tono, una tensión. “Un cuerpo –sigo con Nancy- es lo que empuja los límites hasta el extremo, a ciegas, tentando, tocando por tanto. ¿Experiencia de qué? Experiencia de “sentirse”, de tocarse a sí mismo. [...] El cuerpo es la experiencia de tocar indefinidamente lo intocable, pero en el sentido de que lo intocable no es nada que esté detrás, ni un interior o un adentro, ni una masa, ni un Dios. Lo intocable es que eso toca. También se puede emplear otra palabra para decir esto: lo que toca, eso por lo que es tocado, es del orden de la emoción”.
En la obra de Francesca Woodman tenemos una lógica, al mismo tiempo, del sentido y de la sensación, en esa profundidad de la superficie, en la frontera epidérmica que nos protege, precariamente, del mundo, sin por ello dejar de sedimentar todas las circunstancias y, al fin, ser humana carnalidad del mundo. Su pensamiento-en-cuerpo es rítmico, espaciamiento, latido, dando lugar al tiempo de la danza, el paso del mundo. Debemos asumir lo no racional, comprender que nuestra corporalidad es, en muchos momentos, histérica. La tensión se experimenta en la caída, en el traspiés, en el movimiento más interior del clinamen, sin que aquí esté implícita la miseria, el fracaso o el sufrimiento. La caída es lo más vivo que hay en la sensación, aquello en lo que se sensación se experimenta como viviente: es el ritmo activo. El cuerpo es, sin ningún género de dudas, el lugar del límite, de lo individual, cicatriz de una indiferenciación que muchos sueñan con volver a encontrar. “Es por medio del cuerpo -apunta David Le Breton en Antropología del cuerpo y modernidad- que se intenta llenar la falta con la que cada uno entra en la existencia como un ser inacabado, que produce sin cesar su propia existencia en la interacción entre lo social y lo cultural. Adornarse con signos, consumidos e imaginados, asegura una protección contra la angustia difusa de la existencia, como si la solidez de los músculos, la mejor apariencia o el conocimiento de muchas técnicas corporales tuviesen el poder de conjurar los peligros de la precariedad, de la falta”. Todo hombre intenta disipar la angustia y, en ciertas ocasiones, puede llegar a pesar que la salida es la perversión que, según Freud no es precisamente subversiva. La exteriorización, casi obscena, del perverso hace, simultáneamente, las fantasías se amplíen y el inconsciente se pierda. Acaso hay en estás ideas una mitología, implícita, del inconsciente como velo. El perverso, con su certidumbre acerca de lo que procura goce, esconde la brecha, la “cuestión quemante”, la piedra en el camino, que es el núcleo del inconsciente. Zizek sostiene que, en la era de “declinación del Edipo”, en la que la subjetividad paradigmática ya no es la del sujeto integrado en la ley paterna mediante la castración simbólica, sino la del sujeto “perverso polimorfo” que obedece al mandato superyoico de gozos, tenemos que histerizar al sujeto, esto es, recuperar aquel campo de batalla entre los deseos secretos y las prohibiciones simbólicas. En esta voluntad, extraña, de inculcar la falta (junto a la ambigua fascinación respecto de la herida), reaparecería no sólo la sexualización cuanto una modulación de aquello que Kant denominara sentimiento sublime (aquella mezcla de placer y repugnancia o terror). Pero puede que entonces ese Otro de la histeria quede investido de los arcaicos fulgores de lo numinoso.
La barra del sujeto (psicoanalíticamente hablando, una vez más) es lo contrario de una barrera. Lo Real no es ninguna “realidad verdadera” detrás de la simulación virtual, sino el vacío mismo que vuelve la realidad incompleta/inconsistente, y la función de toda matriz simbólica consiste en ocultar esta inconsistencia; una de las formas de lograr este ocultamiento es precisamente fingir que detrás de la realidad incompleta/inconstante que conocemos hay otra realidad no estructurada alrededor de una imposibilidad. No es el momento de la desaparición de los velos o de la teatral subida del telón sino el de la aceptación de la pantalla.
Francesca Woodman sabía que era imposible acceder a una identidad unívoca; la fantasía fundamental debe permanecer inaccesible porque si el sujeto se acerca demasiado ese núcleo obsesivo pierde consistencia. Esa necesidad de la represión le aparta de una ingenuismo espontaneista. El inconsciente es un fenómeno inaccesible en el sentido más radical, no un mecanismo objetivo que regula mi experiencia fenoménica. Lo que hace Francesca Woodman es abrir la posibilidad de minar el control que ejerce la fantasía sobre nosotros por la vía de una sobreidentificación con ella, es decir, por la vía de abrazar simultáneamente, en el mismo espacio, toda su multiplicidad de elementos fantasmáticos. Hay que intentar atravesar (traverseer) la fantasía, sabiendo que el sentido, tal y como mostraron Lévi-Strauss o Lacan, probablemente no sea más que un efecto de superficie, un espejismo, una espuma. La lectura sintomal denuncia la ilusión de la esencia, la profundidad o la completud en beneficio de la realidad del recorte, la ruptura o la maduración. El arte está siempre intentando hacerse con la “otra escena”, esto es, con ese lugar en el que el significante ejerce su función en la producción de las significaciones que permanecen no conquistadas por el sujeto y de las que éste demuestra estar separado por una barrera de resistencia. Es la caída del sujeto que se supone que sabe lo que se opone a la noción de liquidación de la transferencia. El arte puede desbaratar lo que impone el síntoma, a saber, la verdad. En la articulación del síntoma con el símbolo no hay más que un falso agujero. El lenguaje está ligado a algo que agujerea lo real. Y nosotros (sujetos/barrados) necesitamos para evitar disolvernos anudar la experiencia, aunque sea con un decir-a-medias. Lo real se encuentra –apunta Lacan- en los embrollos de lo verdadero. Lo real es siempre un fragmento, un cogollo en torno al cual el pensamiento teje historias; el estigma de lo real es no enlazarse con nada. Entre la pasión voraz y el sentimiento anonadante, podemos tener la impresión de que todo se disuelve en el sinsentido.
Francesca Woodman recurre a lo secreto, incompleto y cifrado, al fetiche que disuelve la división del sujeto. El cuerpo no se convierte en el lugar en el que se niega el inconsciente, no pude ser el lugar en el que la identidad del sujeto se forja en una nueva afirmación del cogito. El juego o, en otros términos, la performatividad de esta fotógrafa sintoniza a la perfección con el tiempo de la precariedad. Ella sabe que el cuerpo es la señal más intensa de de reconocimiento, allí donde se aprehende la existencia. Las imágenes sirven de consuelo ante la imposibilidad de comprender totalmente del mundo y, sobre todo, legitiman lo que llamaríamos la “homeopatía de la angustia”. Las visiones de Woodman están, paradójicamente llenas de angustia, pero también de sensualidad. Si ha perdido algo y tiene nostalgia de la época en la que tocaba el piano, las hipnóticas variaciones de Scarlatti, también confía en los encuentros, en el poder incontrolable del azar. Recordemos L´amour fou y aquella belleza convulsiva que (nos) sale al paso. En esas vibrantes páginas, tras la famosa declaración de Breton de que “sólo puede haber belleza –belleza convulsiva- al precio de afirmar la relación recíproca que enlaza al objeto considerado en su movimiento y su reposo”, realiza un elogio del cristal que es la fuente de “las más alta enseñanza artística”. En vez de la evocación de una fotografía de una locomotora abandonada durante años al delirio de la selva virgen, tenemos unas prodigiosas imágenes de una mujer desnuda que se protege de su propia mirada con espejos, plásticos o telas. El delirio erótico es la clave de una experiencia de la realidad transformada en una representación. Si en Francesca Woodman habla la herida, también queda sedimentada la emoción y lo espontáneo. “Entonces –escribe Woodman-, en un momento determinado, ya no tuve necesidad de traducir las notas; me venían directamente a las manos”.
Chris Townsend señala que Francesca Woodman se presenta ella misma como “the living sacrifice to the domus”. En su obra hay una singular manifestación de la estética gótica, esto es, de ese gusto por lo sombrío y críptico, como en la imagen en la que, literalmente, atraviesa una tumba. Su denso imaginario retoma cuestiones que ya estaban planteadas, por ejemplo, en la serie Unica de Hans Bellver realizada a finales de los años cincuenta o en la estética de Duane Michals que decía que “to photograph reality is to photograph nothing”. Woodman supo aprender de maestros como Aaron Siskind, entregado a una suerte de animación de la naturaleza muerta, o Harry Callahan. Podemos encontrar semejanzas con ciertas imágenes de Deborah Turbeville y cierta sintonía, en la distancia, con la desarquitectura de Gordon Matta-Clark, esa indagación espacial que le lleva al vértigo, la nausea y la desorientación. Con todo, las imágenes de Woodman en la que parece desaparecer atrapada por paredes descompuestas, sus singulares puestas en escena de la corporalidad son genuinas y no meros ejercicios escolares o versiones de lo ya realizado. Había conseguido, en plena juventud, una extraordinaria madurez plástica y estaba evolucionando hacia una tonalidad esencial en la que lo performativo, lo fílmico y la instalación efímera eran determinantes. Benjamín Buchloh aproxima las cuestiones fotográficas de Woodman a las que una década antes tratara Eva Hesse: el deseo de encontrar un espectro de materiales y articulaciones que no fueran rígidos, en los que se pudiera acentuar la dimensión de procesualidad. Donde la escultora tiende hacia lo mórbido, la fotógrafa acentúa las presencias fantasmagóricas.
Hervé Chandès señala que la obra de Woodman sugiere lo pasajero y lo efímero, lo transitorio y la fragilidad. La conciencia del tiempo de la fugacidad conduce al deseo de desaparición. El interés por capturar fotográficamente la transparencia entrega, finalmente, un cuerpo troceado. La serie de grabados de Klinger titulada Paraphrase ubre den Fund eines Hanschuhs (Fantasías sobre el hallazgo de un guante) inspira, según parece, a Woodman en su fetichización que punctualiza una corporalidad que habita allí donde se impone el desorden. Su amiga Sloan Rankin advierte que arte y vida eran, para Francesca Woodman, imágenes especulares. Era una coleccionista de cosas y de acontecimientos: libros, pieles de zorros, espejos, bragas de seda, vestidos de rayón estampados. El estudio terminó por ser una Wunderkammer barroca. Ella misma no dudaba en introducirse en las vitrinas como si la pieza más rara de la colección caótica fuera su desnudez. “La mayoría de los fotógrafos –escribe Rankin- prefieren una pulcritud exenta de polvo, en cambio a mí me parecía que Francesca se sentía más a gusto entre el polvo. (También tenía una afición especial al moho)”. No escapamos, aunque lo pretendamos, al élevage de poussiére duchampiano. Es en los restos, en lo sedimentado, donde se encuentra lo excepcional, aquello que activa la imaginación. No puede sorprender que Woodman sintiera interés por la Topographie anecdotée du hasard de Daniel Spoerri. Su geometría interior, como expone su bello libro de 1981, es necesariamente desordenada.
Francesca no cesa en su obsesión de transformar su habitación, sacar fuera de quicio las puertas, como el tiempo shakespeariano, arrancar el papel pintado, penetrar en la chimenea, fijar sombras en el suelo… Resulta irónico su proyecto de recomponer fotográficamente, con diazotipos, la fachada de un templo griego o romano a partir de ella misma y sus amigas convertidas en cariátides. Su casa no tiene otra cosa que telas y plásticos drapeados, restos escatológicos de la ninfa que persiguiera a través de la historia del arte Warburg. David Levi Strauss ha recordado que las figuras de la Antigüedad que está evocando Francesca Woodman son, propiamente, sacerdotisas de Artemisa de Caria que presidían los ritos femeninos de paso, en especial la transición de parthenos (virgen) a gyne (mujer totalmente integrada en la sociedad). La apropiación de una mitología arcaica le sirve a esta creadora para alegorizar sus desazones emocionales, para dar cuenta de la tensión específica de lo femenino.
En una ocasión Sloan Rankin le preguntó a Francesca por qué se quitaba la ropa para posar y por qué era tan a menudo el tema de sus fotografías: “Es –contestó sin dudarlo- una cuestión de conveniencia, yo siempre estoy disponible”. Charlie, el modelo, está posando lúdicamente, aunque también podría decirse que su actitud es la de un atolondrado y ella no pude resistir a la tentación de salir en la fotografía. Tiene que desnudarse y aparecer. Quiere dar, así, una lección de cómo se puede usar tanto el espejo de la escena cuanto cómo moverse en la ventana del “velo” de luz. Mientras el hombre con una mueca estúpida se coloca una pecera vacía ante el rostro o toca con poca convicción sus genitales, ella no deja de moverse y consigue que su rostro desaparezca. Francesca Woodman conoce, de sobra, el arte del camuflaje. Roger Caillois en el ensayo “Mimetismo y psicastenia legendaria”, publicado en el número 7 de la revista Minotaure (1935) habló de una auténtica tentación del espacio, de las reacciones adaptativas de los animales en un ambiente angustioso. Una especie de “instinto de abandono” (la inercia del impulso vital) conduce a una “posesión convulsiva” del espacio. Las fotografías de Woodman son el testimonio de esas tentaciones, son respuestas miméticas o sintomáticas frente a un espacio ruinoso que ella misma ha generado. A self as aporia: un sujeto fabricado en un espacio enigmático. En su diario apuntó Francesca Woodman que estaba interesada en el modo en que la gente esta relacionada con el espacio. Su principal modo de “habitar” en medio de los restos era jugar con el espejo. Recordemos el cuadro Les Liaisons dangereuses (1926) de Magritte (una joven cubre su cuerpo, aparentemente desnudo con un espejo en el que se refleja otro o el mismo cuerpo de espaldas y también desnudo), una mise en abyme de la identidad que reaparece en las ghost pictures de Francesca Woodman.
Esta mujer que, literalmente, desaparece en sus autorretratos, formulando la alteración del yo a la manera de Rimbaud, se sentía, en cierta medida, frustrada porque sus proyectos resultaban ridículos, completamente ilógicos o ilegibles. Si en sus últimas obras, como ya he indicado, parecía que pretendiera convertirse en una cariátide o en una bacante, en realidad lo que estaba haciendo era radicalizar su estrategia de desplazamiento. Acaso soñaba con convertirse en cosa. En la obra de Francesca Woodman –señala Chris Townsend- el cuerpo mismo deviene ambiguo. Toda la escenografía de la desnudez finalmente remite a un suerte de deseo angélico. Sus fotografías sedimentan la infinita ansiedad que resta cuando el ángel ha partido. Resto del vértigo y del encuentro más raro. Verdadero amor loco. Tenía una idea para un film en el que era crucial la aparición de un espejo flotando río abajo (mirror floating down river). Nunca hizo otra cosa que intentar fijar una identidad que, a la manera heracliteana, fluye.
A pesar de aproximarse a lo traumático, el imaginario de esta creadora adquiere la ingravidez de lo coreográfico. “Desplegándose –escribe Lacan- en la captura imaginaria, el fingimiento se integra en el juego de acercamiento y de ruptura que constituye la danza originaria, en que esas dos situaciones vitales encuentran su escansión, y los participantes que ordenan según ella lo que nos atreveremos a llamar su dancidad”. El pelo de la melena cubre un rostro, una mujer desnuda intenta enlazarse con las raíces de un árbol o atraviesa la cruz de una tumba, unas pinzas de la ropa en el pecho, junto a los pezones o en el borde del ombligo, el reflejo del otro en el espejo, la máscara delante del sexo, la sombra junto a un cuerpo vestido tan sólo con unos zapatos negros, la puerta desencajada y apoyada sobre las esquinas en un precario equilibrio, el papel pintado recubriendo la piel, la silla vacía y el texto “I stopped playing the piano”, el modelo masculino gordo y desenvuelto, gestualidad dentro de la vitrina, una tortuga y una figura femenina que oculta el semblante tras un círculo blanco, la mano que atraviesa el muro... Si Francesca Woodman olvidó como leer la música, no dejó atrás la belleza de las notas de Scarlatti al que amara tanto, ni dejo de plasmar los fragmentos de sus acciones que, insisto, no eran tanto teatrales cuanto propios de la danza. Todos sus intensos gestos trasmiten la experiencia de la soledad y la extrañeza que puede llegar a producir la propia piel. Fotografías de una inquietante fragilidad en las que, como Rosalind Krauss ha señalado, no hay nada de narcisismo. Una de sus imágenes, tomada en Nueva York a finales de 1979, me conmueve: desde una esquina oscura extiende su mano hasta colocarla dentro de una zona luminosa, como si estuviera acariciando algo familiar y, sin embargo, ajeno. Esa sutileza que no requiere de palabras, ese drama mínimo me punza y me silencia.
Dancidad real y extrañeza sombría.
[Merodeos psicoanalíticos en torno a las fotografías de Francesca Woodman].


Fernando Castro Flórez.



Como en la catarsis, el rechazo y la repulsión van unidos a la fascinación por lo extremo, aquí la protección puede ser el momento previo a una entrega sin condiciones, a ese desasimiento que tanto nos cuesta alcanzar. El riguroso arte del cuidado de sí, que parece estar en el fondo de la propuesta estética de Francesca Woodman, surge a partir de una singular extrañeza del cuerpo, algo semejante a lo que Lacan llamó extimité (extimidad), un proceso complejo en el que nos ponemos hondamente en relación con la Cosa. Aquel sujeto barrado del que hablara Lacan nos acerca al deseo que puede abrirse a partir de la indeterminación, de la indecibilidad o incluso de la destinerrancia. El deseo es una mezcla de disfrute e insatisfacción que no puede ser resuelto en la forma de una “ausencia esencial”; acaso el abandono del sufrimiento diferente tenga que ver con la renuncia que hacemos de nosotros mismos y, por supuesto, con la dificultad de establecer el encuentro con el otro. Lyotard habló de la fórmula postmoderna, en un imaginario conflictivo, como un dejar la respuesta en suspenso, sin excluir que haya algo de Otro, algo de falta y algo de deseo. No cabe duda de que el desasimiento y la castración intervienen en la emergencia del sujeto. “La castración –apunta Lacan- quiere decir que es preciso que el goce sea rechazado para que pueda ser alcanzado en la escala invertida de la Ley del deseo”.
Lo que falta es ese otro que es crucial en el deseo que a veces atraviesa ese corte no para encontrar meramente la desnudez sino para sentir el miedo, insalvable, de la finitud. El desapego es algo primordial para ese sujeto que es una brecha donde pueden caer los “apegos apasionados”, un gesto de des-investidura que remite a la disolución de la libido: lo que disloca al sujeto (en el proceso de su constitución) es el encuentro traumático con el goce. El yo, constituido especularmente, cree que en torno a él únicamente hay un terreno lleno de escombros y, precisamente por ello, se fortifica; verse a uno mismo como sujeto unitario implica una forma de represión visual. Si el deseo lleva siempre a la imposibilidad de su satisfacción, la pulsión encuentra su satisfacción en el movimiento mismo destinado a reprimir esa satisfacción: “mientras que el sujeto del deseo se basa en la falta constitutiva (existe en cuanto está en busca del objeto-causa faltante), el sujeto de la pulsión –indica Zizek- tiene su fundamento en un excedente constitutivo: en la presencia excesiva de alguna Cosa intrínsecamente “imposible” y que no debe estar allí, en nuestra realidad presente: la Cosa que, por supuesto, es en última instancia el sujeto mismo”. La obra foto-performativa de Francesca Woodman podría entenderse como una asunción del cuerpo como falta.
Podríamos pensar en que la desnudez, esa acción decisiva, es una mezcla de plenitud sensitiva y resistencia a la codificación socialmente establecida. La obra de Fracesca Woodman alude permanente a un desnudamiento radical, esto es, a un gesto en el que literalmente se deja la piel. Sabemos de sobra que los seres humanos son cuerpos vestidos; el mismo Bataille sabía que la indumentaria está asociada al erotismo como un aspecto de la experiencia interna a diferencia de la sexualidad animal, es manifiesto que al esconder el cuerpo, la ropa excita la curiosidad sexual y crea en el observador el deseo de quitarla. Sin embargo, cuando contemplamos las fotografías de Francesca Woodman no queremos desnudar a nadie sino recuperar el cuerpo que termina por adquirir una apariencia fantasmal. La dinámica de ausencia y presencia corporal compromete al espectador y a la interpretación en una tarea de transferencia, mirando siempre dos veces, por lo menos, esta situación sintomática.
El cuerpo es un producto tardío, una decantación de Occidente en la que aparece el rasgo, crucial, de la caída: es el último peso, vale decir, la gravedad. Pero también podríamos hablar del cuerpo como algo desastroso o, mejor, como nuestra angustia puesta al desnudo. Ahí se pierde pie. No tenemos ninguna duda de que la danza recorre obsesivamente esa piel plegada y replegada, tersa y excitada, ligada o desligada, los lugares de existencia, ese ser-arrojado que es el cuerpo. Los cuerpos, que pueden causar pasmo, son esencialmente lentos, como también los gestos, la exhibición de una medialidad, pueden ser motivo de estupor por su instantaneidad. La obra de Francesca Woodman, con su intensa meditación sobre la corporalidad más allá de la metafísica de la presencia, nos enseña que haya que estar preparado para escuchar lo inaudito. Pero, ¿cómo tocar el cuerpo con la incorporalidad del sentido? Acaso tendríamos que hacer del sentido un toque, un tacto, un porte. Ese toque es el límite, el espaciamiento de la existencia. Pienso, tras estos merodeos en los que querría dar cuenta de un acontecimiento extraordinario, que lo decisivo es tocar las cosas con la lengua. “Tocar la interrupción del sentido –dice Jean-Luc Nancy-, he ahí lo que, por mi parte, me interesa en el asunto del cuerpo”. Tocamos fondo o, mejor, cobramos conciencia del suelo. Por mi pie yo me toco; se trata de tocar el afuera. El yo es un toque de esa exterioridad, pero sobre todo el cuerpo es un tono, una tensión. “Un cuerpo –sigo con Nancy- es lo que empuja los límites hasta el extremo, a ciegas, tentando, tocando por tanto. ¿Experiencia de qué? Experiencia de “sentirse”, de tocarse a sí mismo. [...] El cuerpo es la experiencia de tocar indefinidamente lo intocable, pero en el sentido de que lo intocable no es nada que esté detrás, ni un interior o un adentro, ni una masa, ni un Dios. Lo intocable es que eso toca. También se puede emplear otra palabra para decir esto: lo que toca, eso por lo que es tocado, es del orden de la emoción”.
En la obra de Francesca Woodman tenemos una lógica, al mismo tiempo, del sentido y de la sensación, en esa profundidad de la superficie, en la frontera epidérmica que nos protege, precariamente, del mundo, sin por ello dejar de sedimentar todas las circunstancias y, al fin, ser humana carnalidad del mundo. Su pensamiento-en-cuerpo es rítmico, espaciamiento, latido, dando lugar al tiempo de la danza, el paso del mundo. Debemos asumir lo no racional, comprender que nuestra corporalidad es, en muchos momentos, histérica. La tensión se experimenta en la caída, en el traspiés, en el movimiento más interior del clinamen, sin que aquí esté implícita la miseria, el fracaso o el sufrimiento. La caída es lo más vivo que hay en la sensación, aquello en lo que se sensación se experimenta como viviente: es el ritmo activo.
Tengamos presente que para Freud la perversión no es subversiva, es más, el inconsciente no es accesible a través de ella. La exteriorización, casi obscena, del perverso hace, simultáneamente, las fantasías se amplíen y el inconsciente se pierda. Acaso hay en estás ideas una mitología, implícita, del inconsciente como velo. El perverso, con su certidumbre acerca de lo que procura goce, esconde la brecha, la “cuestión quemante”, la piedra en el camino, que es el núcleo del inconsciente. Zizek sostiene que, en la era de “declinación del Edipo”, en la que la subjetividad paradigmática ya no es la del sujeto integrado en la ley paterna mediante la castración simbólica, sino la del sujeto “perverso polimorfo” que obedece al mandato superyoico de gozos, tenemos que histerizar al sujeto, esto es, recuperar aquel campo de batalla entre los deseos secretos y las prohibiciones simbólicas. En esta voluntad, extraña, de inculcar la falta (junto a la ambigua fascinación respecto de la herida), reaparecería no sólo la sexualización cuanto una modulación de aquello que Kant denominara sentimiento sublime (aquella mezcla de placer y repugnancia o terror). Pero puede que entonces ese Otro de la histeria quede investido de los arcaicos fulgores de lo numinoso.
La barra del sujeto (psicoanalíticamente hablando, una vez más) es lo contrario de una barrera. Lo Real no es ninguna “realidad verdadera” detrás de la simulación virtual, sino el vacío mismo que vuelve la realidad incompleta/inconsistente, y la función de toda matriz simbólica consiste en ocultar esta inconsistencia; una de las formas de lograr este ocultamiento es precisamente fingir que detrás de la realidad incompleta/inconstente que conocemos hay otra realidad no estructurada alrededor de una imposibilidad. No es el momento de la desaparición de los velos o de la teatral subida del telón sino el de la aceptación de la pantalla.
Francesca Woodman sabía que era imposible acceder a una identidad unívoca; la fantasía fundamental debe permanecer inaccesible porque si el sujeto se acerca demasiado ese núcleo obsesivo pierde consistencia. Esa necesidad de la represión le aparta de una ingenuismo espontaneista. El inconsciente es un fenómeno inaccesible en el sentido más radical, no un mecanismo objetivo que regula mi experiencia fenoménica. Lo que hace Francesca Woodman es abrir la posibilidad de minar el control que ejerce la fantasía sobre nosotros por la vía de una sobreidentificación con ella, es decir, por la vía de abrazar simultáneamente, en el mismo espacio, toda su multiplicidad de elementos fantasmáticos. Hay que intentar atravesar (traverseer) la fantasía, sabiendo que el sentido, tal y como mostraron Lévi-Strauss o Lacan, probablemente no sea más que un efecto de superficie, un espejismo, una espuma. La lectura sintomal denuncia la ilusión de la esencia, la profundidad o la completud en beneficio de la realidad del recorte, la ruptura o la maduración. El arte está siempre intentando hacerse con la “otra escena”, esto es, con ese lugar en el que el significante ejerce su función en la producción de las significaciones que permanecen no conquistadas por el sujeto y de las que éste demuestra estar separado por una barrera de resistencia. Es la caída del sujeto que se supone que sabe lo que se opone a la noción de liquidación de la transferencia. El arte puede desbaratar lo que impone el síntoma, a saber, la verdad. En la articulación del síntoma con el símbolo no hay más que un falso agujero. El lenguaje está ligado a algo que agujerea lo real. Y nosotros (sujetos/barrados) necesitamos para evitar disolvernos anudar la experiencia, aunque sea con un decir-a-medias. Lo real se encuentra –apunta Lacan- en los embrollos de lo verdadero. Lo real es siempre un fragmento, un cogollo en torno al cual el pensamiento teje historias; el estigma de lo real es no enlazarse con nada. Entre la pasión voraz y el sentimiento anonadante, podemos tener la impresión de que todo se disuelve en el sinsentido.
Francesca Woodman se preguntaba si era posible fotografiar “algo que no existe”. Usaba el cristal para referirse a la supuesta transparencia de lo real, no dejaba de especular con su cuerpo desnudo, haciendo que su piel se volviera extraña. Pero más que el “estadio el espejo” lo que encuentro en sus obras es una manifestación crucial de la sombra. Jung consideraba que los arquetipos que con mayor frecuencia e intensidad influyen sobre el yo son la sombra, el anima y el animus: “la figura más accesible –advierte en Aion. Contribución a los simbolismos del sí-mismo- a la experiencia es la sombra, cuya índole puede inferirse en gran medida de los contenidos del inconsciente personal”. Si, por un lado, es expresión de lo negativo, también en esas obsesiones que recoge la sombra se encuentra una potencia, adquiere la forma de la emoción que no es una actividad sino un suceso que a uno le sobreviene. La sombra es, en esta clave, una proyección emocional que parece situada sin lugar a duda en el otro. El resultado de la proyección es un aislamiento del sujeto respecto del entorno, en cuanto se establece con este una relación no real sino ilusoria. Por medio de la sombra se encarna precisamente una realidad, un rostro desconocido, cuya esencial permanece inalcanzable. El sujeto se manifiesta por medio de esas sombras que ha conseguido fijar en el muro (la mítica historia de amor, distancia y melancolía que narra Plinio en su Historia Natural como origen mítico de la pintura), el arte empieza como tacto del deseo ausente. Ese contorno de la sombra de un hombre (omnes umbra hominis lineis circumducta) sirve para articular una metafísica de la imagen como presentación de lo ausente, reelaboración de lo erótico perdido en el recuerdo. Francesca Woodman alegoriza la sombra por medio de sus fotografías fantasmales.
A pesar de aproximarse a lo traumático, el imaginario de esta creadora adquiere la ingravidez de lo coreográfico. “Desplegándose –escribe Lacan- en la captura imaginaria, el fingimiento se integra en el juego de acercamiento y de ruptura que constituye la danza originaria, en que esas dos situaciones vitales encuentran su escansión, y los participantes que ordenan según ella lo que nos atreveremos a llamar su dancidad”. El pelo de la melena cubre un rostro, una mujer desnuda intenta enlazarse con las raíces de un árbol o atraviesa la cruz de una tumba, unas pinzas de la ropa en el pecho, junto a los pezones o en el borde del ombligo, el reflejo del otro en el espejo, la máscara delante del sexo, la sombra junto a un cuerpo vestido tan sólo con unos zapatos negros, la puerta desencajada y apoyada sobre las esquinas en un precario equilibrio, el papel pintado recubriendo la piel, la silla vacía y el texto “I stopped playing the piano”, el modelo masculino gordo y desenvuelto, gestualidad dentro de la vitrina, una tortuga y una figura femenina que oculta el semblante tras un círculo blanco, la mano que atraviesa el muro... Si Francesca Woodman olvidó como leer la música, no dejó atrás la belleza de las notas de Scarlatti al que amara tanto, ni dejo de plasmar los fragmentos de sus acciones que, insisto, no eran tanto teatrales cuanto propios de la danza. Todos sus intensos gestos trasmiten la experiencia de la soledad y la extrañeza que puede llegar a producir la propia piel. Fotografías de una inquietante fragilidad en las que, como Rosalind Krauss ha señalado, no hay nada de narcisismo. Una de sus imágenes, tomada en Nueva York a finales de 1979, me conmueve: desde una esquina oscura extiende su mano hasta colocarla dentro de una zona luminosa, como si estuviera acariciando algo familiar y, sin embargo, ajeno. Esa sutileza que no requiere de palabras, ese drama mínimo me punza y me silencia.

martes, 21 de abril de 2009


se ha inaugurado hoy la retrospectiva de Juan Muñoz en el MNCARS. Para no perder detalle.

lunes, 20 de abril de 2009

Cuelgo a continuación el texto que ha servido como base para las tres primeras sesiones del Master que estoy dando en la Facultad de Ciencias de la Información. Son unas notas sobre Arte y Medios de Comunicación. Básicas pero acaso interesantes para alguien.



MEDIOS DE COMUNICACIÓN.

Arte a prueba de pirómanos.

Fernando Castro Flórez.





Comentando la obra de Antoni Tàpies ha subrayado Donald Kuspit que la tarea del arte no consiste en crear una forma articulada, sino en reinventar lo amorfo, puesto que es el único camino de individuación, por paradójico que parezca: "en definitiva, la tarea moderna del arte es sustentar lo impulsivo y amorfo -núcleo duro de la actividad creativa- como signo de identidad personal frente a formas producidas colectivamente, representaciones irreductibles, significados respetables y articulación estandarizada, todo ello intrínsecamente inauténtico, aunque socialmente necesario"[1]. Con todo, en una sociedad de lo amorfo y ridículo administrado en dosis "electrónicas", resulta difícil saber si el destino de la pintura, ese arte que se remonta a la necesidad de abrigarse del abismo (cueva, arañazo o mano, vestido y tatuaje, ventana o paisaje del mundo), es otro que el de la disolución absoluta o su reducción a espacio ante el que detener, momentáneamente, lo que se ha denominado percepción distraída. En la cultura de la mediación, en la que impera una lógica paradójica que abre distancias absolutas con lo real, en ese vértigo fascinante de lo virtual (amenazada a su vez por lo vírico o los piratas de las redes informáticas), el cuadro parecería un anacronismo: un lujo de detalles detenidos, un espacio que se legitima a sí mismo, algo vertical frente a lo que los sujetos guardan silencio.
Arthur Danto ha señalado oportunamente que es necesario distinguir entre el fin de la historia del arte y la muerte de la pintura, basándose esta última en imperativos supuestamente derivados de una lógica incontrovertible de la historia; pero cuando los "grandes relatos" se han abismado no existe la posibilidad de establecer ese curso (de la razón desplegándose en la contingencia histórica) al que lo real obedecería ciegamente: "si la historia ha terminado, ya no hay más imperativos de esta clase. Liberados de las cargas de la historia, los artistas no tienen más carga que su propia autonomía"[2]. Esto no quiere decir que los creadores produzcan ex nihilo, aunque su tiempo sea marcadamente nihilista, ni que se sustraigan a los procesos canónicos, en boga actualmente en la discusión literaria, las presiones de las "tendencias" o sencillamente las exigencias del mercado. Las pinturas, escribe Marlene Dumas, son intrínsecamente lentas: "Uno tiene que hacer un cuadro. El cuadro es lo que es gracias a ese producto a través del cual ha sido hecho. El pensamiento artístico se psicopatizó cuando llegó a estar dominado por la obsesión de "lo nuevo". En un mundo donde la velocidad es poder, el mundo del arte se ha llegado a avergonzar de la pintura. Los cuadros pueden parecer un lugar apropiado para que los niños más débiles jueguen al escondite; pero a medida que la fotografía va perdiendo su brillo y convirtiéndose en imágenes del periódico de ayer, las pinturas de ayer todavía nos sonríen"[3]. Esa capacidad de la pintura para resistir al tiempo, incluso para ganar fuerza con las huellas que éste deja sobre ella, la convierte en una particular "trinchera" para resistir a la lógica de los no lugares que impone nuestra sociedad del espectáculo.
En 1949, la revista Life dedicó a Pollock un reportaje de tres páginas, dos de ellas en color con el siguiente titular: "Jackson Pollock. ¿Es el más grande pintor vivo de los Estados Unidos?". Ese sujeto al que se denominaba también Jack el destilador estaba descrito por el autorizado crítico Clement Greenberg como un sujeto que "sigue firme en su trabajo" sin hacer declaraciones, sabiendo, como informaba la teoría que "todo arte profundamente original parece feo al principio". Pero aquellas telas manchadas caóticamente no tenían una aceptación tan sencilla, por más que se estuviera dispuesto a recibir una flagelación visual. Pronto aparecieron artistas capaces de pasar sin resentimiento de la danza de los bohemios a la consumación del mercado, al aplauso fláccido. Rauschenberg, no mucho después, se dedicó a hacer declaraciones a las revistas especializadas en las que sostenía que ser un artista no se diferenciaba en nada, desde el punto de vista espiritual, de ser descargador de muelles, archivero o cualquier otra cosa, y expuso obras como la compuesta por tres botellas de Coca-Cola coronadas por unas alas de águila. Según Alloway aquella acometida del pop-art estaba más allá del realismo o de la abstracción, puesto que su íntimo sentido era ser esencialmente un arte acerca de signos y sistemas de signos. El arte, los cuadros, se habían desquiciado, el imperio de los medios de comunicación de masas envolvería, de forma terrible, este éxito sin precedentes.
La noticia del fin del arte se ha difundido por todas partes, los sepultureros actúan a plena luz del día, con el asentimiento generalizado: las esquelas se publican a diario. Pero puede que la muerte del arte no sea otra cosa finalmente, que el declive de un modo de hacer del hombre, "de la misma forma que han terminado las mitologías, la alquimia, el feudalismo, la artesanía, igualmente puede terminar el arte"[4]. Pero, por todas partes vemos obras de arte, inauguraciones a ritmo vertiginoso, catálogos inmensos, reproducciones por doquier, por tanto si se certifica su defunción, debemos hablar también de una reencarnación, un renacimiento de la actividad artística. "En su reencarnación se presenta bajo un apariencia también renovada: los medios de comunicación le han usurpado muchas de sus antiguas competencias, la religión ha perdido su poder y no recurre a él como vehículo de propaganda, el mundo ha cambiado en un siglo más que en mil años. El arte nuevo aparece como símbolo de estatus social, como actividad para el ocio ciudadano y hasta como el mismísimo sustituto de la espiritualidad religiosa"[5].
A tenor del espacio que dedican los medios de comunicación el arte es un experiencia esencial, un conjunto de acontecimientos sin los que difícilmente podríamos entendernos nosotros mismos. Sin embargo, cuando se atiende a aquello que interesa particularmente, incluso de forma obsesiva, a los periódicos, cadenas televisivas o emisoras radiofónicas del mundo del arte, esa ceremonia de la aceptación se resquebraja. Es preciso conservar la sección cultural siempre y cuando se tengan oportunidades para hablar de lo que verdaderamente llama la atención: poco importa que sea un cuadro vendido por sumas increíbles de dólares, que el Guernica emprenda uno de los frecuentes "viajes" en medio de los gestos de repulsa de los entendidos o que un loro levante las iras de los ecologistas. A fin de cuentas puede que todo sea una tomadura de pelo y, por ello, más vale prestar atención a los aspectos anecdóticos para no quedar en entredicho por haber concedido demasiada importancia a las obras de arte. Aquello que el sentido común massmediático considera digno de ser convertido en noticia tiene que ser, necesariamente, escandaloso, aunque esta cualidad se revele de una forma tangencial. No hay nada que obligue a sacar El paso de la laguna Estigia en el telediario a no ser que algún demente decida arrojar sobre el cuadro de Patinir ácido o que por algún azar caiga sobre la cabeza de un bedel o turista despistado matándole al instante. Los sucesos trágicos o los raptos de ira son escasos entre las paredes de los museos o en las galerías de arte, si excluimos la accidentada o mortecina existencia de los burócratas (nombramientos, ceses, intrigas) encargados de mantener esas instancias en su glacial temperatura. También se ha vuelto inusual la violencia o el suicidio entre los artistas, preocupados, en todo, caso por la más sórdida supervivencia. El precio se coloca ahora en el centro de nuestra capacidad estética, estamos indudablemente enamorados de la valoración económica, el proceso del arte no es otra cosa que potlatch, destrucción ritual de los bienes, acaso algo risible, un entretenimiento para los que les sobra todo.
La teoría se encuentra sometida también a una mezcla de exaltación y menosprecio. Entre el dogmatismo y la publicidad, los comentarios se disuelven en un maremagnun que Steiner ha llamado cultura de la postpalabra. James Gardner señala que en los números de febrero de 1993 de las revistas Art in America, Artforum y Flash Art, tres de las publicaciones más destacadas dentro del terreno del arte contemporáneo, aparecían 108 críticas, de las cuales 101 eran favorables, 4 eran regulares y 3 eran desfavorables. Resulta sorprendente este asentimiento casi total a lo que segregan los creadores de nuestro tiempo, como si la escritura no fuera otra cosa que publicidad. El objeto ansioso ha conseguido la mayor y más patética de las neutralidades. Estamos en el tiempo del cumplimiento de aquella crítica que Wolfe lanzara en su polémico libro La palabra pintada: la crítica no se limitaba a preceder al arte, puesto que había comenzado a suplantarlo. Sin embargo, si se atiende a la estructura del texto, a la mediación realizada, se advierte que lo que el discurso crítico difunde y repite incansablemente es un vacío, como si necesitara mantener intocable su particular ejercicio del poder. "Aunque hoy haya más publicaciones sobre arte de las que nunca antes habían existido, la crítica existe para llenar los espacios entre las ilustraciones, que en sí mismas existen para llenar los espacios entre los anuncios. Los propios artículos son poco más que anuncios de las galerías, que los pagan indirectamente por medio de un acuerdo tácito de que la adquisición de espacio para anunciar aumentará las posibilidades de que se escriba sobre ellas. Por su parte, los autores de esos artículos a menudo son los mismos críticos que escriben los textos de los catálogos, que raramente se leen y más bien no se leen en absoluto, de las exposiciones de las mismas galerías, un conflicto de intereses que no parece molestar a nadie"[6]. Hay una sensación extendida de déjà vu, como si todos se encontraran de vuelta, con significativas arrugas de renuncia. Donde se puede saber todo, no hay donde ir a esconderse. Los medios de comunicación de masas informan de todo aquello que está listo para ser impreso. Ningún periodo de la historia moderna ha visto a tantos artistas ocupándose de tantos tipos de cultura popular. Surgía una nueva generación de artistas a principios de los años ochenta, como pudo advertirse en la exposición del MOMA High and Low (1991), que consideraba que la alta cultura estaba espiritual y políticamente muerta, un cadáver elitista que sólo se podría revivir dándole unas sacudidas con medios de comunicación de masas, kitsch y arte popular.
Si el arte plantea el enigma del cuerpo, el enigma de la técnica plantea las paradojas del arte. Se ha indicado, en numerosas ocasiones, que con la fotografía asistimos al fin de una determinada manera de comprender y practicar el arte, puesto que desde ahí las tecnologías de la representación comienzan a arrastrarse, de forma instrumental, hacia los medios de comunicación (o de una forma más cruda: propaganda) y comienza lo que Paul Virilio ha llamado una estética de la desaparición nacida de unos límites sin precedentes impuestos a la visión subjetiva por el desdoblamiento de los modos de percepción y de re-presentación. La experiencia característica de la vida metropolitana está marcada por el signo de la desposesión, no únicamente en la forma de algo que no se nos concede sino como la certeza de que aún en lo más definido falta algo o incluso hay un suplemento que exhibe obscenamente su desajuste. Nos situamos en un sistema de decepción generalizado, cuando proliferan las redes autoprogramadas y de repetibilidad infinita, capaces de producir una suerte de catarata de éxtasis sucesivos, destinados a enfriar la intensidad de la mirada o, acaso, dispuestas para sustituir nuestra consciente percepción por el acatamiento mecánico a las prótesis de visión. Podríamos pensar, en un primer momento, que la estrategia escenográfica ha sustituido a cualquier otra posible experiencia. En la era de la serialización de la experiencia perceptiva puede ser quimérico recordar la intención de Benjamin de emplear, en el análisis de la obra de arte sometida a las condiciones de la reproducción técnica, conceptos inútiles para los fines del fascismo, esto es, que permitan resistirse a las estéticas de las empatía y la plenitud que ocultan ese escamoteo de la realidad al que ha conducido el proceso civilizatorio. "Incluso en la representación mejor acabada -escribe Benjamin- falta algo: el aquí y el ahora de la obra de arte, su exigencia irrepetible en el lugar que se encuentra"[7]. Lo que se ha perdido es la autenticidad, esa relación con el origen que establecía una autoridad. El desmoronamiento del aura es un eclipse de la distancia; por un lado, el deseo de proximidad se cumple, en otro sentido, esa reproducción técnica libera a la obra de arte de su existencia parasitaria en un ritual. Surge, así, una cercanía liberadora de una fusión extrema anterior que, paradójicamente, en su decurso histórico se había convertido en una parodia de intensidad o en una huella del poseedor absolutamente decorativa. Como acertadamente ha señalado Gianni Vattimo, lo crucial del ensayo de Benjamin es afirmar que el fracaso de la tradición, ese proceso de secularización del mensaje transmitido (el desmantelamiento de su lugar) y las nuevas condiciones de reproducción y goce artístico que se dan en la sociedad de los mass-media, modifican de modo substancial la esencia del arte, en el sentido de que en lugar del ritual aparece la praxis política como fundamento.
Vivimos, desde hace siglo y medio, con la fotografía y su éxito no ha supuesto que el objeto artístico pierda su valor, sino al contrario, éste se ha incrementado notablemente. El argumento de Benjamin, según alguno de sus críticos, tiene el mismo sentido que decir que con la llegada del cine y la televisión deban dejar de existir el teatro y hasta los propios actores, cuyas entidades vivas, físicas, deben dejar de ser objeto del aprecio de todos. "De hacer algo, la capacidad para reproducir un objeto un millón de veces ha hecho que el original parezca más sagrado que nunca. La emoción de estar delante de la propia Mona Lisa, viéndola quizá a través de un objetivo de una cámara fotográfica, con muchos flashes relampagueando alrededor, es muy parecida a la emoción de encontrarse con alguien famoso de verdad, anteriormente conocido de segunda mano, pero con el que ahora uno se encara en carne y hueso"[8]. Es este aura del objeto auténtico, nada más y nada menos, lo que constituye el fundamento del mundo del arte, transformado en un mercado de autógrafos, masivo y glorificado.
Hace tiempo que se ha preparado la automatización de la percepción o, mejor, la industrialización de la visión, con una decadencia de lo pleno y actual en un mundo de transparencia y virtualidad donde la representación cede poco a poco sitio a una auténtica presentación pública. El mismo Virilio ha establecido, esquemáticamente, una logística de la imagen y de las eras de su propagación: en primer lugar estaría la lógica formal de la imagen (pintura, grabado y arquitectura) clausurada en el siglo XVIII, después surge, con la fotografía, la lógica dialéctica, para llegarse, por último, a la lógica paradójica de la imagen, que es la que se inicia con el invento de la videografía, la holografía y la infografía, en un agotamiento de la lógica de la representación pública. En este tránsito de la realidad de la representación pictórica a la actualidad de lo foto-cinemático, hay una preparación de lo virtual: "la paradoja lógica es en definitiva la de esta imagen en un tiempo real que domina la cosa representada, ese tiempo que la lleva al espacio real. Esta virtualidad que domina la actualidad, que trastorna la misma noción de realidad. De ahí esta crisis de las representaciones públicas tradicionales (gráficas, fotográficas, cinematográficas...) en favor de una representación, de una presencia paradójica, telepresencia a distancia del objeto o del ser que suple su misma existencia, aquí y ahora"[9].
Ciertamente el modo de difusión de las imágenes por las reproducciones ha desmaterializado en gran medida a la escultura, ha desencarnado a la pintura e incluso a la fotografía. Álbumes, catálogos y libros de arte separan formas y colores de sus soportes, de sus vistas, de su entorno, a la vez que eliminan el espesor, las proporciones reales y los valores táctiles. El imaginario contemporáneo recompone la tabla de las semejanzas y las similitudes, la obra de arte se convierte en una unidad abstracta, integrable sin dificultad en los canales de comunicación masiva. El objeto singular al ser multiplicado pasa a ser un signo, en la edad de lo interactivo las imágenes o las figuras se transforman en ideogramas. Con todo, el medio propone y el talento dispone. Algunos teóricos piensan que nuestro ojo ignora cada vez más la carne del mundo: lee grafismos en vez de ver cosas. "De la misma manera que con las reproducciones de síntesis, la dependencia de la industria respecto de las materias primas disminuye cada día, así disminuye la dependencia de nuestras imágenes respecto de la realidad exterior. Por eso nuestra idolatría-bis recupera la magia, pero ya despojada de lo trágico (ahí estaría la vuelta de espiral)"[10]. Surge toda una suerte de narcisismo tecnológico en el cual lo visual se comunica aunque sólo tiene deseo de sí mismo. Efectivamente, los mass-media cada vez hablan más de los mass-media. Las páginas de comunicación, las exclusivas, las batallas entre canales de televisión y periódicos, la frontera de las audiencias invisibles, marcan toda una suerte de vértigo del espejo. Las mediaciones se abisman en su propia mediación, hasta borrar ese espacio vacío que hasta ahora había estructurado como un remordimiento nuestra mente y al que llamábamos lo "real".
También el arte sufrió un particular proceso de plegamiento, desde el pop hasta el más reciente contextualismo. José Jiménez ha señalado que el pop art es el registro más intenso de la consolidación de un sistema cultural de comunicación masiva y articulado como totalidad: "la investigación formalista o las temáticas comprometidas y rupturistas son sustituidas por la reproducción en el arte y los procedimientos expresivos de la nueva cultura. Se produce una fuerte transitividad entre medios de comunicación de masas, publicidad, diseño industrial y arte"[11]. El pop se caracteriza por las acumulaciones de varios lenguajes, por la oposición y la alteración de las imágenes con respecto a su contexto, por el uso de la parodia, por la supresión de los elementos representados, por las condensaciones, fragmentación, seriación y repetición y por la tendencia a omisiones totales del sujeto. La postura del pop nunca es crítica en sentido estricto frente a la sociedad, en general presenta el orden existente en las sociedades del capitalismo tardío sin excesivo entusiasmo. Una mirada no enjuiciadora que transformó las viejas maneras de mirar y de enjuiciar. No es un ismo (nunca pudo decirse popismo como se dijo futurismo, surrealismo o expresionismo), ni siquiera otra vanguardia, fue precisamente la liquidación de los ismos y de las vanguardias modernistas. "Torpe... nostálgico, el Pop Art se servía como una guarnición de implicaciones literarias que debían añadirse a la escena de amor o a lo que es lo que el cuadro representara. De principio a fin, consistía en una irónica, nostálgica, literaturizada afirmación de la banalidad, del vacío, de la idiotez, de la vulgaridad y de todos los demás rasgos por el estilo que adornan a la cultura americana; y si algún artista decía "pues eso es precisamente lo que me gusta de ella", como Warhol dijo con cierta frecuencia, era sólo para que la ironía resultara más profunda, más viva"[12]. Desde las fotografías de las estrellas de la cultura popular, hasta los comics o una hamburguesa, sirvieron como pre-textos para crear una nueva sensibilidad.
Robert Morris afirmó que la vida de los artistas está limitada dentro de la represiva estructura del mundo del arte por un triángulo de hierro que forman los museos, las galerías y los medios de comunicación. Desde la poética de los objetos específicos comienzan una serie de comportamientos o, mejor, actitudes que se convierten en formas que intentan subvertir los medios de comunicación de masas, ya sea haciendo uso de la parodia o de una estética de la destrucción, dentro de la cual algunos creadores fluxus son determinantes. Una de las performances más espectaculares de Chris Burden, verdadero intento desesperado de plantar resistencia, es TV Hijack: el 14 de enero de 1972 ataca con un cuchillo a la presentadora del Canal 3 de Cablevisión de Irvine, California, mientras estaba haciéndole una entrevista, como "demostración de un ataque a la televisión", sometiendo a amenaza de muerte a la aterrorizada locutora intenta forzar que ese acontecimiento sea emitido en directo, cosa que no consigue; al final de la grabación pide la cinta y la destroza ante su propio cámara que lo ha grabado todo, como documento, en video. Quedan de ese violento ataque algunas reliquias, entre ellas el cuchillo terrorista, cuerpo del delito, donado por el artista al Newport Art Museum. Burden adquirió en 1976 un espacio de publicidad de treinta segundos en una cadena de televisión, durante Saturday Night Live, en el cual él mismo hacía destellar entre una confusa secuencia de nombres el suyo: Leonardo da Vinci, Miguel Angel, Rembrandt, Van Gogh, Picasso y Chris Burden. En los años ochenta el cortocircuito de los sistemas de publicaciones fluxus, el gesto de empuñar una cámara de súper 8 como si fuera una pistola, fueron sustituidos por comportamientos que se apropiaban de la retórica de los medios de comunicación. Una creadora como Jenny Holzer ha desarrollado todo su trabajo empleando los mecanismos de los medios de comunicación de masas y, especialmente las consignas de la propaganda y la publicidad: en el aeropuerto de Las Vegas, en la cinta de equipaje, podía leerse "El dinero crea el gusto", mientras en el panel luminoso del hotel Caesar´s Palace escribió "La falta de dinero puede ser fatal", en Picadilly Circus un letrero luminoso desgranaba las palabras "Disfrute de la amabilidad porque siempre es posible la crueldad después" y en el marcador electrónico del estadio de béisbol Candlestick Park de San Francisco situó una frase que seguramente desconcertó a muy pocos fanáticos del deporte: "Uno debe tener una gran pasión". Cindy Sherman, en su serie de Fotos fijas, recrea el ambiente de algunas películas de Holliwood, desentraña de la "toma épica" su momento menos pasional, mientras Barbara Kruger recurre a las consignas, renunciando a cualquier clase de disculpa, politizando el comportamiento estético. En una dirección opuesta, Jeff Koons aspira, antes que nada, a reproducir sus imágenes en las revistas, creadas ya en esos formatos, dispuestas de acuerdo con los criterios de las fotomecánicas. La ironía es el medio y la banalidad el fin del arte de Koons. Poco importa que se entregue a acrobacias sexuales con su mujer Cicciolina, puesto que lo que mantiene su fiebre alta es el vértigo de los media. La búsqueda del límite de la visión, esa necesidad de nuevas formas de la conmoción encuentra en Witkin uno de sus más importantes valedores; como epílogo a uno de sus libros de fotografías presentó una petición de nuevos modelos: "Una lista parcial de mis intereses: prodigios físicos de todas clases, subnormales, enanos, gigantes, jorobados, transexuales antes de operarse, mujeres barbudas, contorsionistas (eróticos), gente que vive como héroes de tebeo, sátiros, mellizos unidos por la cabeza. Hermafroditas. Seres de otros planetas. Cualquiera que tenga los estigmas de Cristo. Cualquiera que pretenda que es Dios. Dios". Orlan realiza sus performances para conseguir transformar su rostro en modelo de clasicismo, pensando desde el principio en su difusión mediática. Ningún esfuerzo es suficiente para garantizar la repercusión de los productos que el creador, obsesivamente, prepara.
En su ensayo programático "Arte después de la filosofía", Kosuth había considerado que la viabilidad del arte, en una época en que la filosofía tradicional se ha vuelto irreal, depende de su decisión de no cumplir un servicio de distracción o decoración. El horizonte del desaliento está ahí incluso para el que intenta comprender la tarea del arte como tensión en el seno de la propia definición. El arte conceptual no está ajeno al final de los grandes relatos que algunos teóricos, como Lyotard o Trimarco, consideran distintivos del advenimiento de la postmodernidad; el sueño de la historia como progreso infinito, el fundamento como unidad de sentido, la comprensión de la razón como plenitud y del poder como sujeto quedan diseminados en una red microfísica, en la urgencia de la racionalidad local o, para ser más precisos, cuando el disenso se activa. El artista conceptual es, más que un filólogo o alguien entregado a la metateoría, un antropólogo involucrado y un historiador. Es un tipo de comportamiento plástico que se resiste al eclipse del significado, recorre las formas del malestar de la cultura que Freud comprendiera como descentramiento de las estructuras. La torsión gramatical que realiza el arte conceptual es, propiamente, cierto tipo de ready-made por negación, desfetichización del proceder duchampiano. Opción entre dos posibilidades: la resistencia a la desidentificación o un resituar esta celebración como parte del proceso. El arte que nos corresponde es bricolage, confluencia de elementos de la cultura de masas, narraciones e incluso máscaras del "original". La actividad del artista como antropólogo es intrasocial y, por ello, no puede ampararse en la estética de la sorpresa sino que tiene que localizarse en la saturación de los códigos. El arte conceptual genera una intensa actividad sobre el contexto. Conviene recordar de nuevo las consideraciones de Benjamin cuando sostiene que la función del arte se ha invertido, del valor cultual a la dinámica política. La celebración ritualizada de lo auténtico, con su arte aurático, se ha convertido en el bautismo de lo inauténtico. El contexto gramatical es una forma de la prosodia que trabaja en el sentido de una crítica cultural: "sin la gramática social que ofrecía la cultura, la puntuación comienza con el arte"[13]. Pero cuando el contexto es el de la simulación resulta difícil presentar las ficciones del arte como antídoto, puesto que, al contrario que la utopía, la simulación parte del principio de equivalencia, de la negación radical del signo como valor, parte del signo como reversión y eliminación de la referencia: "mientras que la representación intenta absorber la simulación interpretándola como falsa representación, la simulación envuelve todo el edificio de la representación tomándolo como simulacro"[14]. La cultura de masas desplegaría una especie de atmósfera de fatalidad, atrapando al pensamiento en un mundo jerárquicamente escenificado.
Umberto Eco caracterizó adecuadamente el maniqueísmo de la polémica entre los apocalípticos y los integrados ante la cultura de masas. El primero consuela al lector, porque le advierte, en medio de la catástrofe, que, por lo menos, hay esperanza al existir una serie de hombres que son capaces de elevarse por encima de la banalidad; acariciando el concepto fetiche de la "industria cultural" mantiene la utopía de unas experiencias e intensidades que a él le estarían reservadas, frente a ese inmundo dominio de la masa que rechaza con todas sus fuerzas. Los apocalípticos consideran que el peor testimonio en favor de una obra de arte es el entusiasmo con que la masa acaba recibiéndola. Los integrados cantan sin rubor las virtudes, en sí mismas incuestionables, de la multiplicación, considerando absurdo que se tenga que legitimar aquello que es propiamente el horizonte que tenemos. Marshall McLuhan es el mejor ejemplo de teórico integrado, defensor de la comprensión de los medios de comunicación como prolongaciones de la sensibilidad humana. A lo largo de la historia, según el autor de Guerra y paz en la aldea global, se han franqueado tres etapas distintas: una primera tribal y oral en la que no hay desequilibrio entre los sentidos, una segunda en la que el descubrimiento de la escritura impone el predominio del sentido de la vista y con él los productos del pensamiento lineal (el Estado centralizado, las armas modernas, la escisión entre razón y sentimiento, etc.) y una tercera fase dominada por la electrónica en la que se retorna al tribalismo y a una especie de aldea global sostenida por los medios de comunicación. Los propios medios de comunicación se diferencias en calientes (radio, cine o fotografía) y fríos (televisión, teléfono, comics); mientras los primeros ofrecen los mensajes cerrados, plenos de información, los segundos obligan a participar sensorialmente y estimulan la actividad mental del espectador. La época actual, con la televisión como medio hegemónico, sería la de la participación espontánea, la de una suerte de etapa de comunicación universal colectiva. El error de los apologistas de la cultura de masas estriba en creer que la multiplicación de los productos industriales es de por sí buena, según una bondad tomada del mercado libre, y que no debe ser sometida a crítica y a nuevas orientaciones, mientras que el error de los apocalíptico-aristocráticos consiste en pensar que la cultura de masas es radicalmente mala precisamente porque es un hecho industrial y que hoy es posible proporcionar cultura que se sustraiga al condicionamiento industrial. "Los problemas están mal planteados desde el momento en que se formulan del siguiente modo: "¿Es bueno o malo que exista la cultura de masas?" (Entre otras razones porque la pregunta supone cierta desconfianza reaccionaria ante la ascensión de las masas, y quiere poner en duda la validez del progreso tecnológico, del sufragio universal, de la educación extendida hasta las clases subalternas, etc.) El problema, por el contrario, es: "Desde el momento en que la presente situación de una sociedad industrial convierte en ineliminable aquel tipo de relación comunicativa conocida como conjunto de los medios de masa, ¿qué acción cultural es posible para hacer que estos medios de masa puedan ser vehículos de valores culturales?""[15].
Matar el tiempo se ha vuelto, aparentemente fácil, en la sociedad de la televisión planetaria, cuando el horizonte reconocible es una superficie en la que nada se detiene, aunque todo, extrañamente, parezca repetirse. La televisión catequiza, dirigiéndonos hacia el deber ver lo que cuenta, impone el primer plano, la verdad de unos rostros que acaban siendo "familiares". Debray ha señalado que la videosfera proscribe la duración, no se asusta al ver las imágenes en las emisiones perseguirse las unas a las otras, pues a sus ojos sólo el instante es real. Los medios de comunicación de masas han remplazado el dogmatismo de la verdad por el despotismo de la expresividad: lo que importa es que haya un rostro o una voz desgarrada, la gran panacea de la espontaneidad. "Al ficcionar lo real y materializar nuestras ficciones, tendiendo a confundir drama y docudrama, accidente real y reality show, la televisión pasa una vez más de la tesis a la antítesis, "de la ventana abierta al mundo" al "muro de imágenes", de la música al ruido y viceversa. Y esta imprevisible oscilación es tal vez su verdad última. Factor de certidumbre e incertidumbre, summum de transparencia y colmo de ceguera, fabulosa máquina de informar y desinformar, es en la naturaleza de esa máquina de ver donde se hace bascular a sus operadores de la mayor credibilidad al mayor descrédito en un instante, como a nosotros, los telespectadores, del arrobamiento al hastío"[16]. La televisión se asienta sobre un espléndido "teorema óptico de existencia": lo que es, es, aquello que no es visualizable no existe. Pero surge la sospecha de que cuando todo se ve nada tiene valor[17]; la indiferencia ante las diferencias crece con la reducción de lo válido a lo visible. "Una videosfera omnipresente tendría el cinismo por virtud, el conformismo por fuerza y por horizonte un nihilismo consumado"[18]. Con todo, para eliminar la asfixia y la angustia, en ocasiones, se da juego a espacios "exteriores o invisibles", como la poesía, la escritura, la hipótesis o el sueño.
Virilio ha meditado sobre la transformación del sistema penitenciario al introducir televisores en las celdas, como una ampliación del panóptico de Bentham. En esta prolongación imaginaria del espacio de los reclusos, se les condena a tener siempre visible la codicia: "Así lo expresa un preso interrogado sobre estos cambios: "La televisión hace la cárcel más dura. Se ve todo lo que se carece, todo a lo que no se tiene derecho". Esta nueva situación no concierne únicamente al encarcelamiento catódico, sino igualmente a la empresa, a la urbanización postindustrial"[19]. Todos los sujetos tienen un escaparate electrónico, megalópolis mediáticas que poseen el poder de reunir a distancia a los individuos, en torno a modelos de opinión o de comportamiento. No hay nadie que no sea testigo de todo lo que sucede: esta es la estrategia de la disuasión, de las contramedidas electrónicas. "La verdad ya no enmascarada, sino abolida, es la de la imagen real, la de la imagen del espacio real del objeto, del aparato observado, una imagen televisada "en directo" o, más exactamente, en tiempo real"[20]. La disuasión es una figura mayor de la desinformación o, más exactamente, de la decepción. Es fácil advertir que las noticias de la cultura o, más concretamente, de las artes plásticas, que interesan a la televisión suelen ser las más mezquinas, todo aquello que está en el filo del ridículo o, insisto, del escándalo. En el telediario, entre la información deportiva y la del tiempo siempre hay unos segundos que no pueden ser llenados ese día en concreto con nada y hay que echar mano de cualquier cosa: ahí es donde gana enteros el loro de Kounellis, algo "sublime" que, para regocijo de "todos", naufraga sin remedio. Pero ¿qué se va ha esperar de esos medios de simulación generalizada en la edad del disimulo integral?
Conviene tener presente que la travesía a través de las utopías rotas se manifiesta por medio de objetos kitsch, hasta poderse realizar una descripción de nuestra civilización como pastiche. Kitsch es experiencia sustitutiva y falta de sensación. Adorno comprendió el carácter moderno de lo kitsch al advertir que el ámbito de los objetos que funcionan con el consumo conspicuo es realmente un dominio de imaginería artificial; están creados por la pulsión desesperada de escapar de la abstracta mismidad de la cosas por una especie de autoconstruida y fútil promesa de felicidad. Aunque por un lado el kitsch es expresión de la estética de la autodecepción y del engaño, en el sentido más radical, es la imagen del vacío de valores[21]. Mal gusto, basura, formas destinadas al entretenimiento superficial, pero también encarnaciones tangibles de la belleza, romanticismo al alcance de todos: la vida confortable necesitaría de unas convenientes dosis de cursilería. Lo kitsch es un estilo de vida que adquiere el rango de ideal social, aunque no sea elevado hasta la autoconciencia. Todos esos objetos "masivos" que nos permiten "matar el tiempo" apuntalan la terrible certeza de la expresión: no importan que lo que tenemos entre las manos sean falsificaciones, sino que, lo terrible, es que su verdad encubre el cinismo. Eco definió el kitsch como aquello que se nos aparece ya consumido: "que llega a las masas o al público medio porque ha sido consumido; y que se consume (y, en consecuencia, se depaupera) precisamente porque el uso a que ha estado sometido por un gran número de consumidores ha acelerado e intensificado su desgaste"[22]. El kitsch es la obra que para poder justificar su función estimuladora de efectos, se recubre con los despojos de otras experiencias, y se vende como arte sin reservas.
Barthes consideraba que en la sociedad actual, que se balancea en la cima del kitsch o de la cursilería, la teoría es el arma subversiva por excelencia. Son los movimientos creativos en los que hay lo que llama un "esfuerzo de inteligencia", como el arte conceptual, los que verdaderamente le interesan. Ciertamente la cultura es una fatalidad a la que estamos condenados, cuando se intenta llevar adelante una acción radical o contra-cultural, en realidad se esta desplazando el lenguaje o, en ocasiones, surgen figuras que se apoyan en estereotipos o en fragmentos de lenguaje que existen ya. "Diría que la violencia misma es un código terriblemente gastado, milenario, antropológico incluso: es decir que la violencia en sí, no representa una figura de novedad inaudita"[23]. Hay que trabajar por una mutación de la cultura desde su interior, puesto que la mayor parte de los ataques exteriores se quedan como gestos decorativos, aunque adopten la apariencia de lo "maldito". Puede que la tarea de la crítica no sea tanto la de politización cuanto la de activar la crítica del sentido. Nuestra sociedad está tan comprometida con modelos que cultura masivos que para alcanzar al público (espectador o lector) hay que insertarse, aunque sea con un fin crítico, en esos cauces. Se puede preguntar, siguiendo a Brecht si no sería posible edificar un arte con un gran poder de comunicación y que implicara, sin embargo, elementos serios o severos de progresismo, subversión o de nihilismo. "Les toca a los creadores buscar y encontrar. Agreguemos que incluso si esos creadores llegaran a un resultado efectivo, encontrarían un acrecentamiento de dificultades en el plano de la difusión. Es indiscutible que existe una censura a nivel de las instituciones culturales (la radiodifusión, la televisión, incluso tal vez en la escuela y en la Universidad) que se reforzarían automáticamente, Siempre hubo barreras cuando una forma de arte parecía subversiva. Pero no son las formas más violentas las que son más peligrosas"[24].
El consumo nos reduce a cenizas o a escombros, mientras la sociedad levanta fachadas de normalización. Jameson ha señalado que la sociedad moderna, en la cual la utopía ha sido desterrada por quimérica, está caracterizada por una nueva superficialidad que se encuentra prolongada tanto en la teoría contemporánea como en toda una nueva cultura de la imagen o el simulacro, con el consiguiente debilitamiento de la historicidad y, simultáneamente con la aparición de un subsuelo emocional que oscila entre lo sublime (degradado) y el estupor que abraza el pastiche[25]. "Lo postmoderno está más cerca de la comedia humana que del descontento abisal. ¿Acaso no ha perdido el infierno, tan meticulosamente investigado en la literatura de posguerra, su inaccesibilidad infernal para convertirse en terreno vacío, cotidiano, transparente, casi tedioso, tanto como nuestras verdades, hecho visible, televisado, sin secretos? El deseo de comedia surge hoy para encubrir -sin por ello ignorarlo- ese deseo de verdad sin tragedia, de melancolía sin purgatorio"[26].
Tal vez sea necesario aceptar que los documentos de cultura lo son también de barbarie, aunque sea en esta versión light propia del fin de siglo. Según Adorno, el arte tiene que temer a todo menos al nihilismo de la impotencia; la crítica rabiosa de la cultura no es, en sí misma, radical: "si la afirmación es realmente un momento del arte, entonces éste nunca ha sido absolutamente falso, lo mismo que no es falsa la cultura porque haya fracasado. La cultura pone diques a la barbarie, que es lo peor"[27]. Cuando el filisteísmo cultural gana terreno no basta con levantar la voz o exhibir los monumentos y los rastros de la belleza, menos aun cuando la disonancia se ha revelado como el fondo de la verdad. Tal vez haya que tener una cierta ironía con respecto al destino del arte en la era póstuma de la cultura[28].
Desde la disciplina de los cuerpos se ha evolucionado hasta un control de la mirada, en un panoptismo electrónico que intenta frenar cualquier posibilidad de rebeldía, romper las trincheras o las barricadas de la resistencia. "No existe relación de poder sin la constitución correlativa de un campo de saber, ni de saber que no suponga y constituya al mismo tiempo unas relaciones de poder"[29]. Parece que ya no fuera necesario arrancar declaraciones a nadie, someter el cuerpo a torturas, cuando se multiplican en la televisión los rituales pavorosos de los sentimientos, la transparencia del mal que es esa obscenidad absoluta en la que los sujetos entregan su intimidad al mayor de los ridículos. En la vejación inconsciente se producen heridas más profundas de las que cualquier disciplina podría imaginar. El paisaje electrónico ha conseguido organizar la incertidumbre, planificar sorpresas y lanzar profecías que se consumen en una fracción de segundo. No hay nada que esperar cuando el deseo siente nauseas ante la abundancia de las solicitaciones, esa cínica prodigalidad del poder diseminado. Lo que algunas obras de arte contemporáneas (por ejemplo, las de Barbara Kruger o Gabriel Orozco) muestran es la dificultad para encontrar un modo de rendir testimonio de esta "conspiración de la necedad". Pero caer en el desánimo sería una forma de complicidad; un primer paso en esta resistencia creativa sería rendir testimonio del fracaso, mostrar los escombros, las ruinas de nuestra sociedad, las esperanzas frustradas por la "utopía de los medios de comunicación de masas", hacer del testigo un exponente del carácter destructivo[30], evitar que se convierta en alguien que responde, servicialmente, a las preguntas planteadas.
Aquellas consignas que pedían el paraíso ahora han encontrado el eco de una estetización de la política, la definitiva implantación de la cultura del simulacro y de una conciencia epigónica que es capaz de convertir en parte de su mecanismo todo aquello que se le opone al reconocerle, piadosamente o de forma paternalista, el "derecho a expresarse". El espectáculo se ha mezclado con la realidad irritándola; de acuerdo con Guy Debord, el devenir-mundo de la falsificación era también el devenir falsificación del mundo. La sociedad modernizada hasta el estado de lo espectacular integrado se caracteriza por el efecto combinado de cinco rasgos principales que son: la incesante renovación tecnológica, la fusión económico-estatal, el secreto generalizado, la falsedad sin réplica y un perpetuo presente. "La sociedad de lo espectacular integrado ha obligado a su crítica a ser realmente clandestina -no porque ésta se esconda sino porque está oculta bajo la pesada puesta en escena del pensamiento del divertimento"[31]. Vivimos en una época en la que la dominación necesita de una conspiración generalizada: la vigilancia se vigila a sí misma, abisma sus presuposiciones. Por otro lado, la negación ha sido tan perfectamente desposeída de su potencia, que desde hace tiempo se haya dispersa. Con todo, la descripción del "molino satánico" o, en términos de Max Weber, la jaula de hierro no puede conducir a una actitud funeraria y, en definitiva, retorizada. Al contrario, de la caída de los ideales es preciso extraer una potencia que subvierta lo real y desplace la banalidad. De nuevo podemos recurrir, para entender las posibilidades de la obra de arte en la era de la mediación planetaria, al concepto de bricolage, acuñado por Lévi-Strauss, que incluye cuatro características: corte, mensajes o materiales formados o previamente existentes, montaje, discontinuidad o heterogeneidad. "El collage es la transferencia de materiales de un contexto al otro, y el montaje es la diseminación de estos préstamos en un nuevo emplazamiento"[32]. Podemos ahora comprender aquel "arte de bricolage" al que se refiere Kosuth como una práctica poscrítica, cuya tarea es la de pensar la consecuencias para la representación (crítica) de los nuevos medios mecánicos de reproducción, con el objetivo de interrumpir los discursos y prácticas instituidas. La estrategia de interferencia puede ser puesta en relación con la interrupción tal y como la activó Brecht en el teatro épico, para contrarrestar constantemente una ilusión del público, pues tal ilusión es un obstáculo en su teatro que se propone utilizar los elementos de la realidad en nuevos arreglos experimentales; el espectador la reconoce como situación real, no con satisfacción, como en el naturalismo, sino con asombro. En consecuencia, el teatro épico no reproduce situaciones, sino que más bien las descubre. Son bastantes los desarrollos del arte actual que pretenden disponerse con carácter más crítico que épico, aunque recurren, ciertamente, a esa interrupción de las emociones y, en general, de los convencionales "juicios de gusto".
Podemos comprender esta cultura de la interrupción en una clave barroca, como una profundización en la estrategias del corte y la ruptura. Calabrese ha analizado las dos estética que surgen de la pérdida de la integridad: la estética del detalle y la del fragmento. La estética del detalle tiende, en la contemporaneidad, a ralentizar el tiempo, convierte en totalidad lo seccionado. El efecto del detalle es pornográfico, pone en evidencia algo demasiado escandaloso. Por medio del fragmento se realiza una descripción que no recurre a ninguna unidad. La voluntaria fragmentación de las obras del pasado supone una búsqueda de materiales con los que comenzar nuevas creaciones. Fragmentos y detalles coinciden en el uso de la cita, en la actitud descontextualizadora que busca el asombro, trata de incitar al pensar. La expresión de lo caótico y la irregularidad conducen a cierta excitación, una esperanza ante la liberación de las totalidades. También este gusto por la incertidumbre es una proliferación de las variedades, de la pose excéntrica. El mundo de la obra de arte reproducida pone en el lugar de la presencia única el deseo masivo, la proliferación de las partes: "Quizá -afirma Barthes- sea eso el barroco, una contradicción progresiva entre la unidad y la totalidad, un arte en el que la extensión no es una suma sino una multiplicación, en una palabra, el espesor de una aceleración"[33]. El placer de un mundo sin centro es el del extravío, la satisfacción de hacer frente a lo laberíntico de la existencia con las astucias de la razón. El laberinto caracteriza a ese "aire del tiempo" que se denomina neobarroco, también asociado a la agudeza. El ingenio es lo que resta cuando somos entregados a un torbellino, el de la pérdida de sí. "El más moderno y "estético" de los laberintos y los nudos no es aquel en el cual prevalece el placer de la solución, sino aquel en el cual domina el gusto del extravío y el misterio del enigma"[34]. La suspensión, la indecibilidad, son ya constitutivos de la obra de arte. La experiencia contemporánea es la del no lugar, a partir del cual se establecen distintas actitudes individuales: la huida, el miedo, al intensidad de la experiencia o la rebelión. La historia transformada en espectáculo arroja al olvido todo lo "urgente"; es como si el espacio estuviera atrapado por el tiempo, como si no hubiera otra historia que las noticias del día o de la víspera, "como si cada historia individual agotara sus motivos, sus palabras y sus imágenes en el stock inagotable de una inacabable historia del presente"[35]. El pasajero de los no lugares hace la experiencia simultánea del presente perpetuo y del encuentro de sí. Pero, en medio de la "huelga de los acontecimientos", en esa sumisión permanente a lo que está ahí[36], se pueden encontrar restos desconcertantes, lugares en el borde de los no lugares.
Desde Londres informó el 27 de abril de 1994 un periodista llamado Tulio H. Demicheli, de una suerte de comentario que puede hacer recordar la mirada utópica que Benjamin tenía con respecto a los medios de comunicación de masas[37]:
"El autor de Los versos satánicos, condenado a muerte por el fundamentalismo chií, ha publicado un breve e intenso artículo en el diario The Guardian en el que reflexiona sobre las dos verdades de la ciudad sitiada: la del "salón-bar" y la "verdadera". Según la primera, el odio, el enfrentamiento mutuo y la cobardía siempre marcaron la vida de los habitantes de Bosnia-Herzegovina, como hoy marcan esta guerra: los serbios engañan a la ONU y a la OTAN, los croatas pactan con los musulmanes a espaldas de los serbios, los rusos apoyan a sus iguales los eslavos como los griegos a sus correligionarios ortodoxos frente al mundo entero: la división étnica era y es inevitable porque "en los imaginarios salones de nuestros corazones" está escrito que "se han odiado por milenios, que han aguardado siglos para asesinarse los unos a los otros" y ahora, cuando "los genios malignos han escapado de la lámpara y los señores de la guerra se parapetan en las barricadas", hay que dejarles hacer.
Para Rushdie, esta "versión" de la guerra es el tópico que sustenta ciertas justificaciones elusivas, según las cuales "la situación es muy compleja" y no tiene "fácil solución", por lo que algunos se preguntan: ¿Queremos realmente que "nuestros muchachos" se vean envueltos en una situación que, a fin de cuentas, sólo es una guerra civil?.
Frente a esa "versión", Rushdie afirma su ciudadanía: "Nunca he estado en Sarajevo, pero pertenezco a ella... y declaro que soy, también un exiliado de Sarajevo", porque para el escritor amenazado de muerte, existe una "Sarajevo imaginaria, cuya ruina y tormento nos exilia a todos". En esta "ciudad de nuestros sueños" acusa Rushdie a los servios de promover una guerra de agresión para lograr la división étnica, a la que sólo aspiran ellos".
Hasta aquí el artículo no pasa de ser un comentario correcto sobre una situación conflictiva que sentimos cercana y ahora marcada por la impronta de un escritor que hace una declaración que tiene un cierto tono de tópico. Pero el texto continua con el acontecimiento que lo origina y que a la postre lo dota de verdad:
"El autor concluye su reflexión con esta escena vista en un extraño cortometraje: un hombre atraviesa una calle de Sarajevo y sabe que sus azoteas se encuentran atestadas de francotiradores. Mientras lo hace, "repite, una y otra vez, como si fuera un mantra mi nombre: "Salman Rushdie, Salman Rushdie, Salman Rushdie...". ¿Canta esta salmodia para recordarse a sí mismo que está en peligro, o es una suerte de conjuro para permanecer a salvo? Espero que sea esto último. Con ese espíritu de simpatía mágica he empezado a murmurar, con mi aliento, el nombre de esa ciudad desconocida de la que me declaro ciudadano imaginario: "Sarajevo, Sarajevo, Sarajevo, Sarajevo, Sarajevo...""[38].
Este fragmento, encontrado en un periódico, adquiere, para mí, una dimensión radical de obra de arte, siendo una extraña mise en abyme de las pretensiones utópicas del pensamiento crítico contemporáneo. Una obra, un texto, en estado de sitio, un lugar de experiencia que no puede ser fácilmente clasificado a no ser en la forma de exorcismo de la catástrofe. La prosa o la nominación intenta escapar de la certeza de la desolación. Sin una mirada estetizada, esto es, fuera de los dispositivos del mundo del arte pueden surgir figuras, momentos, de gran intensidad capaces de encontrar la energía que difícilmente encontramos en las máquinas de cultura, entre las que tiene un valor vertebral el Museo.
El museo actual es el monumento moderno por antonomasia, una suerte de gran mausoleo de su propio imaginario: monumento de disuasión cultural, cortejo fúnebre de la cultura, aquelarre en el que la esperanza del mandarinato cultural recibe el revés más cruel, puesto que el museo no expone nada, celebra su vacuidad. "Y las masas acuden. Es la suprema ironía de Beaubourg: las masas se vuelcan no porque les crezca la saliva ante una cultura que les viene frustrando siglo tras siglo, sino porque por primera vez tienen la ocasión de participar multitudinariamente en el inmenso trabajo de enterrar una cultura que en el fondo siempre han detestado"[39]. Puede que, efectivamente, sea la masa la que produce la catástrofe del museo entendido como "egipcio" homenaje social. Es la propia masa la que pone fin a la cultura de masas, convertida en flujo en espacios de absoluta transparencia, cerrando la pretendida polivalencia de los discursos y las imágenes. De este modo, una especie de parodia de participación cultural es la respuesta a la simulación generalizada. Todo se mide por el número, cifras, cantidades, estadísticas, una increíble fascinación pitagórica. El museo, en especial en América, tenía que equilibrar su naturaleza sobria con la afirmación básica de la vanguardia modernista, consistente en que el arte avanza inyectando cosas inaceptables en su propio discurso, abriendo así nuevas posibilidades de cultura. Esas máquinas de cultura no sólo protegían algo formalmente excelso, también presentaban algo moral en sí mismo porque, lo supiera o no el espectador, indicaban, de acuerdo con el ideal establecido, el camino hacia verdades superiores y eran beneficiosas para él. Arata Isozaki, arquitecto del Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles, sostiene que si en el pasado los edificios religiosos desempeñaron un importante papel en la sociedad, ahora los museos van a ocupar "el lugar en el que ya no están los dioses. Hacer arte es parecido a llevar a cabo un acto religioso"[40]. El museo es la caja blanca, el espacio de la pureza que siempre dice la verdad y sustrae de la banalidad del presente aquello que ingresará en la historia. El artista es un santo para el que son precisos los nuevos templos, los lugares de culto, allí donde el silencio celebra lo excelso. Con todo, el aumento exponencial del numero de museos, como ha afirmado Jean Clair, parece no tanto un signo de realización cuanto de decadencia espiritual, de la misma manera que la multiplicación de los templos romanos no marca el apogeo sino el fin de una gran civilización. Al presentar la Bienal de 1993 del Whitney Museum, el director David Ross escribió que inherente a un museo de arte norteamericano es la responsabilidad de cuestionar tanto como de celebrar, de provocar tanto como de conciliar: "De hecho, el museo debe ser un santuario para un mundo cansado de guerras y, sin embargo, su grandeza reside en su capacidad para funcionar simultáneamente como un lugar para el enfrentamiento de valores e ideas".
Sin embargo, el museo ha demostrado ser una importante máquina de congelación de ideas, entre sus paredes puede reducirse al silencio, coleccionándola, cualquier forma de sabotaje. Pensemos en la obra de Ben Vautier Arte total, una caja de cerillas, que hace honor al título, aunque también hay un texto: "Úsense estas cerillas para destruir todo el arte -museos, bibliotecas de arte, ready-mades, pop-, quémese todo -guárdese la última cerilla para esta caja-". En el catálogo de la colección Fluxus de Gilbert y Lila Silverman está descrito el estado actual de ese furor de pirómano: "Caja de cerillas en venta, con cerillas, etiqueta offset sobre cartulina. 4 cm.x 5 cm. x 1,5 cm.". En una obra posterior, El museo de Ben, presentaba, entre otras cosas, una concha, algo de madera y un montón de porquería. Al lado de estas cosas había un cartel en el que podía leerse: "Si desde Duchamp es arte todo, ¿significa eso que esto también es arte? Si la respuesta es sí, ¿por qué ir a los museos y no simplemente bajar a los sótanos?". Una declaración todavía más dramática de este sentimiento fue su certificado de la patada en el culo, que decía: "Por la presente se certifica que yo, Ben Vautier, le he dado una palabra en el culo al señor... y que esta patada debe considerarse como una obra de arte". No hay, sin embargo, obra en el presente, por muy delirante que sea, que no esté sometida a la actividad del comentario, la mediación o, frecuentemente, el plagio. Sin duda, la versión de esa obra de arte certificada, que, por su lado, realizó Chris Burden hace pocas concesiones; el 19 de junio de 1974 realizó Patada Kunst en la inauguración de la Fería de Basilea: a las doce del mediodía se tumbó encima de dos tramos de escalones de cemento de la Mustermesse para que Charles Hill le diera patadas repetidamente, haciéndole bajar de cada golpe dos o tres escalones. Hay que levantar acta notarial de todo o por lo menos aspirar a que un catálogo lo recoja, si es posible salga en la prensa y en las noticias si algo extravagante se suma a la propia desmesura de lo acometido. Pero conseguir esto equivaldría a conseguir una verdadera obra de arte del marketing. Estamos en una época de increíble autorreferencialidad del arte, toda una indagación contextualizadora, un despliegue de "el arte arte"; los creadores están mórbidamente interesados por todo lo que se refiere al arte contemporáneo: "marcos, cuadros dentro de cuadros, política del mundo del arte, exploraciones semióticas del significado, explotación de conceptos kitsch, preguntas abstractas sobre las relaciones entre alta y baja cultura"[41].
Ciertamente la postmodernidad ha supuesto la reducción al absurdo de la rebeldía artística o su mantenimiento como parodia. A pesar de esto, se escuchan numerosas voces que reclaman la dimensión política del arte, comportamientos de abierta actitud cuestionadora, preocupados por cuestiones sociales, de identidad o género. Según Hughes, el arte político de hoy día no es más que un resabio de la idea de que la pintura y la escultura pueden provocar el cambio social: "a través de toda la historia de la vanguardia, esta esperanza ha sido refutada por la experiencia. Ninguna obra del siglo XX ha tenido nunca el impacto de La cabaña del tío Tom tuvo en el pensamiento de los americanos sobre la esclavitud, o el efecto del Archipiélago Gulag en las ilusiones referentes a la verdadera naturaleza del comunismo. La más célebre, la más reproducida universalmente pintura política del siglo XX es el Guernica de Picasso, y no cambió el régimen de Franco ni un ápice ni acortó la vida del dictador en un segundo. Lo que de verdad cambia la opinión política son los hechos, los argumentos, las fotografías de prensa y la televisión"[42]. Es evidente, frente a ciertas posiciones "visionarias", que la mayor parte de lo que se llama actualmente arte político es un interminable ejercicio de predicar a los conversos[43]. En forma paródica el crítico subraya que después de haber desentrañado una obra el espectador culto descubre la idea subyacente ("el racismo es malo" o "no debería haber gente sin hogar") y súbitamente siente el orgullo de estar incluido dentro de lo que llamamos el discurso del mundo del arte. En la necesaria crítica a lo que se denomina "multiculturalismo" se advierte que produce cosas que, en términos estéticos, pueden desafiar, refinar, criticar o promover de alguna manera el pensamiento del status quo, puesto que están diseñados para apaciguar la mentalidad populista o conseguir la mirada piadosa. La consecuencia de esta tesis es que la tarea de la democracia en el campo del arte es hacer un mundo seguro para el elitismo: "no un elitismo basado en la raza, el dinero o la posición social, sino en la capacidad y la imaginación. La encarnación de una gran capacidad aunada a una visión profunda es la única cosa que convierte al arte en popular"[44]. La conclusión de que el arte se ha vuelto política para que la política se pudiera volver estética es, sencillamente, la misma que cerraba la argumentación de Benjamin en "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica". En realidad toda imagen difundida es una relación social metamorfoseada en emoción individual.
Los medios de comunicación de masas siguen vendiendo la imagen del creador como un genio en calzoncillos largos, un sujeto bajito y visceral al que sobrevivieron algunas mujeres.
No sólo se ha recreado el aura de la obra de arte, también ha sido necesario mantener la ideología del genio, elevar un banderín de enganche atrayente.
"Pongamos por caso que hay un joven artista, con ciertas fantasías sobre cómo es la vida de un artista: un gran loft, todo de plantas verdes, fiestas, algo de trabajo, mínimo sufrimiento tras observar su obra en el anuncio de Gap, y con el tiempo, estrellato en los medios de comunicación. Después se da cuenta de que justo en ese momento no puede permitirse el lujo de tener un loft; los tiempos son algo difíciles, de modo que empieza a trabajar en una agencia de publicidad, pero cada sábado se va a las galerías de arte para estar al día, y el lunes por la mañana todas esas imágenes aparecen comprimidas en un anuncio de coches o de zapatos o de cigarrillos. Todo va muy rápido. El que la vanguardia exista depende de su habilidad para esconderse. No creo que esto tenga que ser necesariamente algo malo -tal vez la idea de la vanguardia sea algo nostálgico"[45].
El creador actual ya no existe más que en función de la proyección mediática, lo cual le pone en una situación de gran debilidad y ansiedad, esperando siempre algo que propiamente no tiene nada que ver con la pasión que el ha concretado en su obra. Impregnado de la naturaleza irrenunciable de la tecnología de masas y la industria de la información, comienza a pensar que la resistencia es quimérica o incluso un recurso que acaba apareciendo como una pose estratégica. "Sólo desde el interior del vehículo tecnológico podrá intentar combatir o neutralizar esa misma tendencia: premisa que ha dado lugar a la cibercultura, el último movimiento creativo del siglo XX y el único proyectado al tercer milenio y que Nam June Paik simplificaba al decir: "Sólo utilizo la tecnología para odiarla más adecuadamente""[46].
Es indudable que el universo de la imagen congelada y reversible permite al artista insospechadas vías de experimentación, "con el cruce de lenguajes y técnicas, y en un proceso de apropiación del cuerpo escindido y fragmentado por el uso masivo de la imagen"[47]. Ciertamente, como sostiene José Jiménez, la encrucijada del arte en el final de siglo es la que se establece entre compromiso, formal y temático, con una nueva sensibilidad temporal o desaparición en la técnica. Parece como si el ciberespacio hubiera conseguido la reaparición tanto de los apocalípticos como de los integrados. Para unos la ceguera se encuentra en el corazón del dispositivo de la próxima "máquina de visión", y la producción de una visión sin mirada "ya no es en sí misma más que la reproducción de una intensa ceguera; ceguera que se convertirá en una nueva y última forma de industrialización: la industrialización de la no mirada"[48]. Para otros el espacio electrónico es la tierra prometida del diálogo, de las ideas superando fronteras, de un pensamiento y acción liberados de las miserias de la materia. Según McLuhan la herencia del Renacimiento era una tachadura del sujeto en el punto de vista (el observador estaba separado, sin ninguna implicación), mientras que el mundo instántaneo de los medios informativos electrónicos nos implica a todos, a un tiempo: "No es posible la separación ni el marco"[49]. Que duda cabe de que el sujeto contemporáneo está definitivamente situado en un espacio sin marco, acompañado por ese gato de Cheshire que llamamos televisión, acercándose a la hiperrealidad del espectáculo virtual[50]. Benjamin advirtió en un rodaje de cine que la realidad es, en este caso, sobremanera artificial y que "en el país de la técnica la visión de la realidad inmediata se ha convertido en una flor imposible"[51]. Duhamel, que odiaba el cine, decía que ya no podía pensar lo que deseaba: "las imágenes huidizas sustituyen a mis pensamientos". La obra de arte se había convertido, desde el dadaísmo, en un proyectil, había adquirido una cualidad táctil, chocaba con todo destinatario, daba patadas sin dejar certificado alguno, intentaba encender la mecha. Hoy el gesto por excelencia que interrumpe es el zapping, el sujeto intenta huir de la propaganda para encontrar en todas partes lo mismo como si una confabulación ordenara ese tiempo del hastío. En esa larga travesía a través de los medios guía el deseo de una intensidad que no está tanto perdida cuanto prometida y continuamente postergada. Una noche llegó Jackson Pollock completamente borracho a una fiesta en la casa de Peggy Guggenheim, donde charlaban multitud de gente importante del mundo del arte; en una habitación se quitó la ropa para aparecer después en el salón completamente desnudo e intentar apagar el fuego de la chimenea orinando sobre él. Es lo mínimo que podía esperarse de un artista. El pintor que quería detener recuerdos en el espacio (verdaderamente sin marco), hacer visible la energía y el movimiento, sabía que sería precisa mucha determinación para acabar con los incendios y la intensidad, que el arte desencadena.

[1] Donald Kuspit: "Confesión de gestos: la identidad espontáneamente impulsiva de Antoni Tàpies" en Tàpies. Celebració de la mel, Fundació Antoni Tàpies, Barcelona, 1993, p. 32.
[2] Arthur Danto: "Lo puro, lo impuro y lo no puro: la pintura tras la modernidad" en Nuevas abstracciones, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 1996, p. 22.
[3] Marlene Dumas: "La pintura no está en crisis" en "Revelaciones", incluido en Revista de Occidente, nº 165, Madrid, Febrero 1995, p. 39.
[4] Angelo Trimarco: Confluencias. Arte y crítica en la postmodernidad, Julio Ollero e Instituto de Estética, Madrid, 1991, p. 21.
[5] Juan Carlos Pérez Jiménez: Imago Mundi. La cultura audiovisual, Fundesco, Madrid, 1996, p. 165.
[6] James Gardner: ¿Cultura o basura?, Ed. Acento, Madrid, 1996, p. 52.
[7] Walter Benjamin: "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica" en Discursos interrumpidos I, Ed. Taurus, Madrid, 1973, p. 20.
[8] James Gardner: ¿Cultura o basura?, Ed. Acento, Madrid, 1996, p. 35.
[9] Paul Virilio: La máquina de visión, Ed. Cátedra, Madrid, 1989, p. 82.
[10] Régis Debray: Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente, Ed. Paidós, Barcelona, 1994, p. 254.
[11] José Jiménez: "Oscuros, inciertos instantes" en Creación, nº 5, Mayo de 1992, Madrid, p. 15.
[12] Tom Wolfe: La palabra pintada, Ed. Anagrama, Barcelona, 1976, p. 104.
[13] Joseph Kosuth: "Statement for Ex Libris, Frankfurt (For W.B.)", en Art after Philosophy and After, The MIT Press, Massachusetts, 1991, p. 252.
[14] Jean Baudrillard: Cultura y simulacro, Ed. Kairós, Barcelona, 1978, pp. 17-18.
[15] Umberto Eco: Apocalípticos e integrados, Ed. Lumen, Barcelona, 1968, p. 54.
[16] Regis Debray: Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente, Ed. Paidós, Barcelona, 1994, pp. 297-298.
[17] La cultura, en sentido estricto, está prácticamente excluida, "Casi hay algo incompatible ente el "hecho cultural" y la "comunicación de masas", a menos de que se considere a la televisión como un simple "canal de difusión". Lo solución se encuentra pues en la elección hecha desde la creación de la televisión en 1950 hasta la década de 1980: hay un cierto número de temas culturales que pueden ser objeto de un tratamiento audovisual, puesto que las reglas del espectáculo y del entretenimiento impuestas por la televisión son compatibles con la naturaleza cultural de los temas tratados" (Dominique Wolton: Elogio del gran público. Una teoría crítica de la televisión, Ed. Gedisa, Barcelona, 1995, p. 184).
[18] Régis Debray: Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente, Ed. Paidós, Barcelona, 1994, p. 307.
[19] Paul Virilio: La máquina de visión, Éd. Cátedra, Madrid, 1989, p. 84.
[20] Paul Virilio: La máquina de visión, Ed. Cátedra, Madrid, 1989, p. 86.
[21] Herman Broch habla del Kitsch como representación del mal. "Desde un punto de vista de la historia contemporánea considero particularmente interesante la alusión a la relación entre neurosis y el kitsch, incluso cuando revela su malignidad. Ciertamente no es casual el hecho de que Hitler (como su predecesor Guillermo II) fuese un adepto entusiasta del kitsch. Vivió el kitsch tipo sangre y amó el kitsch tipo sacarina. Ambos le parecían "bellos". También Nerón fue un entusiasta de la belleza y, en cuanto a talento artístico, bastante más dotado que Hitler. El espectáculo pirotécnico de Roma en llamas y de las antorchas de los cristianos empalados en los jardines imperiales constituyó ciertamente un apreciable valor artístico para el estetizante emperador, el cual demostró ser capaz de permanecer sordo ante los gritos de dolor de las víctimas e incluso de apreciar su valor de comentario estético musical" (Herman Broch: "Notas sobre el problema del kitsch" en Kitsch, vanguardia y arte por el arte, Ed. Tusquets, Barcelona, 1970, p. 30).
[22] Umberto Eco: Apocalípticos e integrados, Ed. Lumen, Barcelona, 1968, p. 107.
[23] Roland Barthes: "Fatalidad de la cultura, límites de la contracultura" en El grano de la voz, Ed. Siglo XXI, México, 1983, p. 159.
[24] Roland Barthes: "Fatalidad de la cultura, límites de la contra-cultura" en El grano de la voz, Ed. Siglo XXI, México, 1983, p. 162.
[25] Cfr. Fredric Jameson: El postmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío, Ed. Paidós, Barcelona, 1991, pp. 21-22.
[26] Julia Kristeva: Black Sun. Melancholy and Depresion, Columbia University Press, Nueva York, 1989, pp. 258-259.
[27] Theodor W. Adorno: Teoría estética, Ed. Taurus, Madrid, 1971, p. 329.
[28] "Desde que el arte ha muerto se ha vuelto extremadamente fácil disfrazar a los policías de artistas. Cuando las últimas imitaciones de un dadaísmo resucitado tienen autoridad para pontificar gloriosamente en los medios de comunicación y por tanto también para modificar un poco la decoración de los palacios oficiales, como los locos de los reyes de pacotilla, puede verse como, simultáneamente, se garantiza una cobertura cultural a todos los a gentes o similares, de las redes de influencia del Estado. Se abren pseudomuseos vacíos o pseudocentros de investigación sobre la obra completa de un personaje inexistente tan rápido como se construye la reputación de periodistas-policías o de historiadores-policías, o de novelistas-policías. Arthur Cravan sin duda veía acercarse este mundo cuando en Maintenant escribía: "En la calle pronto no se verán nada más que artistas, y se pasarán todas las fatigas del mundo para descubrir un hombre". Tal es el sentido moderno de una antigua ocurrencia de los granujas de París: "¡Hola artistas! Tanto peor si me equivoco"" (Guy Debord: Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, Ed. Anagrama, Barcelona, 1990, pp. 96-97).
[29] Michel Foucault: Vigilar y castigar, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1984, p. 34.
[30] "El carácter destructivo sólo conoce una consigna: hacer sitio; sólo una actividad: despejar" (Walter Benjamin: Discursos interrumpidos I, Ed. Taurus, Madrid, 1973, p. 159). La voluntad negativa borra incluso las huellas de la destrucción, por todas partes ve caminos, tal es su obstinado aferrarse a las encrucijadas.
[31] Guy Debord: Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, Ed. Anagrama, Madrid, 1990, p. 69.
[32] Gregory L. Ullmer: "El objeto de la poscrítica" en La posmodernidad, Ed. Kairós, Barcelona, 1985, p. 127.
[33] Roland Barthes: "Tácito y el barroco fúnebre" en Ensayos críticos, Ed. Seix-Barral, Barcelona, 1967, p. 129.
[34] Omar Calabrese: La era neobarroca, Ed. Cátedra, Madrid, 1989, p. 156.
[35] Marc Augé: Los "no lugares". Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, Ed. Gedisa, Barcelona, 1993, p. 103.
[36] Guy Debord: Comentarios a la sociedad del espectáculo, Ed. Anagrama, Barcelona, 1990, p. 41.
[37] Benjamin veía en la sección de cartas al director de los periódicos revolucionarios el espacio en el que el trabajo toma la palabra, cfr. Walter Benjamin: "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica" en Discursos interrumpidos I, Ed. Taurus, Madrid, 1973, pp. 40-41.
[38] Tulio H. Demicheli: "Rushdie se declara ciudadano de Sarajevo" en diario ABC, Madrid, 4 de Abril de 1994, p. 68.
[39] Jean Baudrillard: "El efecto Beaubourg" en Cultura y simulacro, Ed. Kairós, Barcelona, 1978, p. 91.
[40] Cit. en John Naisbitt y Patricia Aburdene: Megatrends 2000. Las grandes tendencias para la década de los 90, Ed. Plaza y Janés, Barcelona, 1990, p. 94.
[41] James Gardner: ¿Cultura o basura?, Ed. Acento, Madrid, 1996, p. 197.
[42] Robert Hughes: La cultura de la queja. Trifulcas norteamericanas, Ed. Anagrama, Barcelona, 1994, p. 199.
[43] "Con objeto de comunicarse del modo más simple, todo arte presupone un vocabulario compartido y un conjunto de costumbres y expectativas compartidas. ¿Qué otra cosa podría pasar si, a pesar de lo elíptico y oblicuo de buena parte del arte contemporáneo, resulta tan fácilmente entendido por lo que lo ven? Sin esa base de actitudes compartidas, esta comprensión sería imposible. La consecuencia lógica de este hecho, en la mayoría de los casos, es que ese arte político contemporáneo sólo puede ser entendido por los que ya aceptan sus premisas y conclusiones. Sin embargo, se supone que son las últimas personas a las que necesita llegar este arte, si aceptamos que tiene algo que decir. Y se supone que los que parecen necesitarlo más, los fanáticos y los chovinistas, son los que menos posibilidades tienen de encontrarse con él, o de siquiera identificarlo como arte cuando lo encuentran" (James Gardner: ¿Cultura o basura?, Ed. Acento, Madrid, 1996, p. 166).
[44] Robert Hughes: La cultura de la queja. Trifulcas norteamericanas, Ed. Anagrama, Barcelona, 1994, p. 215.
[45] Laurie Anderson: "Voices from Beyond" en Art Futura 91, Ayuntamiento de Barcelona, 1991, pp. 35-36.
[46] Juan Carlos Pérez Jiménez: Imago Mundi. La cultura audiovisual, Fundesco, Madrid, 1996, pp. 167-168.
[47] José Jiménez: "Oscuros, inciertos instantes" en Creación, nº 5, Madrid, Mayo 1992, p. 17.
[48] Paul Virilio: La máquina de visión, Ed. Cátedra, Madrid, 1989, p. 94.
[49] Marshall McLuhan: El medio es el masaje, Ed. Paidós, Barcelona, 1988.
[50] La realidad virtual prioriza el espectáculo sobre la lectura de la imagen, entendiendo ésta como un acto de análisis reflexivo sobre un texto. "En las representaciones hiperrealistas de las Realidad Virtual se han eliminado aquellas infidelidades o imperfecciones representativas en las que Arnheim vio el origen de las potencialidades artísticas de la fotografía y del cine, que al no ofrecer copias perfectas del mundo, sino imperfectas reelaboraciones técnicas permitían que el artista pudiese trabajar sobre ellas con gran productividad estética. El hiperrealismo de la Realidad Virtual elimina todo el potencial expresivo y estético derivado de las elipses, sinécdoques y metáforas que han forjado la identidad estética de la narrativa audiovisual a lo largo de un siglo" (Román Gubern: Del bisonte a la realidad virtual. La escena y el laberinto, Ed. Anagrama, Barcelona, 1996, pp. 179-180).
[51] Walter Benjamin: "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica" en Discursos interrumpidos I, Ed. Taurus, Madrid, 1973, p. 43.