martes, 23 de marzo de 2010

Zusammenfügen.
[“A reprendre depuis le debut”].


Fernando Castro Flórez.


“A semejanza de los medios de comunicación que, para satisfacer las mediciones de audiencia, sólo vehiculizan la obscenidad o el espanto, el nihilismo contemporáneo revela el drama de una estética de la desaparición que ya no sólo concierne al dominio de la representación (política, artística...), sino al conjunto de nuestra visión del mundo”[1].





Estética del voyeurismo.
Estamos entrando, en el arte actual, en lo que denominaré una completa literalidad, donde de nada se te dispensa. Me refiero a ese tipo de narrativa en la que si se nombra un accidente hay que pasar, inmediatamente, a la fenomenología de las vísceras, acercar la mirada hasta que sintamos la extrema repugnancia, si de caspa se trata tendremos que soportar la urgencia de quitarnos la que se nos acumula en la chaqueta y, por supuesto, si aparece, en cualquiera de sus formas, el deseo (en plena “sexualización del arte” habrá que contar con la obscenidad como lo que nos corresponde. “Poner nuestra mirada al desnudo, ése –afirma Roland Barthes- es el efecto de la literalidad”. Cuando la contracultura es, meramente, testimonial (o mala digestión, sarcasmo vandálico en el hackerismo) y la nevera museística ha congelado todo aquello, en apariencia, se le oponía, parece como si fuera necesario deslizarse hacia un realismo problemático (donde se mezcla el sociologismo con las formulaciones casi hegemónicas de lo abyecto), más que en las pautas del rococó subvertido que establecieran las “instalaciones”; hoy por hoy, materia prima de la rutina estética, en un despliegue desconocido de las tácticas del reciclaje[2]. Sería tedioso reiterar que la escatología es nuestro destino, precisamente cuando el higienismo político, la profilaxis sexual y la lobotomización de la crítica han convertido al minimalismo en esqueleto de la canonización. El Gestell[3] es chasis, bastidor o, en descripción más ajustada a nuestra sensibilidad, escaparate en el que volver a “localizar” nuestra tendencia a fetichizar incluso aquello que está desmaterializado.
Hay un evidente culto al voyeurismo y la estética de la espontaneidad populista, esos retazos de vida, reducidos al ridículo; nos rodea el deseo imperialista de verlo todo, la obligación mediática de encontrar “testimonios estremecedores”, aunque propiamente tengan que crearlos. Hay una simulación constante de proximidad, es decir, hemos consumado la impostura de la inmediatez, pero acaso eso nos permite cobrar conciencia de que, finalmente, la pasión por lo Real supone una entrega a lo espectacularizado. En vez de hablar de clausura de la representación es preciso comprender que se ha impuesto un arte terminal[4]. El control ya es una forma del medio ambiente, el horizonte ha sido reemplazado por multitud de escaparates catódicos; aquel estado policial que Foucault analizara casi clínicamente ha mutado. El temor al Gran Hermano está abismado en la acumulación de infinitas secuencias, una parálisis que es consecuencia de la hiperactividad o, en realidad, resultado de un permanecer adormilado ante las pantallas, escuchando todos los teléfonos, recopilando todas las huellas: “después de las antiguas resistencias al control –advierte Jean Baudrillard-, vemos llegar las nuevas resistencias a la información forzada, a la hipercodificación de las relaciones a través de la información y la comunicación”. Si la “narrativa” porno obliga a torsiones y curvaturas inverosímiles para mostrar lo que el todo el mundo sabe que está ahí, la estratagema estético-artística tiene, infectada de literalismo, que mostrarlo todo en primer plano, con una fuerte componente de patetismo, para evitar que se les acuse de “sublimación”.

Todo a cien. [El derecho al “síndrome”].
“El desierto crece. Lo salvaje –escribe Félix Duque- está ya en el interior. Pero también, y en el mismo respecto, como una contradicción viva, somos sedentarios, porque ya da igual dónde vayamos. Todo va siendo preparado para que en todas partes nos “sintamos en casa”, esto es: desahuciados. Baste recordar al respecto el slogan de una conocida agencia de viajes alemana: “Déjenos que programemos sus vacaciones””[5]. Estamos afectados por el síndrome de Babel específico de nuestro Multiverso[6], aunque fácilmente tras en un viaje programado (en los que hay que ver lo que es necesario ver) podemos caer en lo que, vagamente, se llama síndrome de Estocolmo, esto es, la familiaridad con los guías-verdugos e incluso el retorno placentero a la tortura turística como única forma de afrontar el tiempo muerto. Tenemos que marcharnos de casa, sea como sea, aunque finalmente el destino sea, sencillamente, deleznable, un cuchitril en el que se consuma una estafa. Porque, en última instancia, los sujetos son conscientes del carácter inhóspito de la ciudad cainita[7]. Ese primer hombre, que míticamente amuralla el territorio y cimienta el espacio “habitable”, es un delirante, alguien que se desvía del surco. No es raro que encontremos refugio, precarios llenos de miedo, en el búnker, sobre todo cuando se extiende la sospecha de que acaso una casa, a pesar del fuego resguardado en la memoria, no fue nunca un hogar. “Todo “hogar” –apunta lúcidamente Félix Duque- es sentido como tal cuando ya es demasiado tarde: cuando ya se ha perdido. “Hogar” es el lugar de la infancia (de la falta de un lenguaje delimitador y clasificador: dominador), el lugar de los juegos, la prolongación cálida y anchurosa del claustro materno. Y es imposible –y si lo fuera, sería indeseable y decepcionante- volver a él” [8]. La casa, ese lugar, por simplificar al máximo, en el que habitualmente se come, es, en muchísimos sentidos, lo indigesto[9]. Algunos individuos, comienzan a acumular en sus casas toda clase de cosas, desde ropas viejas a cartones putrefactos, electrodomésticos inservibles o perros abandonados; sufren el Síndrome de Diógenes aunque les falta, por supuesto, el saber vivir de aquel antiguo sabio que, por lo menos, apartó de sí la “mascarada”. Todos estamos, de una forma u otra, bunkerizados o metidos, tal vez sin saberlo, en la cripta en la que soportamos una claustrofobia intolerable. Virilio ha apuntado que, en época de globalización, todo se juega entre dos temas que son, también, dos términos: forclusión (Verwefung: rechazo, denegación) y exclusión o locked-in syndrom[10]. Todo, incluso aquello que nos atemorizaba, termina por ser grotesco, es decir, ornamental. Resulta, por ejemplo, extremadamente fácil aceptar lo peor cuando asistimos a la universalización de la noción de víctima, transformada en “imagen sublime”. El imperio de los media ha enseñado que la forma de conseguir algo “memorable” tiene que ver con el síndrome de Eróstrato (en recuerdo de aquel griego que prendió fuego al templo de Diana con el único objetivo de que su nombre fuese conocido públicamente y conseguir así pasar a la posteridad) . Finalmente, la salida (en el pantano de la mascarada contemporánea) es la salvajada o la pura y lisa tontería.
Ya hablé, en otra ocasión, de aquel fake o noticia demencial sobre unos cuadrúpedos turcos que fundarían el síndrome de Uner Tan (bautizado, como mandan los cánones, con el nombre del descubridor de tamaña anomalía). La mentira globalizada lo mismo repara en un “pingüinos homesexuales” que un escarabajo que produce el color más blanco jamás conocido. Pero en la época de la reclusión-reality-show faltaba otro síndrome, el “ejemplar”, ese que escenificó, perfectamente compuesta (con el pañuelo tapando el pelo y con gestos estudiados milimétricamente), Natascha Kampusch cuando “escapó” de largos años de reclusión en un zulo. La historia es sobradamente conocida: una niña es secuestrada en Austria por una maniaco que la entierra como un tesoro hasta que ésta se escapa y él, desesperado se suicida. Se ha llegado a decir que “nunca un secuestro fue tan rentable”. Ciertamente, las plusvalías de ese delito hacen temblar a las bienaventuranzas, esto es, bastantes pensaran que compensa sufrir aunque sea claustrofobia crónica con tal de ganar dinero a espuertas y, sobre todo, conseguir la anhelada fama televisiva. Algunos rumores apuntan a la existencia de videos pornográficos grabados clandestinamente por Prikopil, el perverso sujeto que ocultó la “inocencia” de la niña, aunque habría que reparar en que todo lo que se emitió tras la fuga es también macabro. Desde las uñas mordisqueadas al hieratismo del rostro, de la indumentaria a los momentos en los que las manos se replegaban sobre el cuerpo, todo, lo que hizo antes las cámaras Natascha ha sido sometido, quirúrgicamente, a interpretación. Y ahora resulta que puede que todo haya sido un montaje: la madre tendría lazos amistosos con el monstruoso delincuente, el padre habría actuado, desde el principio, con ánimo de lucro, la propia muchachita estaría entregada a la más monumental de las mentiras porque, en realidad, estaba de “visita” en aquella casa siniestra (familiar, tal y como enseño Freud, un extraña). Más allá del síndrome de Estocolmo, asistimos a la construcción mediática del síndrome de Natascha Kampusch, en el que entran los elementos de la farsa y el sadomasoquismo, la profanación de lo virginal y la reaparición de una subjetividad post-Kaspar Hauser que no pugna por aprender a decir algo sino que tiene preparadas todas las respuestas para las entrevistas que tienen, necesariamente, que concederse. Por fin, disponemos de una rudimentaria herramienta “interpretativa” para comprender las pulsiones de los concursantes de los programas de tele-realidad, de todos aquellos que gimotean antes de enfrentarse al karaoke, esos patéticos que se abrazan a sus familiares como si estuvieran a punto de ser ejecutados. Son hiper-conscientes de la farsa, saben, por supuesto, que hay que contestar después de la publicidad[11].

Mudanzas a domicilio.
En el escenario del complot artístico contemporáneo no faltan embalajes[12], desde los que empleara Marcel Broodthaers en su Museo de las Águilas (parodiando el sistema de envíos y la fascinación catalográfica de la Institución Artística) hasta los que utiliza Mark Dion para colocar encima, por ejemplo, un oso disecado dentro de una barreño metálico con un casette colgando de la boca (una síntesis de “peluchismo” y provocación postmoderna) o los fetos siniestros que muestra Nicola Constantino (aludiendo a la vez la condición radical de los “hombres póstumos” que han generado a infantes muertos o monstruosos). También podría servir como ejemplo de esa rara fascinación por un contenedor sin cualidades, los paquetes del teatro de la muerte de Tadeusz Kantor o la reclusión de Chris Burden en una taquilla de la Universidad de California en Irvine (1971). Pero, sin duda, el gran manierista del empaquetamiento es Christo; Baudrillard ha comparado, tan lúcida como arriesgadamente, el embalaje del Reichstag con las espectaculares “desapariciones” montadas por el mago David Copperfield, un auténtico experto en poner fuera de circulación objetos inmensos (incluso un avión) o grupos de personas (lanzadas a un brusco viaje que no tiene que ser, en principio, de placer)[13]. Sin duda, el artista que rodeara con plásticos rosas una serie de islas y el ilusionista que estuvo cautivo, en una época, por la prensa del corazón (igualmente sonrosada) son maestros de la función del velo, ejemplos concretos de un tiempo en el que lo real ha ido, progresivamente, desapareciendo, esto es, cuando el escamoteo es aplaudido acaso porque no se reconoce como tal. Roland Barthes quedó, literalmente, hipnotizado por los paquetes japoneses en los que propiamente lo importante es el lujo de la apariencia exterior, sin que importe, lo que hay dentro[14]. Algo semejante podría pensarse del muchas veces citado ready-made duchampiano titulado Con ruido secreto en el que algunos han visto al cifra del hermetismo y de la invisibilidad cuando, en realidad, es la concreción de que el enigma es superficial.
El sujeto es, en buena media, un mueble más. Partimos de la convicción de que la subjetividad es un asunto objetivo, “y basta con cambiar el escenario y los decorados, reamueblar las habitaciones, o destruirlas en un bombardeo aéreo, para que aparezca milagrosamente un nuevo sujeto, una nueva identidad, sobre las ruinas de lo viejo”[15]. En nuestro tiempo de mudanza esa visión del sujeto relacionada con el mobiliario tendría que conjugarse con la constancia de que hoy la respuesta está a punto de perder el clásico domicilio. Por un lado, el mal de archivo ha introducido su particular vértigo acumulativo y el destinatario es evanescente[16]; por otro, la comunicación elemental telefónica se ha desterritorializado con la “globalización” de los teléfonos móviles[17] (empleados por cierto de forma paranoica en los aeropuertos, acaso intentando escapar de la soledad que genera el emplazamiento). Pero el sujeto no es sólo un mueble extraño, es también algo conectado permanentemente, un avatar maquínico, una ficha más en el trueque general de bits[18].

El dulce placer de hacer el tonto.
Como bien dice Perniola ahora somos todos performers más o menos hábiles y capaces, por ello, aún más comprometedora y apremiante se revela la exigencia de ofrecer una performance única, singular, incomparable[19]. Las dos tradiciones fundamentales del performance, que tienen que ver con lo “espiritual” (usualmente místico-orientalizante) y con lo “atlético” (coreográfico, excesivo, sudoroso), han sido desbordadas por la pasión escatológica y el inmensa tela de araña del reality show. Ciertamente uno de los artistas que con más lucidez ha desarrollado la estilística del foto-performance es Erwin Wurm. La humorística alusión de Wurm a lo “políticamente correcto” acota una serie de acciones “eclesiales”: un cura tumbado en los bancos, otro con una manzana en la boca, uno más orando en un campo de fútbol en el incomparable y sublime entorno de altas montañas. Una fotografía, casi abstracta, focaliza un montón de moscas muertas cerca de un confesionario, mientras un sujeto, acaso el mismo cura extravagante, se oculta tras un tablón. El colmo del desafuero y el patetismo es un anciano que, con los pantalones bajados, intenta fornicar con un muro musgoso. No cabe duda de que las poses fotográficas de este artista que se autorretrata orando piadosamente (sus obras pueden entenderse como oraciones, sentencias, enunciadas con enorme precisión) son francamente divertidas. En tiempos de retórica de la banalidad, por lo menos Wurm da una vuelta de tuerca al canon del “menos es más” y con cualquier cosa, en un minuto, monta el pollo con su humor líquido[20]. Un sosias, llamado Cagon & Crista, se encarama al techo del Museo y canta algo patético, de remate suelta una meada[21]. Ese destronamiento carnavalesco[22] es aceptado por la Institución como algo “lógico” e incluso necesario. Todos saben que, finalmente, la perversión lo que hace es instaurar la Ley[23]. El que hace el tonto podría enseñarnos a marcar el paso.

Muecas ante el espejo.
Zizek ha comparado la invasión del cuerpo por una criatura alienígena, tal y como sucede en las películas Alien de Ridley Scott o Hidden de Jack Sholder, con La Máscara o Mentiroso Compulsivo, ambas protagonizadas por Jim Carrey. Frente al objeto interno externalizado (la mierda o el ser horrendo que nos revienta) estaría la máscara como objeto maligno que tiene vida propia y se apodera del sujeto que se la pone en la cara. Conocemos ese destino gesticulante: ser un personaje de dibujos animados o alguien que intenta compulsivamente decir la verdad como un tortura insoportable[24]. Al final resulta que tenemos que hacer muecas ante el espejo[25] para escapar de la catástrofe. Podemos a Jerry Lewis interpretando su papel de idiota, provocando una catástrofe cotidiana y convirtiéndose en el blanco de todas las miradas despreciativas; la única forma de borrar la vergüenza es, para este desquiciado que prefigura a Mister Bean y a las patosidades del artista Pierrick Sorin, auto-ridiculizarse. Todas las repeticiones, incluido el retablo de la estupidez[26], han terminado por convertir al mundo en un interminable mascarada. Todavía no sabemos si la pantomima artística contemporánea es subversiva o una mera máscara vacía[27].

Esto es la bomba.
Nos encontramos en una cultura, de acuerdo con un calificativo de Steiner, del after-word, de lo epilogal, donde la proliferación de los comentarios nos apartan de las “presencias reales”. Es lógico que, tanto en el cine del Imperio, se compongan narraciones del déja vu o de la amnesia, soñamos con un tiempo plegado o con la liberación definitiva de los traumas. Es obvio que el neodecorativismo ideológico aplaude esta apoteosis del arte como territorio ocioso. “Vivimos –dice James G. Ballard- en un mundo casi infantil donde todo deseo, cualquier posibilidad, trátese de estilos de vida, viajes, identidades sexuales, puede ser satisfecho en seguida”. Junto a la estética la cursilería y el ludismo banal prolifera una suerte de “actitud vandálica” que pretendería (eso es lo que declara enfáticamente) socavar los cimientos del sistema. Sigmar Polke, en una entrevista con Bice Curriger, explícitamente titulada “La pintura es una ignominia” (1985), dice que lo verdaderamente innovador en el arte sería transferir lo que el artista hace a un área en la que su trabajo podría asumir una cualidad verdaderamente rompedora: “En realidad la innovación ocurre cuando eres capaz de efectuar esa transferencia. El presupuesto de Defensa puede seguir siendo el presupuesto de Defensa. Si el arte quisiera ser realmente innovador, algo tendría que ocurrir. Y el presupuesto de defensa tendría que beneficiar al arte. Pero es ahí donde todo se desmonta. ¿Qué harían entonces los artistas? Fijarían explosivos a los lienzos”[28]. Extraña indicación ésta en la que se quiere buscar un acontecimiento en el cual el arte termina por asumir modos propios del terror, buscando una efectividad que propiamente deja al espectador sin palabras. El artista se suma, metafóricamente, a la inmensa lista de violentos, reclamando, de forma extraña, que sobre su actividad incida el presupuesto de Defensa. Lo que tal vez quería, inconscientemente decir, es que su imaginario explosivo necesita más madera, vale decir, reclama más presupuesto para sus “lúcidas” ignominias.
Mucho más recientemente, Tania Brugera ha presentado su primera exposición individual en Madrid, titulada, sin merodeos, “For Sale”. Lo que propiamente quiere colocar esta artista, de la que la nota de prensa de la Galería Juana de Aizpuru dice que es “conocida internacionalmente por la novedad de su trabajo conceptual en cuyo imaginario se combinan estrategias políticas de conducta social, rumor y utopía”, son una serie de performances. Según parece los compradores de las performances firmarán un contrato que les dará derechos sobre la artista “con respecto a su tiempo, disponibilidad y exhibición de las piezas”. En la inauguración realizo “Performance nuevo # 1” en el que explicó como construir bombas caseras utilizando productos al alcance de la mano de cualquiera como amoniaco, lejía o un aerosol. Tenía toda la razón del mundo Miguel Cereceda cuando tituló su crítica de esta “exposición”, publicada en el suplemento ABCD las Artes y las Letras, “Pólvora mojada”. ¿Por qué finalmente a quién se va a lanzar ese cóctel molotov?¿Qué edificio va a ser destruido por este terrorismo doméstico?¿Los coleccionistas y los museos (los esperados compradores) van a ser, de una vez por todas, eliminados de la faz de la tierra? Lo malo es que este tipo de bromas parvularias, estos gestos de “radicalismo subvencionado” se despliegan con un tono pretencioso que es, acaso, lo verdaderamente demoledor o, por ser más preciso, ridículo (en este caso sin pretenderlo).
Parece como si a los individuos narcotizados en el seno de la cultura contemporánea solo se les pudiera agitar con lo teratológico. Virilio piensa que el aficionado del arte está siendo machacado por lo mediático, especialmente por sus tendencias de academización del horror, provocando un discernimiento alterado: “primera etapa –apunta en su ensayo “Un arte despiadado”- de una desrealización acelerada, el arte contemporáneo acepta el afán de emulación del exceso y, así, de la insignificancia, tomando como ejemplo el carácter “heroico” del arte oficial de antes, la obscenidad que, de ahora en más, sobrepasa todo límite, con las snuff movies y la muerte en vivo...”[29]. La bomba y el atentado-casero terminan por ser cosas que fascinan a los artistas, situaciones transformadas en “obras de arte”, desactivadas desde el mismo momento en el que se puso en marcha esta poderosa estrategia del marketing de lo literal.

Ejemplos mugrientos.
El día 2 de enero consulté, reclamado por una e-zone, una página web, la grabación de la ejecución de Sadam Hussein realizada con un teléfono móvil. Allí pudo ver todo lo que seguía a las imágenes oficiales: las vejaciones, la cobardía de los verdugos, el temblor del “testigo”, el ejercicio extremo de la morbosidad contemporánea. Comprobé que esa mañana en la que yo estaba entregado a tan abyecta visión, eran ya 2.708.985 las consultas que se habían realizado tan solo a través de ese enlace. Aunque los noticiarios se habían detenido en los momentos en los que llegaba lo peor (“imágenes –en su jerga favorita- de una extremada crudeza”) en buena medida habían desatado la curiosidad que arrasa todo. Estoy seguro de que en un plazo muy breve contemplaremos en los predios del bienalismo o en alguna de las miles de ferias de arte de la “globalización” esa grabación que algún artista dogmático se habrá sabiamente “apropiado”. Bueno, en realidad, no será uno sino que habrá una verdadera subasta por el copyright de esa abominación. No son pocos los creadores contemporáneos que quieren mostrar algo sumamente desagradable. Un tal Zhu-Yu, artista natural de Shanghai, consiguió sus minutos de fama televisiva (gracias al Channel 4 británico) devorando un bebe real (eso, por supuesto, se subrayaba) en lo que llamó “performance”. Según se explicó se trataba de un feto de siete meses que además no le sentó nada bien al impresentable recién nombrado que vomitó ante las voraces cámaras. En la cultura del micro-ondas, cuando todo sabe a lo mismo, era previsible un retorno, en clave estetizada, del canibalismo. El mismo Zhu-yu, bastante astuto, declaró que había aprovechado “el espacio vacío entre la moral y la legalidad para desarrollar mi trabajo”[30]. Lo único que quería era darse a conocer[31]. Las patologías narcisistas han sido causa de muchos sufrimientos de la misma forma que las intenciones “artísticas” están siendo utilizadas para colar de matute cualquier cosa. Vicente Razo, un performer mexicano que ha montado un museo dedicado al corrupto presidente Salinas, “contrató” a un anciano para que en su cuarto de baño se introdujera por al culo una botella de un licor llamado “Presidente”; para conseguir que “penetre” en nuestras conciencias este “radical” señaló que su acción era una crítica de la relación que el citado político había tenido con el pueblo mexicano. Otro performer, Rosemberg Sandoval, presentó en un festival de esos asuntos celebrado en Cali en 1999, se hecho literalmente al hombro a un sin techo que respondía la nombre de Oswaldo Narváez y aprovecho ese cuerpo sucio para restregarlo por las paredes del museo. Una vez encontrada esa metodología “pictórica” ha sabido sacarle partido y, así, en su exposición Mugre (2003) colgó una serie de pinturas, si tal calificativo les sirve para algo, realizadas por medio de frotamientos de desheredados, esto es, de sujetos que son pura porquería. Este rotundo “innovador”, que acaso se inspire en aquella narración de Plinio sobre el origen del arte como el dibujo de la sombra del amado sobre el muro, tiene, como todo artista contemporáneo que se precie, unas justificaciones preparadas: “La idea de estos dibujos es filtrar la mugre de un espacio externo, como la calle, a uno interno y privado como la galería. La uso como pigmento. Estos dibujos son como el recorrido de la vida, son huellas, documentos, rastros”[32]. Entre el canibalismo y el uso del, por emplear términos para-kantianos, “a posteriori”, de lo pringoso a lo abyecto, la movilización general del arte contemporáneo no es, ni mucho menos, cosa de buen gusto, en todo caso se tratará de ejemplos mugrientos.

“...aun no sois productos”.
En un ensayo publicado en 1970 en Cahiers du cinéma, Roland Barthes desarrolla, alrededor de algunos fotogramas de Eisenstein, una teoría sobre lo que llama “el tercer sentido”. Ahí propone el sentido obvio como una evidencia cerrada (lo que va por delante y viene a mi encuentro) y el sentido obtuso, ese que se da por añadido, como un suplemento que no se consigue absorber por completo. El brillante ejercicio especulativo no esconde que se está intentando decir algo a contrapelo porque, en su acepción común, esos dos términos designas lo romo e incluso lo irrisorio. El mismo Barthes bromea con el énfasis decorativo del director ruso e incluso llega a caracterizar los rasgos de un personaje como un “disfraz lamentable”. Puede que lo que estuviera postulando fuera una estrategia para sacar partido de los postizos o, mejor, para dotar de fuerza deconstructiva a pastiche. De hecho, en la última nota a pie de página del texto, confiesa que ciertas fotonovelas consiguen emocionarle en virtud de su rotunda estupidez: “habría pues una verdad futura (o de un antiguo pasado) en esas formas irrisorias, vulgares, tontas, dialógicas de la subcultura de consumo”[33]. Ahora puede tener “sentido” la verdad de la buena que “utiliza” una compañía de telefonía móvil en su campaña de marketing[34]. Porque la perogrullada es capaz dominar todos los tiempos. Perniola, en su diatriba estética contra la comunicación, señala que los artistas tienen dos alternativas: ser minusválidos o anacoretas. Tengo la impresión de que no son esos los derroteros preferidos por algunos creadores de nuestro tiempo que se entregan, con todo el placer del mundo, a lo perogrullesco o, por emplear un término acuñado por Luis Camnitzer, fundan un arte boludo[35]; uno de los ejemplos de “boludez” sería una acción realizada por Francis Alys en colaboración con Rafael Ortega y Cuathemoc Medina en la que, con la inestimable ayuda de quinientos voluntarios movieron unos diez centímetros, palada tras palada, una duna de arena. El título era más que evidente: Cuando la fe mueve montañas. “Algunas veces –dice Alys que ha empujado un bloque del hielo por la calle hasta que no ha quedado otra cosa que una mancha húmeda en el suelo-, el hacer algo no lleva a nada”. No descubro nada si apunto que el arte es un montón de cosas inútiles: “La imposibilidad del uso –señala Agamben en su “Elogio de la profanación- tiene su lugar tópico en el Museo. La museificación del mundo es hoy un hecho consumado. Una tras otra, de modo progresivo, las potencias espirituales que definían la vida de los hombres –el arte, la religión, la filosofía, la idea de naturaleza, incluso la política- se han ido retirando dócilmente hacia el Museo”[36]. Si todo puede volverse Museo es porque éste denomina simplemente la exposición de una imposibilidad de usar, de habitar, de experimentar. No hay formas de profanación: todo va derecho (cargado de justificaciones) a la vitrina.
La retórica de lo sublime catastrófico es experimentada como el déja vu (la destrucción terrorista de la Torres Gemelas ya había sido anticipada por el imaginario cinematográfico). Nuestra cultura de la gesticulación y de los malabaristas chapuceros puede llegar a producir narcolepsia. Después de todas las parodias se produce la parábasis, los actores abandonan la escena y el coro se dirige directamente a los espectadores. Y nos preguntamos: ¿qué queréis decir?¿Verdad de la buena? Aunque hemos asistido, en el triunfo planetario de la comunicación, a la catástrofe de lo simbólico, puede que no sea cierto que el ingenio ha muerto. Sabemos que la elaboración continua de los mensajes que producen la imagen ganadora de un producto comercial o de un personaje público conducen a una gradual erosión y desmoronamiento de su identidad. A nadie puede sorprenderle que el ganador mediático de Operación Triunfo en esta última edición no sea un concursante sino un miembro del jurado, Risto Mejide que suele decirle a los esforzados del micro que “aun no sois productos”. El experto en marketing no puede quitarse las gafas de sol por ninguna razón, su “enmascaramiento” es la condición necesaria para decir las cosas a la cara. Lo malo es que ha convertido la honorable sofística en un ejercicio enfático de la perogrullada. He buscado en distintos diccionarios el significado de esa palabra y, la verdad, no he quedado satisfecho; la Real Academia advierte que perogrullada es “verdad o certeza que, por notoriamente sabida, es necedad o simpleza decirla”. ¿Pero de dónde viene o quién es ese “Perogrullo”? Es raro que lo evidente sea, en alguna medida, lo inquietante.
Valcárcel Medina, al final de la entrevista que le hiciera José Díaz Cuyás para el catálogo de la exposición Ir y venir (2002), declara que de sus obras las perogrullescas “son menos de las que yo quisiera”. Recuerdo una de sus piezas en las que dibujaba una línea de corte que acaso aludiera que el arte es el límite precario de la vida. He hablado, en demasiadas ocasiones, del destino escatológico del arte contemporáneo. La mierda, el vómito, lo repugnante, están por todas partes. Aunque lo cierto es que esos signos excrementales están en el lugar vacío que se “crea” a partir, por poner dos ejemplos canónicos, del Cuadrado negro de Malevich y de los ready-mades duchampianos. En realidad lo que estamos viendo es “cualquier cosa” y un marco vacío, esto es, lo que parece fuera de lugar en realidad es ubicuo, se trata de un enmascaramiento de lo Real o, en otros términos, de un fenómeno estrictamente fetichista[37]. Si unos creadores quieren hacer algo brutal, semejante a una bofetada traicionera, como esas movilizadas del happy slapping (se considera que la fecha inaugural de esa demencia es diciembre del 2005 cuando una quinceañera se acercó a David Morley en un parque del sur de Londres y le dijo “estamos grabando un documental, o sea que por favor, mire a la cámara”, para que acto seguido sus colegas se abalanzaran sobre él y le patearan hasta dejarle muerto, ante la mirada mecánica que lo grababa todo), otros no aspiran al éxito explosivo e instantáneo sino que piensan que el arte es una cosa que lleva todo el tiempo, como ha demostrado Tehching Hsieh con sus One Year Performances: realizó cinco performances entre 1978 y 1986, en la primera (The Cage Piece) pasó un año entero solo, encerrado en una jaula, en la segunda The Time Piece, golpeaba un reloj cuando daba la hora, veinticuatro horas al día durante un año, en la tercera vivió un año a la intemperie en Manhattan sin entrar en ningún edificio, en la cuatro permaneció un año atado, con una cuerda de dos metros y medio, a Linda Montano, evitando tocarse y en la quinta estuvo un año sin ningún contacto con el mundo del arte. Tal vez, se apartó del imperio estético preocupado con lo que se avecinaba. Porque un desocupado como él podría ser empleado, súbitamente, por otro artista espabilado para dar un brochazo a la caja blanca de lo museal-amnésico. En el baile artístico de San Vito lo más lógico es llegar a ser, como sugiere el juez del marketing, producto. Acaso las maquinaciones “explosivas” fueran exorcismos y, en verdad (de la buena), algunos creadores quisieran sabotear sus perfectas perogrulladas. “Comprendo –dijo Baudelaire- que se deserte de una causa para saber lo que se experimenta sirviendo a otra. Quizá sería dulce ser víctima y ejecutor alternativamente”. A nadie le extrañará que los que anuncian que hay niños feos sean una compañía de telefonía móvil: detrás de esas verdades tenía que estar la moral del marketing.

El imperio amnésico.
La primera frase de La estética de la desaparición de Paul Virilio nos sitúa en el desayuno donde la taza volcada suele ser una consecuencia de las ausencia, esto es, de esa dificultad para abrir nuestros sentidos al exterior: “las ausencias –escribe este teórico obsesionado con la velocidad-, denominadas picnolepsia (del griego pycnos, frecuente), suelen ser muy numerosas, cientos al día, y en general pasan desapercibidas para quienes nos rodean”[38]. La verdad es que ese particular modo de “estar en el limbo” es algo conocido por todos y, sin embargo, casi nadie reconocería que su vida acumula mas horas de empantanamiento que de lucidez. No se trata sólo de estar con la boca pastosa y los ojos entornados, puede suceder que en un momento intrascendente tengamos la sensación de que eso ya ha sucedido. Algunos entran entonces en trance o pontifican sobre los chacras y otras mandangas parapsicológicas. También cabe atribuirlo todo al amor que es más avispado que ciego o, en la conexión total propia de la semiosis hermética, apelar a los efluvios de la era de Acuario. Nos cuesta aceptar que lo que se ha producido es una súbita bajada de los filtros de nuestra capacidad perceptiva y una impresión ha retornado a la memoria a corto plazo como si estuviera archivada en un tiempo anterior incluso remotísimo.
Ese instante paradójico que nos hace pensar en un tiempo pasado y brumoso en el que todo sería idéntico ha sido fuente de especulaciones metafísicas, creencias o supersticiones múltiples y, por supuesto, está inscrito en nuestra curiosidad estética. Nuestro psiquismo analógico tiene todo el derecho a postular que el déja vu es otra forma de nombrar el retorno de lo reprimido o incluso advertir que está asentado en el carácter proyectivo de la misma representación. Aunque tampoco podemos dejar de lado que ese tiempo suspendido (tensado entre lo que está sucediendo y aquello que ya hemos experimentado) aparece, con frecuencia, asociado al cansancio, a condiciones especiales de luz o a estados alterados de conciencia producidos por sustancias psicotrópicas[39]. Pero todas las explicaciones científicas sobre ese fenómeno pesan poco en la balanza de la incertidumbre humana que está abierta, principalmente, a la llegada de otra forma del tiempo, sea este la eternidad o la posibilidad de volver al pasado para, como quiera que sea, corregirlo.
En una época en la que se habla, con bastante poca lucidez, sobre la memoria histórica y la “reparación de las heridas del pasado”, encontramos, sobre todo, una amnesia monumental o somos atacados por lo real en forma de pesadilla[40]. Mientras en nuestro país se acumulan las revisiones de la guerra civil, ejecutadas en muchos casos desde una clara mentalidad maniquea, el imaginario cinemático del Imperio tiene evidentes síntomas psicóticos. Por ejemplo, en Carretera Perdida (David Lynch) asistimos a la fuga psicogénica, en Memento (Chistopher Noland) el protagonista tiene que tatuarse aquello que siente que está a punto de perder, la esquizofrenia funda el clan en El club de la lucha (David Frincher), el síndrome de stress post-traumático domina a los soldados de la Guerra del Golfo en El mensajero del miedo (Jonathan Demme). Denzel Washington, protagonista de esta última película se ha especializado, hasta el manierismo, en el personaje atormentado, asediado por pesadillas, con los ojos vidriosos al borde de explorar coléricamente; sin duda, era el candidato perfecto para encarnar al heroico detective enamorado de una muerta que en Déja vu (Tony Scott) utiliza una inverosímil “máquina del tiempo” para impedir que el terror tenga lugar. Si tamaña tecnología existiera me pregunto, ¿por qué no aprovecharon para impedir el desastre del Katrina en Nueva Orleáns donde precisamente se localiza esa película? Hay una apestosa ideología, en el sentido marxista de falsa conciencia de la realidad, en ese retorno que pasa de puntillas (salvo para buscar al terrorista de acuerdo con la tecnología del big brother) sobre los restos que marcan la ignominia política. No hace falta ninguna prótesis cibernética para recordar, dado lo reciente de los hechos, como dejaron abandonada a su mala suerte a la población pobre de esa ciudad. La ficción inscrita en el presente camufla, precariamente, la falta de vergüenza de esos estados que Derrida no dudó en llamar “canallas”.
La demolición que fundó el Imperio (el atentado de las Torres Gemelas) es algo que ya habíamos visto o, en términos de Stockhausen: una obra de arte total. El arte contemporáneo es, más que descarado, narcolépsico. Todo se repite, desde el furor postmoderno, derivando hacia esa banalidad que parece clonada de la estrategia del “reality show”. Una vez más puede que todo venga de Duchamp, de aquella fuente escatológica (el cimiento de la pedestalización de cualquier cosa) o del trastorno óptico provocado por el Anemic Cinema. Ese voyeur irónico hablaba, en torno al Gran Vidrio, de la vida monótona de los solteros, de un déja vu que acaso fuera la condición para la videncia. Si el apropiacionismo transitó por la retórica de lo que Borges en su memorable “Pierre Menard, autor del Quijote” llamara anacronismo deliberado, intentando producir lo otro a través de lo mismo, algunas modalidades del arte actual adoptan el “realismo dogmático” como garantía de intensidad. Mientras Nauman convierte, en Incidente doméstico, la bromita de quitar la silla a nuestra pareja en el momento de sentarse en un acto de violencia imparable, Tony Oursler despliega un teatrillo de marionetas mentalmente perturbadas. Paranoia o Múltiple Personality Disorder (patología made in USA). La sensación de familiaridad y de extrañeza, de instante y recuerdo, que surge en el déja vu es semejante a aquella de lo siniestro freudiano que tanto rastro ha dejado en el arte de nuestro tiempo. Amamos, consciente o inconscientemente, el fake y, tal vez, uno de nuestros santos laicos sea Howard Hughes, aquel picnolepsico ejemplar, encriptado en el Desert Inn de Las Vegas, acechado por la mirada burlona de Orson Welles. Todo, hasta el montaje más demencial, se repite. Cada año comienza, valga esta perogrullada, con lo mismo: la resaca, los buenos propósitos, los valses de los Strauss, los saltos de trampolín. Eso ya lo hemos vivido. Mañana mismo comienzo, aunque sea intentando evitar la paramnesia[41], la dieta: esto me suena.


El accidente veloz. [Notas sobre el vértigo contemporáneo].
“El accidente –afirma Virilio- va a volverse la continuación de la política por otros medios. Ya no es la guerra tradicional con sus armas lo que va a prolongar la política a la manera en que Clausewitz lo describe. Y va de la mano con la nueva disuasión. Es el accidente, pero el accidente integral. El gran misterio es la naturaleza de este accidente”. En el repugnante cóctel informativo, el componente principal lo constituyen los accidentes, que forman parte de nuestra vida cotidiana[42] (aviones ultrarrápidos reventados apenas inician el vuelo) y las matanzas (apilamientos de cadáveres servidos, más que para el juicio, por mor de despertar la compasión), los malos tratos (transformados en anecdotario “interesante”) y las lesiones deportivas (una demencia fisioterapeútica que eleva lo insignificante al rango de la información trascendental), que, en sentido estricto, son resultados del exceso de velocidad, un error producido por la anomalía tecnológica, la furia irracional de la territorialidad nacionalista, el desbarre emocional o la sobrecarga muscular. El modelo catastrófico de una sociedad en trance de jubilación es la estadística de muertos en accidente de automóvil que acontecen en las distintas fechas festivas; buscando el calor delicioso de las playas quedan achicharrados entre los hierros retorcidos de ese coche que, en buena medida, era su “carnet de identidad”. Los restos diseminados en cuneta, la manifestación de lo que técnicamente se denomina “siniestro total”, junto con los cementerios de la chatarra, auténticamente espeluznantes, podrían constituir una heterotopía crítica, un dispositivo visible frente al que cualquier discursividad queda reducida al nivel de charla estúpida. Desde la infancia sabemos que las peores heridas, los cabezazos del rabioso y las pedradas a traición, las recibimos en el recreo, lo que, por añadidura, refuerza el discurso del orden que ya “avisaba” de los peligros del tiempo indisciplinado. “El accidente –advierte Virilio- no es ya identificable por sus consecuencias funestas, por sus resultados prácticos -ruinas y restos esparcidos-, sino más bien por un proceso dinámico y energético, una secuencia cinética y cinemática que no podría parecerse a las reliquias de los objetos destruidos, escombros y cascotes de todo tipo”[43]. Sin embargo, en estas visiones del accidente todavía queda una voluntad de aferrarse a la ilusión del final, cuando el tiempo real propiamente ha fallado y el apocalipsis de lo virtual es, en sí mismo, fantasmagórico. Incluso en Crash, la novela de Ballard llevada al cine por Cronenberg, había un deseo turbulento que “conducía” a precipitarse en la muerte automovilística, una “metáfora extrema” en la que aparecen nuevas patologías y el vértigo de una sexualidad extraña “que es –afirma el director del film- una mutación, no genéticamente, sino físicamente, mediante cicatrices accidentes de coche y automutilación”[44]. Sin embargo, hemos pasado del atestado de tráfico al atentado suicida (algo que ha terminado por ser “redundante”). El atentado reclama, irremediablemente, el protagonismo mediático, la razón acorralada sufre las descargas de una fanatismo abismal, algo que llega a transformarse, en su inconceptualidad, en una especie de “maleficio”.
Se nos viene encima el Armagedon[45]. En las películas-catástrofe que funcionan como un objeto fóbico, caen meteoritos inmensos sobre la tierra y reducen todo a cenizas. Apenas quedan supervivientes puesto que el relato fantástico siempre fabrica unos héroes que son capaces de salvarnos, aunque sea a costa de su sacrificio. Escapando del conflicto terrenal buscamos un ligero estremecimiento con ese exorcismo del desastre completo, como si lo peor no estuviera ya aquí. “La muerte por control remoto –apunta Ballard- es un juego de bajo riesgo, al menos para el telespectador. La devastada autopista de Basora parecía un atasco en proceso de oxidación o un plató de filmación de Mad Max abandonado, el supremo Armagedón de los coches. La ausencia de combatientes, por no hablar de muertos y heridos, acalla cualquier reacción de piedad o indignación, y crea la sensación apenas consciente de que la guerra entera fue una inmensa carrera de demoliciones en la que casi nadie salió herido y que hasta pudo ser divertida” [46]. La ciencia ficción y el relato cataclísmico pueden ser, en sí mismo, un acto positivo de la imaginación, en última instancia las visión fílmica de la catástrofe permite que todo el mundo disfrute del horror sin riesgo. Si recordamos Mad Max, que fuera definida por Ballard como la Capilla Sixtina punk, nos sorprenderá que tras el colapso los supervivientes están entregados al vértigo de la velocidad, al placer de demoler lo que ya no esa casi nada, convertidos los sujetos en basura motorizada. Las contrautopías, por ejemplo 1984, que describieron un horizonte de vigilancia fascista, funcionaban como un exorcismo que genera aún más miedo, relatos conectados, de una forma u otra, con el “horizonte” de la amenaza nuclear. Es manifiesto que la catástrofe es percibida, principalmente cinematográficamente, como atentado.
Sabemos que cada técnica propone una novedad del accidente[47], ese acontecimiento que Virilio quiere exponer, mostrando que es lo inverosímil, lo inhabitual y, sin embargo, inevitable: “No se trataría solamente de exponer nuevos objetos, reliquias de accidentes diversos, a la curiosidad morbosa de los visitantes, para concretar un nuevo romanticismo de la ruina tecnológica, a la manera de un vagabundo que luce sus llagas para despertar la piedad de los transeúntes -luego de haber lustrado los cobres de las primeras máquinas a vapor en los museos del siglo XX, no iremos a hacer lo miso y tiznar a propósito los restos calcinados de las tecnologías punta-. No; se trataría de efectuar un nuevo género de escenografía donde lo que se expone sea solamente lo que explota y se descompone”. Pero también es cierto que la catástrofe puede ser algo tan antiguo como el habitar, es decir, los accidentes, los traspiés, el caer por tierra tiene uno de sus lugares privilegiados en la casa que puede oler, como sucede en Fin de partida, a cadáver. Allí la técnica es siempre la misma: poner cada cosa en su sitio, impedir que el caos se adueñe de todo. Archivo y domicilio coinciden en muchos sentidos. Lo que suena en el mal de archivo (Nous sommes en mal d´archive) es una pasión que nos hace arder: “No tener descanso, interminablemente, buscar el archivo allí donde se nos hurta. Es correr detrás de él allí donde, incluso si hay demasiados, algo en él se anarchiva. Es lanzarse hacia él con un deseo compulsivo, repetitivo y nostálgico, un deseo irreprimible de retorno al origen, una morriña, una nostalgia de retorno al lugar más arcaico del comienzo absoluto. Ningún deseo, ninguna pasión, ninguna pulsión, ninguna compulsión, ni siquiera ninguna compulsión de repetición, ningún “mal-de” surgirían para aquel a quien, de un modo u otro, no le pudiera ya el (mal de) archivo. Ahora bien, el principio de la división interna del gesto freudiano y, por tanto, del concepto freudiano de archivo, es que en el momento en que el psicoanálisis formaliza las condiciones del mal de archivo y del archivo mismo, repite aquello mismo a lo que resiste o aquello de lo que hace su objeto”[48]. La materialización expositiva del accidente (ese archivo escenográfico de lo que explota y se descompone) es, como puede advertirse en Unknown Quantity la muestra concebida por Paul Virilio para la Foundation Cartier pour l´art contemporain (2002), concluye en una suerte de hipnosis traumática del 11 de Septiembre. Todos los desastres, desde los terremotos en Japón, hasta las inundaciones que continúan el mito del Diluvio, de los incendios que asolan los bosques al hongo nuclear, de Chernobyl a los pozos en llamas de Irak durante la primera Guerra del Golfo, del hundimiento de Titanic a la marea negra del Prestige, hablan una suerte de lengua babélica, su precario archivo está tan destinado al fracaso como aquella Torre que desafió al cielo. “Si la torre de Babel –afirma Derrida- se hubiera concluido, no existiría la arquitectura. Sólo la imposibilidad de terminarla hizo posible que la arquitectura, así como muchos lenguajes tengan una historia. Esta historia debe entenderse siempre con relación a un ser divino que es finito. Quizá una de las característica de la corriente posmoderna sea tener en cuenta este fracaso” [49]. Todo cae por tierra. En cierto sentido, los americanos ya estaban preparados para la caída de las Torres Gemelas, ese acontecimiento parecido a una película estaba marcado por la paranoia. Se tenían que caer, era parte de su característica arquitectónica: llevaban tatuado el cataclismo como destino; ese espacio “clonado” era algo desafiante que tenía que ser destruido: materializaron, en todo momento, la violencia de lo mundial[50].
La catástrofe primordial (fílmica) es el descarrilamiento[51] que hace añicos al paisaje clásico, manteniendo al espectador a distancia del “drama”, tras ese cristal moderno que es el material en el que no quedan huellas o, mejor, el límite en el que surge la experiencia del derrumbe de la experiencia. Hoy, consumada la amnesia colectiva, hay una vitrina para cada cosa, da igual que sea una cursilería, una consigna o una cagarruta. Lo decisivo es que, incluso el accidente, ha encontrado su museo, ese lugar obsceno que todavía llamamos televisión[52]. La palabra catástrofe, un término de la retórica que designa el último y principal acontecimiento de un poema o de una tragedia, está subrayada, en el comienzo del siglo XXI, por el estado de excepción. La Gran Demolición es, no cabe duda, el acontecimiento mayor, eso que resulta difícil de pensar y que entró, inmediatamente en el terreno de lo espectacular-artístico. Seguían aún humeando los restos de las Torres Gemelas cuando Stockhausen pronunció la frase: esa era la obra de arte total, lo más grande que jamás se haya visto. Tal vez tan sólo fue un lapsus, algo que se cae de la boca mientras lo común es una letanía de una fecha, una especie de conjuro enrarecido que prueba que no se ha comprendido nada, pero también podemos advertir que esa cita para-wagneriana es una “una provocación barata”. Porque, frente a ese acontecimiento, es demasiado tarde para el arte o, mejor, no cabe la sublimación estética[53]. Acaso, allí donde algunos vieron la materialización de lo sublime-terrible[54] únicamente podamos encontrar la pulsión pornográfica.
El objetivo mediático tiene un poder absoluto, articulado a partir de el efecto de realidad: la imagen es abolida como imagen fabricada y la presencia pseudo-natural se niega como representación. Mientras lo arbitrario se presenta como necesario, el artificio adquiere carta de naturaleza: “nuestra actual geofísica es una microfísica, y reducir una columna de vehículos civiles o una capital bombardeada al tamaño de una pantalla de vídeo no es la mejor manera de “visualizar” los retos humanos de un bombardeo. De la misma manera que la actualidad sin historia transforma el tiempo en una inmensa acumulación de hechos diversos -que constituyen lo maravilloso de la edad del vídeo-, la ubicuidad sin geografía instaura un engañoso estado de ingravidez y de no-pensamiento, puesto que pensar ha sido siempre pesar”[55]. Debray pregunta si es posible percibir en un horizonte definido sin admitir “cosas invisibles”, incluso en la cultura del ciberespacio ¿cómo puede haber un aquí sin un allí, un ahora sin un ayer y un mañana, un siempre sin un nunca? Mientras Virilio especula con la llegada de un arte portátil o celular, la última manifestación de la lógica de los no-lugares: umbral de la desaparición de la experiencia estética en lo virtual o, mejor, en el intercambio instantáneo (territorios de velocidad, mostradores de tránsito, parajes de la aceleración); es necesario mantener la idea del arte como trayecto, una experiencia que sucedería sin diferirse, afirmando la dimensión del testimonio, enfrentándose a esa clausura que parece su destino: “mientras se censure la posible desaparición del arte, no habrá arte. Pensar en el hic et nunc, en la temporalidad y la presencia del arte, es oponerse a su desaparición, es no ser colaboracionista”[56]. En nuestro vertigo visual (situados entre el déja vu y la narcolepsia) intentamos buscar el contratiempo, ya sea la pausa o el clinamen en la trayectoria establecida. Acaso lo que algunas experiencias artísticas intenten sea generar un espacio de frenado, un runaway[57]. Esperemos que esa “salida” está preparada porque vamos a toda marcha y, además, rumbo a peor.

Out of joint...
“Tomadas en relación al movimiento de desterritorialización, todas las territorialidades son –afirma Deleuze- equivalentes. Pero hay una especie de esquizoanálisis de las territorialidades, de sus tipos de funcionamiento. Aún si las máquinas deseantes están del lado de la gran desterritorialización, es decir del camino del deseo más allá de las territorialidades, aún si desear es desterritorializarse, es necesario decir también que cada tipo de territorialidad es apta para soportar determinado género de índice maquínico. El índice maquínico es aquello que, en una territorialidad, sería apto para hacerla huir en el sentido de una desterritorialización. En los índices que corresponden a cada territorialidad se puede evaluar la fuerza de desterritorialización posible en ella, es decir lo que soporta el flujo que huye. Huir, y huyendo hacer huir algo al sistema, un cabo. Un índice maquínico en una territorialidad es lo que mide en ella la potencia del huir haciendo huir los flujos. Desde este punto de vista, no todas las territorialidades son equivalentes”[58]. Nuestra peculiar “psicosis” lleva a que veamos a Bartleby no sólo como el maestro del rechazo sino como la presencia insoportable que nos permite pensar en (la llegada de) otra cosa[59]. Y, sin embargo, lo normal es que tengamos más de lo mismo. Sabemos de sobra que el corazón de la política resulta ser la mercadotecnia[60] y que incluso el arte ha asumido, tras Warhol, todas las tácticas del marketing. No es cierto, en cualquier caso, que los artistas tengan que conseguir, cuanto antes, productos. Aunque nuestra conciencia crítica esté bajo mínimos no podemos, insisto en ello, aceptar que el arte sea una mercancía perfecta o una mera perogrullada. Tal vez tengamos que poner la ironía en cuarentena e, impulsados a la polémica, emplear el sarcasmo, sin por ello caer en la jerga[61]. Porque si el arte se ha convertido, como le gusta decir a Baudrillard, en un “delito de iniciados”[62], marcado por la retórica del citacionismo, también es capaz, todavía, de ser un sismograma de lo que pasa. En una época marcada por la demolición[63], con una compulsión voyeurística que ha propiciado el extraño “placer de la catástrofe”, la cultura no puede ser meramente el juego de la “libertad”[64] sino que, valga el tono dogmático, exigimos que afronte los conflictos y produzca lo necesario. Y, a pesar de todo, el proceso crítico-teórico no puede “claudicar”, la insatisfacción con lo que hay impulsa a continuar el proceso creativo que no es tanto el que termina con las “obras” sino aquel que llega a activa un diálogo en pos de una comunidad venidera en la que la comunicación sea algo más que la identificación con uno de los antagonistas[65]. No exagero cuando robo una palabras finales: “la hora de sentar cabeza no llegará jamás”[66].

Una (rara) canción de cuna.
No debemos perder de vista que lo “irrepresentable” se ha convertido en el tropo retórico de un arte y una cultura que convierte la catástrofe en una canción de cuna[67]. Estamos oscilando en el espacio intermedio entre seducción y pornografía, esto es, entre apariencia y simulación[68]. Algunos pensaban que el realismo cruel nos quitará la modorra, pero incluso lo asqueroso y lo excremental se han vuelto parte del entretenimiento[69]. No podemos contentarnos con “entender” el mundo del arte, dotado de lo que Dickie llamó “Byzantine complexity”[70]. A veces da la sensación de que incluso las teorías más sagaces e intensas quedan atrapadas por una suerte de “barniz estético” o, por lo menos, incurren en una suerte de pseudo-utopía que estaría asociada a presuntos “fenómenos de resistencia” que buscan, acaso para eludir la crudeza de lo político, el amparo de lo “artístico”[71].

Contratiempo.
Para que dure una construcción (casa, templo, obra técnica, etc.) ha de estar animada, debe recibir a la vez una vida y un alma. La transferencia del alma sólo es posible por medio de un sacrificio sangriento[72] . Y, sin embargo, lo extraordinario puede pasar, en todos los sentidos, desapercibido y la violencia (de lo sagrado) ser lo cotidiano, eso que nos ha llevado hasta la narcolepsia crónica. “Descentramiento designa así primero la ambigüedad, a oscilación entre identificación simbólica e imaginaria –la indecisión con respecto a dónde está mi verdadera clave, en mi yo “real” o en mi máscara externa, con las posibles implicaciones de que mi máscara simbólica pueda ser “más real” que lo que oculta, que el “rostro verdadero” tras ella”[73]. El descentramiento (en vez de la pantalla cartesiana de la conciencia central que constituye el foco de la subjetividad) es, en cierto sentido, un medio de identificación del vacío. “The time is out of joint. El mundo va mal. Está desgastado pero su desgaste ya no cuenta. Vejez o juventud –ya no se cuenta con él. El mundo tiene más edad que una edad. La medida de su medida nos falta. […] Contra-tiempo. The time is out of joint. Habla teatral, habla de Hamlet ante el teatro del mundo, de la historia y de la política. La época está fuera de quicio. Todo, empezando por el tiempo, desarreglado, injusto o desajustado. El mundo va muy mal, se desgasta a media que envejece, como dice también el Pintor en la apertura de Timón de Atenas (tan del gusto de Marx, por cierto). Ya que se trata del discurso de un pintor, como si hablara de un espectáculo o ante una pintura: “How goes the world? –It wears, sir, as it grows””[74]. En este (des)tiempo de lo banal el arte es una suerte de objeto no identificado.
Ya he nombrado el caso: una pintura negra sobre una pintura negra. Puede que tengamos que cerrar los ojos para ver. Eso podría suponer que lo necesitamos es el tacto de lo real ya sea para comprobar que ahí enfrente está una pared o para ver, de otra manera, esa vacío que nos mira[75]. “Desilusionado, a cielo abierto, el universo contemporáneo se divide entre el hastío (cada vez más angustiado por perder sus recursos de consumo) o la abyección y la risa estridente (cuando sobrevive la chispa de lo simbólico, y fulmina el deseo de palabra”[76]. Predomina todavía una suerte de “metafísica de la ausencia”[77]: la realidad que consistiría en lo oculto que se escapa. La infinitud afecta a todo: el deseo, el discurso, el diálogo e incluso lo sublime. Y, sin embargo, lo que nos hechiza no es otra cosa que lo romo, esto es, estamos narcotizados por el abismo de la banalidad[78]. Vivimos, por emplear una analogía cinematrográfica, en Dogville, donde el otro es sometido a toda clase de exorcismos[79] y, mientras tanto, aumenta, hasta afectar a casi veinte millones de americanos, Social Anxiety Disorder, la ansiedad que llega sin que se sepa la razón. Lo que da miedo puede ser una mancha o borrón informe (blob), una baba o el moho, frente a eso que apenas puede nombrarse aparece la carita sonriente, el pin amarillo, la cifra del vacío, “el último estertor –escribe con lucidez nihilista Oursler- para perseverar en los sentimientos, para aferrarse a una imagen de felicidad que se desvanece”[80]. Con todo, la consigna (“no te preocupes, se feliz”), tropieza con las pesadillas y los traumas; los seres más grotescos no callan pase lo que pase. Lo que no tenía ninguna importancia desplazó a lo ejemplar que ahora suena trasnochado y dogmático. “El postarte es un arte completamente banal: un arte inconfundiblemente cotidiano, ni kitsch ni arte elevado, sino un arte intermedio que confiere glamour a la realidad cotidiana mientras finge analizarla”[81]. Intenta o simula ser crítico, cuando en realidad es una estrategia de desenmascaramiento que finalmente recurre, permanentemente, a lo espectacular, esto es, a la dimensión del entretenimiento.
A veces nos dejamos llevar por la paranoia del complot inminente pero también puede suceder que la conspiración (del arte cínico-chic-banal) sea evidente[82]. Puede que solo se trate de pasar la aspiradora[83] o, en una dinámica lógica, dejar reposar, solemnemente, la basura en un sitio especial. McLuhan, tan sagaz para crear frases, escribió que “el arte es aquello de lo que uno puede quedar impune”. Me parece que estaba, tristemente, enunciando un gran verdad. Con todo no tiene sentido entregarse, con gesto crispado, al oficio del agorero, especialmente cuando todo no se ha convertido, aún, en “lo mismo”. Si Sócrates renunciaba a pensar la idea de lo sucio por temor a hundirse en la “tontería sin fondo”[84], nosotros tendremos que meternos, sin contemplaciones, en lo inmundo[85] entre otras cosas porque ese es nuestro destino.

¿Prueba superada?
Pero, ¿ha llegado ya nuestra pasión de lo real al fondo? Acaso tengamos que hacer un esfuerzo más para completar otra penetración[86]. Atravesar la fantasía que quiere decir identificarse plenamente con ella, con la fantasía que estructura el exceso que resiste a nuestra inmersión en la realidad cotidiana. Conocemos la experiencia de malestar al reconocer, súbitamente, que llevamos horas sin número tarareando una chorrada[87]. No hemos “atravesado” nada, es lo absurdo, la realidad roma que deseábamos dejar atrás, la que nos ha poseído fantasmalmente. El parloteo, lo que Lacan llamara lalangue, eso que precede al lenguaje articulado, impone su pastosa ley. Lo malo es que incluso en lo estético, aquel remanso de moderación[88], se ha llegado, casi definitivamente a perder el deseo de ilusión por culpa de lo pornográfico[89], del culto al detalle obvio. Es dramático estar perplejo por una serie de perogrulladas. El camino del exceso, lo que podríamos volver a calificar como tratamiento Ludovico, siguiendo lo narrado en La naranja mecánica, produce una combinación de anestesia y rebrotes explosivos. Tal vez lo que tenga que hacer el arte es no dejar de hablar de lo que le falta, cuando ya se ha entregado a la orgía y al cansancio subsiguiente[90]. Aunque hemos recibido una sobredosis de ridiculez no hemos superado ninguna prueba, como le gusta hacer vertiginosamente a la televisión-de-concurso-perpetuo[91]. Lo que tenemos aún (en nuestra cultura superviviente de la incredulidad postmoderna) son síntomas mórbidos[92]. Ahora recuerdo una frase provocadora de Dotremont, en una lectura de poesía experimental, crispada por gritos antisoviéticos y antifranceses: “la merde, la merde, toujours recomencé”. La comunicación nos arroja, sin criterio alguna, todo encima, nuestra mirada pasmada no repara en que nos usan como una letrina[93]. Pero, insisto que, a pesar de todo, no podemos caer, aunque fuera “lógico”, en el derrotismo o, por lo menos, tenemos que tener claro que éste es tan sólo un estadio sintomatológico y que es necesario, descender al fondo (como, ejemplarmente, hacen los artistas que intervienen en el Espai Quatre) para ofrecer imágenes más allá de la deriva estupefacta y banal. La última imagen de In girum imus nocte et consumimur igni (1978) de Guy Debord tiene un subtítulo que no podemos dejar de reescribir: “Debe retomarse desde el principio”[94].

[1] Paul Virilio: “Un arte despiadado” en El procedimiento silencio, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2001, p. 64.
[2] Jean Baudrillard: “La ilusión y la desilusión estéticas” en La ilusión y la desilusión estéticas, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1997, p. 15. El reciclaje de cosas dispersas y residuales tiene en al estética del collage un fundamento histórico-artístico de enorme relevancia. “El deseo de recomponer lo despedazado predomina sobre cualquier otro en la técnica del collage. El verbo “zusammenfügen”, que señala en Benjamin la dimensión soteriológica de la forma de exposición de las ideas, puede ser traducido justamente por este verbo griego: kollao, el acto de pegar o soldar lo diverso, lo desligado, lo destrozado. [...] el collage es en el arte moderno la forma simbólica de lo catastrófico” (José Manuel Cuesta Abad: Juegos de duelo. La historia según Walter Benjamin, Ed. Abada, Madrid, 2004, p. 77).
[3] “Mediante el guión [Ge-Stell], Heidegger pretende que nos fijemos en el sentido del verbo “stellen” incluido en la palabra, que significa “poner”, “colocar”. Por otra parte, el prefijo “Ge-”, tiene en alemán el sentido de un conjunto, de un colectivo (como es el caso de “Ge-birge”, “Ge-brüder”, etc.). Estos son los dos sentidos que hemos querido rescatar con el termino “com-posición”. El propio Heidegger dice en “El camino al lenguaje” (incluido en la obra En camino al lenguaje), que “Ge-stell” es “la unidad de los distintos modos de la puesta en posición”” (Arturo Leyte y Helena Cortes: nota 5 a la traducción de Martin Heidegger: Identidad y Diferencia, Ed. Anthropos, Barcelona, 1988, p. 83).
[4] “Un ARTE TERMINAL donde el objeto mismo restituye la opacidad de la lejanía, la ceguera de la velocidad de las que la liberación de los medios había pretendido desembarazar a nuestra visión del mundo” (Paul Virilio: “Un arte terminal” en El arte del motor, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1996, p. 75).
[5] Félix Duque: El mundo por de dentro. Ontotecnología de la vida cotidiana, Ed. Serbal, Barcelona, 1995, pp. 126-127.
[6] “Lo que [...] constituye la experiencia de este Multiverso policéntrico, de esta textura móvil en la que nos movemos, es la recurrencia –a veces, catastrófica- de unos estadios con otros, la difícil transacción entre unas y otras forma de vida [...]: el mestizaje en suma de culturas y técnicas, la constante hermeneusis de la técnica. Éste es el problema y el desafío con que se enfrenta a mi ver esta época: su contemporaneidad con todas las épocas anteriores” (Félix Duque: El mundo por de dentro. Ontotecnología de la vida cotidiana, Ed. Serbal, Barcelona, 1995, p. 103).
[7] “Según el Génesis, pues, el origen de la ciudad no se debe únicamente –siquiera sea de modo mediato- al Crimen primigenio, sino a algo mucho más grave: Caín se niega a obedecer a Yavé y, en su hybris técnica, “dejada de la mano de Dios”, se asienta definitivamente él y su descendencia, forjando ciudades amuralladas con un doble cerramiento: horizontal y periféricamente, establece la distinción entre campo y ciudad, verticalmente, techa las viviendas internas a la ciudad para protegerse de un cielo que ha dejado de ser protector. El hombre cainita (el hombre de la ciudad, el “civilizado”) establece su morada a la contra: contra la tierra –que, según la maldición de Yavé, habría de negarle sus frutos- y contra el cielo hostil y amenazador. Literalmente, la habitación humana se yergue desde entonces, desafiante, en medio de lo inhóspito (en alemán: das Unheimliche, lo que se hurta a todo hogar; y por extensión, lo siniestro)” (Félix Duque: El mundo por de dentro. Ontotecnología de la vida cotidiana, Ed. Serbal, Barcelona, 1995, p. 75).
[8] Félix Duque: El mundo por el dentro. Ontotecnología de la vida cotidiana, Ed. Serbal, Barcelona, 1995, pp. 82-83.
[9] “Comensales son aquellos que comparten mesa, reconociéndose mutuamente como no comestibles, indigestos. Desde este no-reconocimiento en los víveres, la separación queda enfatizada elevando el suelo en el altar que consagra la confabulación, la mesa. La cocina es, pues, indistinta al podium, al pulpitum, al altar: se trata de un fuego elevado para las manos, para las ideas, una mesa ritual de trabajo simbólico. Ese hogar, fuente de calor y de cultura, habrá sido durante muchas vidas centro, y desahuciado más tarde por los excesos, los refritos, los diseños, los congelados... que vienen a pretender una eternidad sin degradación, un hogar sin mancha, una estructura sin ornamento, una función sin uso, y que concluyen en el catering, la fast-food y lo precocinado. El soborno queda completado por la dulzura de los sabores y los artilugios, los acidulantes, aromatizantes, conservantes, gadjets y aperos snobs –ideologías de la nutrición que convierten el consumo en maravilla, y enmascaran el saber del encuentro. En ese tránsito, los ojos subyugan y sojuzgan al entero cuerpo, el diseño importa más que el uso, y la cocina se aleja. Es cuando la visualidad, la virtualidad, prevalecen sobre el tacto, condenándonos a la inanición” (Juan Luis Moraza: “DIEsTETICA” en José Ramón Amondarain. Sípidos, Sala Amárica, Vitoria, 2001, pp. 48-49).
[10] “El locked-in syndrom es una rara patología neurológica que se traduce en una parálisis completa, una incapacidad de hablar, pero conservando la facultad del habla y la conciencia y la facultad intelectuales perfectamente intactas. La instauración de la sincronización y del libre intercambio es la comprensión temporal de la interactividad, que interactúa sobre el espacio real de nuestras actividades inmediatas acostumbradas, pero más que nada sobre nuestras mentalidades” (Paul Virilio en diálogo con Sylvère Lotringer: Amanecer crepuscular, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2003, p. 80).
[11] Pero, más allá del modelo circense o carnavalesco a la hora de interpretar la televisión, habría que tener en cuanta que lo que allí se obs-cenifica es lo psicótico-pornográfico: habla todo el tiempo, no cesa de hablar para no decir nada y, así, en ausencia de la función simbólica de la palabra se produce una regresión al estadio del espejo. Al mismo tiempo que el reflejo narcolépsico, la televisión esta obsesionada o, mejor, delira en torno a los detalles: “Vaciado de toda dimensión simbólica, el espectáculo televisivo se nos presenta entonces como la emergencia de una mirada desimbolizada, desacralizada, como una mirada, en suma radicalmente profana, vale decir, también profanadora: tal es la mirada que ha emergido socialmente en el espacio de la pornografía” (Jesús González Requena: El discurso televisivo: espectáculo de la posmodernidad, Ed. Cátedra, Madrid, 1988, p. 139).
[12] Cfr. Hal Foster: “El futuro de una ilusión o el artista contemporáneo como cultor de carga” en Los manifiestos del arte posmoderno. Textos de exposiciones 1980-1995, Ed. Akal, Madrid, 2000, pp. 96-105.
[13] Cfr. Jean Baudrillard: “Perdidos de vista y realmente desaparecidos” en Pantalla total, Ed. Anagrama, Barcelona, 2000, pp. 132-133.
[14] “El placer, campo del significante, ha sido aprehendido; el paquete no está vacío, sino vaciado: encontrar el objeto que está en el paquete o el significado que está en el signo es echarlo por tierra: lo que los japoneses transportan, con una energía de hormiga, son, en suma, signos vacíos” (Roland Barthes: El imperio de los signos, Ed. Mondadori, Madrid, 1991, p. 67).
[15] Fredric Jameson: Las semillas del tiempo, Ed. Trotta, Madrid, 2000, p. 23.
[16] Cfr. Jacques Derrida: Mal de archivo. Una impresión freudiana, Ed. Trotta, Madrid, 1997, p. 27.
[17] “Ya no se llama por teléfono desde casa, en un lugar sino que se llama en la calle, el teléfono está en uno mismo, es portátil, celular. ¿Es que vas hacia un arte celular, como existen teléfonos celulares?¿Un arte celular, portátil, encima de uno, incluso dentro de uno?” (Paul Virilio entrevistado por Catherine David en Colisiones, Ed. Arteleku, San Sebastián, 1995, p. 49). En las comunicaciones telefónicas ha perdido prácticamente sentido la pregunta propia del comienzo del uso de los móviles, “¿dónde estás?”, en beneficio de aquella que intenta saber si es el tiempo adecuado: “¿Te pillo en buen momento?¿Puedes hablar ahora?”. Es la constatación de la efectiva irrupción del otro en el espacio público/privado en el que nos encontramos.
[18] “La subjetividad se ha estandarizado a través de una comunicación que desaloja cuento es posible las composiciones enunciativas transemióticas y amodales. Se desliza así hacia el borrado progresivo de la polisemia, de la prosodia, del gesto, de la mímica, de la postura, en provecho de una lengua rigurosamente sujetada a las máquinas escriturarias y sus avatares massmediáticos. En sus formas contemporáneas y extremas, se resume en un trueque de fichas informacionales y calculables en cantidad de bits (binary digits) y reproducibles en computadora” (Félix Guattari: Caosmosis, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1996, p. 128).
[19] Mario Perniola: “Performances perversas” en El sex appeal de lo inorgánico, Ed. Trama, Madrid, 1988, p. 181.
[20] Cfr. Ralph Rugoff. “Liquid Humor” en Erwin Wurm. I love my time I don´t like my time, Ed. Hatje Cantz, Ostilfdern, 2004, pp. 15-29.
[21] Cfr. Cagon & Crista, Ed. Monográfico.net, Burgos, 2006.
[22] “El destronamiento carnavalesco acompañado de golpes e injurias es a la vez un rebajamiento y un entierro. En el bufón, todos los atributos reales se hallan trastocados, invertidos, con la parte superior colocada en el lugar inferior: el bufón es el rey del “mundo al revés”. El rebajamiento es, finalmente, el principio artístico esencial del realismo grotesco” (Mijail Bajtin: La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de Francois Rabelais, Ed. Alianza, Madrid, 1987, p. 334).
[23] “La concepción lacaniana de la perversión (el ritual perverso) como un proceso que, lejos de minar la Ley simbólica, supone más bien un intento desesperado por parte del sujeto de escenificar la instauración del imperio de la Ley, su inscripción en el cuerpo humano, nos permite en cambio arrojar nueva luz sobre las tendencias artísticas recientes de las body-performances masoquistas: ¿no se nos presentan ahora como una respuesta más a la desintegración del imperio de la Ley, como un intento de restaurar la Prohibición simbólica? A medida que la Ley se vuelve cada vez menos operativa en función de prohibir un acceso libre (“incestuoso”) a la jouissance, la única vía que queda para preservar la Ley es suponerla idéntica a la Cosa misma que encarna la jouissance” (Slavoj Zizek: Lacrimae Rerum. Ensayos sobre cine moderno y ciberespacio, Ed. Debate, Barcelona, 2006, p. 277).
[24] “La homología es inquietante es inquietante: en ambos casos, el dar rienda suelta a su más íntima Subjetividad es experimentado por el sujeto como un ser colonizado por algún tipo de extraño parasitario que se apodera de él en contra de su voluntad, algo así como cuando nos ronda incesantemente en la cabeza una melodía popular muy común (da igual cómo la combatamos, siempre terminamos sucumbiendo a ella, a su poder mimético, y comenzamos a movernos siguiendo su estúpido ritmo” (Slavoj Zizek: Amor sin piedad. Hacia una política de la verdad, Ed. Síntesis, Madrid, 2004, p. 77).
[25] “Quizá el momento clave en una película de Jerry Lewis acontece cuando el personaje del idiota que representa se ve formzado a darse cuenta de la catástrofe que ha provocado su comportamiento: en ese momento, cuando todo el mundo alrededor de él comienza a mirarle fijamente, incapaz de mantener su mirada, comienza a hacer muecas de esa manera suya tan singular, desfigurando ridículamente su expresión facial, mientras agita a la vez las manos y tuerce los ojos. Este intento desesperado del sujeto avergonzado de borrar su presencia, por borrarse a sí mismo de las miradas de los otros, debe entenderse por oposición a las “muecas” de Carrey, que funcionan de manera prácticamente opuesta (como un intento desesperado de afirmar la propia esencia)” (Slavoj Zizek: Amor sin piedad. Hacia una política de la verdad, Ed. Síntesis, Madrid, 2004, p. 77).
[26] “Tal vez el objeto más alto del arte sea hacer funcionar a la vez todas las repeticiones, con su diferencia de naturaleza y de ritmo, su desplazamiento y su disfraz respectivos, su divergencia y su descentramiento, solapándolas unas con otras, y, de una en una, envolverlas en ilusiones cuyo “efecto” varía en cada caso. El arte no imita, sino que, ante todo, repite, y repite todas las repeticiones, debido a una potencia interior (la imitación es una copia, pero el arte es simulacro, invierte las copias convirtiéndolas en simulacros). Incluso la repetición más mecánica, la más cotidiana, la más habitual, la más estereotipada, encuentra su lugar en la obra de arte, quedando siempre desplazada con respecto a otras repeticiones, y a condición de que se sepa extraer de ella una diferencia para las otras repeticiones. Pues no hay otro problema estético que el de la inserción del arte en la vida cotidiana. Cuanto más estandarizada aparece nuestra vida cotidiana, cuanto más estereotipada, sometida a una reproducción acelerada de objetos de consumo, más debe el arte apegarse a ella y arrancarle la pequeña diferencia que actúa en otra parte y simultáneamente entre otros niveles de repetición, e incluso hace resonar los dos extremos de las series habituales de consumo con las series instintivas de destrucción y de muerte, juntando así el retablo de la crueldad con el de la imbecilidad, descubriendo bajo el consumo el castañeteo de la mandíbula hebefrénica, y bajo las mas despreciables destrucciones de la guerra, nuevos procesos de consumo, reproducción estéticamente las ilusiones y mistíficaciones que configuran la esencia real de esta civilización, para que al fin la Diferencia se exprese, con una fuerza a la vez repetitiva por la cólera, capaz de introducir la extraña selección, aunque no sea más que una contradicción por aquí o por allá, es decir, una libertad para el fin de un mundo” (Gilles Deleuze: Diferencia y repetición, Ed. Jucar, Madrid, 1988, pp. 460-461).
[27] “El cuerpo regresa en el momento de la crítica, de la vacilación de una cultura empeñada, durante milenios, en ocultar, en obturar el “soporte”. Que en la pintura este último se haya convertido en sujeto del cuadro, que los artistas del body art se limiten, no sin contentamiento narcisista, a autoexponerse, a travestirse en escena o masturbarse como un “evento” más: indicios, aunque marginales fehacientes, de este retorno. Queda por saber si ese exiliado que regresa es el mismo expulsado, si el actor que vuelve a dominar, a veces abusivamente, la escena, a controlar los efectos de la representación, es el mismo a quien ese espacio se vedó, o si se trata sólo de su máscara vaciada, de su doble desacralizado: simple impostura pintarrajeada o verdadera subversión corporal” (Severo Sarduy: Ensayos generales sobre el barroco, Ed. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1987, p. 97).
[28] Sigmar Polke entrevistado por Bice Curriger: “Sigmar Polke, la peinture est una ignominie” en Artpress, n° 91, París, Abril de 1995, p. 8.
[29] Paul Virilio: “Un arte despiadado” en El procedimiento silencio, Ed. Anagrama, Barcelona, 2001, p. 75.
[30] Zhu-Yu citado en Ana Elena Pena: “Arte y canibalismo” en Monográfico.net, n° 115, 2006, p. 7.
[31] Cfr. Paul Ardenne: Extreme. Esthétiques de la limite dépassée, Ed. Flammarion, París, 2006, p. 266 y 423, donde también informa sobre la actividades “extremas” del grupo Cadáver.
[32] Cita recogida en Pere Salabert: La redención de la carne. Hastío del alma y elogio de la pudrición, Ed. CendeaC, Murcia, 2004, p. 95.
[33] Roland Barthes: “La escritura de lo visible” en Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces, Ed. Paidós Barcelona, 1986, p. 66.
[34] La compañía Yoigo ha empleado frases hechas o, mejor, perogrulladas, para promocionar sus productos, por ejemplo: “Hay bebes feos”, añadiendo siempre la coletilla verdad de la buena.
[35] Cfr. Luis Camnitzer: “Hacia una teoría del Arte Boludo” en Ramona, n° 58, Buenos Aires, Marzo de 2006.
[36] Giorgio Agamben: Profanaciones, Ed. Anagrama, Barcelona, 2005, p. 110.
[37] “En resumen, no hay Duchamp sin Malevich: solo después de que la práctica artística haya aislado el lugar/marco como tal, vacío de todo contenido, puede alguien permitirse el procedimiento del ready-made. Antes de Malevich, un orinal habría seguido siendo un orinal, por más que fuera exhibido en la galería más selecta. La emergencia de los objetos excrementales fuera de lugar es, pues, estrictamente correlativa a la emergencia del lugar sin ningún objeto, el marco vacío como tal” (Slavoj Zizek: Lacrimae Rerum. Ensayos sobre cine moderno y ciberespacio, Ed. Debate, Madrid, 2006, p. 191).
[38] Paul Virilio: Estética de la desaparición, Ed. Anagrama, Barcelona, 1988, pp. 7-8.
[39] Un estudio fundamental es el de Remo Bodei: Piramidi di tempo. Storie e teoria del déja vu, Ed. Il Mulino, Bolonia, 2006.
[40] “Lo Real que vuelve tiene status de otra apariencia: precisamente porque es real, es decir, a causa de su carácter traumático-excesivo, somos incapaces de integrarlo en (lo que experimentamos como) nuestra realidad y, por lo tanto, nos vemos obligados a experimentarlo como una aparición de pesadilla” (Slavoj Zizek: Bienvenidos al desierto de lo real, Ed. Akal, Madrid, 2005, p. 20).
[41] “Como el recuerdo se constituye como contemporáneo de aquello de lo que es recuerdo, como el recuerdo es contemporáneo de la cosa, basta un trastorno en la línea de bifurcación para que en lugar de percibir la cosa como presente, perciban en recuerdo de la cosa. Cuando eso sucede tienen un fenómeno de paramnesia” (Gilles Deleuze: Derrames entre el capitalismo y la esquizofrenia, Ed. Cactus, Buenos Aires, 2005, p. 251).
[42] “El Accidente forma parte de nuestra vida cotidiana y su espectro obsede nuestro insomnios... El principio de indeterminación en física y la prueba de Gödel en lógica son el equivalente del Accidente en el mundo histórico... Los sistemas axiomáticos y deterministas han perdido su consistencia y revelan una falla inherente. Esta falla no lo es en realidad, es una propiedad del sistema. El Accidente no es ni una enfermedad de nuestros regímenes políticos, no es tampoco un defecto corregible de nuestra civilización: es la consecuencia de nuestra ciencia, de nuestra política y de nuestra moral. El Accidente forma parte de nuestra idea del Progreso...” (Jean Baudrillard: “El accidente y la catástrofe” en El intercambio simbólico y la muerte, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1980, p. 188).
[43] Paul Virilio: “El museo del accidente” en Un paisaje de acontecimientos, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1997, p. 123.
[44] David Cronenberg entrevistado por Chris Rodley: David Cronenberg por David Cronenberg, Ed. Alba, Barcelona, 2000, p. 281.
[45] Con respecto a las películas de catástrofes ha señalado Ignacio Ramonet que las calamidades poseen una función de verdadero objeto fóbico “que permite que el público localice, circunscriba y fije la tremenda angustia, el estado de agitación real suscitado en su mente por la situación traumática de crisis” (Ignacio Ramonet: “Las películas-catástrofe norteamericanas” en La golosina visual, Ed. Debate, Madrid, 2000, p. 40).
[46] James G. Ballard: “Muerte por control remoto” en Guía del usuario para el nuevo milenio, Ed. Minotauro, Barcelona, 2002, p. 21.
[47] “Innovar el navío es ya innovar el naufragio; inventar la máquina de vapor, la locomotora, es además, inventar el descarrilamiento, la catástrofe ferroviaria. Lo mismo con la aviación naciente, los aeroplanos que innovan el choque contra el suelo, la catástrofe aérea. Sin hablar del automóvil y la colisión en serie a gran velocidad, de la electricidad y la electrocutación ni en absoluto de esos riesgos tecnológicos mayores resultantes del desarrollo de las industrias químicas o nucleares... Cada período de la evolución técnica aporta, con su equipo de instrumentos, máquinas, la aparición de accidentes específicos, reveladores “en negativo” de los esfuerzos del pensamiento científico” (Paul Virilio: “El museo del accidente” en Un paisaje de acontecimientos, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1997, p. 117).
[48] Jacques Derrida: Mal de archivo. Una impresión freudiana, Ed. Trotta, Madrid, 1997, p. 98.
[49] Jacques Derrida: “La metáfora arquitectónica” en No escribo sin luz artificial, Ed. Cuatro, Valladolid, 1999, p. 139.
[50] “La violencia de lo mundial pasa también por la arquitectura, por el horror de vivir y de trabajar en esos sarcófagos de cristal, de acero y de hormigón. El horror de morir en ellos es inseparable del horror de vivir en ellos. Por eso es por lo que el cuestionamiento de esta violencia pasa también por la destrucción de esta arquitectura” (Jean Baudrillard: “Requien por las Twin Towers” en Power Inferno, Ed. Arena, Madrid, 2003, p. 34).
[51] “Catástrofe. La palabra. Nuestra palabra fetiche ahora. El cine nació de la alarma (la noción) de una catástrofe. Infundada, claro está: no ya la ingenuidad o el primitivismo, sino sencillamente la inexperiencia en los ínclitos hermanos Louis y Auguste (antes alentados por la fiebre cientificista que por la picardía) les exime de la más mínima intención de provocar el pánico. Lo que los hombres de cine venideros no tardaron en aprender es que, en estas cosas de la barraca de ferie (un feria fiera), un tren llegando a la estación está bien, es muy majo, pero ¡cuánto mejor si colisiona con otro, se despeña por un barranco o descarrila! Antes de que las manivelas dejaran de emplearse para arrancar los motores del coche, el cine ya habría impreso en celuloide cientos, miles de kilómetros con las imágenes de trenes provocando peligros, protagonizando persecuciones, desguazando camiones y automóviles en los pasos a nivel. Keaton y Lloyd, Roach y Sennett, entre tantos otros, habían descubierto el potencial de las catástrofes sobre raíles o en la carretera, el enorme placer de las plateas ante su representación en la blanca pantalla” (Jordi Batlle Caminal: Catastrorama. Una agitada excursión por el universo de las disaster movies, Ed. Glénat, Barcelona, 1998, pp. 9-10).
[52] “[...] el museo del accidente existe, lo he encontrado: es una pantalla de televisión” (Paul Virilio: “El museo del accidente” en Un paisaje de acontecimientos, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1997, p. 124).
[53] “ Se piense lo que se piense de su cualidad estética, las Twin Towers eran una performance absoluta, y su destrucción es también una performance absoluta. Sin embargo, eso no justifica la exaltación de Stockhausen del 11 de septiembre como la más sublime de las obras de arte. ¿Por qué un acontecimiento excepcional debería ser una obra de arte? La recuperación estética es tan odiosa como la recuperación moral o política –sobre todo cuando el acontecimiento es tan singular debido precisamente a que está más allá tanto de la estética como de la moral” (Jean Baudrillard: “Réquiem por las Twin Towers” en Power Inferno, Ed. Arena, Madrid, 2003, pp. 37-38).
[54] “Cuando en los días inmediatos a los sucesos de Nueva York, Washington y Pittsburg, el compositor alemán Karl Heinz Stockhausen declaró que el atentado a las Torres Gemelas había sido la primera gran obra de arte del siglo XXI, las reacciones bienpensantes no tardaron en producirse. Condenas sin paliativos, acusaciones de frivolidad cuando no de complacencia con los terroristas, de desprecio a las víctimas, todos los calificativos parecieron pocos para anatematizar –sin intentar entenderlas- las palabras del artista. Pero Stockhausen no fue el único en pensar de este modo. Iñaki Ábalos ha contado cómo asistió a los sucesos del 11-S pegado a un televisor en un hotel de Lima en compañía de una serie de arquitectos célebres y la reacción de los asistentes ante el “fulgor de las imágenes” (Baudrillard dixit) que aparecían ante sus ojos asombrados: “alguien se atrevió a hablar de la poderosa atracción visual del horror y coincidimos en que lo que estábamos viendo era la encarnación misma de lo sublime contemporáneo, un espectáculo que en la antigüedad sólo tipos como Nerón se habían permitido, y que ahora se servía democráticamente en directo a todos los ciudadanos de la aldea globlal”” (Santos Zunzunegui: “Tanatorios de la visión” en Brumaria, n° 2, Salamanca, 2003, pp. 240-242).
[55] Régis Debray: Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente, Ed. Paidós, Barcelona, 1994, p. 297.
[56] Paul Virilio entrevistado por Catherine David en Colisiones, Ed. Arteleku, San Sebastián, 1996, p. 53.
[57] “La rapidez de un fenómeno lo liquida. Cuando un fenómeno toma una velocidad absoluta, pone en movimiento el runaway. [...] El runaway está en camino. Es el estado de emergencia”.
[58] Gilles Deleuze: Derrames. Entre el capitalismo y la esquizofrenia, Ed. Cactus, Buenos Aires, 2005, pp. 35-36.
[59] “Bartleby repite “preferiría no hacerlo” y no “no lo haré”: su rechazo no es respecto de determinado contenido sino en realidad el gesto formal del rechazo como tal. [...] Existen dos versiones cinematográficas de Bartleby, un telefilme de 1970, dirigido por Anthony Friedman y una de 2001 ubicada en Los Ángeles actual, realizada por Jonathan Parker; sin embargo, corre un persistente aunque no confirmado rumor por Internet acerca de una tercera versión en la que Bartleby es interpretado por Anthony Perkins. Aunque este rumor termine siendo falso, el dicho se non e vero e ben´trovato se aplica como nunca: Perkins en su modo a lo Norman Bates hubiera podido ser el Bartleby. Puede imaginarse la sonrisa de Bartleby mientras emite su “Preferiría no hacerlo” idéntica a la sonrisa de Perkins en la última toma de Psicosis cuando mira a la cámara y su voz (la de su madre) dice: “No era capaz ni de matar una mosca”. No hay en ello una cualidad violenta, la violencia pertenece a su propio estar inmóvil, inerte, insistente, impávido. Bartleby no podría matar una mosca; eso es lo que hace tan insoportable su presencia” (Slavoj Zizek: Visión de paralaje, Ed. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006, p. 466).
[60] Cfr. Richard Sennet: La cultura del nuevo capitalismo, Ed. Anagrama, Barcelona, 2006, p. 117.
[61] Gramsci señaló que la ironía está relacionada con el escepticismo más o menos diletante y que cubre, precariamente, la desilusión o el cansancio, sin servir para la construcción de un mundo cultural mientras que el sarcasmo que califica como “apasionado” es adecuado para la acción histórico-política: “Como siempre ocurre, las primeras manifestaciones originales del sarcasmo han tenido imitadores y papagayos; el estilo se ha convertido en una “estilística”, se ha transformado en una especie de mecanismo, en lenguaje cifrado, en jerga, que podría suscitar observaciones divertidas [...]. En su forma originaria el sarcasmo tiene que entenderse como una expresión que subraya las contradicciones de un periodo de transición; se intenta mantener el contacto con las expresiones humanas subalternas delas viejas concepciones y, al miso tiempo, se acentúa la distanciación respecto de las concepciones dominantes y dirigentes, a la espera de que las nuevas concepciones, con la solidez conquistada a través del desarrollo histórico, dominen hasta adquirir la fuerza de las “creencias populares”. El que utiliza el sarcasmo posee ya con solidez esas nuevas concepciones, pero éstas tienen que expresarse y divulgarse con una actitud polémica, pues en otro caso serían una “utopía” porque parecerían “arbitrariedad” individual o de secta; por otra parte, y ya por su propia naturaleza, el “historicismo” no puede concebirse a sí mismo como expresable en forma apodíctica o predicativa, y ha de crear un gusto nuevo, y hasta un lenguaje nuevo como medios de lucha intelectual” (Antonio Gramsci: ““Contradicciones” del historicismo y expresiones literarias de las mismas (ironía, sarcasmo)” en Antología, Ed. Siglo XXI, México, 1970, p. 308).
[62] “El arte se ha vuelto cita, reapropiación, y da la impresión de reanimar indefinidamente sus propias formas. [...] Recuerdo haberme dicho, tras la penúltima Bienal de venecia [1993], que el arte es un complot e incluso un “delito de iniciados”: encierra una iniciática de la nulidad y, sin ser despreciativos, tenemos que reconocer que aquí todo el mundo trabaja con residuos, desechos, bagatelas; todo el mundo reivindica además la banalidad, la insignificancia; todos pretenden no ser ya artistas” (Jean Baudrillard: El complot del arte, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 2006, p. 119). No falta el “malabarismo” justificatorio de todo aquello que, ciertamente, es demencial: “Hay siempre una caterva de ingenuos preparados para escribir la historia de la última idiotez, para solemnizar las estupideces, encontrar significados recónditos en las menudencias, incluir en la enseñanza de todo orden y nivel también las tonterías, pensando que hacen una obra democrática y progresista, que van al encuentro de los jóvenes y de la gente, que hacen realidad el encuentro entre la escuela y la vida” (Mario Perniola: Contra la comunicación, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 2006, p. 32).
[63] “Y ¿no fue el ataque al Worl Trade Center respecto a las películas de catástrofes hollywoodienses lo que la pornografía snuff a las películas porno sadomasoquistas convencionales? Éste es el elemento de verdad en la provocadora afirmación de Karl-Heinz Stockhausen de que el ataque de los aviones al World Trade Center ha sido la obra de arte definitiva: podemos concebir el hundimiento de las torres del World Trade Center como la conclusión culminante de la “pasión por lo Real” del arte del siglo XX; de acuerdo con esta idea, los mismos “terroristas” no actuaron por encima de todo para provocar un daño material, sino por el efecto espectacular de su acción. Cuando, días después del 11 de septiembre, nuestra mirada estaba saturada de las imágenes del avión estrellándose contra una de las torres, nos vimos obligados a experimentar lo que son la “compulsión de la repetición” y la jouissance más allá del principio de placer: queríamos ver una y otra vez; se repetían las mismas tomas hasta la náusea, y la siniestra satisfacción que obteníamos de ello era jouissance en estado puro” (Slavoj Zizek: Bienvenidos al desierto de lo real, Ed. Akal, Madrid, 2005, p. 15).
[64] “Nadie puede llamarse intérprete de su tiempo, porque el tiempo parece contener y soportar en una indeterminación desesperante y enigmática todo y lo contrario de todo; ninguna relación de pertenencia recíproca se puede hipnotizar ya entre el momento histórico y el sujeto individual por muy “grande” y “versátil” que sea. Quien nutre la ilusión de que hoy el artista puede hacer cualquier cosa no lo ensalza a las vetas de la creación libre, sino que lo relega a amaterurismo y reduce, en el fondo, el arte a un pasatiempo. La afirmación exagerada y a ultranza de una originalidad creativa inclasificable y única, que trasciende tendencias y grupos, acaba por encerrar al artista en una soledad de la que el futuro lo liberará y, al contrario también, por sumergirlo en el numeroso escuadrón de los pintores domingueros, o incluso en el amorfo revoltijo de los foux artistiques” (Mario Perniola: Enigmas. Egipcio, barroco y neo-barroco en la sociedad y el arte, Ed. CendeaC, Murcia, 2005, p. 92).
[65] “De hecho, la comunicación, cuando adopta la forma de un debate público, no es una arena donde dos contendientes se enfrentan, y menos aún una disputa entre dos maestros de la universidad medieval. Se basa en un presupuesto tácito y universalmente aceptado: la exigencia dirigida al público de que se identifique con uno u otro de los antagonistas. Así, en forma de conflicto, resurge el aspecto esencial de la comunicación, que ya pusimos de relieve a propósito de la new age: su incapacidad de pensar una “verdadera” oposición y de sostener un “verdadero” conflicto” (Mario Perniola: Contra la comunicación, Ed. Amarrortu, Buenos Aires, 2006, p. 50).
[66] Guy Debord: In girum imus nocte et consumimur igni, Ed. Anagrama, Barcelona, 2000, p. 61.
[67] “Es así que, por un lado, los dispositivos artísticos polémicos, tienden a desplazarse y devienen testimonios de la participación en una comunidad indistinta. Pero, por otro lado, la violencia polémica de ayer tiende a tomar una nueva figura. Ella se radicaliza en testimonios de lo irrepresentable y del mal, o de la catástrofe infinita. Lo irrepresentable es la categoría central del viraje ético de la estética, como el terror lo es en el plano político, porque él también es una categoría de indistinción entre derecho y hecho” (Jacques Ranciere: El viraje ético de la estética y la política, Ed. Palinodia, Santiago de Chile, 2005, p. 39).
[68] “La distinción crucial entre simulacro (superposición con lo real) y la apariencia es particularmente reconocible en el campo de la sexualidad, como, por ejemplo, en la distinción entre pornografía y seducción: la pornografía “lo enseña todo”, “es sexo real”, y por este mismo motivo produce un mero simulacro de sexualidad, mientras que el proceso de la seducción consiste enteramente en un juego de apariencias, insinuaciones y promesas, y evoca por ello mismo el dominio elusivo de la Cosa sublime suprasensible” (Slavoj Zizek: Lacrimae Rerum. Ensayos sobre cine moderno y ciberespacio, Ed. Debate, Barcelona, 2006, p. 264). “El simulacro es un objeto hecho, “un artefacto”, que si bien puede producir un efecto de semejanza, al mismo tiempo enmascara la ausencia de modelo con la exageración de su “hiperrealidad”” (Víctor I. Stoichita: Simulacros. El efecto Pigmalión: de Ovidio a Hitchcock, Ed. Siruela, Madrid, 2006, p. 12).
[69] “Es decir, la idea de que el arte son excrementos cotidianos convertidos en entretenimiento al ser exhibidos fuera de su contexto cotidiano: el material desperdiciado de la vida diaria convertido en un espectáculo divertido al ser elevado al (cada vez más dudoso) status de arte” (Donald Kuspit: El fin del arte, Ed. Akal, Madrid, 2006, p. 101).
[70] Dickie explica el carácter sin fronteras del mundo del arte aludiendo, entre otras cosas, a su “frivolidad” y “complejidad bizantina”, cfr. Art and Aesthetics. An Institutional Análisis, Ed. Ithaca, 1974, p. 49.
[71] No deja de ser sorprendente que Zizek, tras lúcidos diagnósticos de la confluencia del la mcdonaldización de lo que llama McYihad termine apelando a lo estético como un raro terreno para la esperanza política: “Y una de las estrategias de la utopía hoy día reside en la estética. [...] ¿Acaso no está la política de resistencia “postmoderna” impregnada de fenómenos estéticos, desde el piercing y el transformismo a los espectáculos públicos?¿No representa el curioso fenómeno de los flash mobs [masas repentinas] la protesta estético-política en su forma más pura, reducida a su marco mínimo? En los flash mobs, la gente se presenta en un lugar asignado a una hora determinada, realizan unos actos breves (y a menudo triviales o ridículos), y después se dispersan otra vez; no parece raro que se les describa como poesía urbana sin ningún propósito real. ¿Acaso no son esos flash mobs una especie de “Malevich de la política”, el equivalente político del famoso “cuadrado negro sobre fondo blanco”, el acto de marcar una diferencia mínima?” (Slavoj Zizek: Irak. La tetera prestada, Ed. Losada, Madrid, 2006, pp. 166-167).
[72] “Como la ciudad o el santuario, la casa está santificada, en parte o en su totalidad, por un simbolismo o un ritual cosmogónico. Por esta razón, instalarse en cualquier parte, construir un pueblo o simplemente una casa, representa una grave decisión, pues la existencia misma del hombre se compromete con ello: se trata, en suma, de crearse su propio “mundo” y de asumir la responsabilidad de mantenerlo y renovarlo [...] Toda construcción y toda inauguración de una nueva morada equivale en cierto modo a un nuevo comienzo, a una nueva vida. Y todo comienzo repite ese comienzo primordial en el que el universo vio la luz por primera vez” (Mircea Eliade: Lo sagrado y lo profano, Ed. Labor, Barcelona, 1967, p. 61).
[73] Slavoj Zizek: El acoso de las fantasías, Ed. Siglo XXI, México, 1999, p. 161.
[74] Jacques Derrida: “Desgastes. (Pintura de un mundo sin edad)” en Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional, Ed. Trotta, Madrid, 1995, p. 91.
[75] Georges Didi-Huberman comienza el bellísimo libro Lo que vemos, lo que nos mira, comentando un pasaje de Ulises de Joyce que concluye con la frase “shut your eyes and see” (“cerremos los ojos para ver”): “¿Qué significa? Al menos dos cosas. En primer lugar, al volver a poner en juego e invertir irónicamente proposiciones metafísicas muy antiguas, incluso místicas, nos enseña que ver no se piensa y no se siente, en última instancia, sino en una experiencia del tacto. Con ello, Joyce no hace más que indicar por anticipado lo que constituirá en el fondo el testamento de toda fenomenología de la percepción. “Es preciso que nos acostumbremos”, escribe Merleau-Ponty, “a pensar que todo visible está tallado en lo tangible, todo ser táctil prometido en cierto modo a la visibilidad, y que hay, no sólo entre lo tocado y lo tocante, sino también entre lo tangible y lo visible que está incrustado en el encaje, encabalgamiento”. Como si el acto de ver finalizara siempre por la experimentación táctil de una pared levantada frente a nosotros, obstáculo tal vez calado, trabajado en vacíos. “Si uno puede meter sus cinco dedos a través, en una reja, si no en una puerta”... Pero este texto admirable propone otra enseñanza: debemos cerrar los ojos para ver cuando el acto de ver nos remite, nos abre a un vacío que nos mira, nos concierte y, en un sentido, nos constituye” (Georges Didi-Huberman: Lo que vemos, lo que nos mira, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1997, pp. 14-15).
[76] Julia Kristeva: Poderes de la perversión, Ed. Siglo XXI, México, 1988, p. 177.
[77] “En nuestro tiempo, al parecer, vivimos el fin de la historia, del pensar y del inconsciente: después de Heidegger y bajo su influencia, al inconsciente ya no se lo busca en lo “real”, sino en lo que está ausente, en lo otro, “en-lo-que-se-sustrae-siempre-a-su-captura-conceptual”. Y en ésas, la apelación a lo otro, a lo oculto más allá de la cultura es todavía, con plena seguridad, una apelación a la metafísica” (Boris Groys: Sobre lo nuevo. Ensayo de una economía cultura, Ed. Pre-textos, Valencia, 2005, p. 199).
[78] “Lo Neutro consistiría en confiarse a la banalidad que está en nosotros o más simplemente, reconocer esa banalidad. Esa banalidad [...] se experimenta y se asume en el contacto con la muerte: sobre la muerte nunca hay más que pensamientos banales” (Roland Barthes: Lo neutro. Notas de cursos y seminarios en el College de France, 1977-1978, Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 2004, p. 135).
[79] “La comunidad nacional despolitizada se constituye, entonces, como la pequeña sociedad de Dogville, en la duplicidad entre el servicio social de proximidad y el rechazo absoluto del otro” (Jacques Ranciere: El viraje ético de la estética y la política, Ed. Palinodia, Santiago de Chile, 2005, p. 29).
[80] “La carita sonriente, un simple círculo con una curva por boca, fue la primera versión de las imágenes optimistas de “siéntete bien” que produjo Harvey Ball en 1963 para la State Mutual Insurance Company. Parece ser que más tarde añadió los ojos para que nadie pudiera trastocar la imagen transformándola en un ceño fruncido al invertirla. La carita sonriente se convirtió en un fenómeno cultural popular de evasión de la realidad: en 1970 había aproximadamente 50 millones de pins carita sonriente circulando por el globo. La estrategia reduccionista empleada en el diseño de la carita sonriente podría entenderse como una respuesta popular a los temas concurrentes del minimalismo en las bellas artes. El vacío amarillo es el último estertor para perseverar en los sentimientos, para aferrarse a una imagen de felicidad que se desvanece. Desde un punto de vista histórico, la carita sonriente es un intento enmarcado dentro de una amplia gama de codificaciones de sentimientos y expresiones que se remonta a los góticos de la época victoriana, que fueron quienes llevaron a cabo el salto posmoderno de separar el sentimiento de la experiencia” (Tony Oursler: texto en Tony Oursler. Blob, Galería Soledad Lorenzo, Madrid, 2005, p. 8).
[81] Donald Kuspit: El fin del arte, Ed. Akal, Madrid, 2006, p. 81.
[82] “Todos conocemos el tópico que dice que las teorías de la conspiración son las ideología del pobre: cuando los individuos carecen de capacidades y los recursos cognitivos elementales para crear un mapa que les permita situar su lugar dentro de una totalidad social, se inventan teorías de la conspiración que proporcionan un mapa falso, y explica todas las complejidades de las vida social como resultado de una conspiración oculta. Sin embargo, como le gusta señalar a Fredric Jameson, este rechazo ideológico-crítico no es suficiente: en el capitalismo global contemporáneo, muchas veces estamos viéndonoslas con verdaderas conspiraciones” (Slavoj Zizek: Irak. La tetera prestada, Ed. Losada, Madrid, 2005, p. 113).
[83] El 1 de octubre de 1970, Billy Apple ejecutó una obra o acción, titulada Pasar la aspiradora, que consistía en limpiar con aspiradora el espacio delantero y trasero de la primera planta, el rellano, las escaleras y la entrada del número 161 de la calle 23 Oeste en Nueva York. La obra, tal y como informaba Lucy Lippard en Six Years: The Dematerialization of the Art Object from 1966 to 1972, seguía en curso en 11 de diciembre de 1971.
[84] Recordemos el diálogo platónico del Parménides: “Y sobre esas cosas, ¡Oh Sócrates! Que nos parecen tan ridículas, como pelos, cieno, suciedades y demás cosas inferiores y despreciables, ¿tienes dudas sobre si debería afirmarse que también de todas esas cosas hay una idea especial que es distinta de las cosas que tenemos a mano, o no debería afirmarse? De ningún modo, dijo Sócrates, sino que esas cosas son como las vemos y creer que hay una idea de ellas sería muy sorprendente... Por eso, cuando llego a este punto huyo, por miedo a matarme hundiéndome en la tontería sin fondo...” (Platón: Parménides, 130 d-e).
[85] Cfr. Jean Clair: De Immundo, Ed. Galilée, París, 2004.
[86] “¿No es acaso la imagen definitiva de la pasión por lo Real la opción que se puede encontrar en las páginas web hardcore donde se puede observar el interior de la vagina desde el punto de vista privilegiado de una cámara mínima situada en la punta del consolador que la penetra? En este límite extremo, se produce una transformación cuando nos acercamos demasiado al objeto deseado, la fascinación erótica se transforma en asco ante lo Real de la carne desnuda” (Slavoj Zizek: Bienvenidos al desierto de lo real, Ed. Akal, Madrid, 2002, pp. 11-12). Zizek, desmantelando con sarcasmo extremo a Deleuze, se pregunta si no será la práctica del fist-fucking el caso ejemplar de lo que el autor de Lógica del sentido llamara “expansión de un concepto: “el puño se dedica a un nuevo uso; la noción de penetración se amplía con la combinación de la mano con la penetración sexual, en la exploración del interior de un cuerpo” (Slavoj Zizek: Órganos sin Cuerpo. Sobre Deleuze y sus consecuencias, Ed. Pre-textos, Valencia, 2006, p. 210).
[87] Daniel Dennet alude a esa situación de canturrear una melodía que “nunca me ha gustado y que de ninguna manera la considero mejor que el silencio; pero ahí estaba, como un horrible virus musical, tan vigoroso en mi reservorio de memes como cualquier melodía que realmente me guste” (Daniel Dennet: Darwin´s Dangerous Idea, Ed. Simon & Schuster, Nueva York, 1995, p. 347).
[88] “Así pues, la alternativa a la violencia parece residir en lo estético, a lo cual pertenece desde siempre una especie de moderación esencial, que no puede confundirse con timidez, con temor, ni mucho menos con debilidad o claudicación. Esta moderación deriva de la conciencia de que no existe un solo plano sino –según la afortunada expresión de Deleuze y Guattari- mil planos diferentes” (Mario Perniola: Contra la comunicación, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 2006, p. 105).
[89] “Si en la pornografía circundante se ha perdido la ilusión del deseo, en el arte contemporáneo se ha perdido el deseo de ilusión. En el porno no queda nada que desear” (Jean Baudrillard: El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 2006, p. 51)
[90] Zizek señala que el verdadero exceso no consiste en practicar nuestra fantasías íntimas en lugar de hablar de ellas, “sino, precisamente, hablar sobre ellas, permitiéndoles invadir el medio del gran Otro hasta el punto que uno puede literalmente “fornicar con palabras”, hacer caer la barrera elemental, constitutiva entre el lenguaje y el goce” (Slavoj Zizek: Visión de paralaje, Ed. Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 243).
[91] Sobre la lógica de la humillación presente en los juegos de la televisión y el despojamiento frenético del sentido del ridículo, cfr. Gérard Imbert: El zoo visual. De la televisión espectacular a la televisión especular, Ed. Gedisa, Barcelona, 2003, pp. 158-160.
[92] Una de las sentencias más citadas de los cuadernos de la prisión de Gramsci es aquella en la que advierte que la crisis consiste “precisamente en que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer; en este interregno aparece una gran variedad de síntomas mórbidos”.
[93] “Al igual que el psicoanalista frente a sus pacientes, tenemos la impresión de que nos hemos convertido en el vertedero, la letrina, el pozo negro, de materiales carentes de interés alguno, y a la vez podemos estar seguros de que cualquier cosa dicha será absorbida por el remolino del lenguaje que habla por sí sólo a través de la voz del psicótico o del comunicador” (Mario Perniola: Contra la comunicación, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 2006, p. 47).
[94] El mismo Debord explicita, en una nota qué sentido tiene esa frase final: “La frase que se opone a las tradicionales señales de conclusión, “Fin” o “Continuará”, ha de entenderse en todos los sentidos del verbo reprendre, “retomar”. Quiere decir, en primer lugar que la película, cuyo título era un palindromo, ganaría con que se la volviera a ver al punto, alcanzando así más cabalmente su efecto desesperante: una vez se haya conocido el final, se sabe cómo se había de entender el principio. Quiero decir también que habrá que reconsiderarlo todo desde el principio, reprobarlo tal vez, para llegar un día a resultados más dignos de admiración” (Guy Debord: In girum imus nocte et consuminur igni, Ed. Anagrama, Barcelona, 2000, p. 61. Cfr. Peter Wollen: El asalto a la nevera. Reflexiones sobre la cultura del siglo XX, Ed. Akal, 2006, p. 167.

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