miércoles, 24 de marzo de 2010

CUARTA SESIÓN.
Una consideraciones.

Regreso a Nostromo.
[Notas sobre el arte en la era del freakismo hegemónico].


Fernando Castro Flórez.



“No estamos experimentando la realidad definitiva: lo “real” está latente durante toda la vida, pero no lo vemos. Lo confundimos con un montón de cosas distintas. El miedo consiste en no ver todo el conjunto; si pudiéramos llegar a verlo todo, el miedo desaparecería”[1].




(40 años después) Tele-rebeldía.
Charles De Gaulle, convertido en un abuelo cebolleta, soltó en la Nochevieja que abría 1968 una frase que retrospectivamente suena hasta cómica: “L´année 1968, je la salue avec sérenité”. Entre la ofensiva del Tet y el asesinato de Martin Luther King, el movimiento contra la guerra de Vietnam y las revueltas estudiantiles comenzó a fraguarse, en términos de Marcuse, la “gran negativa”. El lobo estepario de Hesse seguía proyectando su sombra amarga y épica cuando comenzó a sonar Born to be Wild.
Muhammad Ali había dado una lección de coraje al negarse a ser reclutado en 1967, siendo desposeído de la licencia para boxear. LeRoi Jones consiguió una popularidad inmensa con el siguiente verso: “Contra la pared, cabrón, esto es una redada”. No pasó mucho tiempos antes de que apareciera un grupúsculo que asumió el enfático nombre de Motherfuckers[2]. Los “alborotadores” de esa época agitada, como dijo Abbie Hoffman cuando le juzgaron por los disturbios de Chicago, no se ponían de acuerdo ni en las comidas. Sin embargo, desde Praga a México, de Varsovia a Berlín, de París a Madrid, emplearon las mismas tácticas: descubrieron, no es poca cosa, que manifestarse era divertido[3]. En Estados Unidos aparece una verdadera epidemia de concentraciones y marchas, en 1968 cada mes había unas treinta manifestaciones universitarias y hasta las escuelas de enseñanza secundaria querían seguir la juerga.
No deja de sorprender que fuera un estudiante de Teología, Rudy Dutschke, el más conocido de los cabecillas de las algaradas universitarias berlinesas. Propuso una larga marcha, empleando la retórica maoísta, a través de las instituciones de la sociedad; el 11 de abril, un descerebrado, le pegó tres tiros a quemarropa sin llegar, milagrosamente, a matarle. Fue ese acontecimiento el que encendió la mecha de los estudiantes del Barrio Latino de París que arrojaron a la policía todo lo que encontraron a su paso. Lo que comenzó como la reivindicación de alojamientos mixtos por parte de los estudiantes de Nanterre, esto es como una calentura juvenil y erótica, llegó a adquirir una proporción descomunal. En un editorial de Le Monde del 15 de marzo de 1968, Pierre Viansson-Ponté afirmó que Francia se aburría. A los pocos días ya estaba cerrada la Sorbona y diez millones de manifestantes habían paralizado el país. Cohn-Bendit comentó retrospectivamente que de no haber creído el gobierno que tenía que aplastar el movimiento, “nosotros nunca habríamos llegado tan lejos por la liberación”.
El caldo de cultivo fue la ausencia de diálogo social. Un mundo hiper-jerarquizado quería perpetuarse monumentalmente. Los jóvenes descubrieron que todo era cuestión de decibelios: así serían escuchados. Puede que lo hubieran aprendido en los conciertos de rock. No había ninguna estrategia, surgía la libertad de dar la chapa: una verdadera bacanal de la verborrea. Megáfono en mano comenzó el festival de las consignas. En el mundo seguía el olor a Napalm y lugares como Tlatelolco pasaron a formar parte de la memoria de la infamia. Los medios de comunicación airearon las matanzas y el hambre aterradora en Biafra. A pesar de todo, seguía en el aire un extraño sentido del humor. Hoffman prometió, durante la marcha de Washington, a la multitud que haría levitar el Pentágono y en un singular exorcismo conseguiría que, para purgar sus culpas, girará sobre sí mismo. Lo característico de los yippies era una suerte de esplendor bobalicón propiciado, no cabe duda, por el humo de la marihuana. Ronald Reagan describió, con sorpresiva lucidez, a un hippy como alguien que “se viste como Tarzán, tiene el pelo como Jane y huele como Chita”.
Hoffman lo tenía clarísimo: “un grupo revolucionario moderno ha de tener como objetivo los canales de televisión no las fábricas”. La cinta de vídeo y la retrasmisión vía satélite estaban cimentando la aldea global[4], mientras De Gaulle quedaba, literalmente, enamorado de la televisión o, mejor, del reflejo de su anciano semblante. Danny el Rojo señaló que conoció a los otros líderes estudiantiles del mundo por televisión: “fuimos la primera generación televisiva”. Llegó a la conclusión de que él mismo era un producto de los medios. En la pantalla, los días de la primavera agitada, salían una y otra vez las fuerzas del CRS blandiendo las porras[5] o, en el centro de Chicago, la policía actuando con una violencia desproporcionada. Los reporteros chillaban la buena nueva: “¡Todo el mundo lo está viendo!”. Justo cuando Malraux había dejado flamantes los edificios parisinos, todo, con perdón, se enmierdó. La cosa se puso fea y el General puso pies en polvorosa para regresar demacrado de Rumanía y lanzar una frase oracular: “La réforme, oui. La chienlit, non”. Cagarse en la cama no es cosa buena.
“Hay momentos –escribió el autor de La peste- en que el único sentimiento que tengo es el de rebelarme como un loco”. Sísifo encarnaba la visión de la condición humana como un absurdo inmenso. Los beatniks, como Janis Joplin, daban por sentado que las cosas no iban a mejorar. No había que confiar en nadie que tuviera más de treinta años. La imagen de Tommie Smith y John Carlos en el podium de los doscientos metros de las Olimpiadas de México, levantando el puño negro enguantado enseñó al mundo que los cambios no llevaban la “velocidad” adecuada. Lo malo es que el profeta de la serenidad, aquel De Gaulle que estuvo contra las cuerdas, ganó las elecciones por mayoría absoluta y ordenó, por si las moscas, asfaltar la calles adoquinadas del Barrio Latino. El triunfo de la sonrisa maléfica de Nixon impuso el retorno de la sensación de hastío. Estábamos preparados para El planeta de los simios, aunque Barbarella nos prometía placeres galácticos. El hombre estaba a punto de llegar a la Luna aunque, de momento, los jóvenes americanos seguían desplegándose en Vietnam. En 1968 comenzó el mundo global, el virus de la rebeldía estaba felizmente canalizado por la tele. Había graffittis por todas partes, en una pared de Censier alguien, casi de forma profética, escribió: “Tengo algo que decir, pero no sé muy bien qué es”. Lo malo es que toda aquella “práctica de comunicación”[6], por emplear una frase de Guy Debord, es hoy, cuarenta años después, entendida como el cauce que lleva, de forma lógica, hasta Sharkosy.


[Bienales urbi et orbe]. Más de lo mismo.
Es significativo que el última año (2003) del ortodoxo “manual” Arte desde 1900 que pergeñaron Rosalind Krauss & Cia. termine abordando lo que llaman, un tanto despectivamente “la naturaleza informal y discursiva de gran parte del comisariado reciente”. Parece que les había chocado el batiburrillo archivístico de “Estación Utopía” y “Zona de emergencia” dos muestras de la Bienal de Venecia en la que Francesco Bonami fracasó con todo su equipo. A los “afrancesados” de October, con su mezcla mal resuelta de Barthes, Lacan Derrida y Althusser, no les hacía ninguna gracia el éxito mediático de la postproducción defendida de forma bastante pachanguera por Nicolas Bourriaud[7]. Arremetían particularmente contra la figura del artista-comisario, ejemplificada por Gabriel Orozco que, de forma bastante desafortunada, se autocalificaba como “un lider de equipo, un productor, un organizador, un anfitrión de la fiesta, un capitán del barco, en una palabra, un activista, un incubador”. Acaso sea la consciencia amarga de que su obra ha terminado por revelarse como una nadería lo que le impulsó a hacer semejante proclama de hombre-multi-usos. Con todo, mucho peor es el comportamiento estelar de los comisarios que, sin cortarse un pelo, van de artistas y montan con las obras ajenas “textos” o, como a algunos les gusta decir, “dispositivos”. La genealogía de este desafuero ya ha sido trazada e incluso el producto resultante, el bienalismo, ha recibido collejas por doquier. Creo que el comienzo de la gran caída de las macro-exposiciones fue la Documenta que comisario Enwezor, con aquellas “plataformas” de sociología barata prolongadas en documentales realmente soporíferos. Tras aquella sobredosis de discursitos post-coloniales, se produce, como si fuera la ley de los ciclos económicos, un contra-balanceo que nos llevó hasta una suerte de retorno instintivo de la belleza. Storr, con una Bienal de Venecia ultra-académica, ha tocado también fondo[8]. Y, aunque haya sido enormemente decepcionante entregarse este verano al “Grand Tour”, lo cierto es que estamos en la mejor de las situaciones posibles: no se puede ir a peor. He repetido no pocas veces esta consideración, heredera, no lo niego, de la confianza delirante de Baudrillard en la implosión potencial de los sistemas culturales.
A mediados de los años noventa se produce la aceleración del arte contemporáneo que ha llevado a que los no-lugares, por emplear el conocido término acuñado por Marc Augé, de las Ferias de Arte y las Bienales sean los focos de legitimación. Las galerías van a rebufo de lo que los comisarios endiosados presentan, produciéndose situaciones de compinchamiento realmente lamentables. Slavoj Zizek ha señalado que en el negocio del arte contemporáneo, el conservador de museo o el comisario de exposiciones parece desempeñar un papel inquietantemente parecido al de Cristo: “¿acaso no es también él una suerte de “mediador evanescente” entre el artista-creador (“Dios”) y la comunidad del público (“los creyentes”)?”[9]. Hay una delegación explícita de la responsabilidad (como en la democracia) interpretativa en el Otro que, a fin de cuentas, no tiene ningún interés en que la teoría entorpezca el espectáculo. No cabe duda de que era totalmente innecesario aquel fárrago pseudo-filosófico que sustituyó a la historia del arte descriptiva o al mero relato pintoresco. Pero eso no justifica, ni mucho menos, que la posición dominante sea en la actualidad la de la selección arbitraria, la deriva hacia la decoración o el mero dejar que el espectador, abrumado por el maremagnum, se las arregle como pueda. La última Documenta es el ejemplo de cómo se pasa de la grandilocuencia a la estupidez sin moverse del sitio. Algunos encuentran, cosa que me sorprende, virtudes críticas en ese tipo de “archivo” de apariencia caótica. Hal Foster apunta que lo más extraordinario del arte archivístico contemporáneo es su deseo de convertir visiones fallidas del pasado “en guiones de futuros alternativos; en una palabra, de convertir el no lugar de los restos del archivo en el no lugar de la posibilidad utópica”[10]. La verdad es que no tengo nada claro qué es lo que significa esa frase salvo que sea una forma de enmascarar lo que podría decirse con un solo término: decepción.
En el final del siglo XX me dejé llevar por una confianza en las Bienales periféricas, prestando especial atención a la de La Habana que tuvo algunas ediciones muy dignas, la de San Pablo que, aunque ya clásica, dotaba de visibilidad a magníficos artistas latinoamericanos y a la de Estambul que arrancó con mucho ímpetu. Sin embargo, su desarrollo reciente no permite albergar grandes esperanzas, antes al contrario, se ha producido una suerte de clonación con los Grandes Eventos que, de suyo, están de capa caída. Como es bien sabido, no hay lugar del mundo que no monte, de la noche a la mañana, una Bienal intentando ajustar el paso de acuerdo con el Baile de San Vito global. Figurones como Szeeman y Enwezor han mostrado, en la Bienal de Sevilla, una falta de vergüenza considerable y proyectos como el que montaron, recientemente, en Canarias Rosina Gómez Baeza y el tristemente fallecido Antonio Zaya han sido criticados, con toda la razón, por la falta completa de criterio. Puede que el fondo de la cuestión del bienalismo no sea el arte sino el turismo[11], esto es, esa movilización general que tiene que ofrecer nuevos alicientes más allá del vertiginoso consumo.
Afortunadamente algunas de las citas del “calendario internacional” consiguen superar el standard del “más de lo mismo”. El proyecto de Tijuana ha permitido la materialización de obras excelentes, como aquel lanzamiento del hombre bala por parte de Javier Téllez, en la Bienal de Berlín se detectaba un afán de salir de impasse digno de elogio y, en términos generales, Lyon ha sido uno de los lugares en los que los aciertos eran mucho más numerosos que los fallos. Las bienales que florecen en Asia, desde Corea a China, han suscitado un enorme interés sin que todavía se haya producido otra cosa que una eclosión comercial increíble. Tal vez esté entrando en una lamentable fase nostálgica pero me parece que la Documenta X, comisariada por Catherine David, y las dos primeras ediciones de la de Johannesburgo no han sido superadas, es más, su espíritu, a la vez insurgente y revisionista, se ha perdido del todo. Hoy lo que domina es una estrategia descarnada de gestión, revestida de glamour y pseudo-radicalismo, en la que no importa ni el espectador ni el contexto socio-cultural ni, por supuesto, el artista y sus obras. Da la impresión de que lo único que interesa es intercambiar tarjetas y trepar un poco más, si eso es posible, en la jerarquía curatorial. Un artista español, seleccionado en una macro-exposición por unos neo-comisarios-estelares, me contaba que los conoció el día de la rueda de prensa, esto es, que no habían mostrado el mínimo deseo de conocer qué es lo que iba a presentar. Daba lo mismo, era una mercancía como otra cualquiera. Esa es la triste conclusión de la economía política del estadio bienalistico del arte. Todo tiene que parecer que cambia y se mueve para que los mismos permanezcan en su parcela estetizada del Poder.


(El gran tour) Nada personal.
Me quedé corto en mis previsiones con respecto al inicio veneciano del Grand Tour. La peor de las Bienales que he podido ver entregaba dosis elevadísimas de aburrimiento y academicismo. Aunque pensé que era una fraude total en realidad lo que me decepcionaba no era la presunta “calidad museística”, como tuve que escuchar de labios de ciertos acólitos, de las obras sino la falta total de orden y concierto, la necesidad de imponer a machamartillo un canon sin asumir ni riesgos ni, por supuesto, hacer otra cosa que aclamar lo que ya está, desde hace muchos años, entronizado. Si Storr ha cumplido su proyecto de montar un “Salón” de convencionalismos y bautismos étnicos (resulta especialmente chocante que pretendan redimirle por incluir un presunto “Pabellón Africano” que es, en realidad, una colección privada de un millonario de aquellos dominios que, para más sorpresa, se dedica a restaurar, en el mundo al revés, la Academia veneciana), favoreciendo, primorosamente, las bodas de la papanatería y el cinismo, los pabellones todavía llamados nacionales eran la cima de lo lamentable. La palabra “fraude” se queda corta a la hora de calificar, por ejemplo, la impostura pictórica de Tracey Emin y, en el caso del Pabellón Español, lo del “paraíso fragmentado” era el puro y simple sinsentido, un verdadero patinazo curatorial en el que se mezclaba lo acaso gracioso con actitudes pretenciosas o completas nulidades. Aunque los abrazos se administraron a diestro y siniestro en los umbrales de ese macro-evento, la indignación ante el déja vu y lo perfectamente banal fue en aumento. La amalgama estetizante y la camarilla presta para lo que haga falta convirtieron el mundo del arte, a partir de la década de los noventa, en un pantano pútrido. Fumaroli nombra, en un pasaje de El estado cultural, el conformismo superficial y el murmullo retenido que acostumbra a señalar el reino de los filisteos[12]. Y, sin embargo, hay un microclima de euforia contagiosa, un turismo cultural vertiginoso que colapsa todos los espacios.
Tal vez una de las actitudes que más detesto de la familia o mafia artística contemporánea es la tendencia a no decir, ni bajo tortura, lo que se piensa, esto es, a participar del fraude con una frivolidad mayúscula y, sobre todo, con la certeza de que a fin de cuentas no importa nada sino tan solo los beneficios que puedan obtenerse. A fuerza de oír hablar de “estrategia”, “visibilidad” o “selección” hemos aceptado, lúdicamente, la ceguera frente al mamoneo. ¿Cuántas veces no habremos escuchado preguntas retóricas en torno a sandeces pretendidamente “sublimes”?¿Quién no ha sospechado que detrás de los elogios ditirámbicos se oculta el descarado amiguismo?¿No canta demasiado la pomada administrada a destajo, en un país de clientelismo endémico? Saturados de patetismo (triste destino el de un escalador mítico que afila ahora cuchillos en una playa hondureña o el de una ex de un torero fosilizada en el papel de comentarista matutina) intentamos encontrar una “redención” artística que, finalmente, no supone más que la participación en otro Gran Guiñol. Frente a la pecera catódica por lo menos accedemos a un estado neutralizado de la conciencia[13], mientras que en los sacrosantos templos de la Cultura se nos impone el silencio y niega el tacto a la vez que obliga a aceptar lo allí neutralizado como algo lisa y llanamente memorable, la guinda del pastel de una sociedad amnésica.
Quiero nombrar, aunque sea a la carrera, dos manifestaciones de la impostura artística que, a pesar de su carácter, están aupadas por el furor mediático. No me he podido sustraer a la epidemia de admiración hacia la capilla de Barceló en Palma de Mallorca, con crónicas inmensas en las que se hablaba de una lucha cuerpo a cuerpo con la materia, de un golpear a puñetazos el barro para que apareciera lo literalmente “milagroso”. En un cierto momento, daba igual que intentaras escapar, haciendo zapping, del tsunami de propaganda “barceloniana” porque si no estabas de acuerdo era mejor que te tragaras la lengua. Finalmente pude ver la cosa y aquello es, lo juro, un bodrio estricto. Una épica que, en buena medida, es de cartón piedra se resquebraja y Barceló revela que tiene pies de barro, esto es, que ha sido un “fenómeno local” pretendidamente “internacional”. Junto al artista mediocre ungido como un genio se encuentra otro paradigma nefasto: el arquitecto estelar ante el que se inclina el poder político. Pienso en Rafael Moneo, un pope incuestionado, que ha perpetrado una ampliación del Museo del Prado que es un cóctel de cursileria y falta de capacidad para generar estancias por lo menos dignas. Ya había montado auténticos desmanes arquitectónicos, como la Estación de Atocha o el Ayuntamiento de Murcia, pero ahora remata su trayectoria con esta pésima construcción que, lamentablemente, forma parte de esa nueva modalidad del espacio jibarizado que ha desplegado con el máximo “rigor” Jean Nouvel en la también sórdida ampliación del Museo Reina Sofía. Pero, como hemos comprobado todos, estas luminarias no pueden ser censuradas de ningún modo, antes al contrario hay que extenderles la alfombra roja. ¿Por qué se guarda silencio ante los desastres del santoral de la cultura?¿Qué lleva a la crítica a adoptar la actitud del palmero o a ser el aceite de la ensalada del gusto? Tal vez sea por un sensato miedo frente al poder de los sectarios o la mera reacción adaptativa para poder vivir del arte[14]. Incluso el francotirador o el apocalíptico, no lo ignoro, forman parte de la maquinación cultural.
A nadie tiene que extrañarle el título que Storr ha puesto a su Bienal-pompier: “Pensar con el sentimiento, sentir con el pensamiento”. Bonito juego que sirve para enterrar toda pretensión teórica y para comenzar a columpiarnos en la emoción, en la maravillosa intuición, en la nostalgia de la belleza perdida. Generar conceptos o entregarse a la crítica es demasiado fatigoso y, encima, obliga a comprometerse. Mientras están sacando bandejas de canapés no sirve de mucho la denuncia del fraude, el show business no necesita ni de héroes ni de agoreros. El modelo de nuestra cultura es, según creo, el karaoke para el que no hace falta ninguna memoria salvo la del tono sometido a imitación. Por todas partes prolifera el patrón de Operación Triunfo: hay que entregarse a lo melodramático sin pudor y respetar al jurado aunque sus insultos nos abrasen. Lo dijo el comisario, lo ha repetido un galerista a punto de perder pie bajando de una góndola, dentro de dos semanas en una revista glamourosa se propagará la buena nueva: no os andéis por las peligrosas ramas de la crítica, comenzad a sentir que es lo que cuenta. Si Welles, en su magistral F for Fake, montó una reflexión, en torno al falsificador Elmyr de Hory, sobre la capacidad del arte para producir “magia”, en los fraudes artístico-culturales contemporáneos lo que sale la chistera es lodo envuelto en titanio (valga la alusión de refilón al conocido Efecto Guggenheim) o, como dijo con sagaz maldad Oteiza, “papel de chocolate”[15]. Dicen ahora que las latas de mierda de artista de Manzoni están llenas de yeso. Menos mal que Los Soprano han terminado con un fundido en negro. Esa “familia” nunca me defraudó; en sus crímenes no había “nada personal”.


La estrategia de las lágrimas.
Tenía dieciséis años cuando vi Fama, la película dirigida por Alan Parker sobre unos jóvenes alumnos de una escuela de arte neoyorquina. Me identifiqué de forma demencial con Leroy aunque al segundo intento de hacer una cabriola casi me mato; luego pensé que mis pocas cualidades estaban más cercanas a Bruno Martelli, el compositor fanatizado por los sintezadores al que el buenazo del profesor Shorofsky pretendía llevar por la recta vía de las melodías clásicas sin conseguir grandes éxitos. Mi torpeza musical hizo que naufragará, antes de empezar, este sueño artístico que, acaso, me condenó a ser un crítico, esto es, un resentido. Eso fue, no exagero, hace un siglo y casi no me acordaba. Pero, como dijo Marx, el pasado puede repetirse como farsa e incluso adquirir la forma del ridículo completo. Así, tras un suculenta comida, hace no mucho comprobé que mis hijos salían corriendo como posesos a ver la tele. Por perversa curiosidad me apalanqué junto a ellos para comprender qué les tenía narcotizados. Resulta que la cadena de televisión Cuatro ha realizado un remake de Fama adaptado al código canónico contemporáneo, transformando aquellos esfuerzos en un reality-show parvulario. Habían montado, de acuerdo con lo que podríamos llamar las “buenas prácticas” catódicas, un casting que fue un completo desafuero y, a partir de ese lodazal, seleccionaron una tropa en la que no falta de nada, desde una rubia presunta “bailarina de clásico” que tiene una mala hostia meridiana a un tipo con el pelo azul que legitima su torpeza aludiendo a “lo contemporáneo”, por supuesto una chica gorda para que nadie olvide a Rosa “de España” y unos colegas del break que no podrán pasear por su barrio después de la horterada en la que han participado. Sus actitudes son las que zoológicamente ya han sido observadas en otros “experimentos sociológicos” (la expresión es de la ecuánime Mercedes Milá) de este calibre: fuman compulsivamente, viven en un desorden patológico como si sufrieran el Síndrome de Diógenes, tienden a la maledicencia o la paranoia y, sobre todo, lloran sin el menor motivo.
Todo tiene, no hace falta estar afectado de interpretosis, una genealogía. Desde que Bustamante, mítico concursante de la primera edición de Operación Triunfo, se bajó del andamio, algo que por el bien de muchos no debió hacer nunca, la única estrategia para conseguir un voto cautivo y llegar “lo más lejos posible” es soltar lágrimas como si los párpados hubieran sido cercenados en la más tierna infancia. En una ocasión basta con acordarse del padre aunque con el no halla ni siquiera relación edípica, en otra es suficiente con escuchar el ladrido del caniche o recibir una butifarra de parte de la abuela. Lo decisivo es no desaprovechar el plano. Abrazos, aplausos, caídas místicas de rodillas, trances, gestualidades estudiadísimas para provocar empatía. Pero, insisto, sin que el sujeto que aspira a la fama deje de llorar y emocionarse hasta el desgarro. Siempre aparecerá un profesor “comprensivo” que parapetado tras una mesa de pseudo-despacho coordinará el melodrama. Recuerdo ahora como una pesadísima profesora de canto leía la cartilla a un tal Moritz en el insoportable campeonato de karaoke que hechizó a tantos; en cierto momento, el interfecto puso de cara de que estaba a punto para la performance lacrimógena y, de pronto, aparecieron una letras enigmáticas: “Moritz se desmorona después de la publicidad”. Faltaría más. El espectador tiene que permanecer clavado en el sofá aunque tenga que agotar las existencias de kleenex sin perderse ninguno de esos anuncios apoquinados rigurosamente para que la máquina no deje de funcionar. Porque incluso en la fisura entre un cochazo que llega al fin del mundo y un estropajo que acaba atómicamente con la grasa podremos asistir a una “expulsión” en directo. Esta catarata emocional no es apta para cardiacos. Con todo, este nuevo “tratamiento Ludovico”[16] de patetismo incontinente ha llegado como ciertos medicamentos a perder sus virtudes catárticas y ni siquiera entran ganas de vomitar. Por eso los maquiavélicos ideólogos de estos sainetes han desplazado el foco desde los incapaces lloricas a los profesores vociferantes e histéricos. En este caso el pionero fue Risto Mejide un “creativo” que, en plan chulesco sin quitarse las gafas de sol, vejaba a todo el que se le ponía por delante. Ahora tenemos en la escuela de baile televisiva a Rafa, un personaje magro que agita su cabellera grasienta mientras pega unos alaridos frenéticos; en su vocabulario hay tres palabras repetidas hasta la saciedad: cagadita, media cagada y gran cagada. Esa escatología irrefrenable sirve para imponer una estética funky realmente horrenda. En cualquier caso, ese presunto coreógrafo ha conseguido imponer su “personaje” y ya tiene imitadores que ensamblan la palabra “cool” o “amazing” donde buenamente les place.
Lo he escrito en varias ocasiones pero en esta viene que ni al pelo: los freaks han tomado el mando de las operaciones. El poeta de la modernidad era, según Baudelaire, hermano del trapero y el protagonista de las ruinas tras la postmodernidad es una completa basura o, para no ser tan apocalíptico, una nulidad con la que matar el tiempo. Los aedos arcaicos, aquellos que, inspirados por la Musa, decían “lo que fue lo que es y lo que será”, han sido sustituidos por Aquí hay tomate. Las acciones heroicas de Aquiles no son, evidentemente, lo mismo que los cabreos de Cayetano de Alba pero si tienen la misma presencia impositiva: eso es lo que tiene que ser escuchado. Vivimos el reinado de los patéticos y eso hace que incluso los “expertos” en la aristocracia como Peñafiel acaben desquiciados, convertidos en una pieza más de la exhibición de atrocidades. El imaginario tombolero gira gracias al insulto, la amenaza de querella, las reconciliaciones y la chorrada abismal. El “famoseo” consigue agitarse, a la manera idiota, en el escenario ignorando que su destino es el inmediato olvido. ¿Ubi sunt “fresita”? En traducción directa: dónde ha ido a parar aquella ganadora de Gran Hermano que, entre otras peripecias, casi es aplastada por una vaca en un cuartucho. Otros desechos de tienta de esas operaciones de cirugía plástica famosil deambulan como zombis por la parrilla de televisión en una especie de anti-psiquiatría inverosímil. No les falta, tras el ascenso y la caída vertiginosos, motivos para llorar porque su destino es desolador: empelotarse en portadas de revistas, tirarse los tejos ante “tertulianos” sádicos, hablar de ellos mismos, como Aida y los ángeles de Blake, en tercera persona, hacer oposiciones para conseguir una camisa de fuerza. “La fama cuesta” decía con vehemencia la profesora de baile de Fama en su versión primigenia, las derivas ridículas contemporáneas ofrecen el éxito en el todo a cien. Parece ser que Hillary Clinton consiguió ganar en las primarias de New Hampshire gracias a unas oportunas lágrimas derramadas en un café. Si Horacio comparó la pintura, en una fórmula famosa, con la poesía, podemos en el tiempo del melodrama planetario afirma que Ut política reality show. Regalo una consigna (aplicable urbi et orbe) por si alguien la ignorara: no dejes para mañana lo que puedas llorar hoy.


Un montón de chistes malos.
Ha ganado Rodolfo Chikilicuatre. Eso no lo puede discutir nadie, sobre todo cuanto Rafaella Carra oficiaba de “resucitada” maestra de ceremonias. Era, como podría decir Mariano Rajoy, algo “previsible”. No puedo alegrarme, lo confieso, porque haya triunfado, planetariamente, la estética freak. Tanto en el arte como en la vida al personal, no descubro nada nuevo, le gusta hacer el tonto. Es una forma socorrida de evitar dificultades, poner coto a la erudición y, apelando a que a fin de cuentas todo viene a ser lo mismo, largar cuatro paridas sobre esto y de paso pontificar sobre aquello. Aquella epidemia de la ironía que justifico la torpeza “deliberada” es una de las causas del tsunami de chistes malos, complicidades patateras y gansadas amplificadas mediáticamente. Ante el espejo (catódico) desplegamos infinidad de muecas[17], algunos han llegado a comprender que el tic, que en el dandismo baudeleriano era un rasgo de satanismo y perversidad, es bueno para conseguir la adhesión de los patéticos. Unos comportamientos artísticos inequívocamente emparentados con la gestualidad histerizada del reality show campan por sus respetos en el bienalismo mortecino. Ni siquiera los profetas curatoriales del “retorno a la belleza” son capaces de hacer otra cosa que un “todo a cien” en el que la cursilada está yuxtapuesta a las intenciones pseudo-filosóficas. Una vez que la legión del radicalismo subvencionado ha desgastado sus “provocaciones” intenta proponer cosas divertidas. Pero de la misma forma que sus intereses políticos era una mera mascarada cínica, las bromitas que suministran de matute son infumables.
Como señalara Martin Kippenberger, en torno a las bufonadas de imitadores baratos: “No puedes hacer el tonto si eres tonto”. Donde está la locura no hay obra. Podemos sentir una singular nostalgia del Rey de los Locos[18], pero, lamentablemente, no siempre es Martes de Carnaval. Tampoco deberíamos perder de vista que las transgresiones periódicas de las Ley pública son inherentes al orden social. De hecho la comunidad se reconoce e identifica con formas específicas de trasgresión. Lo que nos corresponde es la banalidad que no es, como podría pensarse, el reino del aburrimiento, sino más bien la generación constante de microdiferencias. Y, sin ningún género de dudas, el arte contemporáneo es un suelo fértil para que crezca la planta narcótica que nos deja una sonrisa de tontos de capirote. Los santos fetiches del cuadrado negro de Malevitch y del urinario duchampiano llevan, candorosamente, a los “iniciados” a comulgar con ruedas de molino. Nadie pude sorprenderse cuando las comisarias de la Bienal del Whitney (Henriette Huldisch y Shamim M. Momim), que acaba de inaugurarse, dicen, con un desparpajo que hiela la sangre, que han querido tomarle el pulso a lo que se hace en Estados Unidos, “y lo que hemos descubierto es un paisaje en el que cabe casi de todo”. Incluso tienen despacho y tarjeta de crédito cretinos como los que hacen esa declaración de falta completa de criterio. Menos mal que un artista llamado Bert Rodríguez ofrece “terapia psicológica” convertida luego en un murmullo como queriendo acunar a tantos devotos de la nadería superlativa.
A lo mejor no fue accidental que se perdiera el libro de Aristóteles sobre la comedia y esa carencia ha marcado la historia del arte. Ni siquiera el nomadismo fluxus consiguió aportar aquel toque humorístico que reivindicaban. Hoy los fósiles, sometidos a la hibernación de la vitrina museística, de aquellas “acciones anti-institucionales” dan, más que nada, pena. He visto, hace apenas una semana, una performance en un Museo y tuve, lo juro, que poner pies en polvorosa afectado por el mal de la vergüenza ajena. No tengo claro si entre las intenciones del autor estaba la de buscar el ridículo descarnado pero, en cualquier caso, consiguió ruborizar a los más flemáticos. También recuerdo una acción perpetrada por Domingo Sánchez Blanco en una Bienal del Deporte en Valencia: invitó a Pepe Legrá y Perico Fernández a contar chistes, como es “lógico”, de negros y tartamudos; fue un espectáculo penoso, una demolición severa de las intenciones espectaculares-divertidas del arte actual. Ni cuando salen los payasos, como en los videos de Bruce Nauman, asistimos a otra cosa que a un drama.
En Estados Unidos existe un grupo de chicos traviesos (Mike Kelley, Paul McCarthy, Jim Shaw y Raymond Pettibon) que se reúnen en tono a un letrero que proclama “Pant-Shitter & Proud of It/ Jerk-Off Too” (Cagamos en nuestros pantalones y nos sentimos orgullosos de ello/ También nos hacemos pajas”). Les vendría bien un pañal dado que no fue posible amordazarles antes de que extendieran su consigna causando daños irreparables en la cohorte planetaria de los “enteradillos”. Tras una sobredosis de infantilismo muchos son únicamente capaces de engarzar parodias. El estado general debe ser descrito como hebrefenía; la indiferencia con respecto al mundo termina con la sustracción de todos los afectos del no-yo, en la indiferencia narcisista con respecto a la suerte de los hombres, algo que tiene, finalmente, un extraño sentido estético. “En ciertos esquizofrénicos –apunta Theodor W. Adorno- la autonomización del aparato motor tras la disgregación del yo conduce a la repetición infinita de gestos o palabras; algo parecido se sabe ya que ocurre con quien ha sufrido un shock” [19]. El tipo contemporáneo se caracteriza porque el yo está ausente, en un esquema semejante al de los estados catatónicos. Si bien es frecuente que se pase de la fosilización mental a una agitación exagerada, a rituales insensatos, en los que se sigue, también, el ritmo compulsivo de la repetición.
En la risa interviene tanto la transgresión cuanto el ritual, la conciencia del límite y la momentánea fractura. Jankelevitch subraya cómo al final del ciclo de las irreverencias, cuando se han agotado los insultos y las blasfemias, queda una vibración que es testimonio de la realidad fluída, cambiante, seductora. No se trata de una ignorancia de los valores, sino de una consumación del nihilismo o mejor la expresión más concisa de que el mundo se mueve sin intención ni propósito. “Mientras puedas reír, aunque tengas mil razones para desesperarte -decía Cioran-, debes continuar. Reír es la única excusa de la vida, ¡la gran excusa de la vida! (...) Reír es una manifestación nihilista, igual que la alegría puede ser un estado fúnebre” [20]. El humorismo es un sentimiento antitético que puede ser, como se ha indicado de la risa, tanto alegría como tristeza. Tengamos presente que Ramón Gómez de la Serna hablaba de la comprensión elevada del humorismo que acepta que las cosas no pueden ser de otra manera, se trata de una forma que permite recoger lo inconcluso, abrir un espacio de libertad, desmontar las certezas: “toda obra –apunta Ramón en Ismos- tiene que estar ya descalabrada por el humor, calada por el humor, con sospechas de humorística; y si no, está herida de muerte, de inercia, de disolución cancesora” [21]. Pero cuando lo grotesco, por ejemplo los sarcasmos de Cattelan, o lo patoso, tal y como es evidente en los videos de Pierrick Sorin, es normativo caemos en algo, literalmente, vomitivo: la actitud del chistoso. Peor que las risas enlatadas es ese momento en el que alguien se ríe de sus propios chistes que no tienen ninguna gracia[22]. “Perrea, perrea” es el estribillo abismal del Chikilicuatre. Ojalá gane en Eurovisión y tengamos el anhelado cierre categorial: la apoteosis pírrica del freakismo.


Uno de los nuestros.
Jeremy Pasman, un reputado presentador de la BBC, manda una carta a un fabricante de calzoncillos haciéndole saber que sus productos ya no sujetan bien los honorables testículos de los leales servidores del Imperio Británico. Un cura brasileño inicia un viaje aéreo suspendido de unos globos de helio, portando un teléfono móvil y un GPS para horas después, bastante angustiado, preguntar cómo se enciende ese aparatejo que, en principio, tendría que haberle guiado en su proeza. Rodolfo Chiquiliquatre es entrevistado, una y otra vez, por presentadores que parecen abducidos por un montaje que, para más inri, tiene copyright de otra cadena o, para ser más preciso, es un producto de la factoría Buenafuente en la que hace unas noches contemplé estupefacto como aparecían dos jóvenes que declararon estar en paro y enganchados al walkie-talkie; su patología consistía en que no hablaban sino por esos chismes y se dedicaban, a la manera de Torrente aquel funesto “héroe” de la cutrez, a la infinita tarea de “apatrullar” la ciudad. Para añadir barroquismo a la cosa respondían a los nombres de “Mamut” y “Bocadillo”. Steve Mann lleva, según apunta Virilio, más de treinta años sin quitarse una auriculares tipo casco conectados a unas lentes (equipadas con varios lásers y microcámaras de vídeo), lleva mediado docena de minicomputadoras sujetas a su cuerpo con correas, lo que le permite registrar, interpretar y aumentar sus experiencias cotidianas pero también, según pretende, luchar contra la invasión de una “tecnología totalitaria” en nuestra existencia. El 12 de Septiembre del 2001, de regreso a Toronto, el personal de seguridad aeroportuario le desconectó brutalmente todos esas prótesis cibernéticas, arrancándole sin contemplaciones los electrodos de la piel y destrozando gran parte del equipo[23]; tuvo que volar días después en silla de ruedas, convertido, por obra y gracia del big brother estatal, en un handicapé. El freakismo, inconsciente o deliberado, hace estragos y, aunque podría parecer una epidemia, en realidad es una estrategia coherente para una época en la que no hay nada que decir: lo único que importa es mantener el buen rollo y abastecer el mercado con anécdotas narcóticas.
Freaks [La parada de los monstruos] (1931) de Tod Browning es una suerte de “Antiguo Testamento” de la feria desconcertante en la que nosotros estamos, literalmente, empantanados. Los microcéfalos, los enanos cabezudos, las siamesas, un hombre sin brazos ni piernas que se arrastraba como un gusano, un “torso humano” con corría con las manos, un hombre esqueleto, venían a sugerir que lo aberrante estaba por todas partes: Et in Arcadia freak. La consecuencia de esas devastadoras imágenes no era, a la manera barroca, la melancolía ni se pretendía alegorizar nada, antes al contrario el horror inoculado fílmicamente reducía nuestra capacidad para reaccionar en la vida real al mismo tiempo que posibilitaba una rara “diversión”. A Diane Arbus le fascinó la realidad de lo monstruoso y, con sus tremendas fotografías, abrió el cauce para una nueva estética de lo grotesco en la que arrojaron sus semillas artistas como Joel-Peter Witkin. La monstruomanía y la extravagancia conquistaron el imaginario popular, haciendo “soportable” lo terrible. Si el circo es un anacronismo con sus animales anestesiados y los prodigios más tristes, el espectáculo incansable de los mass-media ofrece, en prime time, la masacre, la lesión deportiva y la estadística pre-electoral consiguiendo una suerte de efecto hipnótico semejante al de una pecera.
“El freak –señala lúcidamente David J. Skal en Monster Show- cambia cada vez que miramos, violando nuestro concepto más arraigado de la forma humana y sus límites naturales. El carrusel gira lenta pero constantemente; si uno lo observa durante tiempo suficiente, los monstruos acaban por difuminarse entre sí”[24]. Nuestros miedos ya no tienen que ver con Drácula, Frankenstein o el doctor Jekyll y Mr. Hite. Y, sin embargo, también nos va la estética macabra e incluso hemos convertido en moda pret-a-porter el goticismo. Jean Clair ha clamado contra un arte, autocalificado como abyecto, que pone en escena su propio abandono, llegando hasta el aflojamiento de los esfínteres[25]. Recordemos que el Turner Prize recayó en una obra de Tracey Emin que consistía en su propia cama cubierta de condones usados, de pruebas de embarazo, de ropa interior sucia y de botellas de vodka, por supuesto, marcada por el orín y otros rastros repugnantes. Arte deprimente que quiere mostrar, de forma perogrullesca, la depresión, escatología inequívocamente decorativa ante la que el curator y el coleccionista llegan a realizar patéticas genuflexiones. No podemos aceptar que Mengele adquiera una dimensión “profética”[26], pero las operaciones de cirugía plástica de Orlan o la demencia cyborg de Stelarc al implantarse una oreja en el brazo, confirman que el freakismo es una enfermedad para la que aún no tenemos antídoto.
La televisión ha impuesto una vomitiva cultura del casting: se buscan bailarines torpones, profesionales del karaoke, incluso completos inútiles que serán adiestrados en las oportunas “academias” de acuerdo con las tácticas melodramáticas. Porque finalmente lo único que hay que hacer es llorar cuando llama un familiar, soportar los insultos “disciplinarios” y pactados del Risto Mejide de turno y saltar como loco cuando llega el premio que consiste en prolongar el “secuestro catódico” hasta que el telón del olvido definitivo (rápido e implacable por cierto) cae sobre la idiotez escénica. Consentimos toda clase de cretinadas porque padecemos una nueva forma de la histeria caracterizada por el deseo enfermizo de hacernos los simpáticos. Regis Debray ha señalado, en El estado seductor, que cada cual se museografía en vida[27]; lo frívolo tiene los medios de monumentalizarse y, aunque el tiempo mediático se devora a sí mismo, algunas cosas demenciales mantienen una suerte de existencia zombi. Thriller de Michael Jackson es algo más que un “clásico”, se trata de un diagnóstico de toda la debacle que hemos vivido.
Tomas Schmit realizó, a mediados de los años sesenta, una performance, titulada Zyklus, en la que el contenido de una botella de Coca-Cola llena fue vertido lenta y cuidadosamente en otra vacía y viceversa, hasta que (debido al leve derrame y la evaporación) no quedó líquido alguno. Ese proceso, según cuenta Allan Kaprow en La educación del des-artista[28], duró seis horas. Susan Sontag señaló que los freaks son un fenómeno propio de los sesenta que avanzaba la vida como espectáculo de horror en oposición a la vida como aburrimiento[29]. Ahora esos dos aspectos son solidarios. Mi buen amigo Tomás Ruiz me hizo llegar el verano pasado una noticia crucial: “un artista enano ingresa con el pene pegado a una aspiradora”. Resulta que Daniel Blackner, apodado “Capitán Dan, el enano demoníaco”, integrante del Circo del Horror quería recorrer el escenario con su miembro introducido dentro de un tubo de aspiradora pero al calcular mal el tiempo de secado del pegamento pasó, literalmente, las de Caín. Declaró, tras salir de ese atolladero para-sexual, que fue “el momento más molesto de mi vida. [...] Felizmente, se ocuparon de mí rápidamente y la molestia fue de corta duración”. Me temo que, entregados como estamos a la amnesia, asistiremos a algún remake de esta proeza. Una de las escenas más aterradoras de La parada de los monstruos es aquella en la que los freaks despiadados transforman a Olga Baclanova en un ser mutilado con apariencia de pájaro y pronuncian, como el coro de una tragedia griega, una frase demoledora: “La aceptamos... ¡una de los nuestros!”[30]. Hoy en día eso sucede entre aplausos de familiares y fans histerizados o mientras las risas enlatadas impiden que un grito de indignación pueda escucharse.

Mierda de artista.
En la palabra escatología encontramos unidos los deshechos y la teoría de las ultimidades, lo repugnante y el momento de la resurrección. La mierda que es, según Freud, crucial en el proceso de constitución del sujeto y también en la ordenación de la economía aparece con singular protagonismo en el arte contemporáneo desde que Piero Manzoni decidiera enlatarla y venderla a precio de oro. Es acaso normal que lo estético haya derivado hacia lo inmundo especialmente cuando nuestra imaginación es completamente apática frente a cualquier tipo de provocación. El español David Nebreda se autorretrato con la cabeza completamente cubierta de mierda y Win Delvoye ha fabricado una máquina, llamada con una compulsión literalista “Cloaca”, que reproduce el aparato digestivo humano[31]. El gore cinematográfico y la nausea estetizada van, en muchos casos de la mano. Justo cuando se celebran veinticinco años del video “Thriller” de Mickel Jackson, los sacrosantos templos del arte siguen fascinados con la epifanía de los zombies. Pero, insisto, el nivel freático de nuestra mirada admite, desde hace tiempo, lo horrendo y, además, lo hace sin necesidad de recurrir a la catarsis aristotélica, aceptando que lo apestoso es un asunto más del zapping global.
Santiago Sierra está marcado, no cabe duda por el tono permanente de la polémica, desde sus performances en los que remunera a individuos cual un capataz para que se dejen tatuar una línea en la espalda o acometan la acción de masturbarse obscenamente ante la cámara hasta su ya famoso cierre del Pabellón Español de la Bienal de Venecia restringiendo el ingreso a sus “compatriotas”. Si al llenar una sinagoga en Alemania con gases irrespirables consiguió sublevar a la comunidad judía ahora ha complicado la vida a los agentes aduaneros de la India e Inglaterra. Como siempre su propuesta es sencilla y contundente: ha recogido cantidades ingentes de mierda de la casta de Los Intocables y la ha transportado hasta la galería Lisson de Londres convertida en bloques para-minimalistas. Nadie quería que ese proceso “alquímico” (transformar lo excremental en artístico) tuviera lugar. Por lo menos de esa forma.
Finalmente Sierra vuelve a instalarse en el centro del tabú[32], dejándose llevar por el “delirio de tocar” aquello asqueroso que constituye además la clave de la política de la diferenciación. Es como si su “mercancía” fuera incómoda por ser un retorno de lo reprimido; el colonialismo británico, la persistencia de las castas, la marginación social y la materia desagradable pasan por el tamiz de la sublimación[33]. Porque la mierda de Los Intocables una vez procesada por el artista deja de oler, justamente cuando la plusvalía es mayor[34]. Ahora seguro que esos bloques marrones podrán viajar con el pedigrí galerístico e incluso ingresarán con todos los honores en los museos. En una intervención anterior en la misma galería londinense recurrió a su estrategia de clausurarla con un cierre metálico alegorizando el corralito argentino. Solo que allí donde multitud de sujetos intentaban que no se les robara impunemente lo que, con muchos esfuerzos, habían ahorrado, era un motivo, presuntamente crítico, para que Santiago Sierra hicera de las suyas. Más madera, gritamos después del otro “marxismo”, esto es la guerra. Algunos dicen que la práctica curatorial es la diplomacia por otros medios. También podría ser un sistema de transportes global en el que lo importante es que todo riesgo de contaminación sea depurado. La mierda hindú que Sierra ha sublimado está lista sin que ahora sea necesario enlatarla. Me huele que el barniz cultural sabrá perfumar algo tan “desagradable”.


La provocación repugnante.
Más madera, esto es la guerra del escándalo “artístico”. Tras la polémica de las fotografías de Nam Goldin de las niñas semi-desnudas[35], ahora tenemos el más difícil todavía, esto es, la manifestación de la crueldad “estetizada”. El artista costarricense Guillermo Vargas ha dejado morir de hambre a un perro callejero en una instalación que ha montado en una feria de arte en Nicaragua. En una pared ha escrito, con comida de perro, la frase “Eres lo que lees”, añadiendo acciones sonoras y olfativas o, mejor, narcóticas, que convierten su pieza en el colmo de lo caótico. Así puede escucharse el himno sandinista al revés y asistir a la quema, en un incensario de 175 piedras de crack y una onza de marihuana. No contento con ese cóctel, el artista conocido con el sobrenombre de “Habauc” atrapó un perro en un barrio marginal de Managua y lo ató a una de las paredes de su demencial montaje. Al día siguiente el animal había fallecido.
Haciendo frente a la indignación generalizada y a las críticas, el responsable de esta lamentable acción ha venido ha decir que su intención es ir contra la hipocresía social. Entre sus confusas intenciones estaba la de homenajear a Natividad Canga, que fue atacado en Cartago (Nicaragua) por unos perros rottweiler: “La gente –subraya Vargas- no se sensibilizó con ese hombre hasta que se lo comieron los perros”, añadiendo que tampoco nadie tomó la decisión de alimentar al perro que él estaba “exponiendo”, colaborando de esa manera a su muerte. Como es lógico, las asociaciones de defensa de los animales han descalificado esta pretendida obra de arte.
Es realmente sorprendente la proliferación de acciones artísticas que se caracterizan por su violencia como si confiaran en la magia homeopática. Pero no es cierto que en todas las circunstancias “lo semejante con lo semejante se cure”. Los contemporáneos sufrimos el “síndrome de Medusa”[36], estamos, literalmente, estupefactos ante la pantalla contemplando toda clase de horrores sin que nuestras conciencias ni nuestros estómagos reaccionen. Algunos artistas, convertidos en unos aprendices de mago, profesionales del exorcismo pachanguero, deciden presentar a lo que todavía inercialmente llaman “mirada burguesa”, cosas repugnantes o sencillamente delictivas. Sus provocaciones encuentran la respuesta convencional: la apatía o la vergüenza ajena.
La brutal “obra” de Guillermo Vargas nos lleva a pensar de nuevo en el sinsentido del arte contemporáneo. Obsesionado por el tabú, esto es, entregado al delirio de tocar y profanar lo que sea, no repara en gastos y gestos. Todas las gesticulaciones, solidarias con la empanada del reality-show, terminan por llevarnos a pensar que sería necesario recuperar la capacidad crítica o, por lo menos, aceptar que, en ciertas ocasiones, tenemos razones para la indignación. Porque el arte no puede ser el paraguas para el vandalismo y, consecuentemente, no tendría que garantizar la impunidad. Chris Burden disparó contra un avión al borde de un aeropuerto, Santiago Sierra llenó una sinagoga de Alemania de gases irrespirables, Teresa Margolles genera vapor con el agua que sirve para limpiar los cadáveres. En alguna ocasión he calificado a estas formas artísticas contemporáneas recurriendo al término “idiota”. Y resulta que en vez de dejarnos estupefactos o hacernos pensar, el “realismo cruel” en el que se instala Guillermo Vargas revela más que la idiotez el cumplimiento cínico de la estetización contemporánea. No hay en esa obscena exhibición de atrocidades otra cosa que una búsqueda obsesiva del impacto mediático. Parece ser que este joven artista, que se columpia entre la perogrullada y la política de la denuncia, estaba invitado a la próxima Bienal Centroamericana. Su estilística es típicamente “bienalista”; tiene todos los elementos de la salsa de moda: un poco de sociología blanda, una tajada de retórica multicultural y algo escabroso para que se pueda calificar el potaje indigesto como “radical”. Rilke encontró en los ojos de una perrita abandonada en su peregrinaje español una interrogación metafísica, algo así como la indicación de una solidaridad melancólica. Seguramente Guillermo Vargas no haya leído aquellos versos rilkeanos en los que convoca a los perros que nos pasar “por un mundo interpretado”. Él, con toda su rabia decorativa, no necesita la poesía: le basta con la brutalidad y ser así, faltándole tanto que leer y comprender, un analfabeto bestial. Su provocación es, sencillamente, repugnante.


Mortal de necesidad.
La performer “Pippa Bacca” ha sido asesinada hace apenas veinte días en Turquía. Pretendía llegar hasta Jerusalén vestida de novia haciendo auto-stop. Según declaró su trabajo se basaba en “la confianza en los demás” y el traje ceremonial funcionaba como una metáfora del encuentro con el otro, “la búsqueda de la parte femenina positiva, de la mujer como fuente de vida, estabilidad y sensatez”. La fatalidad hizo que se cruzara en su camino un criminal al que todas las buenas intenciones y los laberintos conceptuales del arte contemporáneo le eran completamente ajenos. En el peregrinaje por Eslovenia, Bosnia y Bulgaria, acompañada por otra creadora italiana, Silvia Moro, lavó ritualmente los pies a las matronas de cada pueblo por el que pasaba. Sobrina de Piero Manzoni, famoso por haber enlatado “mierda de artista”, mantenía unos planteamientos ya “académicos” que pretenden fusionar el arte y la vida cotidiana, dotando a todo de una valencia estetizada pretendidamente radical. Aunque sabemos que el arte es un sistema de enmarcado, eso no impide que permanentemente se intente ampliar las experiencias que son susceptibles de reclamar una apreciación singular, vale decir, hacernos pensar en las cosas como algo más que objetos o herramientas.
Todos estamos convocados a intentar hacer una performance única e irrepetible[37]. Podemos recurrir a la acrobacia atlética o ampararnos en el misticismo orientalizante, en último término tendremos que documentarlo todo para que finalmente lo que era extraño termine por normalizarse e incluso pueda conservarse a temperatura constante en esa inmensa vitrina que todavía llamamos “museo”. Pippa tenía planificado exponer los documentos de su viaje en una galería de Verona y ahora, tras su trágico final, la familia no duda que esa “recontextualización” es mucho más urgente.
Si la performer italiana encontró la muerte por culpa de un desaprensivo, la vida de un moribundo alemán puede acabar mucho peor si se permite que Gregor Schneider se salga con la suya. Este sujeto, distinguido en una de las últimas Bienales de Venecia, pretende exponer la agonía de un hombre porque, según ha declarado impertérrito, la cultura moderna es incapaz de afrontar ese tabú. Cada vez que se emplea esta palabra polinesia que Freud proyectó psicoanalíticamente es para ponerse a temblar. El delirio de tocar lo prohibido lleva, en muchas ocasiones, a propiciar una lógica del cuanto peor mejor. Ese proyecto de saturarnos de horror adquiere proporciones inesperadas, mezclándose el manierismo con la pura y dura indecencia. La inmoralidad de Habauc cuando dejó morir un perro en una pretendida instalación es la punta del iceberg de una de las patologías creativas contemporáneas. Hay que hacer algo tremendo para llamar la atención y luego escudarse en la “libertad de expresión” o acusar a los que protestan que son, indefectiblemente, “reaccionarios” o “fascistas” cabales.
La pulsión de muerte reaparece pero de una forma irracional, sin tener ni siquiera la densidad de un buceo en el núcleo de lo traumático. ¿Qué nos enseña la muerte una vez está instalada en las higiénicas salas de un museo? Algunos pensaran que confirma la sospecha de que ese tipo de establecimientos, como señalara Adorno, son de suyo mausoleos[38]. Pero para ese viaje no hacían falta tan sórdidas alforjas. Hay una obsesión perogrullesca o, en otros términos, un afán de tratar “temas” pretendidamente fundamentales de una forma literalista que convierten al arte en algo tan insustancial cuanto sórdido. No dejo de pensar que hay overbooking de sepultureros y de amantes de la carroña. Lo malo es que carecen de la potencia poética de Baudelaire, su mente roma tan sólo da para exhibir lo banal y, de paso, lo atroz. Lástima que una joven artista, con una visión esperanzada del otro, se encontrara con que la semilla del mal es profunda. Ignoro si era consciente de que entre las paredes de los museos también habitan virus demenciales que pueden acabar con lo poco que nos queda de cordura.


Vomitando sobre las estrellas. [Una nota sobre David Lynch].
Lo primero que se me viene a la cabeza es un simplón juego de palabras. David Lynch: Double Bind. Este término que inventó Gregory Bateson en 1956 designa el dilema en el que se encuentra encerrado el esquizofrénico cuando se ve obligado a dar una respuesta a dos mensajes contradictorios que impiden formular un juicio simbólico o tener puntos de referencia. En buena medida la esquizofrecina no es ya una estructura psicótica sino una estructura delirante ante una alienación familiar o social. Las “historias familiares” y, en algunos momentos, célibes de Inland Empire se suceden como una enrarecida mezcla del deja vu y el desdoblamiento de personalidad. Todo comienza con la intrusión del vecino, ese otro que no tenemos ningún deseo de conocer pero que de pronto quiere comportarse con una antigua amabilidad. Sin embargo, ese sujeto, tan inquietantemente cercano (la lógica de lo unheimliche) pronuncia palabras de agorero y con ojos desquiciados obliga a contemplar un fantasma futuro. Laura Dern, intrerpretando a una actriz que espera conseguir un papel en una película que es un remake ingresa en un tiempo de pliegues y repliegues que es la cima de lo desconcertante. Si el guión parece que se convierte, constantemente, en la vida, los escenarios están ocupados por la espectralidad de un tiempo por venir: lo que acechan no son otra cosa que el yo desquiciado en el otro de si. El imaginario borromeo (me permito utilizar este término aludiendo a los nudos lacanianos) de Lynch deja por todas partes relatos deshilachados; una mujer maltratada sube una y otra vez por una escalera cochambrosa a contarle a un tipejo con cara de lerdo sus traumas. Si ella le metió una patada en los cojones a un violador a los espectadores perplejos y hechizados en Inland Empire se les introduce, con una cruel sutileza, arena en el mecanismo mental.
Lynch había buceado anteriormente en la alucinación topológica o en el
el paso de una subjetividad a la opuesta, algo evidente en Twin Peaks pero también en Carretera perdida, un fenómeno desconcertante que John Alexander ha tematizado como enantiodromía. Durante el rodaje de Carretera perdida la encargada de prensa encontró la expresión “fuga psicogénica”[39], mientras estaba entregada a una serie de lecturas sobre las enfermedades mentales, que es una forma de amnesia que lleva a una huida completa de la realidad (quienes sufren esa enfermedad crean una nueva identidad, nuevos amigos y nuevos hogar, olvidando todo su pasado). En Inland Empire Lynch se adentra en el afuera, valga esta paradoja foucaultiana, del inconsciente, alegorizado como infinidad de pasillos y puertas que dan a estancias inhóspitas. Entre Hollywood y Polonia, en una travesía de las lenguas, los personajes están atravesados por fantasías remotas, perseguidos por el veneno de los celos, intentando escapar de un destino atroz. Un destornillador va dando tumbos por toda la película, a veces clavado sobre un cuerpo, empuñado amenazadoramente, en un descampado en vecindad con la aparición de un individuo que se mete una bombilla en la boca. Desde el glamour exagerado descendemos a las cloacas de la ciudad de la fama. En uno de los pasajes más intensos, la actriz que retorna a lo reprimido (la prostitución) es apuñalada por otra mujer demenciada y asistimos a una tremenda agonía. Laura Dern vomita sangre sobre las aceras con las estrellas para finalmente abandonarse entre unos homeless; una negra pronuncia una frase aparentemente tranquilizadora: “No te pasa nada, cariño, solamente te estás muriendo”. El patetismo de ese momento, la empatía se rompe bruscamente cuando el director, un brechtiano casi enfermizo, interrumpe el proceso con el “corten”. Estamos asistiendo a una filmación, eso que nos conmueve no es lo Real. Lynch abre, con una lucidez extrema, la distancia cuando estábamos a punto de entregarnos al melodrama.
La estética de la ausencia propia de un mundo en vertiginosa transformación puede necesitar del “bloc mágico” (wunderblock), que está enlazado con la pulsión de destrucción. El emplazamiento-provocador terminaría por ser un archivo perdido, una superficie borrada o, en términos lacanianos, el sujeto barrado. “No hay banda”, no hay música, exclama un personaje dispuesto a cantar en la película de David Lynch Mulholland Drive. No siempre hay sincronía entre el impulso y la orquesta muda de la vida. Y sin embargo el canto inicia lo mismo, en abierta disonancia con el silencio o la desatención colectiva. Aunque la música falta en el club “Silencio”, la creación artística despega, salta por encima del cementerio de automóviles herrumbroso, impone su levedad y, al mismo tiempo, su drama. Cuando se produce la empatía y las lágrimas brotan de las mujeres clonadas en el vértigo de la muerte y la putrefacción de los cuerpos, resulta que terminamos por cobrar conciencia (amargamente) de que todo es play-back. Tras el desfallecimiento la canción continua y, sobre todo, aparece el truco, la trampa que nos había hechizado. Lynch es el maestro de esos sonidos enrarecidos (el zumbido de la casa de Carretera perdida, la dominación sonora en Dune, el karaoke macabro en la casa del secuestro de Terciopelo azul, etc.) que nos afectan más que las imágenes. “In dreams” de Roy Orbison adquiere en labios de los sádicos un tono aterrador. El zumbido de las pesadillas nos persigue por los pasillos de esa casa que es, como le gusta decir a Lynch, un sitio “donde todo puede ir mal”[40].
Tenemos la manía de contestar siempre y tal vez tendríamos que cosernos todos los orificios como el Cuerpo Sin Órganos que tematizaran Deleuze y Guattari. Suena el telefonillo y se escucha una frase: “Dick Laurent a muerto”. Llaman a la puerta de casa y el criado impecablemente vestido acompaña a una vecina anciana y rara hasta el salón donde la actriz exhibe su distancia. La presencia in-deseada del otro nos impulsa al descarrío. Gerard Wajcman ha señalado que la casa individual es el lugar de la intolerancia del goce del Otro del que no sabemos qué cojones hace y, sobre todo, cuál es la causa del mal olor que fluye desde ese otro espacio, insisto, siempre demasiado cercano. Laura Dern persigue a alguien que está espiando en la oscuridad del estudio cinematográfico sin saber que es ella misma. Gifford indica que cuando estaban trabajando en Carretera perdida decidieron que no deseaban hacer algo lineal y por eso concibieron la película como una especie de cinta de Möbius: una historia que gira sobre sí misma y nunca termina. También hay un infinitud perversa en Inland Empire: los pasillos, las puertas y las escaleras, ese mundo laberíntico que podría calificarse de piranesiano, lleva al sujeto hasta el encuentro extrañado de sí[41]. Lynch es, no cabe duda, el maestro de lo kafkiano contemporáneo, un “arquitecto” del inconsciente que confía en el azar y la intuición como señala en su libro Catching the Big Fish. En el delirio todo está, efectivamente, “conectado” y el proceso revela tanto los accidentes cuanto la sustancia. Con una cámara Sony PD 150, lejos de la industrial “Imperial” de Hollywood pero situándose como un vecino incómodo allí mismo, Lynch graba, literalmente, lo que se le pasa por la cabeza. Una frase puede llegar de ningún sitio, como aquel día en el que camino del rodaje de Twin Peaks escribió lo siguiente: “A través de la oscuridad del futuro pasado el mago ansía ver. Uno canta entre dos mundos: Fuego camina conmigo”. El inconsciente está en llamas. Lo malo es que la llamada esa atópica y el miedo nos domina cuando alguien, como afirma Lynch en su conversación con Chris Rodley, consigue tu teléfono “y parece como si te conociera, sea de verdad o algo imaginado. Y cuando te conoce, se apodera de ti porque puede ser más listo que tú”. En el abismo traumático queremos hablar con alguien y, finalmente, cuando el otro descuelga el teléfono lo que escuchamos, como sucede en Inland Empire, son risas enlatadas. El arte de lo sublime-ridículo, como apunta Zizek, nos atrapa y derrite[42]; somos como esos muñecos de nieve que fotografía Lynch: divertidos y, al mismo tiempo, grotescos.


Para cruzar (clandestinamente) la frontera.
Los artistas británicos Heath Bunting y Kayle Brandon han dispuesto, en BorderXing, una guía on-line para cruzar subrepticiamente las fronteras de Europa. Su página web está, según declaran, dirigida a activistas e indocumentados que necesitan pasar de un país a otro. La Tate Gallery y el Musée d´Art Moderne de Luxemburgo patrocinan este proyecto que vendría a ser tanto una meditación sobre la emigración ilegal cuanto una “facilitación”, en clave hacktivista, de la misma. Cierto esteticismo de la documentación fotográfica y, sobre todo, el “pactismo” museal de estos autodenominados “combatientes”, desactiva el componente crítico de esos itinerarios. Una vez más, el “radicalismo subvencionado” impone la pregunta de qué es lo que en realidad se está haciendo. En buena medida, mis sospechas están, también, socavadas, desde el momento en que los límites de esas experiencias artísticas están replegados en una suerte de conceptualismo hermético. ¿Qué sentido tiene reclamar una pragmática coherente con el discurso especulativo, esto es, una transformación de la realidad, cuando el mundo en el que estamos “navegando” es virtual? Y, sin embargo, los vigilantes artivistas, un neologismo propuesto por Bunting, de las fronteras hablan, enfáticamente, de una realidad que está al alcance de todos. Si apuntan, con lucidez, a un problema socio-político contemporáneo, por otro lado, revelan una suerte de inmadurez, que me atrevo a calificar de tecno-romántica, al plantear posibles salidas del conflicto.
Ese trayecto, nada azaroso, encontrado en Internet nos lleva, casi inercialmente, a la consideración sobre la dimensión lúdica o crítica de las nuevas tecnologías. Howard Rheingold, al final de su conocido ensayo Realidad virtual, señala que el ciberespacio no es una cosa u otra: “La gente lo usará como un híbrido de entretenimiento, escape y adicción. Y otras personas lo usarán para navegar a través de las peligrosas complejidades del siglo XXI. Podría ser el portón de entrada a la Matrix. Tengamos la esperanza de que sea un nuevo laboratorio del espíritu y consideremos qué podemos hacer para orientarnos con ese rumbo”. Frente a estas esperanzas se despliega el discurso, por ejemplo, de Tomás Maldonado que considera que las comunidades virtuales no han colaborado a la democratización sino que han venido a reforzar la homogeneización y, en especial, han derivado en espacios de sectarismo[43]. La llamada a aceptar lo que hay, propia del tecno-integrado, es, como sabemos, tan insustancial como las letanías catastrofistas de Virilio, empeñado en reiterar la descripción del Gran Accidente. Bien es verdad que cuando leemos el ditirambo al arte virtual de Philippe Quéau, que llega a afirmar que el artista intermedio no empieza desde cero sino que dispone de una materia anterior, “creada por un dios anterior que es superior a él: los números”[44], nos quedamos estupefactos antes tamaño ingenuismo neo-pitagórico. Su búsqueda de una “inteligibilidad pura, totalmente despojada de la responsabilidad del accidente”, tiene algo de delirio filosófico.
La realidad virtual es un mundo hiperreal, heredero que la perspectiva renacentista, que nos propone una inmersión en un espacio ilusionístico. No cabe duda de que aquí hay más obstáculo que transparencia. Desde el pionero casco visualizador de Ivan Sutherland construido en la universidad de Harvard en 1968 hasta nuestros días la investigación técnica y, por supuesto, la creatividad artística han ampliado el registro de lo virtual. Relatos como el prodigioso La invención de Morel de Bioy Casares o películas como Desafío total (1990) de Paul Verhoeven nos han llevado a familiarizarnos con la realidad virtual y, al mismo tiempo, comprobar la dimensión (contra)utópica. De los Sims a Second Life, de la estética del error computacional de jodi.org al Telegarden de Ken Goldberg, son muy amplias las fronteras de las imágenes y “acontecimientos” generados con las nuevas tecnologías. William Gibson nombró, en Neuromancer, el ciberespacio como una “alucinación consensual”; pero, los que habitan ese territorio son sedentarios más que cowboys. Lo virtual lleva a la bunkerización, los recorridos pueden hacerse si necesidad de salir de casa. Ahí se cimienta el síndrome de encierro (locked-in-syndrom), esa patología neurológica que se traduce en una parálisis completa, una incapacidad de hablar, pero conservando esa facultad así como la conciencia intelectual intacta. La mirada sin párpados del que está jugando, durante horas, al Warcraft es, valga la sinestesia, sorda para todo lo que sucede alrededor. Porque, en realidad, ese mundo virtual pasa a ser todo. Se ha identificado un curioso síndrome de epilepsia óptica en algunos adolescentes maníacos de los videojuegos que, tras horas de “agonía y placer”, se muestran físicamente incapaces de mirar una imagen fija.
Román Gubern señala que la aportación de la realidad virtual a las artes tradicionales del espectáculo es problemática, “pues la contemplación aparece reemplazada por la acción (o pseudoacción) del sujeto espectador (operador) y la narración es sustituida por la iniciativa personal, en la que el impacto de la sensorialidad eclipsa la estructura lógica o el relato articulado”[45]. Ciertamente no hay grandes diferencias entre el sujeto enganchado a la pantalla del ordenador y el que está sobreexcitado con el bombardeo de las noticias. Si bien el paradigma indicial de la videosfera se asienta sobre los valores de expresividad, espontaneidad, creatividad o expansión, lo que genera en el espectador es una completa apatía. La enormidad de las catástrofes las hace abstractas y, en un movimiento de protección frente al vértigo del pánico, pensamos que el sufrimiento es algo que sucede siempre lejos. A pesar de la sobredosis de masacres, el universo mediático anhela the real thing. Después de la sociedad del espectáculo triunfa el mundo del performance. Una avalancha gesticulatoria, vectores de emociones en bruto se nos viene encima. El reality show lo que potencia es la ampliación de la fantasmagoría, abrumando, como Kevin Robins ha argumentado, los sentimientos y provocando el impacto de las emociones. Acaso la realidad virtual tenga que ver con el deseo de protegernos frente a lo real que los medios de comunicación supuestamente presentan.
Precisamente, advierte Pierre Lévy, porque lo actual es tan valioso, debemos pensar con la mayor urgencia en la virtualización que lo desestabiliza y acostumbrarnos a ella[46]. En cierta medida, la propia dinámica del mundo implica lo virtual y el fluctuante espacio del saber nos lleva hacia una nueva percepción de los acontecimientos. Mircea Eliade cuenta en su diario que en una película educativa acerca de los métodos de lucha contra los mosquitos exhibida en una aldea africana, los aldeanos se obstinaban en no ver m{as que unos pollos que pasaban por azar en primer plano. “Todos somos –apunta Debray- aldeanos africanos: al amparo de lo visual, cada uno aporta su percepción” [47]. En el Estado videocrático, con su política histerizada por las “imágenes”, el ciudadano, completamente desubicado, termina por fijarse en cualquier parida, sea esta el agujero del calcetín de un líder o la ignorancia supina del mismísimo Presidente sobre el precio del café. La comunicación del “poner el dedo en la llaga” pretende archivarlo todo sin comprender que el formalismo de la huella es una manifestación del nihilismo histórico.
Lo frívolo tiene todos los medios del mundo para monumentalizarse y, al mismo tiempo, lo decisivo termina por ser fantasmal. Aunque lo virtual impone su ley en la arquitectura, el arte o la teoría, el imperio óptico es el de lo que está pasando, reducido, en un programa de televisión, a la crónica casposa más que rosa. Zizek preguntaba si era posible atravesar la fantasía en el ciberespacio y así arriesgarnos a la experiencia más radical imaginable: el encuentro con el otro lugar donde se escenifica el núcleo forcluido del ser del sujeto[48]. Pero, lamentablemente, en vez de la “realización sadomasoquista” lo que tenemos, de momento en una zapping convulso, es la sobredosis de la realidad mediatizada. Para cruzar esa frontera de la banalidad necesitaríamos verdaderos creadores de acontecimientos dispuestos a superar la narcosis de lo virtual.


Sin milagros.
Estaba cantado: ganaría el premio Turner una obra mala, malísima o, sencillamente, penosa. Es una tradición postmoderna y, por su propia naturaleza simulácrica, tiene que ir rumbo a peor. Desde los animales en formol de Hirst, un artista con una tendencia extremada a fusionar lo cursi con lo megalómano, hasta las cerámicas funestas de un creador travestido, solamente habíamos contemplado el paso de lo hermético (la habitación vacía de Martín Creed) a lo totalmente patético o a la pura nadería ornamental (las pinturas de Tomma Abts). Si bien este premio se instituyó hace más de veinte años ha sido en la última década cuando se ha convertido en un evento mediático que ha llevado al público en general a confirmar que el arte contemporáneo es, lisa y llanamente, demencial o una bagatela mistificada, preparada para activar la pulsión turística. Aunque sea lamentable es lógico el éxito de gente tan insustancial o torpe como Tracey Emin, de la misma forma que el escándalo frente a las pinturas escatológicas de Chris Ofili es una pose que revela un sustrato de aburrimiento, eso si, verdaderamente aterrador.
Hay algo de truco fácil en la obra de Mark Wallinger, ganador finalmente del Turner 2007, al meter dentro de la Tate una reproducción de las pancartas con las que el pacifista Brian Haw protestó durante meses frente al Parlamento Británico contra la Guerra de Irak. Porque desde el momento en el que el antagonismo real se introduce en la nevera museal se pierden todas las aristas críticas. Aquel dictamen que cerraba el ensayo de Walter Benjamin sobre la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica se ha invertido: regresa la estetización de la política. Nosotros hemos asistido a la conversión de las consignas políticas en private jokes, fórmulas con las que camuflar la impotencia o, algo más grave, el cinismo. Duchamp ha sido la coartada fácil para deslizarse los la pendiente de la ironía autocomplaciente. Una cabal actitud epigónica llevó al citacionismo e, inmediatamente, al cóctel global en el que la estrategia principal es la tematización y el bienalismo, cómplices en la imposición de la banalidad sin asideros. ¿Qué sueños incuba el artista Mark Wallinger disfrazado de oso?¿Se trata de una comparación sutil o humorística sobre el arte como zoológico?¿O es una deconstrucción de la pureza modernista de un edificio de Mies Van der Rohe? Al final nos calentamos la sesera por puras naderías. Un letrero luminoso de Nathan Coley, candidato derrotado al premio “popular”, resumía la situación: “No hay milagros aquí”.
Sabemos que en lo más radical de la subjetividad y de la experiencia hay un cierto momento inicial de locura: “la dimensión de jouissance, de negatividad, de la pulsión de muerte, y no la dimensión de la verdad”[49]. Puede que el goce sea el resultado de una renuncia total a los placeres ordinarios y, así, en el “fascismo difuso” que nos rodea retorna una suerte de movilización total que es, en realidad, el más perverso modo de la servidumbre[50]. No puede sorprender que el miserabilismo cultural de las Instituciones sea, a su manera, solidario con las travesuras del llamado “arte joven” En el tiempo, por emplear un término de Naomi Klein de las McProtestas (iguales en todas partes), cuando el movimiento contestatario apenas puede generar comunidad[51], algunos creadores mean contra el viento el idealismo: sin miedo a que les salpique.
La escena del crimen es, para el descreído postmoderno, una parodia de ritualización[52]. Vaneigem ya señaló en Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones, “no queremos saber nada de un mundo en le que la garantía de que no moriremos de hambre se paga con el riesgo de morir de aburrimiento”. Puede que frente a la cultura de los roles solo pueda reaccionarse con humor[53], especialmente cuando en la era de la colonización espectacular de la vida cotidiana aumenta el consumo de “naderías”[54]. Las obras, en cierta medida, son presentadas como reliquias solo que no lo son de algo trascendente sino de lo banal[55]: el huevo “Kinder Sorpresa” es uno de los objetos cruciales de la época, una mercancía perfecta que, inmediatamente, defrauda[56].
Carecemos de profundidad de campo, de perspectiva, de capacidad para focalizar, tan sólo nos quedamos con lo anecdótico que pasa. Y, mientras tanto, el nihilismo de la pulsión de archivo (la acumulación que intentando retener todas las cosas es luego incapaz de encontrar nada), acumula huellas fetichizadas[57]. Estamos abducidos por los mass-media, contemplando la “realidad” como un espectáculo finalmente aburridísimo. Nos hemos convertido en lo que contemplamos, preferimos el artificio a la cosa Real[58].
No puedo dejar de citar unas declaraciones de Donald Rumsfeld, uno de los halcones del Imperio, que es una prueba crucial de la confusión reinante: “Hay certidumbres ciertas; hay cosas que sabemos que sabemos. También sabemos que hay incertidumbres ciertas, lo que equivale a decir que sabemos que hay cosas que no sabemos. Pero hay también incertidumbres inciertas: las que no sabemos que no sabemos. Y si volvemos la vista a la historia de nuestro país y de nuestros hombres libres, esta última categoría es la tiende a ser más compleja”[59]. Así no hay quien se aclare; tal vez, ese embarullamiento sea una glosa marginal a la memorable frase shakespiriana, the time is out of joint[60], o sencillamente la confirmación de que todos, obesos por culpa de la época, estamos afectados por el False Memory Syndrom[61]. Tal vez lo que tenga que hacer el arte es no dejar de hablar de lo que le falta, cuando ya se ha entregado a la orgía y al cansancio subsiguiente[62]. Aunque hemos recibido una sobredosis de ridiculez no hemos superado ninguna prueba, como le gusta hacer vertiginosamente a la televisión-de-concurso-perpetuo[63]. Lo que tenemos aún (en nuestra cultura superviviente de la incredulidad postmoderna) son síntomas mórbidos[64]. La promiscuidad, el fin del pathos de la distancia, provocan una suerte de efecto Larsen generalizado[65]: el amplificador se acopla con el sonido que se acaba de emitir. Hemos completado el fin dela ilusión estética. Nunca vemos otra cosa que la televisión[66]. Nuestra imaginación está habituada, no cabe duda, a la distopía crítica, habitamos, anticipadamente, el desastre metropolitano[67]; estamos tan abotargados que ni siquiera tememos al Diluvio[68]. Nos lo enseñó Alien: “en el espacio nadie puede oír tus gritos”[69]. Es raro, entonces, este regreso a Nostromo, como si necesitáramos una ración más de horror en sustitución de una dulce canción de cuna.





[1] David Linch en Chris Rodley (ed.): David Lynch por David Lynch, Ed. Alba, Barcelona, 1998, p. 384.
[2] Cfr. Stewart Home: El asalto a la cultura. Corrientes utópicas desde el Letrismo a Class War, Ed. Virus, Madrid, pp. 137-143 y Servando Rocha: Contracultura y lucha armada en los Estados Unidos (1960-1985), Ed. La Felguera, La Laguna, 2004, pp. 52-65.
[3] Cfr. Mark Kurlansky: 1968. El año que conmocionó al mundo, Ed. Destino, Barcelona, 2005.
[4] McLuhan advirtió que el único poder de los medios de comunicación electrónicos es dar forma al contenido de la imaginación de la gente y de esta forma particular determinar su comportamiento y sus puntos de vista: en el fondo, se trata de neutralizar las reacciones del espectador. “Herbert Krugman llevó a cabo estudios de las ondas cerebrales, comparando las respuestas de sujetos a lo impreso y a la televisión. Un sujeto estaba leyendo un libro cuando se encendió la televisión. En cuanto levantó la mirada, sus ondas cerebrales disminuyeron de manera significativa. A los treinta segundos, estaba en un estado predominantemente alfa: relajado, pacífico, desconcentrado” (Marshall McLuhan y B. R. Powers: La aldea global, Ed. Gedisa, Barcelona, 1990, p. 73).
[5] “Meticulosamente seguidas por televisión, las marchas no violentas se convirtieron en un potlatch de gas lacrimógeno, palos y bombas incendiarias por un lado, adoquines, barricadas, coches incendiados y cócteles Molotov por el otro: “Una especie de lucha callejera que ha veces llegaba hasta el frenesí, donde cada golpe lanzado era devuelto de inmediato, y donde el terreno que se acababa de conquistar era rápidamente recuperado”” (Greil Marcus: Rastros de carmín. Una historia secreta del siglo XX, Ed. Anagrama, Barcelona, 1993, p. 454).
[6] La internacional Letrista propuso en 1954 lo que llamó un completo divertissement. En 1968, Debord señalaba que el movimiento de Mayo del 68 era un redescubrimiento de la historia individual y colectiva, el reconocimiento de la posibilidad de intervenir en la historia y, por supuesto, de participar en un acontecimiento irreversible: “la gente volvía la vista atrás, divertida al ver la existencia extraña que llevaban una semana antes [...] las personas se sentían en toas partes como en casa. El deseo reconocido de diálogo, de una expresión completamente libre, y el gusto por lo verdaderamente comunitario, encontraron su terreno en los edificios transformados en abiertos lugares de reunión. [...] El errar de tantos emisarios y viajeros a través de París, a través de todos el país, entre los edificios ocupados, las fábricas y las asambleas, transmitía esta auténtica práctica de comunicación. El movimiento de ocupación fue a todas luces un rechazo del trabajo alienado; fue un festival de juego, la verdadera presencia de verdaderas personas en un tiempo verdadero” (Guy Debord: “Le Commencement” pp. 3-4, cit. en Greil Marcus: Rastros de carmín. Una historia secreta del siglo XX, Ed. Anagrama, Barcelona, 1993, p. 456).
[7] Cfr. Hal Foster, Rosalind Krauss, Yve-Alain Bois y Benjamin H.D. Buchloh: Arte desde 1900. Modernidad, Antimodernidad, Posmodernidad, Ed. Akal, Madrid, 2006, pp. 664-669.
[8] Este comisario ha re-considerado la Bienal como una suerte de Salón decimonónico, en un claro signo de “abandono” de la teoría, cfr. Robert Storr: Las Bienales, ¿foro de arte o salón global?, Ed. ICO, Madrid, 2007.
[9] Slavoj Zizek: Amor sin piedad. Hacia una política de la verdad, Ed. Síntesis, Madrid, 2004, pp. 189-190.
[10] Hal Foster: texto dedicado al año 2003 en Hal Foster, Rosalind Krauss, Yve-Alain Bois y Benjamin H. D. Buchloh: Arte desde 1900. Modernidad, Antimodernidad y Posmodernidad, Ed. Akal, Madrid, 2006, p. 669.
[11] Cfr. al respecto Yves Michaud: El arte en estado gaseoso, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2007, pp. 155-160
[12] Cfr. Marc Fumaroli: El Estado cultural. (Ensayo sobre una religión moderna), Ed. El Acantilado, Madrid, 2007, p. 21
[13] “Para esos egos nerviosos [los espectadores de la televisión], inquietos, hiperprotegidos y vulnerables, eso equivale a sumergirse, con gesto fácil, en las aguas tranquilas, cálidas y brillantemente iluminadas de una piscina de imágenes, llenada con chorro regular por la pantalla catódica. Ese baño polinesio de la conciencia, hipnótico pero desprovisto de la visita de los sueños, rehace el mundo, no tal como debiera ser, sino tal y como debe ser para una medusa separada de lo real, un mundo siempre repintado como nuevo, bajo proyectores de submarinismo, miniaturizado, fácilmente abarcable por la mirada, que devora ávidamente el asesinato, los desastres y el amor mismo, fuera de todo peligro, de todo esfuerzo, de toda salida de sí, sin apetito” (Marc Fumaroli: El Estado cultural. (Ensayo sobre una religión moderna), Ed. El Acantilado, Barcelona, 2007, pp. 371-372).
[14] En los últimos tiempos hemos asistido, por otro lado, a la proliferación de un discurso que da por cancelado el proyecto de la crítica de arte. Lo curioso es que los enterradores de ese “género” literario no dejan, en ningún caso, de llenar las páginas de los periódicos y las revistas.
[15] “Fui a visitar al viejo escultor Jorge Oteiza, la persona que más ha hecho por enseñar a los vascos el evangelio del arte contemporáneo a través de sus obras y escritos. Es muy admirado tanto por Richard Serra como por Gehry. Cuando me disponía, ya en su apartamento, a tocar el tema del Guggenheim de Billbao, Oteiza me cortó de entrada: “Olvídate de escribir y deja de hacer el tonto. Mátalos. Yo te pago”. Lo miré atónito. En sus ojos había una furia casi demencial. Pedir la cabeza de los responsables del Guggenheim era su respuesta a la admiración que éstos le profesaban. Él sabía cómo apelar al escándalo y al chasco total como últimas armas, pero no todo era pose. “El odio se ha apoderado de mí”, me dijo amargamente mientras se golpeaba el pecho con la mano. Este artista que había escrito que sólo puede esculpir lo que ama, ahora trabajaba en un ensayo titulado “Finalmente me he convertido en un asesino”. Pese a sus casi noventa años, Oteiza se negaba a morir para poder seguir maldiciéndolos. Había protestado vehementemente contra lo que él llamó la nueva disneyficación americana del arte. Ya no quería otro acto de piedad estética. Ahora iba al todo por el todo: el asesinato. Oteiza murió el año pasado y hace poco me pidieron un texto para el catálogo de una retrospectiva de su obra celebrada, como no podía ser menos, en el Guggenheim de Bilbao” (Joseba Zulaika: “Bilbao deseada: el malestar de la “krensificación” del museo” en Anna Maria Guasch y Joseba Zulaika (eds.): Aprendiendo del Guggenheim de Bilbao, Ed. Akal, Madrid, 2007, p. 165).
[16] Cfr. Anthony Burgess: La naranja mecánica, Ed. Minotauro, Barcelona, 2007, p. 111 y ss.
[17] Cfr. Slavoj Zizek: Amor sin piedad. Hacia una política de la verdad, Ed. Síntesis, Madrid, 2004, p. 77.
[18] “El carnaval antiguo fue la revolución sustitutoria de los pobres. Se elegía un rey de los locos que gobernaba un día y una noche sobre un mundo por principio trastornado. En él, los pobres y los ordenados despertaron sus sueños a la vida como pendencieros y bacantes disfrazados, olvidados de sí mismos hasta la verdad insolente, carnales, turbulentos y blasfemos. Se podría mentir y decir la verdad, ser obsceno y honrado, borracho e irracional. A partir del carnaval de la Edad Media tardía fluyen, tal como mostró Bachtin, motivos satíricos. Los abigarrados lenguajes de Rabelais y de otros artistas del Renacimiento viven todavía del espíritu parodístico del carnaval; el carnaval inspira tradiciones macabras y satíricas y convierte locos y arlequines, bufones y Kasperl en figuras consistentes de una gran tradición hilarante que cumple su función en la vida social en los días que no son Martes de Carnaval” (Peter Sloterdijk: Crítica de la razón cínica, vol. I, Ed. Taurus, Madrid, 1989, pp. 166-167).
[19] Theodor W. Adorno: “Stravinski y la restauración” en Filosofía de la nueva música. Obra Completa, 12, Ed. Akal, Madrid, 2003, p. 155.
[20] Conversación de E.M. Cioran con Lea Vergine en Conversaciones, Ed. Tusquets, Barcelona, 1996, p. 107.
[21] Ramón Gómez de la Serna: Ismos, Ed. Guadarrama, Madrid, 1975, p. 204.
[22] “[...] los ejemplos típicos de interpasividad, como el de las “risas enlatadas” (cuando las risas están integradas en la banda sonora, de modo que el televisor ríe en mi lugar, es decir, realiza, representa, la experiencia pasiva del espectador), evocaré otro ejemplo: esa situación incómoda en la que alguien cuenta un chiste de mal gusto que a nadie hace reír, salvo al que lo contó, que explota en una gran carcajada repitiendo “¡Es para partirse de risa!” o algo parecido, es decir, expresa él mismo la reacción que esperaba de su público. Esta situación es, en cierto modo, la opuesta a la “risa enlatada” de la televisión: el que ríe en nuestro lugar (es decir, a través de nosotros, el público molesto y avergonzado, acaba riendo) no es el anónimo “gran Otro” del público artificial e invisible de los platós de televisión, sino el que cuenta el chiste. Se ríe para integrar su acto en el “gran Otro”, en el orden simbólico” (Slavoj Zizek: En defensa de la intolerancia, Ed. Sequitur, Madrid, 2007, p. 116).
[23] Cfr. Paul Virilio en conversación con Sylvere Lotringer: Amanecer crepuscular, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2003, pp. 101-102.
[24] David J. Skal: Monster Show. Una historia cultural del horror, Ed. Valdemar, Madrid, 2008, p. 18.
[25] Cfr. Jean Clair: De Inmundo. Apofatismo y apocatástasis en el arte de hoy, Ed. Arena, Madrid, 2007, pp. 22-23.
[26] “Para mí, si se mira lo que está ocurriendo en el arte contemporáneo, se está a punto de considerar a la genética y a la clonación como una forma de arte, una forma de “libertad de expresión”. Pero, ¿dónde se detiene la libertad de expresión en el terreno de la ciencia? Si no se detiene, Mengele va a convertirse en un profeta” (Paul Virilio en conversación con Sylvere Lotringer: Amanecer crepuscular, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2003, p. 132).
[27] “Cada cual se museografía en vida, en pie. Lo frívolo tiene los medios de monumentalizarse, y de aquí en más casi podría medirse la ridiculez de una actividad según el cuidado que toma en convertirse en monumento. La desgracia es que, con la memorización por anticipado de lo actual, se termina por rebobinar antes de avanzar. Las cosas se anticipan al infinito, el presente se vive como ya pasado, la huella se produce de entrada como memoria, en una especie de espaciamiento melancólico de lo vivido que los medios anticipan y convierten en frenesí de preestrenos desengañados. El tiempo mediático se devora a sí mismo a fuerza d anticipar el acontecimiento” (Regis Debray: El estado seductor. Las revoluciones mediológicas del poder, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1995, p. 129).
[28] Cfr. Allan Kaprow: La educación del des-artista, Ed. Ardora, Madrid, 2007, p. 80.
[29] Ese gusto masoquista que, en principio tendría que sacarnos de la carencia absoluta de sensaciones termina, según Sontag, siendo una singular anestesia que tiene también aspecto éticos inequívocos: “La obra de Arbus es un buen ejemplo de una tendencia rectora del arte de los países capitalistas: la supresión o al menos la reducción, de los escrúpulos morales y sensorios. Buena parte del arte moderno está consagrada a disminuir la escala de lo terrible. Al acostumbrarnos a lo que anteriormente no soportábamos ver ni oír, porque era demasiado chocante, doloroso o perturbador, el arte cambia la moral, ese conjunto de hábitos psíquicos y sanciones públicas que traza una borrosa frontera entre lo que es emocional y espontáneamente intolerable y lo que no lo es. La supresión gradual de los escrúpulos nos acerca, por cierto, a una verdad más bien formal: la arbitrariedad de los tabúes propugnados por le arte y la moral. Pero nuestra capacidad para digerir este creciente caudal de imágenes (móviles y fijas) y textos grotescos exige un precio muy alto. A la larga, no funciona como una liberación sino como una sustracción del yo: una pseudofamiliaridad con lo horrible refuerza la alienación, atrofiándonos para reaccionar en la vida real. Lo que sucede con los sentimientos cuando se ve por primera vez una película pornográfica que dan hoy en el barrio o la atrocidad que televisan esta noche no es tan diferente de lo que sucede cuando la gente mira por primera vez las fotografías de Arbus” (Susan Sontag: Sobre la fotografía, Ed. Edhasa, Barcelona, 1989, p. 51).
[30] Cfr. David J. Skal: Monster Show. Una historia cultural del horror, Ed. Valdemar, Madrid, 2008, pp. 181-194.
[31] Jean Clair señala que el chorro de orina apaga el aura en lo que denomina “estética del estercolero” que tendría como maestro fundacional a Marcel Duchamp: “En un esbozo de una economía mínima de las pulsiones, en otras palabras, de las producciones inmediatas de placer que crean las funciones del cuerpo, establecería así la lista de las “pequeñas energías gastadas como [...] la crecida de los cabellos, de los pelos y de las uñas, la caída de la orina y de los excrementos [...] el estiramiento, el bostezo, el estornudo, el escupir ordinario y la sangre. Los vómitos, la eyaculación [...], etc.”” (Jean Clair: De Inmundo. Apofatismo y apocatástasis en el arte de hoy, Ed. Arena, Madrid, 2007, p. 32).
[32] Cfr. Sigmund Freud: Tótem y Tabú, Ed. Alianza, Madrid, 1967, p. 29.
[33] Cfr. Rosa Martínez: “La mercancía y la muerte” en Santiago Sierra, Pabellón de España 50ª. Bienal de Venecia, 2003, p. 18.
[34] Sánchez Ferlosio retoma, en su ensayo sobre la globalización del mercado de trabajo, un fragmento muy citado de un clérigo granadino del siglo XIX: “Sobradamente conocida es la anécdota –o tal vez la leyenda- del emperador vespasiano, que habiendo mandado instalar letrinas públicas de pago por toda la ciudad y como algún cortesano de confianza le preguntase si no juzgaba impropio para el decoro del Imperio recabar tributos de tan pudenda necesidad, cogió una moneda y acercándosela a su nariz y olfateándola dijo: Non olet. Este argumento que la superior clarividencia imperial de Vespasiano acertó a formular ha sido sin duda mil veces repetido, casi siempre con desvergonzada picardía, en defensa de la singularísima virtud de la moneda de no dejarse impregnar por cualidad alguna de los objetos de intercambio, saliendo siempre inmaculadamente limpia de toda transacción” (Citado en Rafael Sánchez Ferlosio: Non olet, Ed. Destino, Barcelona, 2003, pp. 177-178).
[35] En la prensa internacional se generó gran controversia a raíz de unas fotografías de Nam Goldin en las que aparecían una niñas casi desnudas; en cierta medida, se trataba de una exacerbación de las anteojeras censoras que convertían una escena “familiar” en algo pretendidamente pornográfico.
[36] Cfr. Sara Damián: “La síndrome di Medusa” en I Volti di Medusa, Ed. Bruno Mondadori, 2006, pp. 69-86.
[37] Mario Perniola: “Performances perversas” en El sex appeal de lo inorgánico, Ed. Trama, Madrid, 1998, p. 181.
[38] “La imposibilidad de uso tiene su lugar tópico en el Museo. La museificación del mundo es hoy un hecho consumado. Una tras otra, de modo progresivo, las potencias espirituales que definían la vida de los hombres –el arte, la religión, la filosofía, la idea de naturaleza, incluso la política- se han ido retirando dócilmente hacia el Museo. Museo no designa aquí un lugar o un espacio físico determinado, sino la dimensión separada a la que se transfiere aquello que en el pasado fue percibido como verdadero y decisivo y ya no lo es. [...] En términos generales, hoy todo puede volverse Museo porque éste denomina simplemente la exposición de una imposibilidad de usar, de habitar, de experimentar” (Giorgio Agamben: Profanaciones, Ed. Anagrama, Barcelona, 2005, p. 110).
[39] Cfr. Chris Rodley (ed.): David Lynch por David Lynch, Ed. Alba, Barcelona, 1998, pp. 376-377.
[40] “Un hogar es un sitio donde todo puede ir mal, y el sonido [de Carretera perdida] surge de esa idea. Si tienes una habitación y es realmente silenciosa, o no se oye nada en ella, no haces más que observar esa habitación. Si quieres una atmósfera concreta, buscas un sonido que se deslice en ese silencio: que empiece a crearte una sensación. También hay sonidos que destruyen una atmósfera. Así que se trata de deshacer todo lo que quieres, y de construir lo que vaya a servir de ayuda y forme un todo. La gente puede llorar por una secuencia en la que alguien se mueve en el tiempo, por una idea, por un sonido, una palabra, y luego por una mirada justo cuando entra la música. O echarse a reír de forma histérica, o sentirse invadidos por el miedo. ¿Cómo funciona? El poder del cine es increíble” (David Linch en Chris Rodley: David Lynch por David Lynch, Ed. Alba, Barcelona, 1998, pp. 357-358).
[41] Cfr. Quim Casas: David Lynch, Ed. Cátedra, Madrid, 2007, p. 361.
[42] “En las películas de Lynch, el garante de la ley se presenta, pues, como un gente hiperactivo y ridículo, entregado al goce de la vida” (Slavoj Zizek: “David Lynch, o el arte del ridículo sublime” en Lacrimae Rerum. Ensayos sobre cine moderno y ciberespacio, Ed. Debate, Barcelona, 2006, p. 163).
[43] Cfr. Tomás Maldonado: Crítica de la razón informática, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1998, p. 23.
[44] Philippe Quéau: Lo virtual. Virtudes y vértigos, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1995, p. 136.
[45] Román Gubern: Del bisonte a la realidad virtual. La escena y el laberinto, Ed. Anagrama, Barcelona, 1996, p. 171.
[46] Pierre Lévy: ¿Qué es lo virtual?, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1999, p. 131.
[47] Regis Debray: El estado seductor. Las revoluciones mediológicas del poder, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1995, pp. 122-123.
[48] Cfr. Slavoj Zizek: Lacrimae Rerum. Ensayos sobre cine moderno y ciberespacio, Ed. Debate, Barcelona, 2006, pp. 245 y ss.
[49] Slavoj Zizek en conversación con Glyn Daly: Arriesgar lo imposible, Ed. Trotta, Madrid, 2006, p. 65.
[50] “A mi juicio, el ejemplo más claro de goce es el discurso de Goebbels en 1943 –su discurso sobre la así llamada guerra total Totalkrieg-. Después de la derrota de Stalingrado, Goebbels pronunció un discurso en Berlín en cuyo final pide la guerra total: hay que abolir los últimos restos de vida normal y hay que introducir la movilización total. Y luego viene esa escena famosa en la que Goebbels dirige una serie de preguntas retóricas a una multitud de 20.000 alemanes; les pregunta si quieren trabajar todavía más, 16-18 horas si es necesario, y la gente grita “sí”. Les pregunta si quieren que todos los teatros y restaurantes caros sean cerrados, y la gente grita otra vez “sí”. Luego, después de una serie de preguntas de este estilo, todas sobre la renuncia al placer y el soportar todavía más penuria, finalmente les hace una pregunta casi kantiana –kantiana en el sentido de que evoca lo sublime irrepresentable-, les pregunta: “¿queréis una guerra total, una guerra tan total que hoy no os podéis ni imaginar lo total que será?”. Y el grito extático y fanático se eleva entre las masas: “¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!”. Pienso que aquí tenemos el goce como categoría política en esto puro. Está absolutamente claro: simplemente las expresiones dramatizadas de los rostros de la gente son muestra de que este mandato –que pide a la gente que renuncie a los placeres ordinarios- proporciona un goce en sí mismo; esto es el goce” (Slavoj Zizek en conversación con Glyn Daly: Arriesgar lo imposible, Ed. Trotta, Madrid, 2006, pp. 110-111).
[51] Cfr. Naomi Klein: No Logo. El poder de las marcas, Ed. Paidós, Madrid, 2001, p. 375.
[52] “Quizá esta parodia de ritualización, esta recreación desencantada es en sí misma un acto de repetición sacramental, un intento de superar nuestra crisis de comprensión, de recuperar un significado en sentido negativo. Para reparar un desgarrón o un corte profundo en el tejido de nuestras hipótesis sobre la vida, un deshilachamiento y un desmoronamiento de carácter moral, es preciso recrear el desgarrón y el deshilachamiento en forma de arte. [...] Considerada en el contexto de la ideología de la poshistoria, la escena del crimen adquiere una nueva resonancia para nosotros. El siglo XX se reconfigura como una época de crimen masivo, violencia traumática y explotación despiadada. Visto desde esta perspectiva, dejamos un siglo de guerra, estrépito, depresión, segregación, holocausto, aniquilación nuclear, dominación mundial, asesinato, bolsas de cadáveres, bonos basura, marginación” (Peter Wollen: “Vectores de melancolía” en Papel Alpha. Cuadernos de fotografía, n° 5, 2000, p. 23).
[53] “La gente te rodea, quiere discutir contigo. ¿Te admiran? Escúpeles en la cara; ¿se ríen de ti? Ayúdales a encontrarse en su risa. El rol conlleva el ridículo. ¿No hay más que roles a tu alrededor? Arrójales tu desenvoltura, tu humor, tu distanciación; juega con ellos como el gato con el ratón” (Raoul Vaneigem: Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones, Ed. Anagrama, Barcelona, 1977, p. 158).
[54] “Esta “expropiación sistemática de la comunicación intersubjetiva”, esta “colonización de la vida cotidiana a través de una mediación autoritaria” no es, para los situacionistas, una consecuencia necesaria del desarrollo técnico, tal y como lo demuestran las prohibiciones –vigentes desde muchos años atrás- de utilizar las emisiones de radio privadas. “La ley actual” escriben [Internationale Situationniste VIII, p. 20], “es que todos consuman la mayor cantidad posible de nada; incluida la nada respetable de la vieja cultura, separada por completo de su sentido original”” (Mario Perniola: Los situacionistas. Historia crítica de la última vanguardia del siglo XX, Ed. Acuarela & A. Machado, Madrid, 2007, p. 79).
[55] “Además la mayoría de estas obras [de tipo escatológico], apenas elaboradas como obras, se presentan más bien como reliquias, los desechos orgánicos de un individuo al que se busca sujetarse, o casi embrujar manipulando sus restos. La mayoría son, moldes, montañas, de hecho, documentos, grabaciones o calcos. Incluso los más violentos de ellos no nos dicen otra cosa que lo que nos dirían miles, centaner de miles de otros documentos, sacados de los archivos de la policiía criminal o de los archivos de la policía criminal o de los hospitales de París. Fotos banales, documentos banales a los ojos de quien, terapeuta, científico, juez o abogado, hace cotidianamente la experiencia de la enfermedad, del sufrimiento, de la locura y de la muerte. Fotos banales, aún, comparadas con la diversidad de imágenes pornográficas de las que la técnica televisual nos inunda” (Jean Clair: De Inmundo, Ed. Arena, Madrid, 2007, p. 57).
[56] “Uno de los populares productos de chocolate que se venden por toda Europa central es el llamado “Kinder Sorpresa”, una cáscara de huevo, vacía y hecha de chocolate, envuelta en un papel de vivos colores; cuando se desenvuelve el huevo y se rompe la cáscara, se encuentra en su interior un pequeño juguete de plástico (o pequeñas partes que se ensamblan para formar un juguete). ¿No es este juguete l´objet petit a en estado puro –un objeto pequeño que llena un huevo central, el secreto escondido, agalma, en el centro-? Los niños que comparan este huevo de chocolate a menudo lo desenvuelven y simplemente rompen el chocolate sin molestarse en comerlo, preocupándose sólo del juguete en el centro -¿no son estos amantes del chocolate casos perfecto del lema de Lacan “te quiero, pero, sin poder explicarlo, quiero algo en ti más que tú, y por consiguiente, te destruyo?-. Este vacío material (“real”) en el centro, por supuesto, equivale al vacío estructural (“formal”) a causa del cual ningún producto es “realmente eso”, ningún producto está a la altura de la expectativa que despierta” (Slavoj Zizek en conversación con Glyn Daly: Arriesgar lo imposible, Ed. Trotta, Madrid, 2006, p. 84).
[57] “Lo que se lega se adelanta a lo que se hereda. Por doquier, la huella es cancerígena; gangrena, petrifica. “Toda realidad, observa Sylvie Merzau, se convierte en documento, el cuerpo social se transforma en espacio archivario”. Como tal, la huella pasa a ser un valor. Al tener más importancia que el hecho de meter “en la caja” que se pone en ella, lo que cuenta es la caja y no el sentido que contiene. El formalismo de la huella es un nihilismo histórico. Todos estamos trazando huellas y las hay de cualquier cosa. En definitiva, una huella equivale a otra. La rueda de bicicleta y una tela de Cézanne. La guerra y el reportaje de guerra. El acontecimiento y el eco. El hombre y la marioneta. La política y el “Bébete show”” (Regis Debray: El estado seductor. Las revoluciones mediológicas del poder, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1995, pp. 129-130).
[58] “El antropólogo Edmund Carpenter, en su libro The Become What They Beheld, cita una frase acerca de la llegada del cuerpo de Robert Kennedy desde Nueva York a Los Ángeles. El escritor, “estaba con un grupo de reporteros... y advirtió que casi todos observaban el evento a través de una pantalla de televisión instalada para la ocasión. El ataúd real estaba pasando detrás de ellos, casi a la misma distancia desde la que contemplaban la diminuta versión proporcionada por la pantalla”. De un modo similar, Harold Rosenberg –siempre un agudo observador de estas cosas- señala en uno de sus artículos del New Yorker (17 de marzo de 1973) que “en la televisión se mostraba a grupos de prisioneros de guerra que regresaban de Hanoi pasando el rato viendo en televisión imágenes de grupos de prisioneros de guerra regresando de Hanoi. Un hombre cruzó a remo la inundada Calle Principal para comprar un periódico que mostraba imágenes de la inundación de su ciudad...”” (Allan Kaprow: La des-educación del artista, Ed. Ardora, Madrid, 2007, p. 98).
[59] Donald Rumsfeld en The Economist, 6 de Diciembre del 2003, p. 43.
[60] “Contra-tiempo. The time is out of joint. Habla teatral, habla de Hamlet ante el teatro del mundo, de la historia y de la política. La época está fuera de quicio. Todo, empezando por el tiempo, parece desarreglado, injusto o desajustado. El mundo va muy mal, se desgasta a medida que envejece, como dice también el Pintor en la apertura de Timón de Atenas (tan del gusto de Marx, por cierto)” (Jacques Derrida: Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional, Ed. Trotta, Madrid, 1995, p. 91).
[61] “Hace poco, un hombre demandó a los gigantes de la comida rápida de hamburguesas en América porque su comida “le estaba poniendo obeso”. El mensaje que subyace a esta queja está claro: yo no tengo nada que ver; no se trata de mí; la responsabilidad no es mía –y puesto que no se trata de mí, tiene que haber otro que sea legalmente responsable de mi desgracia-. El así llamado síndrome de la falsa memoria [False Memory Syndrom] comete el mismo error: la tendencia compulsiva a fundar los problemas psíquicos presentes en una experiencia real pasada de haber sido asaltado sexualmente. De nuevo, lo que verdaderamente está en juego en esta operación es la negativa del sujeto a aceptar la responsabilidad de sus deseos sexuales inconscientes: si la causa de mis problemas es la experiencia traumática del acoso, entonces mi propia catexis [investment] fantasmática en mi imbroglio sexual es secundaria y, en última instancia, irrelevante” (Slavoj Zizek en conversación con Glyn Daly: Arriesgar lo imposible, Ed. Trotta, Madrid, 2006, pp. 127-128).
[62] Zizek señala que el verdadero exceso no consiste en practicar nuestra fantasías íntimas en lugar de hablar de ellas, “sino, precisamente, hablar sobre ellas, permitiéndoles invadir el medio del gran Otro hasta el punto que uno puede literalmente “fornicar con palabras”, hacer caer la barrera elemental, constitutiva entre el lenguaje y el goce” (Slavoj Zizek: Visión de paralaje, Ed. Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 243).
[63] Sobre la lógica de la humillación presente en los juegos de la televisión y el despojamiento frenético del sentido del ridículo, cfr. Gérard Imbert: El zoo visual. De la televisión espectacular a la televisión especular, Ed. Gedisa, Barcelona, 2003, pp. 158-160.
[64] Una de las sentencias más citadas de los cuadernos de la prisión de Gramsci es aquella en la que advierte que la crisis consiste “precisamente en que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer; en este interregno aparece una gran variedad de síntomas mórbidos”.
[65] “La abolición de la distancia, del pathos de la distancia, hace que todo quede indeterminado. Incluso en el ámbito físico: la proximidad excesiva del receptor y de la fuente de emisión crea un efecto Larsen que interfiere en las ondas. La proximidad excesiva del evento y de su difusión en tiempo real, genera indeterminación, una virtualidad del evento que lo despoja de su dimensión histórica y lo sustrae de la memoria. Estamos inmersos en un efecto Larsen generalizado” (Jean Baudrillard: La agonía del poder, Ed. Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2006, pp. 60-61).
[66] “Según cuenta Susan Sontag, cuando estaba viendo la retransmisión televisiva de la llegada de los hombres a la Luna, algunos de los presentes afirmaron que todo aquello no era nada más que una escenificación. Entonces, ellas les preguntó: “Pero entonces, ¿qué es lo que estáis viendo?”. Y ellos respondieron: “¡Estamos viendo la tele!”. Había comprendido todo” (Jean Baudrillard: La agonía del poder, Ed. Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2006, p. 66).
[67] “Parece que la alternativa reza así: o “somos incapaces de imaginar el futuro” (Jameson) o lo único que hay es “la imaginación del desastre” (Sontag). En realidad puede sintetizarse en lo que Bruce Franklin acertadamente resumió: “El único futuro que parece imaginable en Hollywood es un futuro mejor”. Hasta el extremo de que las ciudades del futuro en las distopías no reflejan ya el futuro de la humanidad sino sus últimos días. Son ciudades del “día después” de aquellos holocaustos nucleares que han hecho la Tierra inhabitable. Por ello se aconseja a los supervivientes que emigren al espacio exterior. Porque la Tierra entera es una ciudad sin futuro y el hombre está al final de su historia. De las metrópolis de los comienzos a finales del siglo XX hay un abismo. No se trata sólo de subrayar las semejanzas arquitectónicas y hasta cierto punto ver las segundas como el proceso de la ruina de las primeras. El enfoque es distinto: más que el camino de la perfección a la ruina de la perfección, se trata ahora de las “ruinas en inversión” de que hablaba Smithson, es decir, que las ciudades que se levantan de la ruina misma. De ahí esa “estética del reciclaje” que presentan, están hechas con remiendos de todos los estilos, materiales y humanos” (José Luis Molinuevo: “La orientación estética” en Simón Marchán Fiz (comp..): Real/Virtual en la estética y la teoría de las artes, Ed. Paidós, Barcelona, 2006, p. 96)
[68] “Una sociedad solo le teme a una cosa: al diluvio. No le teme al vacío. No le teme a la penuria ni a la escasez. Sobre ella, sobre su cuerpo social, algo chorrea y no sabe qué es, no está codificado y aparece como no codificable en relación con esa sociedad. Algo que chorrea y arrastra esa sociedad a una especie de desterritorialización, algo que derrite la tierra sobre la que se instala. Este es el drama. Encontramos algo que se derrumba y no sabemos qué es. No responde a ningún código, sino que huye por debajo de ellos” (Gilles Deleuze: Derrames. Entre el capitalismo y la esquizofrenia, Ed. Cactus, Buenos Aires, 2005, p. 20).
[69] “El cartel de Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979) era engañosamente sencillo y evocador: un huevo cascado en mitad del vacío, y la frase EN EL ESPACIO NADIE PUEDE OÍR TUS GRITOS. Si el espacio era exterior o interior, es algo que no quedaba claro” (David J. Skal: Monster Show. Una historia cultural del horror, Ed. Valdemar, Madrid, 2008, p. 375).

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