sábado, 26 de septiembre de 2009


Crónica de una caminata circunstancial.

Isidoro Valcárcel Medina. “Otoño 2009”.
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.


Fernando Castro Flórez.


Podría, para salir aparentemente mejor del paso, adoptar una actitud circunspecta, propia del crítico canónico, y repasar el currículum, dar bibliografía y finalmente salir por peteneras. Pero eso no reflejaría, a fin de cuentas, más que la impotencia y la impostura, carente de sentido cuando aquello que acontece no tiene propiamente “pretensiones”. He declarado, en muchas ocasiones, mi admiración hacia Valcárcel Medina cuya coherencia e intensidad no tienen parangón en el arte español contemporáneo. Desde que le escuchara, hace años, hablar del arte de la conferencia hasta su impresionante intervención en la caja acorazada del antiguo Banco de España, convertido hoy en sede central del Instituto Cervantes, no han dejado de interesarme sus propuestas. Considero que su obra no es, como suele decirse, “secreta” ni su actitud tiene nada que ver con la provocación o con realismo cruel que con tanto facilismo despliegan algunos performers pseudo-radicales. Con puntualidad exquisita, Valcárcel Medina da noticia, en escueta correspondencia, de sus cosas que lo mismo suponen la elaboración de un impresionante archivo que la publicación de un libro que comprende, nada más y nada menos, 2.000 años de historia. Hay, casi siempre, una combinación singular de exceso y contención, de lo descomunal con la voluntad de evitar lo espectacular, que dotan a sus intervenciones del tono de lo memorable. Además no falta la rumorología, esto es, la deriva subjetiva en la que todo termina por adquirir mucha más rareza. Pero, insisto, la intención originaria no es buscar algo así como la sorpresa sino, al contrario, plantear ejemplos que no pueden ser reducidos a moralejas.
Si bien acabo de hacer una concesión “introductoria”, lo que me interesa contar es lo acontecido en un paseo matutino. Una nota de prensa del MNCARS me convocó, como miembro de los llamados “medios de comunicación”, para estar en la presentación del proyecto de Valcárcel Medina en el Reina Sofía. Tal acto se desarrolló en la entrada del edificio de Sabatini junto a una alfombra roja enorme en la que podía leerse “Otoño 2009”. El artista apareció junto al sonriente director de esa institución que declaró, con lucidez, “a la manera de Magritte”: esto no es una rueda de prensa. Después de subrayar que estábamos en presencia de un artista que no recurría a la academizada “critica institucional e institucionalizada” (lo que yo suelo llamar radicalismo subvencionado) y anunciar que, dado que el interfecto no está dispuesto a vender ninguna de sus obras, estaba planteándose incluso robar alguna, cedió la palabra al “protagonista”. Rodeado por varios micrófonos y acosado por preguntas planteadas con tono suave, se desmarcó con monosílabos e incluso hizo gestos de impaciencia. “Lo que quiero es caminar”, dijo sin dar ya cuartel a los sedentarios.
Estoy convencido de que es la primera vez los periodistas y, sobre todo, los sufridos que se encargan de los asuntos de la cultura, son forzados a adoptar la actitud peripatética. Los fotógrafos trotaban con riesgo evidente para sus aparejos, los bolígrafos garabateaban en el aire y las grabadoras no pillaban nada, mientras Valcárcel, como un poseso, doblaba la esquina de la ampliación de Nouvel. Allí pudimos contemplar un inmenso mensaje en el que el autor pedía disculpas por las molestias ocasionadas. Como si nos guiara el mismísimo Forrest Gump cruzamos, sin miedo ni esperanza, los semáforos, enfilamos con entereza la Cuesta de Moyano y de pronto vimos que otra legión de cámaras y micrófonos generaban algún “acontecimiento”. Allí estaba, lo juró, el mismísimo Gallardón que, vestido de traje y corbata, se subía a un mountain bike. No me pude contener y le grité que era la vivita “reencarnación” de Alejandro Valverde. Él, saleroso esencial, replicó primero con el nombre de Alberto Contador y luego, de forma enigmática, apostilló: “hay que ser modestos”.
Con la mosca, literalmente, tras la oreja le pregunté a Isidoro si lo suyo tenía algo de “orteguiano”. Era, no me cabe duda, una salida de tono de una pedantería inverosímil. Con una paciencia casi monacal musitó que por ahí no iban, en principio, los tiros. Justo cuando me había cortado el vacilón para-filosófico divisamos a otro contubernio del que surgía una chica que nos quería impedir el paso. Lo tenía claro: no sabía la determinación “histórica” y contextual que nos guiaba. Como si fuera una clave de la policía secreta dije “Reina Sofía” y mientras unos semblantes empalidecían otros maldecían porque se había frustrado una secuencia más. Resulta que habíamos atravesado rigurosamente y con descaro por la serie “Amor en tiempos revueltos”. Todo era azaroso y, de puro extravagante, parecía “planificado”. Dejamos atrás a los jubilados ajedrecistas para recorrer el perímetro del Palacio de Velázquez, delimitado (dado que está en obras que ya adquieren la proporción de intempestivas) por una valla de color verde en las que, de nuevo, podíamos leer, en bastantes letreros, “Otoño 2009”. Por último, charlando sobre todo aquello que ignoramos que está prohibido, completamos la tourne museal en el Palacio de Cristal que, si nos atenemos a lo que allí vimos, podría estar en trance de ser desmantelado, y, con mayor celeridad, regresamos, como por un dédalo, al punto de partida. El grupo que había sobrevivido al paso ligero de Valcárcel no superaba la veintena pero parecían más que gregarios cómplices.
La sensatez invitaba a tomar unas cañas pero el guía de la circunstancia penetró, implacable, en el Museo donde tenía “aún mucho trabajo”. Efectivamente, su tarea es casi la del agrimensor kafkiano; de entrada ha preparado unos planos de La Colección en los que da las distancias entre las piezas y sus dimensiones. Se trata de un documento de un rigor absoluto y, por su propia naturaleza, inverosímil en una época donde la museística no es otra cosa que mudanzas sin pausa. Lo mejor de todo es que a Valcárcel no le perturba la “inutilidad”, entre otras cosas, porque el sabe a dónde va a parar. O, para ser más preciso, su actitud no pretende levantar sobre cada instinto una institución. Yo sigo tozudamente con mi circunstancia que significa, lisa y llanamente, derredor, circuito o contorno de una cosa. De momento me deje llevar por la vitalidad el paseo, aún me faltan la bajada a las carboneras del Museo, visitar una retrospectiva que dura solo tres días y promete ser un prodigio del abarrotamiento, escuchar las audioguías donde Valcárcel narra la colección desde su punto de vista o ver los trabajos artísticos de los empleados del MNCARS. Todo un horizonte de acontecimientos para el que tendré que ponerme el mono de faena. De lo que estoy seguro es de que el “autor” que pretende ser exculpado por las molestias que ocasiona no es el mismo que con tanta intensidad e inteligencia circunscribe (a pata), cataloga (a su manera) y acota (minuciosamente) lo que pasa (sin pasar) en el imponente espacio que otoñalmente (una estación declinante) le acoge. “El conjunto de lo que nos está afectando y nos está importando –positiva o negativamente- y en afrontar lo cual consiste nuestra vida en cada instante, es lo que el hombre cualquier llama “las circunstancias” o “la circunstancia”. Alguien lo dijo y basta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario