sábado, 30 de mayo de 2009



Otro modo de enfocar.
Francisco Caparrós. “Bambú”.
Galería Raquel Ponce. C/ Alameda, 5. Madrid.



Fernando Castro Flórez.


Flusser advierte, en las últimas páginas de su Filosofía de la fotografía, que lo importante es conseguir “un nuevo enfoque de la vida”, para poder experimentarnos como proyectos a través de los cuales, valga la redundancia, se proyectan realidades como campos de posibilidades: “Esta nueva sensación de no ser sujetos sino proyectos se expresa en nuestros gestos. Ya no se trata de liberarnos de condiciones (comprometernos científica, técnica y políticamente), sino de cambiar de enfoque y acumular puntos de vista (comprometernos proyectiva-creativamente)”. Sin duda, la práctica de la fotografía de Francisco Caparrós se corresponde a esa voluntad de enfocar de otra manera o, en otros términos, a una gestualidad que altera la conciencia imaginante. Tenemos que tener presente que la fotografía no es una receptividad mecánica o automática sino una imagen de conceptos. Caparrós fabrica, con un gran dominio técnico, situaciones fotográficas que no han existido nunca, tomando como punto de partida las posibilidades que ofrece el programa de la cámara: enfocando y desenfocando, realizando exposiciones temporales dilatadas a las que añade una gestualidad que le aparta de toda composición armónica. Lo que vemos ya no es lo real exterior habitual sino unas imágenes de una abstracción sorprendente aun cuando, como sabemos, surgen, en el caso de la serie Jerográficos que presentara en el IVAM (2006), de la fijación en el espacio metropolitano. Este creador combate con la programación automática de la cámara para conseguir imágenes no previstas, que le permitan mostrar la ciudad de otra forma, convertirla en un juego de luces, líneas y fulgores inesperados.
Podríamos considerar a las fotografías de Caparrós como imágenes hipnagógicas. Conviene recordar que cuando Leroy describe ese tipo de imágenes, recurriendo, entre otras cosas, al diario de los Goncourt, menciona que el ojo se ha transformado en un cliché fotográfico. La imagen hipnagógica da la sensación de vida intensa, tiene un carácter fantástico que proviene, en buena medida, del hecho que de no representa nunca nada preciso. En realidad se trata de algo que está en nuestros ojos. Los fulgores entópticos de Caparrós son huellas de la ciudad pero que solo podrían tener ese carácter en virtud de lo que ha sucedido en la “mirada mecánica” de la cámara guiada por el gesto artístico. El estado hipnagógico que surge en el “adormecimiento” implica una orientación y limitación perceptiva especial, de la misma forma que Caparrós consigue sus jerografías cuando la luz natural ha desaparecido, en el dominio seductor de la noche. Se ha pensado que para que se desarrolle el fenómeno de la hipnagogia es fundamental que la imaginación funcione de manera automática. Y, sin embargo, los fenómenos hipnagógicos no son un mero automatismo “contemplado por la conciencia”, sino que, más bien, son la conciencia. No contemplamos la imagen hipnagógica sino que estamos fascinados por ella. Esa especie de sueño que aún no se formó adquiere, como en las fotografías de Caparrós, una tonalidad alucinatoria, parece que esas imágenes tienen un brillo más intenso que la realidad. En vez de la picnolepsia que lleva a una vivencia bunkerizada, la cámara abierta a los destellos metropolitanos consigue imágenes hipnagógicas que son puro cambio, coreografías de luz, rotaciones desconcertantes.
Desde la saturación metropolitana, Francisco Caparrós ha viajado a Japón donde ha realizado una fascinante serie que titula Bambú. Con enorme lucidez, toma un elemento de gran potencia simbólica, muy presente tanto en la pintura cuanto en la poesía oriental, para aludir a la idea de maduración. Ese bambú que tarda siete años en comenzar a crecer parece generar un muro frente a la “cultura de la precipitación banal”. Las visiones pictoricistas, en esa gama esplendorosa del verde, de Caparrós nos entregan una honda vivencia poética. Hay en estas fotografías una mezcla de aquella inmersión en el bosque de la que hablara Bachelard con la ensoñación acuática: inmensidad que desorienta y da placer unida a los reflejos fugitivos que fueron para Narciso una verdadera perdición. Lo que vemos es tanto algo instantáneo cuanto el resultado de una suerte de paciencia temporal: la semilla del bambú actúa más que lentamente, generando durante años un mundo oculto de raíces. Sin anécdotas ni literalismos, Caparrós compone un autorretrato emocional, dejando que sea esa naturaleza de esplendor cromático la que ofrezca el más singular de los “reflejos”. Su forma de mirar está asentada en una confianza en el kairós, esto es, en la ocasión que revela los dones del lugar. Desde las bellas fotografías de gran formato al hipnótico video con imágenes digitales que cierra la exposición, encontramos en Bambú una alegoría de la libertad que complementa admirablemente las epifanías metropolitanas que Caparrós realizara con anterioridad. Aquí la imaginación fluye y, paradójicamente, hecha raíces en un sitio, da rienda suelta a la espontaneidad pero sabe lo que busca: el misterio, la magia del mundo, el deseo de enfocar de otra manera lo que nos pasa.

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