sábado, 29 de diciembre de 2012




Nadie puede parar la música.


Pop Politics: Activismos a 33 Revoluciones.
Comisario: Iván López Munuera.
Centro de Arte Dos de Mayo de la Comunidad de Madrid.


                                                           Fernando Castro Flórez.




            Poco antes de que Reagan y Gorbachov, exponentes de la política estelar-mediática, preparados para la grandilocuencia y el abracismo, llegaran a Reikjavik para celebrar una cumbre nuclear, Björk y unos colegas pusieron en marcha una organización que denominaron Smekkleysa (Mal Gusto) que lanzo un manifiesto como puesta de largo en sociedad: “Mal Gusto –proclamaron en 1986 con cierta tonalidad retropunk- se valdrá de cualquier método imaginable e inimaginable, por ejemplo, la inoculación, el exterminio, los anuncios carentes de gusto, la distribución y venta de bazofia vulgar y excrementos”. Seguramente a este grupo gamberro de los Sugarcubes les pilló por sorpresa el éxito que cosechó el tema “Birthay” aunque la pequeña cantante islandesa supo ir transformando su humor ácido en un cóctel astuto dado que estaba disponible un magma sonoro que iba desde Stockhausen a Brian Eno, de Kraftwerk a Public Enemy que en los años noventa nos dio una voluptuosa bienvenida a “la casa del terror”. Alex Ross ha sabido, con su habitual finura ensayística, transitar en Escucha esto (Ed. Seix Barral, 2012) desde Mozart, Brahms y Schubert a Radiohead, Kurt Cobain o Bob Dylan, dejando claro que los tiempos del “mandarinato cultural” han quedado definitivamente atrás. La magnífica exposición Pop Politics: Activismos a 33 Revoluciones que ha comisariado con singular lucidez Iván López Munuera tiene un carácter programático que sitúa, perfectamente, la importancia de los fenómenos de la música popular para comprender nuestro tiempo. Ya no se trata de provocar una “masacre” o de recurrir a la retórica de la profanación sino de asumir perspectivas teóricas que posibiliten una comprensión más intensa de los modos contemporáneos de constitución de lo común.
            Muestras anteriores como Hypertronix (EACC, Castellón, 1999), Lost In Sound (CGAC, Santiago de Compostela, 1999), Rock my Religion (DA2, Salamanca, 2008), el ciclo expositivo La canción como fuerza social transformadora (CAAC, Sevilla, 2011) o la revisión de la influencia del grupo Sonic Youth que se realizara en el 2010 en el mismo Centro de Arte 2 de Mayo de Móstoles, constituyen ya un denso corpus visual, teórico y documental. Iván López subraya que las políticas del pop son una arena “donde es posible dar voz a realidades marginadas, inaugurar debates, mantener posiciones y construir posicionamientos”. La estética de laboratorio y las estrategias híbridas laten en este proyecto que va más allá de la política de las consignas o del aburrimiento del conceptual institucional. No se trata de reivindicar la canción protesta (el denominado “lirocentrismo”) sino de prestar atención a la multiplicidad de aquella subcultura que describiera Dick Hebdige en 1979. La “agencia intersticial” contemporánea impulsa a tomar en debida consideración contextos musicales y culturales en una perspectiva poscolonial que incluya desde la psicodelia al tropicalismo, del postpunk al garaje, del rap a los rituales de la performance del dj. En la época del “pensamiento power point” cuando, como apuntó Dylan Jones parodiando a Descartes, iPod, Therefore I am, tras el periodo en el que la “indignación” ha sido, valga la cita manoseada de una canción de Gil Scott-Heron, “televisada”, es importante plantear qué campo de acción política ha generado la música. No hay razones para la nostalgia de la Gesamtkunswerk (la obra de arte total) cuando el do it yourself es una metodología “tradicional”.
            Pop Politics plantea, sin afán totalizador, una serie de temas que organizan perfectamente las propuestas de los artistas que, en términos generales, tienen inteligentes dosis de parodia y codificación cultural, referencias “eruditas” y reciclajes con ribetes humorísticos, materializaciones inteligentes de lo que el comisario califica como “micro-espacios de descoordinación”. En la sección de los “Cuerpos a 33 revoluciones” destacan las propuestas del colectivo assume vivid astro focus, sus dibujos a rotulador afrontando los estereotipos femeninos en revistas de hip-hop o en Playboy, y las flotantes derivas musicales de Gabriel Acevedo inducidas por un astronauta peruano; en “Los estadios de felicidad extrema” contemplamos los rostros de asistentes a conciertos tomadas por Ryan McGinley, el peruano Luis Jacob sueña con que todo el mundo pueda tener una luz bajo el sol mezclando lo funk con la utopía, el colectivo Zira02 mapea la escena musical de Móstoles y penetramos en la contundente instalación de Till Gerhard Helter, Skelter, Shelter que convoca la dimensión siniestra de la familia Manson y la mitomanía que rodea al White Album de los Beatles; la sección dedicada al fan emancipado nos lleva hasta la aproximación que Aitor Saraiba hace a los seguidores latinos de Morrissey, el líder de los Smith (también presente esa banda en la revisión en clave homoerótica de la serie The Yaois de Francesc Ruiz), la documentación recopilada por Jeremy Deller & Nick Abrahams de los seguidores rusos, iraníes o británicos del grupo Depeche Mode, de un concierto de Amy Winehouse omnipresente en pantalla según Lorena Alfaro a los collages que Christian Marclay hizo con portadas de discos a comienzos de los noventa; los dibujos inquietantes de Raymond Pettibon y Robert Crumb comparten espacio en el bloque titulado “Del Samizdat al Agit Pop”con una vigorosa instalación instalación de Pepo Salazar o con las serigrafías tipo fanzine de Azucena Vieites que introducen referencias cifradas al feminismo o al punk; por último, las “covers versions” que pueden suponer, como hace Daniel Jacoby, corregir un error gramatical de una canción de The Police o literalizar, en el caso de Borizar Brazda, el tema “Message in a bottle” incrustando un disco en un montón de arena, las instalaciones de Icaro Zorbar sacan de quicio a las cintas magnetofónicas y a los tocadiscos, mientras que el disco de hielo de Lyota Yagi se deshace ante nuestros ojos. Recuerdo, tras recorrer esta fascinante exposición, una vieja canción en la voz inconfundible de Bob Dylan, el exorcista que atraviesa el territorio de la muerte y la decadencia, que termina por no oír ni el murmullo de una plegaria: “No ha anochecido todavía pero no va a tardar”. Simon Reynolds, en la entrevista que cierra una recopilación de textos en el catálogo de esta muestra, apunta que para su generación la música pudo haber sido una distracción que impidió promover un cambio real de las cosas y, a pesar de todo, no cae en el discurso del nihilismo impotente: “El esfuerzo merece la pena en sí mismo”. La música configura una zona crítica en la que surge la tendencia a cuestionar todo lo referente a la cultura. Vale la pena, como hace José Manuel Costa, recitar a Tiqquin para pensar si la cuestión revolucionaria será en adelante una cuestión musical.

Tras tener este blog dormido durante un tiempo prolongado regreso para colgar algunas consideraciones sobre arte contemporáneo.
Comienzo recuperando una crítica de la expo de Colomer en AbiertoxObra.


No va más.
Jordi Colomer.
Prohibido cantar/no singing (obra didáctica sobre la fundación de una ciudad paradisíaca)
AbiertoxObras. Matadero. Madrid.


                                   Fernando Castro Flórez.


            Al final de Casino de Martin Scorsese escuchamos la voz en off que da cuenta del final del heroísmo criminal: todo es un naufragio y, además, simulado patéticamente para una clientela chandalera y viejuna, en la ciudad que anuncia que “nadie lo hace mejor” está edificada sobre los bonos basura. El postmodernismo había “aprendido” de las Vegas (en la clave pop y desenfadada pregonada por Venturi & Cia), la globalización expandió la lógica del “todo incluído” (la maravillosa posibilidad de acumular souvenirs sin tener que sufrir el mal olor o la cercanía del otro exótico) y, en el presente depresivo, asistimos a la materialización cruda de aquella ficción borgiana de La lotería en Babilionia. Si hasta Nadal arruina su imagen impoluta anunciando el poker on line (adicción ante la que toda llamada a la moderación suena a cinismo impecable), no puede extrañarnos que la ley y los contratos se recorten, a la manera bufonesca de Groucho Marx, en beneficio de la promesa del Imperio del Juego que nos traerá el maná soñado del trabajo precario. Mientras un magnate inquietante deshojaba la margarita del emplazamiento de la llamada Eurovegas, algunos comenzaban a recibir el adiestramiento para asumir el rol del croupier. La historia se repite, aberrantemente, una y otra vez como farsa mientras el recuerdo de Bienvenido Mister Marshall se impone en el imaginario de los que sufren el Síndrome de Casandra.
            Jordi Colomer atraviesa la fantasía ilusoria de aquel otro proyecto de una ciudad del juego en los Monegros. De los 32 casinos, 72 hoteles y seis parques temáticos no hay nada de nada, tan sólo queda lo que ya estaba allí: el pueblo de Farlete. Aquel delirio pone en marcha la materialización distópica de Colomer que utiliza su bricolage escultórico como feria cochambrosa en la que actúan los habitantes de aquel lugar que iba a convertirse en paraíso de la suerte y, sin duda, en pesadilla para la gran mayoría a la que le llegan siempre cartas gafadas. Los trileros, la mujer semidesnuda que anuncia que está prohibido cantar y la que trabaja en una cochambrosa taquilla, están azotados por un viento inclemente.
En los últimos días de la ciudad de Mahagonny las comitivas desfilan con carteles sorprendentes: “POR LA GRANDEZA DE LA INMUNDICIA, POR LA INMORTALIDAD DE LA INFAMIA, POR QUE CONTINUE LA EDAD DE ORO”. No hace falta huracán ni tifón, basta con el desvarío que aumenta como un tsunami cuando el dinero brilla por su ausencia. La sexta comitiva lleva un pequeño cartel que sintetiza el desafuero: “POR LA ESTUPIDEZ”. Brecht era el maestro consumado de la interrupción del teatro épico y Colomer ha desplegado lúcidamente su “literalización”, despojando a las escenas grotescas de sensacionalismo temático. Benjamin señaló que en el teatro brechtiano se ponen los acentos no en las grandes decisiones, que están en la perspectiva de la expectación, sino en lo inconmensurable, en lo singular. Antes de contemplar las escenas de la desilusión del casino que “no tuvo lugar” atravesamos la oscura sala desnuda del Matadero y un pasillo que transmite una sensación de gelidez. Los hombres de Mahagonny formaban una banda de excéntricos, los actores improvisados de Farlete están dispuestos a resumir sarcásticamente una aventura empresarial que olía a podrido antes de poner la primera piedra. Sin proponer catarsis alguna, Colomer es el productor de una soberbia parodia que da cuenta de un tiempo en el que la política es un juego de idiotas y, además, todo el mundo lo sabe: la banca siempre gana.

domingo, 23 de enero de 2011

Una caña por favor.

Miguel Roig: Belén Esteban y la fábrica de porcelana. Las múltiples vidas de un personaje en la hiperrealidad, Ed. Península, Barcelona, 2010. 141 pp.


Fernando Castro Flórez.



Si según la lógica jurídico-policial, valga el oxímoron, todo lo que diga puede ser usado en contra del declarante, en el caso de Belén Estaban cualquier exabrupto puede entrar en esa impresionante máquina de reciclaje que es la televisión. Es la encarnación definitiva del cutrerío, la ordinariez que ni siquiera hereda la duchampiana estrategia del ready-made, una apoteosis del populismo en su versión hiper-casposa. Poco importa que a mí me produzca un malestar estomacal enorme ver como gesticula un día tras otro defendiendo de la forma más patética posible a su “Andreíta” por la que, como no se cansa de repetir, mata, lo peor del asunto es que este espectáculo penoso de varietés que se monta en “Sálvame” arrastra al abismo cada tarde a una multitud que prefiere regodearse en la bazofia, desencantada con el zapping y al borde del catatonismo, antes que apagar, aunque sea para disfrutar de la siesta, el televisor. Tal desafuero estaba destinado, sin ninguna duda, a ser tratado en el formato acartonado de la Tesis Doctoral y no podían faltar ensayos de mayor o menor ingenio. Miguel Roig, director creativo de la agencia Saatchi & Saatchi, consigue realizar una aproximación a Belén Esteban sin pringarse en el lodazal ni caer tampoco en la actitud de censura total. En última instancia, da la impresión de que utiliza el “fenómeno” como pre-texto para continuar su diálogo con las meditaciones de Christian Salmón formuladas, con gran lucidez, tanto en Storytelling como en Kate Moss Machine. Tiene razón el teórico francés cuando advierte que Belén Esteban forma parte de un cuento de hadas trash y que es “la sustancia sin sustancia de la notoriedad televisiva”.
Todo comenzó, como hasta el último eremita autóctono sabe, en Ambiciones, como si fuera un capítulo desechado de alguna serie trasnochada tipo Dinastía. Un torero zafio donde los haya, famoso porque le lanzaban sujetadores en al vuelta al ruedo, dejó embarazada a una chica rubia y de aspecto tímido. Nada presagiaba las movidas tempestuosas que vendrían de esos polvos. Hemos llegado a un delirio tan indescriptible que Belén Esteban, una mujer inequívocamente desquiciada, es calificada como “la princesa del pueblo” y una corte babosa de “colaboradores” le ríe las gracias o sufre en silencio, como las almorranas, sus desafueros y estrictos cortes de manga. El eterno retorno de lo mismo (perdón por mezclar a Nietzsche en este dirty business) hace que frases como “Andreíta cómete el pollo”, la salida en estampida de Fran tras la confesión urbi et orbe de la “cornamenta” o las ruedas de prensa improvisadas de la “Campa” en los intermedios de las clases de teoría y práctica del empaste en el arte del dentista, terminen por quedar apelmazadas en ese estrato escatológico de la mente que tan difícil es depurar.
“Las neurosis que pone en juego Belén Esteban –señala Miguel Roig- en directo tienen relación con el tiempo que le ha tocado vivir: el melodrama ha muerto como género y, con él, el relato romántico”. Aquella fama universal y reducida pocos minutos que Warhol profetizara ha terminado por convertirse en una pesadilla de más de veinte horas semanales en directo. El anfitrión, Jorge Javier Vázquez, no puede ser más cínico porque me resisto a pensar que sea un cretino tan perfecto como parece. Supongo que la experiencia de hacer el idiota sin pausa es adictiva y que si además uno cobra una cantidad escandalosa por delirar a tope en un cadena de televisión convertida en una corrala puede ser fácil pensar que los demás son unos pringaos disponibles para formar parte en algún momento del cortejo inmenso del freakismo.
Belén Esteban no es, ciertamente, Bin Laden aunque su “espectáculo” es, por emplear un título de Ballard, una exhibición de atrocidades que podría dar sentido a una eventual búsqueda de “armas de destrucción masivas” del imaginario colectivo. ¿Qué se saca en claro cuanto se pierden veinte minutos o dos horas contemplando a gente tan sórdida como Kiko Hernández, patéticos como Karmele Marchante o energúmenos del tamaño del Matamoros más cortito? Sencillamente asistimos, en términos de Miguel Roig, a la exposición de la “impotencia colectiva de la audiencia”. El público, contratado para el efecto, aplaude entusiasmado, contemplando como engullen, por ejemplo, una empanada de atún “famosos colaterales” como la cuñada de Rocío Jurado o una tal María que regentaba una casa de putas y que ahora va de tertuliana. En cierto sentido, la Estaban es menos soporífera y deplorable que sus correligionarios que saben que viven de prestado y que en cualquier momento pueden perder la silla. Esto no es ni siquiera, aunque lo sugiera Roig, el kafkiano Teatro Integral de Oklahoma, el ejercicio sistemático de mutilar la creatividad y despreciar la inteligencia. La ministra de cultura Ángeles González Sinde declaró que sentía “mucha simpatía” por Belén Esteban, recibe llamadas de la Casa Real y gente tan petarda como Alaska y su maridito sirven como palmeros “modelnos”. Esta madre coraje de San Blas termina por ser algo así como una radiografía de una época especialmente deplorable de nuestro país: su comportamiento es sintomático y no parece que tengamos terapia para este desmadre. Miguel Roig considera “Sálvame” como la hiperrealidad en su máxima expresión, una modalidad del neocostumbrismo y, sobre todo, un retrato colectivo de la impostura. Algo digno, estoy convencido, de estudiar, aunque esta palabra produzca perplejidad especialmente cuando está tan cerca de Belén Esteban, esa “famosilla” que no tiene miedo a dejar, algún día la televisión, para poner cañas. Ojalá sea pronto.
Las palabras que faltan.

“Beckett Films”.
Comisariado: Javier Montes y Yara Sonseca.
Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Sevilla.


Fernando Castro Flórez.

Beckett tiene, como también es manifiesto en Borges y Bernhard, una capacidad magistral e incluso histriónica para ridiculizar a la filosofía, esto es, para mostrar que sus pretensiones son irrisorias. En El innombrable, por ejemplo, leemos: “De nobis ipsis silemus, decididamente este debería haber sido mi lema. Sí, también me dieron algunas clases de latín apestoso, que queda muy espolvoreado entre el perjurio”. El fragmento de la Instauratio Magna de Francis Bacon, citado para la posteridad hermenéutica, en el epígrafe de la edición B de la Crítica de la Razón Pura kantiana, sirve en el texto de Beckett como una delirante “referencia de autoridad” que, en última instancia es falaz. Adorno sostendrá que el autor de Final de partida se encoge de hombros ante la posibilidad de la filosofía o de la teoría en general hoy. Sin embargo, el arte necesita de la filosofía para su interpretación, “para que diga lo que el arte no puede decir, aunque sólo el arte pueda decirlo, en la medida en que no pueda decirlo en absoluta”. El carácter paradójico de la teoría estética, con este pálido fulgor del nihilismo, tiene un carácter hechizante.
Volvía a ver hace unos días 8 ½ de Fellini, esa epopeya barroca de la impotencia creativa que se refugia en la mentira para conseguir que el circo continúe, cuanto escuché una frase, en boca de Marcello Mastroianni. que bien podría ser parte de la amarga cosecha de Beckett: “No tengo nada que decir, y a pesar de todo lo diré”. Recordemos que, desde Malone muere a Watt, de Los días felices a El despoblador, siempre surge la conciencia obsesiva de que incapacidad para decir algo no significa que dejemos de hablar sino que somos incapaces de parar de hacerlo. En Molloy encontramos, perfectamente cincelada, la tarea de este escritor: “No querer decir, no saber qué quienes decir, no ser capaz de decir qué crees que quieres decir y nunca parar de hablar, o casi nunca eso es lo que hay que mantener presente, incluso en el fragor de la creación”. Esta resolución realizada desde lo aporético surge, en buena medida, de un no saber ni lo que se dice: “Debería mencionar –leemos en El innombrable-, antes de avanzar una línea más, que digo aporía sin saber qué significa. ¿Acaso puede uno ser efectivo si no es sin darse cuenta? No lo sé”.
Gilles Deleuze señala que su ensayo sobre Beckett (“L´epuisé”) que el agotamiento “epuisement”es algo distinto de la fatiga. Si el lenguaje termina por ser apenas un murmullo casi inaudible es porque se han agotado todas sus posibilidades. Es justamente en esa situación agotadora cuando surge la aspiración de sobrepasar el lenguaje mediante una imagen pura que ya no es parte de la imaginación de las voces y los nombres, no surge de la razón ni de la memoria. Imaginación muerta imagina es la condensación de lo que será el paso de Beckett hacia lo fílmico y la televisión. He vuelto a ver Film, rodada en 1964 con Alan Schneider, y también las piezas para televisión y radio que están magníficamente presentadas en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Impresiona, ciertamente, la fricción de las imágenes descarnadas de Beckett con la rotunda severidad del Monasterio de la Cartuja sevillana. Si hace unos años el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía presentó esta misma selección (sin excepción de Not I, el monólogo delirante protagonizado por Billie Whitelaw) no tenía el formato que tiene ahora que es propio del “cine de exposición” superando la presentación de un ciclo en un auditorio.
Y es justamente ahora cuando he pensado algo obvio pero que en mis anteriores textos sobre Beckett no había planteado. ¿No será que nos interesamos por ese material porque está realizado por el mismo sujeto que escribió Esperando a Godot? Tengo la impresión de que, en realidad, la episódica tentativa cinematográfica de Beckett está sobrevalorada. Lo digo con la experiencia de ser yo mismo uno de los que lanzó, en varias ocasiones, las campanas al vuelo. La fascinación por Gosth Trio, Quad o Nach und Träume es meramente derivativa. He vuelto a leer las páginas de Gilles Deleuze en La imagen-movimiento sobre los ángulos de visión de Film donde Beckett ascendería “al plano luminoso de inmanencia, el plano de materia y su chapoteo cósmico de imágenes movimiento” y me he encontrado únicamente con la mistificación. Es cierto, como apuntan Javier Montes y Yara Sonseca, comisarios de la exposición en el CAAC, que Beckett desde los años sesenta hasta su muerte tradujo su desconfianza gradual hacia la palabra “como medio de verdadera comunicación en un interés creciente por la imagen y la audiovisual”. Conviene tener presente que el núcleo duro de la escritura beckettiana surge entre 1952 y 1957 y que los años en los que se interesará por lo audiovisual son precisamente aquellos en los que su imaginación está, sin coartadas, prácticamente seca. Este auténtico despoblador no tenía para lo fílmico el inmenso talento que atesoró para los diálogos y monólogos de la desesperanza insomne.
Lo que le falta, valga la obviedad, al imaginario visual de Beckett es las palabras, ese ir y venir verbal o, para decirlo con más propiedad, la verborrea tan típicamente irlandesa. Coleridge definió la verborrea como la unión de dos pensamientos incompatibles a partir de la sensación, no del sentido; es un lenguaje autocontradictorio hecho de oxímoron, antítesis, paradojas y absurdos razonados. Podríamos decir que la cima filosófica de la verborrea es la implacable Crítica de la razón pura. Volvemos a ver la sentencia de Berkley al comienzo de Film (“esse est percipi”) y, a pesar de esa evidencia visual, da la impresión de que el mundo beckettiano es potente precisamente porque soporta la ceguera. Basta con que leamos sus inquietantes piezas teatrales, sus desoladoras novelas o sus relatos residuales. En esos basureros donde el hombre está deyecto no hace falta ver nada, incluso es paisaje está cubierto de ceniza. Unas palabras obsesivas valen más que mil imágenes “fílmicas”. En 1967 Beckett afrontó dos preguntas sobre Final de partida, surgiendo la primera de ellas del “desconcierto” que sintió gran parte del público ante la representación teatral: “¿Cree que Final de partida plantea interrogantes a los espectadores?”. La respuesta no puede ser más lapidaria y certera: “Final de partida no pretende ser más que una pieza. Nada menos. Nada tiene que ver por lo tanto con interrogantes y respuestas. Para tales menesteres existen universidades, iglesias, cafeterías, etc.”. No podemos hablar de lo que nos gustaría hablar (el carácter irrepresentable de la muerte) y aún así no podemos no hablar, por más maravilloso que pueda parecer: “Debes seguir, no puedo seguir, seguiré”.
Revelando el dolor.

Iván Navarro. “Tener el Dolor en el Cuerpo del Otro”.
Galería Distrito 4. Madrid.

Fernando Castro Flórez.


Una de las obras más conocidas de Bruce Nauman es un texto, en forma de espiral, realizado con neón en que podemos leer, en inglés, la siguiente frase: “El verdadero artista ayuda al mundo revelando verdades místicas”. Algunos amantes de lo trascendente tendrán que sentir la insatisfacción total al comprender que no estamos ante otra cosa que ante una réplica a un anuncio de cervezas y a la cruda constatación de que los límites del mundo, por recurrir al Wittgenstein del Tractatus, son los del lenguaje y que “lo místico” no es algo que pueda decirse sino que, tal vez, sea algo que se muestra (una visión “sub specie aeterni” que revela la extrañeza de que el mundo sea) pero con lo que nos enredamos filosóficamente construyendo pseudoproblemas. Iván Navarro ha recurrido, con enorme lucidez (nunca mejor dicho), al filósofo vienés, concretamente a sus singulares Remarks on colors donde pregunta cómo podemos comprender la imitación del dolor “como tal”. Aquí se encuentra, aunque habitualmente no recaiga en ello la tradición analítica, una vieja herencia: la de la visión catártica que proporciona la tragedia. ¿Qué es lo que aprendemos cuando vemos el sufrimiento de los demás y en qué medida podemos entender, comunicar o recordar esa experiencia extrema? Las imponentes piezas de Iván Navarro surgen con una clara conciencia del tiempo del horror, de la dictadura chilena y las heridas que dejó abiertas, sin derivar hacia un discurso panfletario o meramente sociológico.
“Mi propósito –índica Iván Navarro- al trabajar con textos escritos en neón es investigar un aspecto del lenguaje que muchas veces no es percibido conscientemente por quien lee. Esto es entender el texto también como una imagen. Pienso que la tipografía o el diseño que ocupa un texto o una palabra, puede cambiar o intervenir el significado de la palabra en cuestión. Me interesa trabajar la contaminación visual que afecta a la palabra escrita y por ende a su contenido expresivo”. En la galería Distrito 4 vemos unos tambores transparentes en los que las letras de neón quedan abismadas gracias a los reflejos especulares. Las palabras que forman nos recuerdan la dimensión del odio pero también la comodidad del ocio o el vacío total que ahí se experimenta. El eco aparece también no como un sonido sino como aquella dimensión mítica de la distancia que pertenece al mito del origen del narcisismo y su rechazo de la ninfa desaparecida para ser un muro que devuelve, tan obsesiva como enigmáticamente, aquello que proferimos. Unos contundentes pozos realizados con ladrillos también nos hechizan con sus palabras simples: OÍDO, CODO, DEDO. Iván Navarro alegoriza una lectura que es, al mismo tiempo, un arte de la escucha, su deslizamiento por la aliteración también impone la dimensión del cuerpo, el brazo ejecutor que bien podría ser el que esperábamos ofreciera auxilio en la caída.
Golpear (KICK) o patear (HIT) son palabras que impiden una lectura sublimatoria, como tampoco lo hace el vídeo Un monumento perdido de Washington, DC o Propuesta de monumento para Víctor Jara en el que un sujeto intenta mantener el equilibrio mientras toca la guitarra encima de otro que está a cuatro patas, teniendo los dos los rostros tapados por bolsas. Tortura alegorizada en la que escuchamos palabras punzantes: “Lo que veo nunca vi/ lo que he sentido y lo que siento/ hará brotar el momento”. Iván Navarro sabe que hay un umbral de lo terrible en el que hay tanta oscuridad cuanta claridad. Si la luz es el primer signo de la creación también es aquello que nos ciega. El pozo de angustia y el tambor frágil reflejan en abismo verdades que no tienen nada de místicas.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Pasos poéticos.

Carlos Garaicoa. “Fin de silencio”.
Abierto X Obras. Matadero. Paseo de la Chopera, 14. Madrid.

Fernando Castro Flórez.

Tengo fiebre y la gripe no parece que llegó para quedarse. Aunque mi estado es calamitoso he sacado fuerzas de flaqueza para volver a visitar la muestra de Carlos Garaicoa en Matadero. Si el día de la inauguración el protagonismo fue de los niños que, encantados de la vida, corrieron, se deslizaron y rodaron como posesos sobre las alfombras (ante la mirada horrorizada de la coordinadora de la muestra que, como es lógico, temía que algún destrozo irreparable se produjera), hoy, un martes otoñal, solo hay dos chicas al fondo de la cámara frigorífica, sombras casi espectrales que añaden misterio a la luminosidad extraña de las piezas que ocupan, parcialmente, el suelo enmoquetado. Había mantenido una conversación con Carlos a mediados se septiembre que grabaron en vídeo en la que le comenté, entre otras cosas, que tenía cierta fobia a las alfombras, un elemento decorativo burgués que, en realidad, sirve para sedimentar suciedad y propagar malos olores. El artista cubano se rió consciente de que lo que tenía preparado eran superficies de un lujo increíble.
He discutido con mis alumnos de la Universidad el sentido de esta instalación y, como suele suceder cuando uno se enfrenta con obras densas, no hemos llegado (afortunadamente) a ninguna conclusión. De entrada, literalmente, lo que más sorprendió a gente joven y ajena, de momento, al mundo del arte, fue que para poder adentrarse tenían que descalzarse. Ese gesto que no carece de resonancias simbólicas (podría uno dejarse llevar por la interpretosis y convocar las páginas de Jacques Derrida sobre la “verdad en punctura” donde propone una suerte de zapatología a partir de la tan citada meditación heideggeriana sobre los zapatos de Van Gogh) también es, en el plano menos sublimador, pura precaución, esto es, la necesaria protección de un material que no debería recoger más suciedad que aquella de la que rinde testimonio.
Frente a los suelos metálicos de Carl André por encima de los cuales nadie desea caminar, las alfombras de Garaicoa son acogedoras. En una de ellas, con la palabra “Pensamiento” como única textualidad, la sombra de un caminante produce el efecto del trampantojo. Ahí está condensada, tal vez, la propuesta de este artista: combinar una sensación física (la de estar, estrictamente, sobre las obras de arte) y la demanda de un pensamiento que sea capaz de trazar un recorrido más allá de la mera apariencia. No basta con reconocer la perfección de estas alfombras, realizadas a partir de fotografías luego retocadas digitalmente, porque la intención de Garaicoa no es, ni mucho menos, producir “objetos manieristas” sino meditar sobre los modos de vida y las posibilidades de cambio social.
Theodor W. Adorno apuntó, en Mínima moralia, que la sociedad parece resuelta a hacer una considerable contribución a la entropía “por medio de una funesta eliminación de las tensiones”. Carlos Garaicoa, a pesar de ser lo que se suele denominar “una artista internacional”, no ha vendido su imaginario por el suculento dossier de la “bienalización” y tampoco ha abandonado su ubicación más intensa que es la que le mantiene ligado a la realidad cubana. No es fácil mantener la singularidad en medio del mainstream cuando cantos de sirena penosos, como los de la ideología “radicante” de Bourriaud, vienen a identificar las migraciones más dolorosas (fruto de la desigualdad económica y la tiranía política) con la experiencia “sedentarizada” de perder el tiempo en Google Earth.
Fin de Silencio tiene que ver con las fotografías, modificadas con troqueles apenas perceptibles, que expusiera en la galería La Caja Negra. Garaicoa documenta, como un etnógrafo, los nombres de antiguas tiendas de La Habana incrustados en medio de suelos formados por hermosas teselas. Esa escritura metropolitana, en la que apenas reparamos, rota y sucia incita a este artista a realizar un intenso ejercicio de “poesía concreta”. Basta copiar algunas de las frases que forma a partir de lo que encuentra en el suelo habanero para comprobar que el aliento poético es evidente: “El Volcán estallan, Iluminados, Esperamos”, “Rey destruye o redime”, “La general tristeza negaron placeres” o “La lucha es de todos de todos es la lucha”.
En toda la trayectoria artística de Garaicoa el tema principal ha sido la ciudad que él ha convertido en maquetas o dibujos realizados con alfileres e hilos, recortables de papel, velas que se consumen, lámparas que transmiten la idea de fragilidad o un receptáculo acristalado para cazar lo que pasa en este territorio empantanado en el que vivimos. Ahora filma los pasos de la gente en La Habana, sujetos anónimos, ritmo de una flanerie silenciosa o silenciada. En una alfombra leemos las permutaciones que dos letras han inspirado a Garaicoa: “Frustración de Sueños, Fin de Siglo, Fatalidad de Saberes, Falsedad de Sombras, Festival de Sangre, Fin de Silencios, Fuck de Siècle”. Aquella mala y antihigiénica costumbre de esconder bajo la alfombra lo recién barrido sirve de contrapunto a esta repentina transformación del suelo en una suerte de arte poético de la denuncia político. Frente a la retórica propagandística y los cartelones envejecidos, las alfombras proponen un pensamiento que implica la sombra del sujeto. Para vivir “sin miedo” es preciso que las palabras y los pasos puedan darse con esta libertad que la obra de Carlos Garaicoa, con tanta lucidez crítica cuanta intensidad poética, reclama.
Notas sobre el complot (desactivado) artístico contemporáneo.


Fernando Castro Flórez.


“El exceso de información produce un efecto paradojal, lo que no se sabe pasa a ser la clave de la noticia” .



Flüchtige Notizen.
Uno de los manuscritos de Warburg, fechado en 1929, está titulado “Notas fugitivas” y en él trata de elaborar algunas hipótesis sobre la disposición de su atlas. Así enumera cuestiones como la Antigüedad Oriental, Grecia, Asia Menor, Sarcófago trágico, Culto (danza), Roma, triunfo y Mitra. Orden veloz o, en otros términos, transitorio, inacabado: sedimento de ideas que están a punto de estallar. Flüchting o fusées, recopilación de pensamientos erráticos o bifurcantes con los que tal vez pueda hacerse una arqueología de la cultura. Lo que constituye el sentido de una cultura es a menudo el síntoma, lo impensado, lo anacrónico. Seguramente equivocamos el trayecto hermeútico cuando atendemos obsesivamente a la realidad impuesta como show pero también ahí late lo síntomático aunque sea de un trauma simulado. Vamos del reality show para cretinos a la autovalorización de los pícaros, comprobando que, en el terreno artístico y también en la moda, la protesta se convierte en espectáculo y, por supuesto, deviene mercancía. No cesan las exhibiciones de culpabilidad, descaradamente cínicas o tristemente vacías, en el reino mediático de lo infame e indistinto. Las mentiras han terminado por adquirir un valor inmenso en las tácticas del storytelling . Tanto en la política como en la estrategia militar es obligado difundir noticias falsas , asumiendo, como hace Boris Groys, que los mass media no son sólo el canal de comunicación sino la máscara que oculta el vacío absoluto. “Nuestros dirigentes –advertía Susan Sontag- nos han informado que consideran que la suya es una tarea manipuladora: cimentación de la confianza y administración del duelo. La política, la política de una democracia –que conlleva desacuerdos, que fomenta la sinceridad- ha sido reemplazada por la psicoterapia. Suframos juntos, faltaría más. Pero no seamos estúpidos juntos” . Lo malo es que, tal vez, la “comunidad venidera” sea la forma en la que estamos unidos soportando, mal que bien, lo indigesto o deambulando por una paisaje, literalmente, de naderías.
La meditación benjaminiana sobre el “carácter destructivo” ha quedado, en gran medida, obsoleta y, por supuesto, la flanerie no tiene ya carácter intempestivo sino, al contrario, es un elemento de la “cultura del ocio” que busca, antes que nada, matar el tiempo. Aquel desafío de los escaparates de los pasajes es el lejano fundamento genealógico de las horas placenteramente perdidas en un gran almacén de bricolage o en el infierno cool de Ikea. En el Living City Survival Kit de Archigram (expuesto en el ICA de Londres en 1963) se incluían, entre otras cosas, discos de jazz, Coca-Colas, copos de trigo inflado, Nescafé, una pistola, unas gafas de sol y la revista Playboy. El hombre ocioso sobrevive en el paraíso de los bienes de consumo, asumiendo importantes dosis de infantilismo e incluso llegando a encarnar el síndrome de Peter Pan. Hasta la violencia extrema adquiere un carácter bobalicón como sucediera con Lucas J. Helder, aquel estudiante americano que organizó una serie de explosiones de bombas para que dibujaran una luna sonriente.

Cosas duras.
“Creo que el horror supremo del nazismo y las crueles matanzas de la Segunda Guerra Mundial fueron decisivas para un cambio radical de orientación al representar la violencia ejercida contra el cuerpo. Dejemos de lado ahora el universo proteiforme de la cultura de masas (cómics, pornografía y cine popular), que obedece a otra dinámica ideológica: en el seno de la alta cultura se tendió a mostrar la violencia mediante una especie de autocastigo ritual” . No es infrecuente que la dimensión estética funcione como aquello que hace “soportable” lo traumático, una suerte de mecanismo de supervivencia . Nos encontramos en una situación mediática en la que todos los pretextos son válidos para hacer del espanto una costumbre: la televisión, por ejemplo, se basa hoy más en la repulsión que en la seducción. Pero también la descripción sin lugar propia del arte presenta imágenes desgarradoras como sucede en la pieza Bringing the War Home de Martha Rosler, un collage en el que vemos a un niño vietmanita muerto llevado en brazos en un apartamento amplio y luminoso americano. Lo que en ese caso es montaje político se torna, con estrategias casi clonadas, cinismo del marketing en Toscani, el maestro del branding “escandaloso” . La lógica de la culpablidad-compasiva (esa necesidad de provocar un sentimiento e culpa al mirar una imagen tremenda que, finalmente, sucede a distancia) es rentable en todos los sentidos.
En la dureza del arte contemporáneo no falta, ni mucho menos, el mecanismo del chivo expiatorio aunque sea fuera de la dinámica sacrificial y sin posibilidad de transitar hacia la razón judicial. Uno de los artistas que encarnó con más determinación el procedimiento autopunitivo fue Chris Burden, desde su prueba cuasi-chamánica de resistencia al encierro en Five Day Locker Piece (1971) al ya mítico disparo que hizo que ejecutaran sobre su brazo. Tal vez se trataba de una serie de demostraciones en las que el autocastigo solamente era algo que también se puede hacer . Esos actos desaforados y verdaderamente peligrosos han generado, como era previsible, una corte de epígonos. Sarah Thornton relata un incidente tremendo que sucedió en la clase de crítica de UCLA donde un estudiante, vestido con traje oscura y corbata roja, “se situó frente al curso, sacó una pistola de su bolsillo, cargó una bala de plata, hizo girar la recámara, apuntó el arma a su cabeza, la amartilló y apretó el gatillo. Sólo hubo un clic. El alumno huyó del aula, y fuera se escucharon varios disparos. Cuando volvió a entrar, ya sin el arma, sus compañeros se sorprendieron de verlo con vida, y la clase prosiguió, tambaleante, con una lacrimosa discusión grupal” . Este exagerado “homenaje” a la performance Shoot (1971) de Burden, llevó precisamente al artista californiano a dimitir de su cargo de profesor, tras veintiséis años, en la universidad donde se había producido el incidente. Censuró duramente la actitud de la decana de asuntos estudiantiles que no hizo nada y tomo la cosa como “puro teatro”. Sin embargo aquello era una violación gravísima de lo permitido, una acto temerario y, lo peor de todo, real. “No quiero ser –apostilló Burden- parte de esta insensatez. Gracias a Dios ese alumno no se voló los sesos, porque si lo hubiera hecho [ajustó su ataque al decano] tú habrías tenido graves problemas”. El que si parece que podía haber perdido la cabeza era Serge Oldemburg III el 28 de mayo de 1964 cuando en el Festival de Libre Expresión en un Centro de Estudiantes Americanos en París subió al escenario con un revolver y, con enorme determinación, realizó un disparo, a la manera de la ruleta rusa en su mentón, salvando, afortunadamente la vida al no estar la bala ahí. Esta pieza titulada Solo pour la mort ha sido considerada por Paul Ardenne el ejemplo perfecto de creación “extrema” . Conociendo o no esa acción, Tania Bruguera, en una “conferencia” en el Fear Pabillion en la Bienal de Venecia del 2009 y Guillem Bayo, en una fotografía de su exposición Sin norte (2010), han repetido, de forma demencial o por puro afán de notoriedad, el gesto, “presuntamente”, suicida, aunque sin consecuencias fatales. De forma mucho más lúcida, en la película El club de la lucha, se revela la esencia violenta del sujeto en la escena en la que el protagonista se autoagrede en el trabajo ante su jefe .
A veces el tiro no se ejecuta sobre sí mismo sino apuntando a otros o a símbolos colectivos, como hizo Oscar Bony con una fotografía de las torres gemelas que habían sido perforadas por dos balazos certeros en una premonición del Atentado Fundacional del siglo XXI. El artista moderno ha sentido la tentación del terror con demasiada frecuencia e incluso se ha disfrazado como el delincuente; basta tener presente Wanted de Marcel Duchamp o las imágenes de Chris Burden disparando a los aviones en el aeropuerto o encapuchado como si fuera a cometer, de forma inmediata, el atraco a un banco o un atentado de consecuencias imprevistas. Mitchell ha señalado que el horror real de los terroristas suicidas encapuchados no es que haya una cara monstruosa oculta tras la máscara, sino que cuando se quite la máscara la cara puede ser la de una persona perfectamente normal, idéntica a cualquiera. La paranoia colectiva, evidentemente inducida por el poder, ha llevado a imaginar al terrorista como clon, algo perverso infiltrado desde la infancia . El imperio del miedo no impide que se mantenga la fascinación de lo macabro. Ya Burke habló de la exposición pública de las decapitaciones como parte de lo sublime y Hegel en La fenomenología del espíritu consideraba que esas demostraciones de justicia crearon la verdadera igualdad entre los hombres. El crimen horrendo y el castigo brutal son parte de la historia emocional del sujeto moderno que pretendería guiarse por criterios racionales . La biopolítica contemporánea no ceja en el empeño de servir, a todas horas, dosis inmensas de terrorismo, accidentes, testimonios de víctimas, detalles de asesinatos, juicios “paralelos” o incidentales, series con temática forense o centradas en la enfermedad, etc. Podríamos pensar que lo real-tremendo-catastrófico, la dimensión colosal del atentado, bloquea el proceder crítico, estamos literalmente embarrados de una “realidad” incapaz de generar procesos simbólicos , pero también tenemos que certificar que hay una proliferación de narraciones y lo que llamaría “efectos plásticos” que dan cuenta de lo que pasa, esto es, que tienen por materia y temática obsesiva lo cruel, las cosas más duras e impenetrables, eso que, como ya advirtiera, Platón en La República, es aquello que no queríamos ver pero que, finalmente, vence las resistencias y se convierte en un espectáculo que no termina por saciarnos.

Art is the theater of good fear
Frente a los que convierten la pintura en formas sustitutivas (Erzatzbildungen), quizá en coraza de protección de cara a los instintos destructivos, que en ellos consumen su existencia “ilegal” los deseos reprimidos por el principio de realidad, Jonathan Meese comprende que la pintura no tiene necesariamente que ocultar su afán de mostrar la heterogeneidad. No necesita refugiarse en la estrategia irónica ni ponerse los ropajes “cultistas”. Meese está convencido de que el arte tiene que ser más radical que la realidad, “de modo que los espíritus malignos no dispongan de ninguna posibilidad”. Este artista parece que no hubiera roto ningún plato si le contemplamos secando uno junto a una anciana a la que mira de reojo, aunque también da la impresión de que ahí puede pasar algo tremendo. En la mente de este tipo bullen toda clase de imágenes y declaraciones; lo mismo puede escribir “We are Bayreuth” que aproximar a Stalin y John Wayne, mencionar Hot Sushi, algo acaso indeseable, o pintar una Cruz de Hierro.
Stalin John Wayne. “El arte –apunta Meese- es algo independiente de la influencia humana, con su propio instinto, su propia realidad y su propia confusión”. Con evidente humor perverso e instinto de trasgresión genera una obra camaleónica pero no camuflada en la que es manifiesto el horror vacui. Sabe afrontar lo contradictorio y es capaz de tratar al mismo tiempo de eros y tánatos, del deseo, la historia y la ansiedad, de la opresión, la represión y la sublimación con una perspectiva de homo ludens . Paul Klee señaló que el caos como antítesis del orden no es propiamente el verdadero caos, dado que este permanece siempre imponderable e inconmensurable, en cierta medida es el centro de la balanza. “El caos no es relativo a nada, no es lo opuesto a nada. Toma todo. Por tanto, él pone en cuestión ya desde el comienzo todo pensamiento lógico del caos” .
Meese rechaza el papel de “enterrador de la pintura” (sin auténtico trabajo del duelo) para el que, por cierto, hay candidatos de sobra. Tampoco está de acuerdo con el canon del “menos es más” o con un cerramiento de lo histórico; porque precisamente sus obsesiones le llevan tanto a la acumulación vertiginosa de signos y materiales cuanto a la turbulencia del pasado. ““Don´t let´s be beastly to the germans. Love Nöel Coward”, escribe con trazo grueso. En el ring, semidesnudo como si fuera un luchador de sumo convoca la infamia nazi o propone la danza de los dictadores, Hitler y Mussolini a la cabeza . Se trata de una indagación visceral que le lleva, como hicieran Adorno y Horkheimer, a desentrañar el lado oscuro de la Ilustración, consciente de que, por recitar una frase goyesca, el sueño de la razón produce monstruos que hay que intentar exorcizar de alguna manera . Frente a la tradición moderna de lo sublime y el regodeo en lo “inexpresable” , Jonathan Meese tiende a la ridiculización, llevando las cosas al extremo, exagerando sin miedo.
Basta citar alguna de sus declaraciones programáticas para comprender el entusiasmo intempestivo de Meese: “Art is the theater of good fear. Art is my tired baby face of love. Art is Dr. Fra Gnosisis. Art is light of speed. Art is light of power. Art is light of light. Art is the most neutral weapon of total hermetic”. El tono no es idéntico a aquel que le llevó a Nauman a escribir en neón “The true artist helps the world by revealing mystics truths” que era, lisa y llanamente, algo irrisorio o inverosímil. Jonathan Meese está convencido del poder revolucionario o mejor rebelde del arte, aunque su visión de lo que pasa le lleve a imaginar una escalinata de Las Vegas llena de muñecos mutilados, dibujos fálicos y esqueletos. Lo macabro (una estricta danza de la muerte) acompaña al tono sarcástico. Seducir y asustar o, por lo menos, provoca e incomoda como también hacen Franz West o Paul McCarthy. La multiplicidad creativa de Meese, que plantea una suerte de Gesamtekunstwerk en la que hay collages, fotografías, performances, esculturas, instalaciones y, por supuesto, pinturas, fue calificada por Harald Szeemann, a raíz de su participación en la Bienal de Berlín de 1998, como “confusionismo”. No está nada mal ese término, especialmente si responde a la dificultad que siente el crítico o el curator para encajar todo el desorden en su mentalidad hiper-burocrática. Habría sido, con todo, mucho más directo decir que las obras de este artista son tan desagradables como una cagarruta. En la discusión sobre la sesión del seminario lacaniano titulada “¿Qué es un cuadro?”, respondiendo a una cuestión sobre la relación entre el gesto y el instante de ver, de repente se ofrece un argumento que tiene algo de interpolación: “la autenticidad de lo que sale a la luz en la pintura está menoscabada para nosotros, los seres humanos, por el hecho de que sólo podemos ir a buscar nuestros colores donde están, o sea, en la mierda” . Penoso consuelo el de este descubrimiento de que la creación es una sucesión de pequeñas deposiciones sucias, con independencia de que sea el paradigma de la frialdad o la reinstauración del fascinum que llama el psiconanalista “mal de ojo”. Cuando entramos en la escatología artística no podemos dejar de nombrar a Manzoni cuya mierda no está sencillamente “enlatada” (neutralizada, invisible, incolora e inodora, como el dinero), en realidad, está escrita, es el signo de un desagrado. Pero, como Barthes sugiriera a propósito de Sade, el lenguaje posee esa facultad de negar, de olvidar, de disociar lo real, una vez que se escribe la mierda no huele. Con todo, culturalmente el olor es lo innombrable y lo bello surge de la eliminación del olor, “concomitante al proceso de individuación del desperdicio y a su instauración en la esfera de lo privado” . Hay una antinomia esencial entre lo excremental y lo estético (un non olet primordial), puesto que aquél se resiste a ser un signo. Y, sin embargo, los paladares acostumbrados a lo pompier y a lo “descafeinado” seguramente sentirán que la propuesta de Meese es too much, demasiado heavy y, sobre todo, tan escatológica que resulta “insoportable”.
Aunque el fracaso sea nuestro destino (algo que sabe de sobra un artista que ha encarnado múltiples personalidades y que se ha autorretratado como el anti-héroe) no podemos acertar que el arte sea una especie de gran máquina de soberanía castradora . El pintor que ritualiza en un gran caos su sacrificio (esas “crucifixiones” de vértigo en las que lo pulsional destroza la posibilidad de una visión clara) no duda en afirmar, casi candorosamente o de forma burlona, que el arte es totaltotaltotal, porque permite que estén cerca lo más seductor y la cursilada sin asideros, lo abyecto y lo histórico: la mujer de belleza que pasma y el peluche que nos acuna .

El museo como musa.
El testimonio constituye, según Ricoeur, “la estructura fundamental de transición entre la memoria y la historia”. El museo que, tal y como le gustaba decir a Adorno, guarda con el mausoleo algo más que una relación etimológica, ha terminado por convertirse en musa del arte contemporáneo. Harald Szeeman no tiene duda al enumerar los momentos decisivos de la historia de la organización de exposiciones: “Boîte en valise de Duchamp (1935-1945) fue la exposición más pequeña; la que diseñó Lissitzky para el Pabellón ruso de la Pressa de Colonia en 1928, la mayor. Durante Documenta V, hice una sección de Museos por Artistas que incluía a Duchamp, Broodthaers, Vautier, Herbert Distel y el Mouse Museum (1965-1977) de Oldenburg; pienso que fue importante. El maestro de la exposición como medio es, en mi opinión, Christian Boltanski” . Momentos fundacionales del arte hiper-museístico, de esa conceptualización que se repliega en la máxima institucionalidad. Una de las obras más conocidas de Michael Asher (realizada en 1974) consistió en quitar, en la galería Claire Copley de Los Ángeles, la pared que separaba la oficina del espacio para exposiciones, enfocando así la atención en la parte comercial que suele ser “invisible”. Este gesto de desnudamiento del espacio expositivo ha terminado por ser completamente académico cuando los museos decidieron acoger el discurso político (presuntamente) antagonista para generar, más que nada, desconexión . A Vito Aconcci le molestaba el término “performance” (representación) por sus asociaciones con el teatro. “Odiamos esa palabra. No podríamos ni llamaríamos “performance” a lo que hicimos porque esa palabra tiene un sitio, y ese sitio, por tradición, es el teatro, un lugar al que se acude como a un museo”. Para los performers actuales, como Tania Bruguera, la única obsesión es la de ser integrados, de cualquier forma, en el museo aunque para ello tengan que hacer actos patéticos o infantiles como los de mear en una esquina del Pompidou o chupar una de las planchas de acero cortén de Richard Serra en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.
Ya Burckhardt hablaba de ein wahrer übergang aus dem Leben in die Kunst (“un verdadero paso de la vida al arte”). A pesar del acuerdo generalizado en que el arte es una cuestión vital lo cierto es que el tono contemporáneo es deprimente y funerario. En vez del tono apocalíptico, domina la escena una especie de retórica de las despedidas y de los finales pretenciosos. Birnbaum considera que la Bienal de Venecia del 2003, dirigida por Francesco Bonami, pero articulada por la participación de varios co-comisarios, entre ellos artistas como Gabriel Orozco o Tiravanija, puso fin a la Bienal como forma experimental . Ese final, como reconoce el comisario, no supone el final de ese mega-género: tras el funeral los espectros aumentan sin cesar o, por recordar a Don Juan, “los muertos que usted mata gozan de buena salud”. Ni el museo es la tumba ni podemos detectar dónde se encuentran las barricadas. Según Clausewitz “la guerra aparece, ante todo, en el arte del asedio”. Cuando los “antagonistas” están instalados en el Olimpo Museístico no es necesario tanto oponerse a los museos cuando catalogar la documentación de sus gozosa “neutralidad”. También, en ese abismo de cartelas, luces y temperatura graduada, se puede charlar . En voz baja, por favor.

Globalización del vacío.
Nicolas Bourriaud parece que está especializándose en lanzar ensayos breves en los que propone una visión de la época y, particularmente, de las tendencias artísticas con afán general o global. Desde Estética relacional y, obviamente, con las exposiciones que comisarió en el Palais de Tokyo junto a Jerome Sans, ha conseguido un prestigio internacional enorme. No me andaré con rodeos: tengo la impresión de que su discurso está, como el silencio de Marcel Duchamp, sobrevalorado. Aunque apela a la fragmentariedad benjaminiana o dice que las lecturas de Georges Bataille le enseñaron que “la exposición de un tema por jirones, una escritura fragmentaria y vagabunda, permite a veces delimitar su objeto mejor que muchos desarrollos rectilíneos” , lo cierto es que sus argumentos son bastante insatisfactorio, los ejemplos están en muchos casos traídos por los pelos y la capacidad de unir lo teórico con la experiencia de las obras de arte o su descripción ultra-rápida no termina de generar ninguna instancia crítica. Todo queda apenas apuntado, nada termina de concretarse, en una impresión de zapping mental en el que falta además esa pizca de ironía o sentido del humor que podría diluir el tono singularmente pretencioso. No hay, a pesar de lo que anuncia enfáticamente la editorial en la solapa de Radicante, nada de brillantez en ese texto, en todo caso lanza algunas hipótesis que no desarrolla con amplitud y enfoca, a la carrera, la obra de algunos artistas por los que tiene especial querencia.
Sin duda, Radicante es un libro apresurado y de tono menor, incluso comparado con Postproducción que, por lo menos, daba cuenta del momento sampleado de la cultura y de la situación de reciclaje que sirve como estrategia a tantos creadores. Anteriormente salpimentó, en su descripción de la relacionalidad, tópicos situacionistas pero sin el tono polémico originario con la constatación de que la comunidad como proyecto político era algo prácticamente intratable. Ahora pretende abordar la cuestión de la globalización tomando como punto de partida la caída del Muro de Berlín y la polémica exposición Los Magos de la Tierra. Con ciertas concesiones (mínimas todo hay que decirlo) a lo biográfico y deslices narrativos bastante torpes, revisita nociones como post-historia, post-modernismo, multiculturismo o hibridación, proponiendo frente a ellas una altermodernidad que es capaz de describir con claridad. El presente, la experimentación, lo relativo y lo fluido son las características que Bourriaud defiende justo en el momento en el que define la tarea: “imaginar lo que podría ser la primera cultura verdaderamente mundial” .
No faltan fórmulas que pueden funcionar como un slogan o una frase para una camiseta: “ya no existen tierras incógnitas. Vivimos en la era de Google Earth” . Recoge el data de que unas 175 millones de personas viven fuera de su país natal y a partir de ahí comienza una cantinela sobre la movilización, los desplazamientos y lo que se permite llamar “éxodo” o incluso “exilio”. Es bastante patético que se confunda el turismo con la diáspora, lo que Néstor García Canclini ha llamado arte-jet (al que sin duda Bourriaud pertenece aunque pretenda camuflarlo) con la cruda experiencia de aquel que tiene que jugarse la vida en una patera. Aunque cite la creolización de Édouard Glissant, lo hace en un marco de completa tergiversación, arrojando a la basura la dimensión política y de absoluta desigualdad que tenemos que reconocer en los distintos modelos del “viaje”. No es cierto que sean únicamente las raíces como pretende este pensador “débil” ni todas las prácticas artísticas que describe son propias del semionauta.
En este texto de corta y pega, introduce una digresión sobre Víctor Segalen, concretamente el Ensayo sobre el exotismo, donde propone una “estética de lo diverso”. Finalmente la cosa consistiría en “viajar para volver a sí mismo”. Así el pensamiento radicante entendido como la organización de un éxodo tendría como base la certeza estoica de que podremos replegarnos en un juego sofisticado y, además, políglota. Da por sentado que la deconstrucción colonial contribuyó a reemplazar un idioma por otro, limitándose el uno a subtitular el otro, “sin empezar el proceso de la traducción”. Es muy difícil saber a qué se refiere Bourriaud con reflexiones tan vagas y carentes de rigor. ¿Ignora acaso que la deconstrucción, como apuntara Derrida en su “Carta a un amigo japonés”, es precisamente la cuestión de cómo traducir cuando se ha producido la destrucción de la metafísica? Si uno ignora la crítica del monolingüismo efectuada por ese filósofo y no ha leído, por ejemplo, su ensayo sobre Joyce y lo babélico, puede soltar cualquier parida de forma impune. También cabe la posibilidad de ridiculizar los “cultural studies” al denominarlos “cacofonía impotente” sin tampoco demostrar, en ningún momento, que se tiene la más mínima noción de lo que allí se propone.
Al recurrir a la teoría de la precariedad cobra conciencia de que estamos en el momento de la obsolescencia planificada. Los propios textos de Bourriaud forman parte de ello. “Nada resalta porque no estamos comprometidos con nada realmente” , apunta hacia la mitad de este libro descoyuntado. Tal vez él piense que baste con citar, en una sola página a Bauman y su modernidad líquida, Beck y la sociedad del riesgo, Zizek con sus identificaciones múltiples y Michel Maffesoli dando cuenta del periodo politeísta, ecléctico y pluralista, para que ya esté suficientemente diseñada la identidad en movimiento . La diferencia entre lo que denomina “universo radicante” y la postmodernidad no es, ni mucho menos, evidente, como tampoco encuentro nada nuevo con respecto al rizoma o la nomadología de Gilles Deleuze y Félix Guattari. Bien es verdad que, insisto, Bourriaud actúa como un propagandista light y le basta y le sobra con soltar algunas consignas (“vivimos en el universo Apple”) y nombrar artistas más o menos interesantes (obsesivamente a Tiravanija que parece la salsa adecuada para todos los platos). La conclusión de todo este tour operator es que el arte contemporáneo tiene un proyecto político coherente: “llevar a la precariedad al núcleo mismo del sistema de representaciones por el que el poder genera los comportamientos, fragilizar cualquier sistema, dar a las costumbres más arraigadas el aspecto de ritual exótico” . Para alguien adiestrado en el Bienalismo y que piensa que el museo ya no es un aparato predominante puede ser suficiente con decir tamañas perogrulladas. Para ese viaje no hacen falta alforjas y, tampoco, es preciso deformar o malinterpretar descaradamente casi todo. Ni siquiera el gesto de “santificación” duchampiana aplaca la sensación de que este ensayo encarna algo peor que la precariedad: la cruda y estricta vaciedad.

El derecho a no decir nada.
Recordemos el gran tongo de Florida en las elecciones presidenciales norteamericanas del 2000. Un par de cientos de votos “decidieron” quien sería el presidente. Finalmente Al Gore aceptó la situación que era, por decirlo suavemente, escandalosa. En las semanas de incertidumbre que siguieron a las elecciones, Bill Clinton hizo un apropiado y mordaz comentario: “El pueblo estadounidense ha hablado; es sólo que no sabemos qué ha dicho”. En realidad no había ningún mensaje detrás del resultado. En el capitalismo caliente (incluso podría calificarse como “recalentado”) no faltan dispositivos adecuados para la masturbación multimedia. Si en la “teoría crítica” pretende contestar con la fluidez radicante a los herederos del “there is no alternative” pronunciado como un mantra por Margaret Thatcher, los políticos, aprovechando la enigmática crisis para desmantelar lo poco que quedaba del Welfare State, entonan discursos “esperanzadores” tomando, lisa y llanamente, a los ciudadanos por una panda de cretinos.
La televisión está embarcada en una consolidación del patetismo, acribillándonos con charlas sin sentido, "cantidad de dementes, de palabras e imágenes. La estupidez nunca es ciega o muda. Así que el problema ya no consiste en que la gente se exprese, sino en proporcionar pocos resquicios para la soledad y el silencio en los que quizás acabaran encontrando algo que decir. Las fuerzas represivas no impedirán que la gente se exprese; más bien la forzarán a hacerlo. Qué alivio no tener nada que decir, el derecho a no decir nada, porque sólo entonces existe una posibilidad de enmarcar lo raro, o incluso lo más raro, lo que puede ser digno de decirse. Lo que nos invade en la actualidad no es un bloqueo de la comunicación, sino de las declaraciones sin sentido" . Estamos obsesionados por demostrar nuestra existencia aunque sea haciendo pública nuestra perversidad, potenciando los "rituales de la transparencia" . El arte moderno lanza su último cartucho en una dilatada "desaparición" en la que pretende recuperar el poder de lo fascinante y lo que realidad ocurre es que los gestos quedan presos de la comedia de la obscenidad y la pornografía: "la obscenidad y la transparencia progresan ineluctablemente, justamente porque ya no pertenecen al orden del deseo, sino al frenesí de la imagen. En materia de imágenes, la solicitación y la veracidad aumentan desmesuradamente. Se han convertido en nuestro auténtico objeto sexual, el objeto de nuestro deseo. Y en esta confusión de deseo y equivalente materializado en la imagen (...) reside la obscenidad de nuestra cultura" . En la actualidad proliferan las figuras de la obscenidad y las habitaciones, los procesos sexuales, la revelación de lo traumático o la ambivalencia (gozo-padecimiento) del narcisismo, están generando un cierto manierismo.
Tengamos presente que para Freud la perversión no es subversiva, es más, el inconsciente no es accesible a través de ella. La exteriorización, casi obscena, del perverso hace, simultáneamente, las fantasías se amplíen y el inconsciente se pierda. Acaso hay en estás ideas una mitología, implícita, del inconsciente como velo. “El perverso, con su certidumbre acerca de lo que procura goce, esconde la brecha, la “cuestión quemante”, la piedra en el camino, que es el núcleo del inconsciente” . Zizek sostiene que, en la era de “declinación del Edipo”, en la que la subjetividad paradigmática ya no es la del sujeto integrado en la ley paterna mediante la castración simbólica, sino la del sujeto “perverso polimorfo” que obedece al mandato superyoico de gozos, tenemos que histerizar al sujeto, esto es, recuperar aquel campo de batalla entre los deseos secretos y las prohibiciones simbólicas. En esta voluntad, extraña, de inculcar la falta (junto a la ambigua fascinación respecto de la herida), reaparecería no sólo la sexualización cuanto una modulación de aquello que Kant denominara sentimiento sublime (aquella mezcla de placer y repugnancia o terror). Pero puede que entonces ese Otro de la histeria quede investido de los arcaicos fulgores de lo numinoso.
La opinión común da por sentado que el sistema nos sumerge en un torrente de imágenes del horror que nos vuelve insensibles a la realidad banalizada. “Lo que nosotros vemos en todas las pantallas de noticias televisadas es el rostro de los gobernantes, expertos y periodistas que comentan las imágenes, que dicen lo que éstas muestran y lo que debemos de pensar de ellas. Si el horror está banalizado, no es porque veamos demasiadas imágenes de él. No vemos demasiados cuerpos sufriendo en escena, sino que vemos demasiados cuerpos sin nombre, demasiados cuerpos incapaces de devolvernos la mirada que les dirigimos, cuerpos que son el objeto de un habla sin tener ellos mismo la palabra” . La charlatanería es entrometida o, para ser más preciso, usurpa el tiempo y el espacio en el que podría, tal vez, enunciarse algo con un mínimo sentido. Tenía, antes de la época del definitivo empantanamiento, Bartleby para reiterar sus negativas: “I want nothing to say to you” .

Riesgo con red.
Hace 50 años se realizó uno de los actos decisivos del arte del espacio moderno: Yves Klein saltó al vacío. En Dimanche del 27 de noviembre de 1960 apareció la famosa foto sobre la que hay un titular enfático: “UN HOMME DANS L´ESPACE!”. Según cuenta Sidra Stich todo comenzó en el mes de enero ese mismo año cuando este karateka (cinturón negro cuarto dan) ejecutó una “demostración práctica de levitación” a la que, como suele ser habitual, llegó tarde el crítico de turno que no era otro que Pierre Restany. A falta del testigo crucial tenía un tobillo torcido como prueba del delirio. La proeza “invisible” fue, todo hay que decirle, tomada con cierto pitorreo por los colegas del artista que decidió repetir el arriesgado “vuelo” en la Galería Rive Droite donde los presentes parece que vieron cosas variadas: unos declararon que saltó sobre una mesa mientras otros sostenían que se lanzó escaleras abajo. Lo cierto es que un hombro seriamente dañado que tuvo vendado durante meses justificaba la verborrea de Klein. Finalmente a mediados de octubre, desde siete metros de altura en el número tres de la calle Gentil Bernard en el suburbio parisino de Fontenay-aux-roses, realizó la acción documentada fotográficamente por Harry Shunk.
A finales de los sesenta Paul McCarthy ejecuta el que considera su primer performance que no es otra cosa que una “versión” de la heroica caída de Klein mientras que Tehching Hsieh también intentaba la proeza en Jump Piece con el resultado de dos tobillos rotos. Como si hubiera una epidemia del batacazo, Bas Jan Ader amplió el repertorio arrojándose desde un árbol o en bicicleta a un canal. Tal vez no estaban al corriente de que el gesto místico-alquímico de Klein era un perfecto montaje: unos judokas sostenían una red para que el admirador de Bachelard no se rompiera la crisma. Al final de Arte de Yasmina Reza, tras discutir acaloradamente sobre un cuadro en blanco que llega a ser calificado como una mierda, resulta que alguien encuentra un sentido: eso que parece nada representa “un hombre que atraviesa un espacio y desaparece” . En la zona astutamente “borrada” del salto al vacío aparece un ciclista que en realidad no estaba allí. Ese hombre que pedalea de espaldas a lo artístico es el punctum que me toca.
Debajo de la foto que hoy contemplamos como “canónica” hay un texto que no tiene desperdicio y, por tanto, merece la pena citarlo: “Hoy, el pintor del espacio debe internarse de verdad en el espacio para pintar, pero sin trampas ni trucos, y sin aeroplanos, paracaídas o cohetes. Debe ir allí mismo con una fuerza individual y autónoma. En una palabra, deber ser capaz de levitar” . Klein tenía la desfachatez de emplear palabras como “honestidad” o “verdad” e incluso entre paréntesis advertía que su levitación dinámica se hacía “con o sin red, arriesgando su vida”. Si conseguimos escapar de la mistificación hagiográfica podremos ver con claridad que el Teatro del Vacío es un fake y que aquella “existencia eterna” que buscaba el artífice de las antropometrías (realizadas con mujeres desnudas) mientras vestía con el traje impecable del farsante cabal no era otra cosa que una forma astuta del marketing. Du vertige au prestige, por emplear los términos estrictos de ese “proceso mítico”.
El proyecto estético contemporáneo consistiría, en muchas ocasiones, en el “esfuerzo” de etiquetar lo impalpable, como si lo decisivo fuera un perfume (aquel Aire de París duchampiano) o un look asimilado solo por escasos iniciados. Desde el teatro del vacío de Yves Klein a la exposición The Big Nothing (Institute of Contemporary Art de Filadelfia, 2004) o a la última Bienal de Sao Paulo, en el arte contemporáneo se advierte una pasión por lo incorporal y furor casi religioso por el vacío. Con todo, a veces los intentos de convertir el vaciamiento, el silencio o la renuncia en algo heroico o incluso en un paso a la vida pueden terminar por ser patéticos. Ya no estamos, en apariencia, en las trincheras: ha triunfado la decepción. Y, sin embargo, en el arte todavía queda un rastro compulsivo que lleva a que lo real parezca que huye ante un ataque inminente. Con el llamamiento generalizado a no desentonar, Lo decisivo es componer un magistral camuflaje en la insignificancia: ser un cualquiera. Aquí está cimentado lo que llamaríamos el arte de desaparecer.
En mi delirio interpretativo he llegado a pensar que el ciclista que pasa de largo tiene algo que ver con Bartleby, aquel personaje que actuaba, en todos los sentidos, al pie de la letra, como esos performers que, aparentemente, se tomaron en serio el salto de Klein. Siempre hay algo que puede, aunque sea al final de todo, excitar la curiosidad, por ejemplo, un rumor: resulta que cuentan que Bartleby había trabajado como subalterno en la oficina de Cartas Muertas de Washington de donde fue despedido por un cambio de administración . Una carta siempre llega a su destino , sobre todo si no ha sido enviada y el secreto, valga esta atmósfera lacaniana, ha sido dejado al descubierto. No es fácil heredar una frase lapidaría: “Preferiría no hacerlo”. Pero es mejor que celebrar ritualmente la impostura o aceptar que no hay otro riesgo que el simulado. No es que nos falte la red o, como suele decirse, brille por su ausencia, sino que el testimonio (escenificado) de la caída atrapa, desde el principio, un amargo vacío.

Belleza grunge.
Nietzsche decía que los desechos, los escombros, los desperdicios no son algo que haya que condenar en sí: “son una consecuencia necesaria de la vida. El fenómeno de la decadence es tan necesario como cualquier progreso y avance de la vida: no está en nuestras manos eliminarlo”. E incluso en medio de su mejor momento, una sociedad tiene que producir basura y materiales de desecho . El arte contemporáneo acarrea y sedimenta materiales para la filosofía de la escatología posindustrial. La estética fascinada por el criadero de polvo y el arte que ha promovido “la tortura artística, la automutilación estética y el suicidio considerado como una de las bellas artes” , son cómplices, en la deriva bienalística, con ciertas apelaciones “regresivas” a la belleza. “El retorno de lo Bello –apunta Jameson polémicamente- en lo posmoderno debe verse justamente como una dominante sistémica: una colonización de la realidad en general por formas espaciales y visuales, que es a su vez una mercantilización de esa misma realidad intensamente colonizada en una escala mundial” . La belleza que, en la época de la transgresión convertida en norma, “no es ya un espectáculo o un objeto de contemplación, sino una performance” .
La afirmación demenciada del sujeto, a la manera del slogan de L´Oreal “Porque yo lo valgo”, es un mecanismo compensatorio en la cultura del casting permanente. Si el arte, como sugiere Michael Asher, surge del fracaso , la belleza glamourosa no puede ocultar su preocupante anorexia. Kate Moss, centro de polémicas “de moda”, fue “esculpida” en el año 2000 por Marc Quinn en un bloque de hielo y expuesta en una suerte de nevera diseñada de forma tal que pudiera disolverse lentamente día a día como una metáfora del carácter efímero de toda actividad. La gente, según el artista, podía respirarla literalmente y “consumir” su belleza. El perfume del arte contemporáneo comienza como aire de París y llega a su conclusión en el marketing de la Obsession .

La confesión de Perry Smith.
Una cultura que rechaza su propia memoria está tan abocada a la impotencia como una cultura inmovilizada en la perpetua conmemoración. Freud advirtió que lo consciente y la memoria se excluyen mutuamente. “El recuerdo no es, a menudo, sino una amnesia organizada, un señuelo, un obstáculo a la verdad, más allá de toda exactitud fáctica, una función de pantalla, en suma” . Hasta un criminal despiadado puede sentir asco al recordar una escena trivial, como le sucedía a Perry Smith cuando retomaba aquel instante en el que en vez de reventar una caja fuerte estaba robando un dólar de un modero de juguete. Truman Capote indica en A sangre fría que ese asesino sabía que había hecho algo “imperdonable” pero no era capaz de sentir responsabilidad o remordimiento por ello. En cierta medida, se considera inocente de una oscura manera. Justo antes de ser ahorcado pronunció unas palabras con un hilo de voz apenas audible: “No tendría sentido alguno pedir disculpas por lo que he hecho. Ni siquiera sería apropiado hacerlo. Pero es así. Pido disculpas”. No hay pena ni perdón posible, el dilema de eso que se dice sin sentido (sin sentirlo) es total. Marcuse preguntaba, en las últimas páginas de su ensayo sobre la dimensión estética, si en la sucia buhardilla donde Jack el Destripador trama sus manejos y el horror alcanza su culminación es posible todavía la catarsis o al menos cierta facultad de afirmación. Incluso el grito final de rebelión ha sido sofocado.
A sangre fría es una clave que va más allá de lo que allí se narra, no es únicamente el testimonio de un proceso y de una ejecución, adquiere, en la época de la grabación ininterrumpida de lo real, la proporción de categoría estético-filosófica. No es únicamente una reduplicación aburrida de lo (poco) que (nos) pasa, sino que, como David Foster Wallace sugirió, la megamirada, principalmente televisiva, genera la apariencia autoconsciente de la falta de autoconciencia. “La catástrofe no consiste en la desintegración sino en la reproducción e integración de lo que es” . No hay pausa posible para la escritura del desastre ni ocasión en la que esté de más una imagen cruel. Desde la fotografía de Kevin Carter de una niña del Sudán hambrienta que se arrastra por el suelo al borde del agotamiento mientras que un buitre permanece detrás de ella, esperando la presa hasta la serigrfía de Richard Hamilton Kent State 1970, en la que aparece Dean Kahler disparado y paralizado por su propia Guardia Nacional durante las protestas por la guerra de Vietnam en la universidad, se impone el literalismo de lo atroz.
Cuando Alex, el protagonista de La naranja mecánica, es sometido a la primera sesión del Tratamiento Ludovico, con la proyección de escenas de brutal violencia, hace el siguiente comentario: “La primera película es muy buena. Una de ésas al estilo de las que hacen en Hollywood. Es curioso que los colores del mundo real sólo parecen verdaderos cuando los videamos en una pantalla”. Lo natural es la violencia, lo raro y desconcertante lo artístico . Las famosas imágenes del atentado del World Trade Center eran conectadas, por el público planetario, con lo que habían visto en el cine sin tener apenas conciencia de que el imperio no solamente contra-ataca sino que masacra vilmente urbi et orbe . El estado, a la manera weberiana, tiene el monopolio para el uso legítimo de la violencia, define al terrorista y transforma sus reacciones desproporcionadas en “guerra justa”. Lo único que le importa a la “conciencia imperial”, experta en des-información, de que lo único que importa es imponerse y, para ello, necesita, entre otras cosas, mantener anestesiado al auditorio, videando, a la manera del gamberro que viola al ritmo de Singing in the rain, los “colores del mundo real”, transmutando la sangre en ketchup.
“Las imágenes del arte no proporcionan armas para el combate. Contribuyen a diseñar configuraciones nuevas de lo visible, lo decible y lo pensable; y, por eso mismo, un paisaje nuevo de lo posible. Pero lo hacen a condición de no anticipar su sentido ni su efecto” . Lo épico es lo que corta o rasga el velo, eso que desactiva la mistificación, pero aquello que prolifera en el presente son las cantinelas que abren el cortejo de lo insignificante . Ilusorias terapias de grupo y el síntoma alejandrino (la estetización de la existencia y la tendencia a lo conmemorativo: Faro, Museo y Biblioteca, sintetizados en el paradigma de la Bienal) impiden la emergencia de lo imprevisto, aunque eso no impide que lo catastrófico aparezca “simulado”. Otto Mühl, llevado por el delirio furioso, consideraba que todo merecía ser expuesto, hasta la violación y el asesinato que forma parte integrante de la sexualidad: “En mis películas futuras, los humanos serán masacrados. Masacrar humanos no debe seguir siendo un monopolio del Estado. Será pronto una obligación ética saquear los bancos cargarse al azar a un lisiado”. Afortunadamente ese asesinato, de tradición surreal , ha quedado en suspenso o, para ser más preciso, lo tremendo (para)sacrificial ha sido suplantado por la verborrea que cita a Bataille o a quien sea oportuno para cargarse de tanta legitimidad cuanto sea posible en proporción directa a la escala de la indecencia cínica implícita.
Fredric Jameson diagnosticó, El postmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, que la inmersión en la esquizofrenia era cómplice con la entronización del pastiche o la moda de la “nostalgia” , en un momento en el que el todo vale del kitsch puede travestirse, posteriormente, en el estilo cuáquero, e intentar curarse con el antídoto universal del “menos es más”. La parquedad del nuevo international style acaso oculte que tampoco hay mucho que decir: la mediocridad lujosa como criterio definitivo. A Baudrillard no le faltaba tampoco razón al apuntar que cuando lo real desaparece la nostalgia cobra todo su sentido. En la época de la rebeldía integrada, del exceso asumido, de la accidentalidad (trucada) del reality show, la fobia de lo repetitivo y el miedo a aburrir terminan por provocar lo mismo: el aburrimiento compulsivo. “No es sano –leemos en el best seller de Douglas Coupland Generación X- vivir la vida como una sucesión de pequeños momentos cool aislados. […] O hacemos de nuestra vida una novela o nunca saldremos adelante. […] Por esto, como bien sabemos, lo hemos abandonado todo para venir al desierto, para contarnos historias y hacer de nuestras vidas unas novelas que se sostengan”. La desertificación propia del glamourama no tiene nada que ver con las dead-wall reveries de las que es un pionero Bartleby, “el inquilino inmóvil de una habitación vacía” . Hay innumerables fiestas, variétés, fatrasies , sarcasmos en sordina , relatos de “asesores” de todo tipo, ocurrencias sin acontecimiento, chistes bastante malos. El letrero funesto en el que leemos “reservado el derecho de admisión” no está pensado para los radicales de toda la vida que saben de memoria la famosa despedida de Guy Debord a Isou y los letristas (“Todo lo que contribuye a mantener algo erguido ayuda al trabajo de la policía”) pero que, por razones tácticas (faltaría más) han perpetrado el complot en franca complicidad con los comisarios. Han conseguido instalarse en la institución, son profesionales del arte de “cuestionar desde dentro”, disponen de una jerga oportuna y extensa, trabajan en red o atrapan en ella lo que pueden. No tengo claro que pillen la gracia de uno de los diálogos enloquecidos entre Groucho y Chico Marx: “¿Qué digo?”, “Diles que no estás aquí”, “¿Y si no me creen?”, “Te creerán cuando empieces a hablar”.