miércoles, 5 de mayo de 2010



Contraseñas trágicas.

Fernando Castro Flórez


Ya era hora de que una mujer recibiera el Premio Velázquez y si además ha recaído en una creadora tan honesta e intensa como Doris Salcedo pues podemos tener motivos para alegrarnos. Y, sin duda, lo haremos a partir de una obra que es, en todos los sentidos, trágica. Desde aquella serie de zapatos metidos tras un velo de piel que aludían a los asesinados y al dolor de las gentes de Colombia hasta los muebles encementados que llegamos a ver en exposiciones como “Cocido y Crudo” (comisariada por Dan Cameron en el MNCARS en 1994), de las sillas ocupando un solar que dispusiera en la Bienal de Estambul (2003) a la impactante instalación Schibboleth en el Hall de las Turbinas de la Tate Modern (2007), Doris Salcedo no ha dejado de imponer contundentes metáforas visuales que hablan del desgarro y de las heridas que sufrimos. La intervención de la Tate consistía en una serie de grietas que surcaban el espacio como el resultado de un terremoto. El público queda literalmente estupefacto y no faltaban las preguntas sobre cómo se había hecho aquello, si el suelo “original” había sido destruido o había algún tipo de “truco”. Pude charlar con ella , en compañía de Laura Revuelta y Alberto Ruiz de Samaniego, con José Antonio de Ory como excepcional anfitrión en Bogotá. Estaba sumamente desgastada por las polémicas que rodeaban esa pieza que incluso llegaban a ser denuncias por parte de gente que se había tropezado o fracturado algún miembro. Aunque quise convencerla de que era una obra memorable no dejaba de apuntar, obsesivamente, que había sido algo “demasiado duro” para ella. Más allá de la literalidad del agrietamiento estaba evocando el poema homónimo de Paul Celan. Schibboleth es una palabra hebrea que podemos traducir como “contraseña” y aparece en el capítulo 12 del Libro de Los Jueces en un relato de inclusión y exclusión, de reconocimiento de aquellos que son parte de una tribu frente a todos los que ni siquiera podrían pronunciar la palabra clave. Derrida dedicó uno de sus libros más bellos a ese poema de Celan (autor de Fuga de muerte el texto que rinde testimonio del campo de concentración) indicando que aquello que se torna impronunciable es lo que nos encadena al problema humano de la traducción. Tal vez Doris Salcedo quería con su impresionante intervención recordar que estamos constantemente cruzando fronteras, saltando por encima de precipicios, sintiendo el suelo que tiembla bajo nuestros pies y que olvidamos con frecuencia el poder del símbolo para construir una comunidad. Esta mujer que ha condensado de forma esencial la violencia contemporánea sin caer en el literalismo ni la obviedad, impone ahora su reflejo en el espejo velazqueño. Si ahí estaba la cifra de la heterotopía, en términos de Foucault, no cabe duda de que Doris Salcedo ha sabido, a través de grietas inquietantes, plantear operaciones metafóricas inauditas y de una belleza trágica.

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