domingo, 7 de febrero de 2010


Chapuza ritual.
Jimmie Durham.
PAC. Proyecto de Arte Contemporáneo Murcia.
Sala Verónicas. Murcia.


Fernando Castro Flórez.



La primera jugada puede, en bastantes ocasiones, ser decisiva. Especialmente cuando los que vienen después tendrán un pie forzado. El Dominó Caníbal que Cuauthémoc Medina plantea, cuestionando la falta de intensidad en la que naufragan algunas Bienales, ha comenzado poniendo el espacio de Verónicas a disposición de Jimmie Durham que ya formara parte de la primera edición de PAC comisariada por Nicolás Bourriaud. Tengo la impresión de que este antiguo activista cherokee, que considera al mundo como “un gran perro estúpido”, es un artista bastante sobrevalorado. Lo cierto es que el lúcido crítico mexicano reverencia cada uno de los gestos que hace ese al que llama “maestro del arte de crear trampas conceptuales” que, según opinión, habría sido decisivo en “la transformación cultural y geopolítica del arte contemporáneo”. Lo que necesitaba el proyecto era, tal y como declaró el mismo comisario, un gesto fuerte, algo que él mismo no pudiera anticipar que tuviera un tono épico o sirviera como jerarquía para el resto de los “jugadores” (Cristina Lucas, Bruce High Quality Foundation, Kendell Geers, Tania Bruguera, Rivane Neuenschwander y Francis Alys). Si lo que se quería era producir una serie de batallas, “a fin de crear un cadáver exquisito del arte contemporáneo”, lo malo es que el comienzo es una suerte de acumulación de fósiles, una patética disposición de residuos en la que no es fácil encontrar intensidad o crítica, sino un facilismo ramplón y una torpeza plástica extraordinaria.
Es una pena que el fiasco se haya producido porque la cosa no pintaba mal. Cuauthémoc Medina, apelando al Manifiesto antropófago de Oswald de Andrade o aludiendo al proyecto continuo diariamente alterado de Morris, trata de poner en marcha un juego transcultural en el que la procesualidad sea más importante casi el resultado. No se trata de saber quien gana ni cual será el resultado final sino de favorecer las interacciones y obligar a los artistas a reinterpretar lo dado. Aun no podemos saber qué será capaz de hacer Cristina Lucas con los trozos de cemento, los cables, las tuberías, las ruedas y los bidones que ha colocado Durham en la zona común de juegos. Le preguntaron, en una aburridísima conversación en el CENDEAC, si sabía algo de la artista que “seguiría sus pasos” y él con gran frialdad respondió que no. Ni siquiera pensaba que eso tuviera alguna importancia. Bastante tenía con haberse fabricado un monóculo con el tapón de plástico de la botellita de agua mientras escuchaba a sus interlocutores deshacerse en elogios y sobre todo reírse compulsivamente como si todo tuviera una gracia tremenda. Tal vez habíamos perdido el sentido del chiste privado o sencillamente el dominó formara parte de aquel cogitus interrumpus descrito, con su ironía característica, por Umberto Eco.
Durham considera que “la verdadera obra de arte” es el propio edificio de Verónicas, con su arquitectura barroca e imponente. Tras un mes ocupando ese lugar y desplazándose por la Región de Murcia ha compuesto un (auto)retrato contextual; ahí están los rastros de sus caminatas, de los viajes a las minas, de la fascinación por el grafitti tan presente en la ciudad de Murcia. También ha querido dialogar con la historia de ese espacio sagrado y con la memoria de las monjas de clausura. Con todo, siendo la intención de realizar una obra site specific loable, el resultado no deja de manifestarse como decepcionante. Todo tendrá su “simbolismo”, desde unos cables que salen de la cripta a un teléfono en el que está escrita la palabra duda, pero también el conjunto da la impresión de estar deslabazado y, valga la paradoja, colocadísimo. Sin conseguir la rotundidad material del povera ni la tensa inquietud de las instalaciones de Beuys, el montaje de Durham naufraga entre la pretenciosidad y lo trivial. Su desplazamiento, a la manera smithsoniana, hasta las antiguas minas no activa la dialéctica de site/non site, antes al contrario degenera en una extraña escatología “decorativa”.
“El juego –escribe Giorgio Agamben- como órgano de profanación está por doquier en decadencia. El hombre moderno ya no sabe jugar”. Restituir el juego a su vocación puramente profana es una tarea política. La museificación del mundo es hoy un hecho consumado. “En términos generales –leemos en el Elogio de la profanación del pensador italiano- hoy todo puede volverse Museo, porque éste domina simplemente la exposición de una imposibilidad de usar, de habitar, de experimentar”. Aunque Cuauthémoc Medina divagara sobre la importancia de la noción de Templo y afirmara que la intervención de Durham tenía características profanadoras, estoy convencido de que no ignora que tal cosa es incierta. Porque el convento de Las Verónicas hace ya mucho tiempo que perdió su aura religiosa para albergar la rutina del arte. De hecho toda esa basura que constituye el primer “menú para caníbales” es el plato más tradicional, pura inercia ready-made aderezada con intenciones para-situacionistas. No puede provocar ni apenas da que pensar porque es un gesto convencional y gastadísimo. Lea Vergine estudió en When trash become art esta pasión del trapero que, desde Schwitters a Vostell o de Cornell a Boltanski, ha regalado algunos momentos de rara poesía metropolitana. El problema de Durham es que retoriza lo excesivo, acumula el material y desgasta su potencia plástica al someterlo a una “interpretosis” que no deja de ser otra cosa que un conjunto de topicazos. Tenemos de todo (recipientes de plástico con moneditas o líquidos infectos, una tela plástica azulada para recubrir andamios, trozos de plástico o un ventilador solitario) pero no se produce nada. Una frase incompleta (“Cierra tu boca abre tu”) focaliza la atención en ese almacén residual. La apertura ha sido pésima, ojalá no cierre nada sino que permita a los jugadores sucesivos hacer algo más nutritivo, menos aburrido o, por lo menos, un poco lúdico. De momento tenemos, más que la ruina, una chapuza.

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