sábado, 7 de noviembre de 2009




Ascensión y caída mística.Marina Abramovic.
Galería La Fábrica.

Fernando Castro Flórez.


En cierto sentido, el problema de la encarnación ha sido siempre la cuestión crucial de las imágenes. Si acaso todo comenzó con la sombra del amado sobre el muro, esto es, con el testimonio de la melancolía y la certeza de que todo lo bello es un pasar del que no queda otra cosa que la tristeza, también podemos contemplar la calavera como el rostro final en el que está sedimentada la pulsión alegórica. Hans Belting señala, en el capítulo titulado “Imagen y muerte” de su Antropología de la imagen, que el enigma que ha rodeado siempre al cadáver “se convirtió en el enigma de la imagen: éste radica en una paradójica ausencia que se manifiesta tanto desde la presencia del cadáver como desde la presencia de la imagen”. Desde los cráneos de Jerico (datados 7000 años a.C.) hasta la calavera forrada de diamantes de Demian Hirst no ha dejado de interpelarnos ese resto que parece “contener” lo esencial. Hamlet sale de la tumba en la que se oculta y descubre que la calavera que tiene en las manos es la de Yorick el bufón que le enseñó que no hay alegría sin tristeza. El maquillaje que ya no podrá poner sobre su dama es el recuerdo reprimido de aquella pintura o capa de cal que cubría los restos mortales arcaicos.
Thomas McEvilley apunto, en su ensayo “Arte en la oscuridad”, que en general las performances que suponen la apropiación de formas religiosas entran dentro de dos grupos: las que toman algo de la sensibilidad neolítica de la fertilidad y el sacrificio de sangre, y las que toman algo de la sensibilidad paleolítica de la magia chamánica y la ordalía. No es infrecuente que ambas corrientes terminen por mezclarse. Ahora que aquel deseo, surgido en ciertos creadores de finales de los sesenta, de reconstruir, en el seno de la civilización, una sensibilidad primitiva adquiere una tonalidad nostálgica o incluso ingenua, lo que resta es la impresión de profanación, la sensación cruda de que las acciones no funcionaron tanto como rituales propiciatorios cuanto como exorcismos de lo peor que siempre está a punto de presentarse. Marina Abramovic terminó sintetizando en Cleaning the house su intenso proceso de flagelación corporal. Había presentado, con una crudeza extrema, su desnudez para “atacar” la idea de que el arte y el propio artista tienen que ser bellos. Los cortes sobre su cuerpo, los mechones arrancados frenéticamente, la flagelación estricta terminaron por ser su “biografía”.
El barroco balcánico de Abramovic pasó de una suerte de peregrinación subjetiva (podría entenderse como una crónica del des-amor ejemplificada en su acción de recorrer la Muralla China para “despedirse” de Ulay su compañero de las performances heroicas y crueles) a introducir una clave de alegorización histórica. La violencia desplegada en lo que fue su patria fue, sin ningún género de dudas, decisiva para ese giro hacia una serie de performances que remiten a la idea de la paz o a una comunidad en la que la mujer sería una línea de resistencia frente a la violencia salvaje. En su intervención en el inmenso edificio de La Laboral, Marina elige las viejas cocinas abandonadas y allí, vestida con un hermoso traje negro, encarnando el luto realiza unas acciones de carácter místico. En ese espacio que tiene de suyo algo de “sagrado” termina por levitar con los brazos en cruz. Todo está muy ordenado, los cazos, las espumaderas y las inmensas cacerolas, aunque tres de ellas presenta un equilibrio precario como si anticiparan la caída de Marina Abramovic desde su impresionante trance.
La mística nos lleva a una morada incómoda, a un sitio donde experimentamos el abandono o, en otros términos, un dejar paradójico: “dejar a Dios por Dios”. El misticismo, con su exceso y su ebriedad, describe, como hiciera Teresa de Ávila en su visión total de las moradas, una experiencia del máximo valor. Puede que, como Jacob Boehme apuntara la raíz de todos los misterios sea el Ungrund del que brotan todos los contrastes y principios discordantes: la dureza y la suavidad, la severidad y la indulgencia, lo dulce y lo amargo, el amor y la pena, el cielo y el infierno. Marina Abramovic que, en tantos sentidos, ha estado cerca de la idea transgresora del erotismo de Bataille no pierde de vista la ambivalencia de lo sagrado. Vemos, en un video de poética lentitud, como contempla un cuenco de leche que, finalmente, vuelca sobre su indumentaria sombría; en una estantería ese líquido está colocado encima de un montón de harina y de otro recipiente con sangre. La cocina que le interesa a esta creadora es la de una trascendencia casi imposible. Tiene conciencia de que cuanto más se acerca uno a Dios tanto más claras son las contradicciones. En la religión encontramos la rotunda presencia del oxímoron. Precisamente en vecindad con un espacio museístico dedicado a lo virtual, lo cibernético y el despliegue tecno-científico, Marina Abramovic recuerda las paradojas del cuerpo místico que es también ese que intenta sublimar la cotidianidad esclavizada. Si Bernini representó a Santa Teresa como una mujer que goza sin saber por qué, ahora asistimos al rapto y la catástrofe de unos sueños que tienen como centro la implacable presencia de la muerte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario