martes, 21 de julio de 2009



Reflexiones iridiscentes.
Fernando Sinaga. “Pantallas espectrales sobre el Ebro”.
Edificio Paraninfo. Universidad de Zaragoza.


Fernando Castro Flórez.

Fernando Sinaga ha desarrollado, desde hace tres décadas, una trayectoria artística impecable y de una intensidad enorme, recorriendo una zona (término que empleó en su retrospectiva en el DA2 de Salamanca, 2006) compleja y absolutamente ajena tanto a la dinámica espectacularizante de la cultura actual cuanto a la tendencia al literalismo anecdótico. Su talante meditativo y, sobre todo, su proceder investigador han conseguido que, a pesar de todo, fije, con enorme rigor, cartografías problemáticas pertinentes. Convencido de que su obra no puede estar circunscrita a la mera lectura “estilística” en clave post-minimalista ha transformado su actividad en una extraordinaria reflexión que le obliga a transitar por la historia de la óptica, la estética barroca, el psicoanálisis o los procesos de la filosofía contemporánea. Y, sobre todo, a no dejar que sus intervenciones caigan en el vacío crítico habitual como si finalmente todo pudiera entenderse desde una clave tecnico-formalista o, peor, ornamental. La exposición que ha planteado en la Universidad de Zaragoza es, lisa y llanamente, ejemplar; Sinaga da una lección magistral sobre el modo en el que debe explicarse y contextualizarse un proyecto público, concretamente su pieza Pantallas Espectrales sobre el Ebro que realizó el año pasado para ExpoZaragoza. El catálogo con textos excelentes de Chus Tudelilla y Fernando R. de la Flor y una cartografía de citas y referencias múltiples titulada “Neocortext” funciona como una fascinante anamorfosis del proceso escultórico.
A la orilla del Ebro, junto a un camino empedrado, ha dispuesto tres grandes estructuras de acero pintado de rojo semejantes a “puertas” en las que, sobre la parte superior, dispone vidrios dicroicos cuyo reverso es opaco. El efecto que producen es el de convertir el paisaje circundante en una suerte de holografía iridiscente. Sinaga retoma, con enorme lucidez, las cuestiones que ya planteara en otros dos proyectos públicos: Viomvo (Gijón, 2002) y Escalofrío retiniano (Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia, 2000). Esas, valga el juego, especulaciones especulares adquieren una potencia radical con la envergadura de la intervención de las pantallas y, especialmente, con obras como Deuteroscopia o Le double monde realizadas recientemente.
La imagen especular, tal y como advirtiera Lacan, parece ser el umbral del mundo visible, esa identificación o mejor transformación producida en el sujeto (función del yo) cuando asume una imagen que constituye la matriz simbólica, antes de que el lenguaje le restituya en lo universal y le introduzca en situaciones sociales elaboradas. El espejo, afirmó Apuleyo, sabe capturar mejor cualquier otra cosa el movimiento de la imagen en sus breves confines: el espejo consigue, atrapando el movimiento de los objetos y personas que pasan delante suyo, plasmar en fragmentos el transcurrir de los años de la vida de un hombre y sus cambios. Pero en realidad el espejo no retiene nada, su fondo de azogue, una cuestión sobre la que ha trabajado el mismo Fernando Sinaga, rechaza toda memoria, lo único que permanece es el anhelo de quien se contempla reflejado en él. Pero la “paranoia visual” del escultor, su afán de penetrar en lo invisible, le lleva, como ha apuntado con precisión Fernando R. de la Flor, “a realizar una reivindicación explícita de la óptica como potencia ordenadora, no solo de la realidad, sino también del imaginario sobre el que interviene decisivamente Pantallas Espectrales sobre el Ebro, contribuyendo a la derrota de la ilusión referencial”.
Sinaga entrelaza, con toda razón, el estadio del espejo y el de la sombra, en el sentido de Jung, sabedor de que el momento narcisista no excluye la obsesiva dinámica deseante del otro. Si la fotografía llevaba en Alma del mundo (1991) a un progresivo alejamiento de lo referencial hasta convertirse en la sombra de lo inexplicable, en su extraordinaria serie de polaroids (1997) se producía una química del instante, eran manifestaciones de lo que nos resta. La catóptrica fantasmática en la que está actualmente embarcado también aproxima lo escultórico con la dimensión melancólica de la fotografía y, además, consigue que un lugar tenga la cualidad de cámara lúcida de la naturaleza y, por supuesto, de los paseantes. No es el momento de la desaparición de los velos o de la teatral subida del telón sino el de la aceptación de la pantalla. Hay que intentar atravesar la fantasía, sabiendo que el sentido probablemente no sea más que un efecto de superficie, un espejismo, una espuma. Frente a los pabellones y los puentes, en el margen opuesto de la folie y la pirotecnia, Sinaga transforma el reflejo de las ramas de los árboles una espectralidad cromáticamente lujosa. Acaso estemos asistiendo a un fenómeno de magia parastática, al mismo tiempo que activamos el neocórtex en un prodigioso lugar para la reflexión.

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