martes, 23 de junio de 2009

La familiaridad extraña del miedo.

Fernando Castro Flórez


Conviene buscar, aunque sea para evitar nerviosismos, las definiciones oportunas: “miedo: (Del lat. metus) m. Perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o mal que realmente amenaza o que se finge la imaginación. // 2. Recelo o aprensión que uno tiene de que le sucede una cosa contraria a lo que deseaba. // cerval. fig. El grande o excesivo. // insuperable. For. El que imponiéndose a la voluntad de uno, con amenaza de un mal igual o mayor, le impulsa a ejecutar un delito; es circunstancia eximente de responsabilidad criminal. // a miedo, o a miedos. m. adv. ant. Por miedo, de miedo, o con miedo. // ciscarse uno de miedo. fr. fig. y fam. morirse de miedo. // morirse uno de miedo. fr. fig. Padecer gran miedo por recelo o cosa adversa, o por ser pusilánime. // mucho miedo y poca vergüenza. expr. con que se reprende al que teme mucho el castigo y comete sin recelo el delito que lo merece. // no haya, o no hayas, miedo. expr. que se usa para asegurar que no sucederá alguna cosa”. Sin embargo, no dejan de pasar toda clase de cosas y, cuando da la impresión de que todo está fosilizado, surge una risa convulsa, esa especie de respuesta corporal que exorciza el advenimiento de lo insoportable. El mismo diccionario cae en el precipicio ejemplificador de lo insuperable, la muerte y la desvergüenza.
Nos gusta pasar miedo. Hemos acumulado, en los pantanos de la memoria, toda clase de sustos y ansiedades; desde la máscara de Jason, aquel que marca para siempre el viernes 13 como fecha funesta, a las uñas convertidas en navajas de Freddy Kruger, Hollywood, la fábrica de sueños, no deja de producir pesadillas. Una puerta que conduce hacia un sótano, una luz tenue al fondo de un pasillo, el ruido de una ventana mal cerrada, unos pasos amortiguados en el desván, pequeñas sensaciones que, sin embargo, están tremendamente connotadas, esto es, que sabemos a donde llevan inevitablemente. La cámara subjetiva nos tragó hace años y no podemos dejar de experimentar una emoción extrema cuando el protagonista, cual un cretino, dirige sus pasos hacia lo peor. Intentamos taparnos los ojos pero preferimos dejar un resquicio entre los dedos no vayamos a perdernos lo truculento, el asesinato despiadado, aquello que, descaradamente, deseamos.
Félix Duque, en su lúcido libro Terror tras la postmodernidad, señala que en el miedo, el sujeto que intenta escapar queda justamente sujeto a la circunstancia amenazadora, “de manera que resulta ofuscado para todo cuanto no sea su propio miedo”. Así, remite a las idea de Heidegger de que el sujeto atemorizado pierde la seguridad para todo lo demás, es decir, pierde la cabeza. En el parágrafo 30 de Ser y tiempo, encontramos una singular meditación sobre el temor como modo del “encontrarse”. El filósofo alemán establece diversas posibilidades de ser del temer: cuando algo amenazador irrumpe en el “ser en el mundo” surge el espanto; si se trata de lo absolutamente desconocido el sentimiento del temor se transforma en terror y, por último, cuando se produce la combinación de las dos circunstancias precedentes (el súbito aparecer de algo familiar devenido extraño y lo radicalmente espantoso) abre sus fauces el pavor. Hay una sugerencia de que lo propio de ese temor, que me atrevo a llamar ontológico, es que revela lo peligroso y amenazador como una suerte de “acercarse en la cercanía”. Todavía late en esta consideración el aura (valga esa extrapolación benjaminiana) de lo sagrado. Tengo la impresión de que los espectadores que abarrotan las salas de los cines para entregar sus ojos al “cine de terror” no piensan, en ningún sentido, que donde está el peligro pueda surgir, a la manera holderliniana, lo que salva.
La estética del miedo no tiene los efectos político-pedagógicos de la catarsis en la tragedia griega. Lo heroico está excluido especialmente con la tendencia a la moralina maniquea que preside el imaginario imperial contemporáneo. El protagonista, lo sabemos desde el principio, tiene que salvar el pellejo y también la maciza de turno o el negro si es suficientemente servil. Aquel Edipo cegado que vagaba como un hombre maldito y, al mismo tiempo, dotado del poder numinoso de lo sagrado es completamente ajeno a la administración sangrienta del ketchup. Ni siquiera se nos atraganta el combo doble de palomitas cuando degüellan a la niña parlanchina o un muñeco satánico acaba con todo lo que se le pone por medio. Volvemos a casa, al lugar del crimen, incautos, confiados en que el horror haya sido exorcizado.
Nuestra época no silencia el miedo, no siente vergüenza ante la exhibición de la “cobardía”, prefiere disfrutar de todos los síntomas, histerizar la subjetividad y conseguir que lo más recóndito y sombrío salga a la escena obscena. Hay que detallar las imágenes inquietantes, desde la certeza de que la mirada despiadada del arte supera el límite del miedo. Conviene tener presente que lo terrible no es algo extraño, una realidad inconcebible de la que estamos absolutamente separados, sino que más bien, eso está aquí: nuestras casas están habitadas por lo pavoroso. Necesitamos volver a buscar el “sentido” en un diccionario y esta vez, para no andarnos por las ramas, en uno etimológico: “Pavor, h. 1140, “miedo”. Del lat. PAVOR, ORIS, íd. DERIV. Pavoroso, h. 950. Despavorir, -orido, h. 1580. Cultismos: Pávido “miedoso”, lat. pavidus: impávido, “sin miedo a nada”, med. S. XVII; impavidez. Pavimento, 1495, tom. del lat. pavimentum íd., deriv. de pavire “golpear el suelo”, “aplanar” (de la misma raíz de pavor); pavimentar, pavimentación”. Resulta no es solo que debajo de lo que nos sostiene esté el miedo, sino que el pavimento tiene que ver tanto con el zapateado que acaso aplane la tumba del padre violento asesinado por los hermanos cuanto la necesidad de desplazarnos y huir lejos de la escena primitiva. Pero incluso la fuga aumenta el pánico, como aquellas contrautopías (literarias y cinematográficas) que describieron un horizonte de vigilancia fascista, planteando un exorcismo, que generó aún más miedo.
Después de Auschwitz y tras la angustía por el miedo a la destrucción nuclear no nos queda, por volver a un tema vulgarizado a partir de Adorno, otra forma de la poesía que del “pesanervios”. “El miedo –afirma Jünger- es uno de los síntomas de nuestro tiempo”. La cuestión fundamental para Jünger es la de si es posible librar del miedo al ser humano; porque los hombres no son únicamente los que tienen miedo sino somos temibles. Por tercera y última vez en este fragmento recurrimos al desorden primoroso de los diccionarios: “miedo, h. 1140. Del lat. METUS, US. DERIV. Medroso, h. 1280 (lat. vg. METOROSUS, formado según PAVOROSUS). Formación análoga, port. medorento, que pudo existir antes en cast., de donde amedrentar, h. 1400. Medrana. Miedoso, 1843. Meticuloso, 1524, tom. del lat. meticulosus "miedoso" (de donde la acepción popular “escrupuloso, nimiamente esmerado”); meticulosidad”. Acaso sea precisamente esa paranoia (el afán de tener todo meticulosamente dispuesto para que nada diferente acontezca) lo que nos aterroriza. El hecho de que la gente sienta la necesidad de atender varias veces al día a las noticias es ya un signo de angustia. Se llama imaginario a todo procedimiento que tiende a volver soportable lo que no lo es. El deseo es insoportable. Darse valor para soportar lo insoportable es imaginario.
Remo Guidieri ha señalado que el final del miedo inicia el proceso que hace de la mercancía un medio, quizá el único, para conjurar lo que queda de ello y la violencia que va con el miedo: “lo imprevisible, lo que no es del orden del arte, sino de la historia”. Vegetamos deslumbrados, como ha sugerido Tom Wolfe, por la luz afgana del televisor, encantados con el despliegue de los simulacros, conscientes de que lo insoportable se sigue llamando verdad. “Todo hombre –escribe Leopoldo María Panero- huye de la catástrofe. Y sin embargo, la catástrofe nos hablaba, la catástrofe es nuestra mirada y veíamos por el ojo del culo. Ello, aunque a la mañana siguiente a la noche de borrachera fueran las moscas las que nos señalaran el camino. No es extraño que el alcohólico no recuerde nada”. La crisis que nos obsesiona tiene que ver con la ignorancia de que la catástrofe, el último acto, ese cierre con concesiones, no permite que nadie salga a recoger los aplausos. En el fondo hay una relación de proximidad e incluso de contagio entre pánico y mercado. Hemos saldado nuestras fobias, el todo a cien está repleto de síndromes y nuestra mente sigue atrapada en el silbido de la ratita de marras. ¿Quién se atrevería a decir “no tengáis miedo” [1]? Esa es nuestra posesión, aquello que nos disloca pero, al mismo tiempo aquello que nos coloca: narcotizados con el desastre, adictos al tratamiento Ludovico.






[1] “No tengáis miedo, soy yo” es la frase más hermosa que jamás haya sido dicha; una frase para una pareja de enamorados” (Peter Handke: Fantasías de la repetición, Ed. Prames, Zaragoza, 2000, p. 88).

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