La accidental “exhibición de atrocidades”.
Fernando
Castro Flórez.
En el repugnante cóctel informativo,
el componente principal lo constituyen los accidentes, que forman parte de
nuestra vida cotidiana (aviones ultrarrápidos reventados apenas inician
el vuelo) y las matanzas (apilamientos de cadáveres servidos, más que para el
juicio, por mor de despertar la compasión), los malos tratos (transformados en
anecdotario interesante) y las lesiones deportivas (una demencia fisioterapéutica
que eleva lo insignificante al rango de la información trascendental), que, en
sentido estricto, son resultados del exceso de velocidad, un error
producido por la anomalía tecnológica, la furia irracional de la
territorialidad nacionalista, el desbarre emocional o la sobrecarga muscular[1]. El
modelo catastrófico de una sociedad en trance de jubilación es la estadística
de muertos en accidente de automóvil que acontecen en las distintas fechas
festivas; buscando el calor delicioso de las playas quedan achicharrados entre
los hierros retorcidos de ese coche que, en buena medida, era su carnet de
identidad. Los restos diseminados en cuneta, la manifestación de lo que
técnicamente se denomina “siniestro total”, junto con los cementerios de la
chatarra, auténticamente espeluznantes, podrían constituir una heterotopía
crítica, un dispositivo visible frente al que cualquier discursividad queda
reducida al nivel de charla estúpida.
El accidente, según
apunta Paul Virilio- no es ya identificable por sus consecuencias funestas, por
sus resultados prácticos -ruinas y restos esparcidos-, sino más bien por un
proceso dinámico y energético, una secuencia cinética y cinemática que
no podría parecerse a las reliquias de los objetos destruidos, escombros y
cascotes de todo tipo[2]. Sin
embargo, en estas visiones del accidente todavía queda una voluntad de
aferrarse a la ilusión del final, cuando el tiempo real propiamente ha fallado
y el apocalipsis de lo virtual es, en sí mismo, fantasmagórico[3]. Incluso
en Crash, la novela de Ballard llevada al cine por Cronenberg, había un
deseo turbulento que “conducía” a precipitarse en la muerte automovilística[4],
una metáfora extrema en la que aparecen nuevas patologías y el vértigo de una
sexualidad extraña que es una mutación, no genéticamente, “sino físicamente,
mediante cicatrices, accidentes de coche y automutilación”[5].
El diagnóstico ha sido
reiterado hasta la nausea: Baudrillard (la precisión de lo simulacros y la
implosión en una política de lo trans), Burgess (el tratamiento
Ludovico: la reeducación conductista a través del horror) o Ballard (la
exhibición de atrocidades en la búsqueda del placer extinto). No somos, aunque
nos guste fantasear con ello, la tripulación del Nostromo que, de vuelta
a casa, ha quedado, literalmente, “embarazada” por el horror puro. El alien es
un candoroso parvulario comparado con el automovilista atascado hasta el fin de
los tiempos y dispuesto a dar rienda suelta a la catarata de las blasfemias. La
contrautopía de la llamada ciencia ficción no requiere de seres extraterrestres
o fenómenos paranormales, sino una atención a los gestos menores del
intercambio doméstico, los movimientos a través de las puertas o una mirada que
cruza un balcón. Lo extraño está aquí y, sorprendentemente, tiene un aspecto
familiar.
En La exhibición de
atrocidades se pregunta James G. Ballard si es posible considerar todavía
el coito vaginal más interesante que, por ejemplo, con un cenicero o con el
ángulo entre dos paredes. Cuando todas las acrobacias han sido completadas y el
plano ginecológico del porno ha provocado el bostezo definitivo podemos aceptar
que el sexo es un acto conceptual, “y quizá sólo en las perversiones podamos
establecer algún contacto entre nosotros. Las perversiones son algo
completamente neutral, despojado de todo indicio de psicopatología; de hecho,
la mayor parte de las que yo he probado están fuera de época”[6]. Tiene toda
la razón el novelista del mundo sumergido, la sequía o la isla de hormigón,
necesitamos inventar una serie de perversiones sexuales imaginarias aunque sólo
sea para mantenernos activos. Pero ya no es la criminología (“El minucioso
análisis del deseo ilícito, estimulante que el propio deseo”) lo que nos lleva
a entrever el dominio del exceso sino la sobredosis de ridículo que genera el reality
show. Para los que hemos tenido que vivir, entre otras demencialidades, la
“tocata y fuga” de Risto Mejide o la pedestalización de los profesionales del
karaoke, la palabra sociópata ha quedado reducida a nada. No ha sido
necesario crear los replicantes de Blade Runner porque nosotros, los
sedentarios equipados con el mando a distancia, hemos zappeado hasta los rincones
más pavorosos del media-landscape.
En un texto publicado
en 1990 en Independent on Sunday, Ballard señaló que las películas más
interesantes de la actualidad son Terciopelo Azul, Carretera al infierno y
los anuncios de treinta segundos de las prostitutas en el canal J de Nueva
York, en los que lo que se da a ver es una avalancha de sensaciones puras[7]. Toda
esa dramaturgia de la impotencia y la lujuria, de la excitación y el naufragio
sin asideros, ha sido sustituida por la teletienda de madrugada o esa agitación
de sujetos cuasi-epilépticos que gritan para que alguien llame por teléfono
porque “el tiempo se está acabando”.
Parece como si nadie deseara esos premios o, mejor, todos son
conscientes del fake. El accidente forma parte de nuestra idea del progreso
e incluso nuestra ciencia es catastrófica. Somos, lo sepamos o no, los
herederos del Teorema de Gödel y del principio de indeterminación de Heisenberg
pero también le debemos mucho a Andy Warhol, calificado por Ballard como el
“Walt Disney de la era de las anfetaminas”. La lata de sopa envenenada es el
cimiento del tiempo de los asesinos y de la morbosa pasión por el
terror. Tras el tiroteo seguimos escuchando una frase mítica pronunciada por el
Coronel Kilgore: “Me encanta el olor a napalm por la mañana”.
Ballard lanza un
singular elogio del inocente como paranoico, tomando como modelo a Dalí cuya
obra tendría el rango de una profecía sobre el presente. El entusiasmo ante el
dolor y la mutilación, el sexo entendido como ruedo o peor como una cubeta de
cultivo de pus estéril donde poder practicar nuestras “perversiones” o la
patología psíquica convertida en juego permitirían una especie de balanceo
entre lo concreto y la abstracción[8]. Lo que
ha hecho Ballard magistralmente es “redescubrir el presente” a partir de
novelas apocalípticas que suceden hoy mismo. Si su imaginario se forjó
en el campo de concentración de Lunghua, cerca de Shanghai, supo alimentarlo
con toda clase de rarezas, desde las Páginas Amarillas de Los Ángeles a
transcripciones de cajas negras, folletos de compañías farmacéuticas o
documentos elaborados por “grupos de expertos”, pero también por la escritura
de Burroughs o la odisea del espacio de Kubrick. “Los espectros de siniestras
tecnologías –escribe en el prólogo a Crash- y los sueños que el dinero
puede comprar se mueven en un paisaje de comunicaciones”[9]. Este
pornógrafo que describe los fulgores eróticos y brutales de nuestra época (una
suerte de Paraíso atroz) ha sabido atraparnos en sus perversiones. La
ingravidez narrativa del final de lo moderno[10] ha
tendido que afrontar lo insoportable y
así tratar de recuperar, en la misma levedad (la primera de las Seis propuestas para el próximo milenio de
Italo Calvino), algo de melancolía o, por lo menos, un poco de indignación.
[1] “El Accidente forma parte
de nuestra vida cotidiana y su espectro obsede nuestros insomnios… El principio
de indeterminación en física y la prueba de Gödel en lógica son el equivalente
del Accidente en el mundo histórico… Los sistemas axiomáticos y deterministas
han perdido su consistencia y revelan una falla inherente. Esta falla no lo es
en realidad, es una propiedad del sistema, algo que le pertenece en cuanto
sistema. El Accidente no es ni una enfermedad de nuestros regímenes políticos,
no es tampoco un defecto corregible de nuestra civilización: es la consecuencia
de nuestra ciencia, de nuestra política y de nuestra moral. El Accidente forma
parte de nuestra idea del Progreso…” (Jean Baudrillard: “El accidente y la
catástrofe” en El intercambio simbólico y
la muerte, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1980, p. 188).
[2] Cfr. Paul Virilio: “El
museo del accidente” en Un paisaje de
acontecimientos, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1997, p. 123.
[3] “Ahora bien, hoy por hoy,
las nuevas tecnologías son portadoras de un cierto tipo de accidente, y un
accidente que ya no es local o está puntualmente situado, como el naufragio del
Titanic o el descarrilamiento de un tren sino un accidente general, un accidente que afecta inmediatamente a la
totalidad del mundo” (Paul Virilio: El
cibermundo, la política de lo peor, Ed. Cátedra, Madrid, 1997, pp. 14-15).
[4] “Sostuve el brazo de
Catherine alrededor de mi cintura mientras íbamos de un lado a otros entre los
autos arruinados, apretándole los dedos contra los músculos de mi estómago.
Entonces supe que yo ya estaba preparando mi propia muerte automovilística”
(James G. Ballard: Crash, Ed.
Minotauro, Barcelona, 1979, p. 250).
[5] David Cronenberg entrevistado por Chris
Rodley: David Cronenberg por David
Cronenberg, Ed. Alba, Barcelona ,
2000, p. 281.
[6] James G. Ballard: La exhibición de atrocidades, Ed.
Minotauro, Barcelona, 2002, p. 95.
[7] Cfr. James G. Ballard: “El
dulce aroma del exceso” en Guía del
usuario para el nuevo milenio, Ed. Minotauro, Barcelona, 2002, p. 11-14
[8] “El arte de Salvador Dalí
es una metáfora que abarca el siglo XX. En los límites de su genio, el
matrimonio entre la razón y la pesadilla se celebra en un altar untado con
excrementos, en un culto leído de un manual de psicopatología. Las pinturas de
Dalí constituyen un conjunto de profecías sobre nosotros mismos, sin igual en
cuanto a su precisión desde El malestar
en la cultura de Freud. El voyeurismo, el odio a sí mismo, el horror
biomórfico, la base infantil de nuestros sueños y deseos, esas enfermedades de
la psique que Dalí diagnosticó y que han culminado en la víctima más siniestra
del siglo: la muerte del afecto” (James G. Ballard: “El inocente como
paranoico” en Guía del usuario para el
nuevo milenio, Ed. Minotauro, Barcelona, 2002, p. 108).
[10] “En 1989, la caída del
muro de Berlín precipitó el final del siglo XX antes incluso de que empezara el
siglo XXI. Para eso habría que esperar al 11 de septiembre de 2001. Mientras
tanto, se proclamó, el “fin de la historia”, título de un famoso artículo del
politólogo americano Francis Fukuyama. Una especie de entreacto o de descanso
entre dos siglos que iba a durar toda una década. Entre estas dos fechas se
pedía a los recién llegados que tuvieran paciencia. Fin del totalitarismo, de
la disuasión nuclear, del reparto del mundo instaurado en Yalta. Declive de las
vanguardias y de lo político… Atrapada en la nasa del tiempo en suspenso, la
generación que accedió a la edad adulta en al década de 1990 se encontró en una
situación de ingravidez narrativa. Diez años de regresión –de “descongelación”,
diría Jean Baudrillard-. La “muerte de los grandes relatos” –según las palabras
del filósofo francés Jean-François Lyotard cuyo complejo pensamiento fue reducido un catequismo posmoderno- se convirtió en la
máxima, y la “búsqueda de sentido” en un deber cuasi religioso que halló dónde
aplicarse, incluso en el management”
(Christian Salmon: Kate Moss Machine, Ed.
Península, Barcelona, 2010, p. 41).