jueves, 13 de mayo de 2010

He experimentado un placer orgiástico al leer el artículo de Vicente Verdú en el que tiene la "genial" idea de compararme con Calvo Serraller. No hay sabor ni saber más excelso. Tengo que mandarle un jamón de pata negra de regalo.
VERDÚ
Entre el vómito y el voto
VICENTE VERDÚ 13/05/2010


Hasta el próximo 13 de junio se expone en el CaixaForum de Madrid obra abundante de Miquel Barceló, acaso el pintor más mimado del arte español en los últimos 30 años y propicio objeto de polémica. Barceló, con apenas 25 años, fue el único representante español en la VII Documenta de Kassel (1982) y el único representante español en la LIII Bienal de Venecia (2009).

Miquel Barceló
A FONDO
Nacimiento:
08-01-1957
Lugar:
Felanitx
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Parte de la crítica española ha afilado sus herramientas ante Miquel Barceló
No basta conocer mucho de arte, para apreciarlo se requiere paladar
La envidia envenena a sus colegas y, paralelamente, una parte de la crítica española ha afilado sus herramientas. Sin duda, Barceló concentra los atributos personales y profesionales más apetitosos para hacer rodajas, sea por el lado de no permitir profetas en su tierra sea por el lado de hacer croquetas con uno de los artistas que se manifestaron envueltos en el "club de la ceja", tal como recordaba pronto Fernando Castro Flórez en su lacerante texto del semanario cultural ABCD el pasado 27 de marzo.
En tácita réplica a ese artículo, semanas después, Francisco Calvo Serraller publicó en Babelia (8-5-10) un artículo tan largo como el de Castro Flórez pero en sentido inverso. Si Castro afirmaba que la pintura de Barceló "está en el límite de la mediocridad y no ha aportado nada a la historia del arte reciente", Calvo declaró que se "está frente a un artista muy sólido e importante... que ha entrado en la historia de nuestro país de una manera insoslayable".
La crítica de Castro Flórez enardece al lector porque dice lo que pide el calor del cuerpo, mientras Paco Calvo, con más reflexión y frialdad, se vale de la mente y su memoria para describir el relevante itinerario de Barceló, desde su exaltación en Kassel al aprecio que ya le han prestado los mejores galeristas y acreditados museos del mundo. Esto sin contar con el privilegiado andamiaje que física y simbólicamente han supuesto sus obras en la catedral de Palma y en la cúpula para la ONU en Ginebra.
Para quien conozca personalmente a estos famosos críticos no será una sorpresa que el primero escriba acalorado y el segundo sin sudor alguno. ¿Quién tiene la razón? ¿Barceló mediocre o excelente? ¿Sicario de Zapatero, según Castro, o continuador de "Tàpies, Gaudí, Miró y la gran tradición histórica que se remonta hasta Ribera", según Calvo?
La política, no cabe duda, lo enmerda casi todo y, en el caso de Barceló, sus astracanadas escultóricas embarullan su obra, de por sí proteica. Con todo, la polémica Castro / Calvo procura luz e higiene no ya sobre el caso concreto de un pintor, sino sobre la condición del crítico con o sin mediación ideológica pero, sobre todo, con o sin gusto, un don susceptible de perfección pero insustituible en origen.
El gusto será en el crítico como el gen creador en el artista. Ni las escuelas, las clínicas, las drogas o la veteranía logran inculcar el buen gusto en quien no lo tiene. Es lo mismo que en el buen criterio para elegir la ropa. A despecho de sus infinitas posibilidades, todos los años se publican listas de las mujeres, ricas y famosas, peor vestidas del mundo. Y no sólo "peor" sino, en absoluto, mal vestidas. Más que sufrir de mal gusto, carecen de él y ni el dinero, los consejos o los desfiles logran superar esa mutilación.
No basta conocer mucho de arte; para apreciarlo se requiere un buen paladar. Sin esta condición, casi orgánica, el crítico se desorienta o se emberrenchina ante aquello que no le sabe porque la repetida insipidez pone de muy mal humor. Esto explica el tono desabrido en el que, a veces, se expresan: no se trata de que esa obra no les guste sino que no les sabe y el sabor, como anuncia su etimología, es la base consecuente al saber.
No he tenido la experiencia de ver ninguna exposición con Castro Flórez, siendo sobresaliente en su conducta el exabrupto. He paseado, sin embargo, con Calvo Serraller ante numerosos cuadros y lo memorable de esa experiencia, siendo Paco Calvo un tipo raro, fue su sosegada degustación. Cada cual escoge la guía que prefiere pero no es verdad que sobre el gusto "no hay nada escrito". En esta polémica, por ejemplo, hay un gusto y un disgusto escritos respecto al mismo menú. Y un vómito y un voto servidos sobre el mismo plato.

miércoles, 5 de mayo de 2010



Contraseñas trágicas.

Fernando Castro Flórez


Ya era hora de que una mujer recibiera el Premio Velázquez y si además ha recaído en una creadora tan honesta e intensa como Doris Salcedo pues podemos tener motivos para alegrarnos. Y, sin duda, lo haremos a partir de una obra que es, en todos los sentidos, trágica. Desde aquella serie de zapatos metidos tras un velo de piel que aludían a los asesinados y al dolor de las gentes de Colombia hasta los muebles encementados que llegamos a ver en exposiciones como “Cocido y Crudo” (comisariada por Dan Cameron en el MNCARS en 1994), de las sillas ocupando un solar que dispusiera en la Bienal de Estambul (2003) a la impactante instalación Schibboleth en el Hall de las Turbinas de la Tate Modern (2007), Doris Salcedo no ha dejado de imponer contundentes metáforas visuales que hablan del desgarro y de las heridas que sufrimos. La intervención de la Tate consistía en una serie de grietas que surcaban el espacio como el resultado de un terremoto. El público queda literalmente estupefacto y no faltaban las preguntas sobre cómo se había hecho aquello, si el suelo “original” había sido destruido o había algún tipo de “truco”. Pude charlar con ella , en compañía de Laura Revuelta y Alberto Ruiz de Samaniego, con José Antonio de Ory como excepcional anfitrión en Bogotá. Estaba sumamente desgastada por las polémicas que rodeaban esa pieza que incluso llegaban a ser denuncias por parte de gente que se había tropezado o fracturado algún miembro. Aunque quise convencerla de que era una obra memorable no dejaba de apuntar, obsesivamente, que había sido algo “demasiado duro” para ella. Más allá de la literalidad del agrietamiento estaba evocando el poema homónimo de Paul Celan. Schibboleth es una palabra hebrea que podemos traducir como “contraseña” y aparece en el capítulo 12 del Libro de Los Jueces en un relato de inclusión y exclusión, de reconocimiento de aquellos que son parte de una tribu frente a todos los que ni siquiera podrían pronunciar la palabra clave. Derrida dedicó uno de sus libros más bellos a ese poema de Celan (autor de Fuga de muerte el texto que rinde testimonio del campo de concentración) indicando que aquello que se torna impronunciable es lo que nos encadena al problema humano de la traducción. Tal vez Doris Salcedo quería con su impresionante intervención recordar que estamos constantemente cruzando fronteras, saltando por encima de precipicios, sintiendo el suelo que tiembla bajo nuestros pies y que olvidamos con frecuencia el poder del símbolo para construir una comunidad. Esta mujer que ha condensado de forma esencial la violencia contemporánea sin caer en el literalismo ni la obviedad, impone ahora su reflejo en el espejo velazqueño. Si ahí estaba la cifra de la heterotopía, en términos de Foucault, no cabe duda de que Doris Salcedo ha sabido, a través de grietas inquietantes, plantear operaciones metafóricas inauditas y de una belleza trágica.

“Riesgo” con red.


Fernando Castro Flórez.



Hace 50 años se realizó uno de los actos decisivos del arte del espacio moderno: Yves Klein saltó al vacío. En Dimanche del 27 de noviembre de 1960 apareció la famosa foto sobre la que hay un titular enfático: “UN HOMME DANS L´ESPACE!”. Según cuenta Sidra Stich todo comenzó en el mes de enero ese mismo año cuando este karateka (cinturón negro cuarto dan) ejecutó una “demostración práctica de levitación” a la que, como suele ser habitual, llegó tarde el crítico de turno que no era otro que Pierre Restany. A falta del testigo crucial tenía un tobillo torcido como prueba del delirio. La proeza “invisible” fue, todo hay que decirle, tomada con cierto pitorreo por los colegas del artista que decidió repetir el arriesgado “vuelo” en la Galería Rive Droite donde los presentes parece que vieron cosas variadas: unos declararon que saltó sobre una mesa mientras otros sostenían que se lanzó escaleras abajo. Lo cierto es que un hombro seriamente dañado que tuvo vendado durante meses justificaba la verborrea de Klein. Finalmente a mediados de octubre, desde siete metros de altura en el número tres de la calle Gentil Bernard en el suburbio parisino de Fontenay-aux-roses, realizó la acción documentada fotográficamente por Harry Shunk.
A finales de los sesenta Paul McCarthy ejecuta el que considera su primer performance que no es otra cosa que una “versión” de la heroica caída de Klein mientras que Tehching Hsieh también intentaba la proeza en Jump Piece con el resultado de dos tobillos rotos. Como si hubiera una epidemia del batacazo, Bas Jan Ader amplió el repertorio arrojándose desde un árbol o en bicicleta a un canal. Tal vez no estaban al corriente de que el gesto místico-alquímico de Klein era un perfecto montaje: unos judokas sostenían una red para que el admirador de Bachelard no se rompiera la crisma. Al final de Arte de Yasmina Reza, tras discutir acaloradamente sobre un cuadro en blanco que llega a ser calificado como una mierda, resulta que alguien encuentra un sentido: eso que parece nada representa “un hombre que atraviesa un espacio y desaparece”. En la zona astutamente “borrada” del salto al vacío aparece un ciclista que en realidad no estaba allí. Ese hombre que pedalea de espaldas a lo artístico es el punctum que me toca.
Debajo de la foto que hoy contemplamos como “canónica” hay un texto que no tiene desperdicio y, por tanto, merece la pena citarlo: “Hoy, el pintor del espacio debe internarse de verdad en el espacio para pintar, pero sin trampas ni trucos, y sin aeroplanos, paracaídas o cohetes. Debe ir allí mismo con una fuerza individual y autónoma. En una palabra, deber ser capaz de levitar”. Klein tenía la desfachatez de emplear palabras como “honestidad” o “verdad” e incluso entre paréntesis advertía que su levitación dinámica se hacía “con o sin red, arriesgando su vida”. Si conseguimos escapar de la mistificación hagiográfica podremos ver con claridad que el Teatro del Vacío es un fake y que aquella “existencia eterna” que buscaba el artífice de las antropometrías (realizadas con mujeres desnudas) mientras vestía con el traje impecable del farsante cabal no era otra cosa que una forma astuta del marketing. Du vertige au prestige, por emplear los términos estrictos de ese “proceso mítico”.
El proyecto estético contemporáneo consistiría, en muchas ocasiones, en el “esfuerzo” de etiquetar lo impalpable, como si lo decisivo fuera un perfume (aquel Aire de París duchampiano) o un look asimilado solo por escasos iniciados. Desde el teatro del vacío de Yves Klein a la exposición The Big Nothing (Institute of Contemporary Art de Filadelfia, 2004) o a la última Bienal de Sao Paulo, en el arte contemporáneo se advierte una pasión por lo incorporal y furor casi religioso por el vacío. Con todo, a veces los intentos de convertir el vaciamiento, el silencio o la renuncia en algo heroico o incluso en un paso a la vida pueden terminar por ser patéticos. Ya no estamos, en apariencia, en las trincheras: ha triunfado la decepción. Y, sin embargo, en el arte todavía queda un rastro compulsivo que lleva a que lo real parezca que huye ante un ataque inminente. Con el llamamiento generalizado a no desentonar, Lo decisivo es componer un magistral camuflaje en la insignificancia: ser un cualquiera. Aquí está cimentado lo que llamaríamos el arte de desaparecer.
En mi delirio interpretativo he llegado a pensar que el ciclista que pasa de largo tiene algo que ver con Bartleby, aquel personaje que actuaba, en todos los sentidos, al pie de la letra, como esos performers que, aparentemente, se tomaron en serio el salto de Klein. Siempre hay algo que puede, aunque sea al final de todo, excitar la curiosidad, por ejemplo, un rumor: resulta que cuentan que Bartleby había trabajado como subalterno en la oficina de Cartas Muertas de Washington de donde fue despedido por un cambio de administración. Una carta siempre llega a su destino, sobre todo si no ha sido enviada y el secreto, valga esta atmósfera lacaniana, ha sido dejado al descubierto. No es fácil heredar una frase lapidaría: “I want nothing to say to you”. Pero es mejor que celebrar ritualmente la impostura o aceptar que no hay otro riesgo que el simulado. No es que nos falte la red o, como suele decirse, brille por su ausencia, sino que el testimonio (escenificado) de la caída atrapa, desde el principio, un amargo vacío.




Otra forma de mirar.
Chema Madoz.
Galería Moriarty. Madrid.


Fernando Castro Flórez.


Desde la “posición” del objeto surrealista a la modulación de la magia cotidiana de Joan Brossa fluye una corriente del imaginario como encuentro de lo heterogéno, esto es, de aquello que sugestiona por tanto por su inquietante extrañeza cuanto por su familiaridad. Breton consideraba que todas las apariencias y formas materiales no son más que máscaras y envolturas que permiten adivinar los orígenes más íntimos de la naturaleza; pero también podemos pensar que precisamente lo que la obra de arte late es una conciencia del artificio junto a un afán de abrir la mirada a inmenso dominio de lo inaudito. Precisamente, Chema Madoz, con una obra realizada desde la coherencia ejemplar, ha sabido generar un mundo de imágenes propias que, siendo en todo momento “construcciones”, tienen la apariencia de ser completamente “reales”. Sus fotografías seducen al espectador que, en cierta medida, siente que no está frente a lo extravagante ni ante composiciones arbitrarías sino en contacto con algo que tenía que ser revelado.
Los sueños, la música, el paisaje y, fundamentalmente, lo poético aparecen una y otra vez en las fotografías de Chema Madoz; en una entrevista reciente con Leticia Fernández-Fontecha, declara que la fotografía lleva toda acción a un mismo territorio: “Utilizarla me permite usar técnicas muy distintas y el soporte de la imagen da a todas una cierta unidad. De esta forma, maneras de trabajar que serían propias de la escultura, la poesía visual, las instalaciones… se encuentran en un mismo punto”. Efectivamente, este artista dispone minuciosamente los objetos, modifica lo real, introduce sutiles matices y, después de trabajar en los preparativos de una suerte de “naturaleza muerta”, ajusta, con un virtuosismo compositivo inequívoco, la toma fotográfica. Sus imágenes en blanco y negro están “auratizadas”, marcan el hic et nunc de un proceso metafórico que deja abierta la gozosa grieta hermeneútica
En su ensayo “La Fotografía o La Escritura de la Luz: Literalidad de la Imagen”, Jean Baudrillard sostiene que la función subversiva de la imagen es, más que producir un sentido, encontrar lo que llama literalidad del objeto. La implosión de los simulacros es, propiamente, una estrategia de la desaparición que mantiene como un rastro obsesivo las “letanías del crepúsculo”. En cierta medida, el postmodernismo académico ha combinado la geometrización de las fachadas (incluso de los rostros) con las tipologías del desencanto, acaso sin reconocer que el objetivo último era mantener el mundo a distancia. La antinaturalidad de las fotografías desde el “apropiacionismo” hasta la retórica de la escuela de Dusseldorf, con todo lo que tiene de manierismo pretendidamente crítico, acarrea una sombra característica de la decepción. En el caso de Chema Madoz estamos en las antípodas de esa celebración del déjà vu; aunque en sus imágenes reconozcamos una pauta de insistencia y rasgos evidentes de “estilo”, no deja de modular con entusiasmo su forma mágica de mirar el mundo.
Las nuevas fotografías que presenta en la galería Moriarty son sencillamente magníficas. Madoz depura, con una precisión admirable, su imaginación para poner únicamente lo necesario para que se produzca el encuentro feliz: un árbol que tiene en vez de hojas una nube, un sauce de caracteres orientales, un banco con una partitura, un gong que es la Luna, unos bonsáis que han encontrado su lugar en una rama aparentemente seca. La pasión musical, que le lleva a convertir también unos tensores en partituras, está simbolizada como un lúdico “rompecabezas”. En contraste con esas piezas que aluden al placer del sonido o, mejor, a su capacidad de suscitar en nosotros “imágenes”, estaría la fotografía de la pared en la que la palabra ladrillo se repite como si fuera el elemento constructivo. Chema Madoz juega, por recordar el famoso libro de Foucault, con las palabras y las cosas, con aquel desmantelamiento de las semejanzas que Magritte materializó en una famosa pipa que no era lo que “parecía”.
“Mirar una fotografía, más allá de un cierto tiempo –apuntó Victor Burgin- es arriesgarse a caer en la frustración; la imagen que a primera vista nos producía placer se convierte gradualmente en un velo a través del cual desearíamos ver”. Las imágenes compuestas por Chema Madoz no derivan de esa manera hacia lo inane, al contrario, marcan el encuentro de lo extraordinario aunque sea en un efecto mínimo como el de ese vaso con el agua inclinada. El juego de reflejos y artificios de este fotógrafo nos lleva a aceptar el ojo puede ser un caramelo o que incluso en el corazón de una cebolla puede mostrarnos lo poético. Frente al arte de consignas o el conceptualismo críptico, Chema Madoz ofrece unas perspectivas fascinantes para atravesar la fantasía, asumiendo tenemos en nuestras manos la posibilidad extraordinaria de cambiar el mundo, a la manera de Rimbaud, cuando nuestras figuras y visiones dejar de ser estereotipadas. Otra música, una forma diferente de escribir y de mirar surge cuando nos rebelamos contra lo obvio y buscamos lo singular, eso maravilloso que puede latiendo en el más humilde de los vasos.



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