martes, 23 de junio de 2009

Sarcasmos y naderías.

Fernando Castro Flórez.



“Los artistas –afirma Kaprow- no pueden sacar provecho de la adoración a lo moribundo; ni tampoco combatir todas esas reverencias y genuflexiones cuando momentos después elevan a los altares sus actos de destrucción, objetos de culto para la misma institución que pretendían destruir. Esto es una impostura absoluta. Un puro ejemplo de la lucha por el poder”. Sin embargo, lo que nos queda es el sarcasmo o la actitud infantil o psicótica de “cagar sobre el mundo entero”. También funciona la llamada denegación fetichista: “Lo sé, pero no quiero saber que lo sé, así que no sé”. Sabemos con certeza que la cultura del entretenimiento y la diversión, a fin de cuentas, no es nada divertida y que, en última instancia, todos los derramamientos de sangre, toda la crueldad artística no eran otra cosa que exorcismos o, para ser menos diletante, pura mascarada, fake estricto. En el Fear Pabillion de la última Bienal de Venecia, Tania Bruguera sacó una pistola mientras “impartía” una conferencia y se puso a jugar a la ruleta rusa[1]. Por supuesto el arma estaba descargada. Nadie tiene que morir en el acto performatico, es más, la etiqueta del Mundo del Arte tiene, con celeridad, que evitar cualquier acto conclusivo, sobre todo porque la máxima de oro es: sobrevivir a pesar de todo. Toda la cortesía o etiqueta podría ser entendida, hoy en día, como fraternidad trash: lo adecuado sería dar rienda suelta a los impulsos agresivos. Y atreverse, a la manera de Clint Eastwood en Gran Torino, a soltar improperios y blasfemias, expresiones políticamente incorrectas y gestos delirantemente inadecuados, porque acaso sea lo único que estamos preparados para entender. He leído que alguien buscó el casquillo tras el cuarto disparo de Tania al techo del Pabellón. Seguramente era un ingenuo o con su gesto quería demostrar que todo era una penosa mentira. También cuentan que Haacke, que por cierto tenía allí mismo una obra penosa, protestó ante la conferencia indecente. Jota Castro, un verdadero “Juan Palomo” de la práctica curatorial-artística, se disculpó cuando tendría que haberlo hecho por otras cuantas cosas más. En vez de ser un pabellón del miedo resultó que el tema era la desvergüenza.


[1] Recordemos el performance Solo pour la mort de Serge III Oldenbourg en el Festival de la Libre expression de París en 1964, cfr. Paul Ardenne: Extrême. Esthétiques de la limite dépassée, Ed. Flammarion, París, 2006, pp. 14-15.
La familiaridad extraña del miedo.

Fernando Castro Flórez


Conviene buscar, aunque sea para evitar nerviosismos, las definiciones oportunas: “miedo: (Del lat. metus) m. Perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o mal que realmente amenaza o que se finge la imaginación. // 2. Recelo o aprensión que uno tiene de que le sucede una cosa contraria a lo que deseaba. // cerval. fig. El grande o excesivo. // insuperable. For. El que imponiéndose a la voluntad de uno, con amenaza de un mal igual o mayor, le impulsa a ejecutar un delito; es circunstancia eximente de responsabilidad criminal. // a miedo, o a miedos. m. adv. ant. Por miedo, de miedo, o con miedo. // ciscarse uno de miedo. fr. fig. y fam. morirse de miedo. // morirse uno de miedo. fr. fig. Padecer gran miedo por recelo o cosa adversa, o por ser pusilánime. // mucho miedo y poca vergüenza. expr. con que se reprende al que teme mucho el castigo y comete sin recelo el delito que lo merece. // no haya, o no hayas, miedo. expr. que se usa para asegurar que no sucederá alguna cosa”. Sin embargo, no dejan de pasar toda clase de cosas y, cuando da la impresión de que todo está fosilizado, surge una risa convulsa, esa especie de respuesta corporal que exorciza el advenimiento de lo insoportable. El mismo diccionario cae en el precipicio ejemplificador de lo insuperable, la muerte y la desvergüenza.
Nos gusta pasar miedo. Hemos acumulado, en los pantanos de la memoria, toda clase de sustos y ansiedades; desde la máscara de Jason, aquel que marca para siempre el viernes 13 como fecha funesta, a las uñas convertidas en navajas de Freddy Kruger, Hollywood, la fábrica de sueños, no deja de producir pesadillas. Una puerta que conduce hacia un sótano, una luz tenue al fondo de un pasillo, el ruido de una ventana mal cerrada, unos pasos amortiguados en el desván, pequeñas sensaciones que, sin embargo, están tremendamente connotadas, esto es, que sabemos a donde llevan inevitablemente. La cámara subjetiva nos tragó hace años y no podemos dejar de experimentar una emoción extrema cuando el protagonista, cual un cretino, dirige sus pasos hacia lo peor. Intentamos taparnos los ojos pero preferimos dejar un resquicio entre los dedos no vayamos a perdernos lo truculento, el asesinato despiadado, aquello que, descaradamente, deseamos.
Félix Duque, en su lúcido libro Terror tras la postmodernidad, señala que en el miedo, el sujeto que intenta escapar queda justamente sujeto a la circunstancia amenazadora, “de manera que resulta ofuscado para todo cuanto no sea su propio miedo”. Así, remite a las idea de Heidegger de que el sujeto atemorizado pierde la seguridad para todo lo demás, es decir, pierde la cabeza. En el parágrafo 30 de Ser y tiempo, encontramos una singular meditación sobre el temor como modo del “encontrarse”. El filósofo alemán establece diversas posibilidades de ser del temer: cuando algo amenazador irrumpe en el “ser en el mundo” surge el espanto; si se trata de lo absolutamente desconocido el sentimiento del temor se transforma en terror y, por último, cuando se produce la combinación de las dos circunstancias precedentes (el súbito aparecer de algo familiar devenido extraño y lo radicalmente espantoso) abre sus fauces el pavor. Hay una sugerencia de que lo propio de ese temor, que me atrevo a llamar ontológico, es que revela lo peligroso y amenazador como una suerte de “acercarse en la cercanía”. Todavía late en esta consideración el aura (valga esa extrapolación benjaminiana) de lo sagrado. Tengo la impresión de que los espectadores que abarrotan las salas de los cines para entregar sus ojos al “cine de terror” no piensan, en ningún sentido, que donde está el peligro pueda surgir, a la manera holderliniana, lo que salva.
La estética del miedo no tiene los efectos político-pedagógicos de la catarsis en la tragedia griega. Lo heroico está excluido especialmente con la tendencia a la moralina maniquea que preside el imaginario imperial contemporáneo. El protagonista, lo sabemos desde el principio, tiene que salvar el pellejo y también la maciza de turno o el negro si es suficientemente servil. Aquel Edipo cegado que vagaba como un hombre maldito y, al mismo tiempo, dotado del poder numinoso de lo sagrado es completamente ajeno a la administración sangrienta del ketchup. Ni siquiera se nos atraganta el combo doble de palomitas cuando degüellan a la niña parlanchina o un muñeco satánico acaba con todo lo que se le pone por medio. Volvemos a casa, al lugar del crimen, incautos, confiados en que el horror haya sido exorcizado.
Nuestra época no silencia el miedo, no siente vergüenza ante la exhibición de la “cobardía”, prefiere disfrutar de todos los síntomas, histerizar la subjetividad y conseguir que lo más recóndito y sombrío salga a la escena obscena. Hay que detallar las imágenes inquietantes, desde la certeza de que la mirada despiadada del arte supera el límite del miedo. Conviene tener presente que lo terrible no es algo extraño, una realidad inconcebible de la que estamos absolutamente separados, sino que más bien, eso está aquí: nuestras casas están habitadas por lo pavoroso. Necesitamos volver a buscar el “sentido” en un diccionario y esta vez, para no andarnos por las ramas, en uno etimológico: “Pavor, h. 1140, “miedo”. Del lat. PAVOR, ORIS, íd. DERIV. Pavoroso, h. 950. Despavorir, -orido, h. 1580. Cultismos: Pávido “miedoso”, lat. pavidus: impávido, “sin miedo a nada”, med. S. XVII; impavidez. Pavimento, 1495, tom. del lat. pavimentum íd., deriv. de pavire “golpear el suelo”, “aplanar” (de la misma raíz de pavor); pavimentar, pavimentación”. Resulta no es solo que debajo de lo que nos sostiene esté el miedo, sino que el pavimento tiene que ver tanto con el zapateado que acaso aplane la tumba del padre violento asesinado por los hermanos cuanto la necesidad de desplazarnos y huir lejos de la escena primitiva. Pero incluso la fuga aumenta el pánico, como aquellas contrautopías (literarias y cinematográficas) que describieron un horizonte de vigilancia fascista, planteando un exorcismo, que generó aún más miedo.
Después de Auschwitz y tras la angustía por el miedo a la destrucción nuclear no nos queda, por volver a un tema vulgarizado a partir de Adorno, otra forma de la poesía que del “pesanervios”. “El miedo –afirma Jünger- es uno de los síntomas de nuestro tiempo”. La cuestión fundamental para Jünger es la de si es posible librar del miedo al ser humano; porque los hombres no son únicamente los que tienen miedo sino somos temibles. Por tercera y última vez en este fragmento recurrimos al desorden primoroso de los diccionarios: “miedo, h. 1140. Del lat. METUS, US. DERIV. Medroso, h. 1280 (lat. vg. METOROSUS, formado según PAVOROSUS). Formación análoga, port. medorento, que pudo existir antes en cast., de donde amedrentar, h. 1400. Medrana. Miedoso, 1843. Meticuloso, 1524, tom. del lat. meticulosus "miedoso" (de donde la acepción popular “escrupuloso, nimiamente esmerado”); meticulosidad”. Acaso sea precisamente esa paranoia (el afán de tener todo meticulosamente dispuesto para que nada diferente acontezca) lo que nos aterroriza. El hecho de que la gente sienta la necesidad de atender varias veces al día a las noticias es ya un signo de angustia. Se llama imaginario a todo procedimiento que tiende a volver soportable lo que no lo es. El deseo es insoportable. Darse valor para soportar lo insoportable es imaginario.
Remo Guidieri ha señalado que el final del miedo inicia el proceso que hace de la mercancía un medio, quizá el único, para conjurar lo que queda de ello y la violencia que va con el miedo: “lo imprevisible, lo que no es del orden del arte, sino de la historia”. Vegetamos deslumbrados, como ha sugerido Tom Wolfe, por la luz afgana del televisor, encantados con el despliegue de los simulacros, conscientes de que lo insoportable se sigue llamando verdad. “Todo hombre –escribe Leopoldo María Panero- huye de la catástrofe. Y sin embargo, la catástrofe nos hablaba, la catástrofe es nuestra mirada y veíamos por el ojo del culo. Ello, aunque a la mañana siguiente a la noche de borrachera fueran las moscas las que nos señalaran el camino. No es extraño que el alcohólico no recuerde nada”. La crisis que nos obsesiona tiene que ver con la ignorancia de que la catástrofe, el último acto, ese cierre con concesiones, no permite que nadie salga a recoger los aplausos. En el fondo hay una relación de proximidad e incluso de contagio entre pánico y mercado. Hemos saldado nuestras fobias, el todo a cien está repleto de síndromes y nuestra mente sigue atrapada en el silbido de la ratita de marras. ¿Quién se atrevería a decir “no tengáis miedo” [1]? Esa es nuestra posesión, aquello que nos disloca pero, al mismo tiempo aquello que nos coloca: narcotizados con el desastre, adictos al tratamiento Ludovico.






[1] “No tengáis miedo, soy yo” es la frase más hermosa que jamás haya sido dicha; una frase para una pareja de enamorados” (Peter Handke: Fantasías de la repetición, Ed. Prames, Zaragoza, 2000, p. 88).

lunes, 22 de junio de 2009


El desorden pseudo-filosófico del discurso
“Fare Mondi// Macking Worlds”. 53 Bienal de Venecia.
Comisario: Daniel Birnbaum.


Fernando Castro Flórez.

Soy, desde mi nombre que firma este texto, un descriptor rígido, esto es, aquello que mantiene la referencia en situaciones contrafácticas. Aunque no sea un tema que nos quite, de momento, el sueño, conviene saber que los eventos o situaciones contrafactuales son aquellos que no han acontecido en el universo actualmente observable de la investigación humana pero que pudieran haber ocurrido. No pierdo el tiempo con estas cuestiones propias de la lógica modal sino que traigo a colación algo que interesó a Kripke y a Gödel pero también a Nelson Goodman cuyo nombre, o para ser más preciso el del más famoso de sus libros Ways of worldmaking (1976), es utilizado en vano por Daniel Birnbaum en la Bienal de Venecia que acaba de ser inaugurada justo cuando el agua alta impedía que la fiesta acompañara a ciertos impostores. Aunque tengo claro que el nombre no es arquetipo de la cosa nunca deja de sorprenderme la ligereza con la algunos citan asuntos de los que parecen ignorarlo todo. ¿Sabe el citado comisario algo de Goodman o tan sólo considera que en su nombre está ya enunciada la bondad humana y con ello puedo contentar a unos y a otros? Supongo que da por sentado que es mejor citar a un pensador que reconsideró la teoría de conjuntos que a los pitufos o al doctor House. Pero coquetear con la filosofía y, particularmente, con el nominalismo y sus derivaciones lógico-matemáticas, no es ni recomendable ni está al alcance de cualquiera. Aunque Birnbaum ha dedicado ensayos a la fenomenología (The Hospitality of Presence: problems of otherness in Husserl´s phenomenology) o a la emergencia de un sentido diferente del tiempo (Chronology), lo cierto es que la penetración reflexiva brilla por su ausencia en el discurso curatorial que ha desplegado en la Bienal. Si la anterior, organizada por Robert Storr, fue “académica” y tremendamente conservadora, esta vuelve a decepcionar más que nada por la falta de criterio y por el desorden total.
El recorrido en el Arsenale comienza con una hermosa instalación de Lygia Pape tras la que ha dispuesto otra de Pistoletto, con espejos enormes que el artista ha ido rompiendo; lo sorprendente es que esa “lógica” que recordaba la del primer comisariado de Szeemann, hace ya una década en estos mismos espacios, es abandonada de forma inmediata. Lo que tras ese soberbio arranque vemos es el batiburrillo de infinidad de creadores que da la impresión que hubieran sido colocados al pairo. La arbitrariedad y el desfase adquieren, en algunos casos, proporciones insólitas. Pinturas, habitualmente de corte regresivo-infantil, comparten estancias con video-instalaciones o disposiciones escultóricas sin que guarden ninguna clase de relación. Ni siquiera llega a surgir una fricción que active el imaginario del espectador. Un comentario de Muntadas me hizo reparar en que allí latía una especie de estética “a lo New Museum”; en verdad, esa pasión por el barullo y tal obstinación en no generar otra cosa que ruido, despreciando cualquier ordenación crítica, va camino de convertirse en canónica. En medio de ese desaguisado las acciones domésticas de Bestué/Vives, sin caer en el ramplón “patrioterismo”, son de lo mejor dado que, al menos, introducen una nota de humor que en algunos megalómanos con vocación de traperos es imposible que surja.
Birnbaum repite la jugada en el Pabellón Italia de los Giardini: coloca en el espacio central de entrada (tras atravesar una sórdida y sobadísima instalación alegórica sobre el “transporte” de la pintura postmoderna) una impactante instalación de Tomás Sarraceno y luego retoma su gusto por el anacronismo y la desubicación. Tengo la impresión de que llevamos años abusando de la exhibición de “referencias”, esto es, que no tiene sentido exponer materiales de Gutai o Yoko Ono, rehacer una imponente pieza de Blinky Palermo o rendir homenaje a Fahlström para luego dejar que Nathalie Djurberg llene hasta los topes un espacio con flores de latex y animaciones que son la cima de lo kitsch e incluso de lo espantoso. Insisto en subrayar que las relaciones entre las obras son coyunturales o, por emplear la terminología de Goodman, constituyen un universo posible, como aquel en el que Aristóteles pudo no ser discípulo de Platón. ¿Por qué, se preguntará un recalcitrante, están confrontados, unos dibujos y un video de una acción de Gordon Matta-Clark y unos dibujos hiperrealistas de Toba Khedoori? Bastaría prestar atención a la silla patas arriba que este último ha plasmado en un papel para aceptar que lo que ha desaparecido, por obra y gracia de la práctica curatorial, es la comprensión misma. En Maneras de hacer mundos, Goodman advertía que conocer no es una experiencia inmediata sino un proceso constructivo en el que participamos de forma activa; lo que podemos llegar a conocer son nuestras propias “versiones del mundo” y el arte tanto como la ciencia proporciona no solo placer sino un fundamento teórico indispensable. Al no existir teorización de ninguna índole en la “selección” de Birnbaum, el espectador no puede, so pena de caer en la interpretosis, iniciar el proceso activo de la comprensión. Tal vez lo único que interesa es la presencia masiva, tanto de los objetos cuanto de los sujetos, el mundanal ruido y la comunión acrítica con el pastelón de la globalización tóxica.
Por lo menos en la punta de la Dogana hasta los niños son capaces de atrapar ranas a mano. En la otra rivera del Gran Canal la mente está habitada por musarañas. Es penoso que el coleccionismo, de Pinault al sublime (no exagero) planteamiento de Axel Vervoordt en el Museo Fortuny, den sopas con ondas a los comisarios de moda atrincherados, da la impresión, en los mundos de Rapunzel. Para completar el desastre no falta ni el macramé en un espacio donde también cuelgan lámparas de una cutrez ejemplar. Con todo, siempre podemos deslizarnos hacia algo peor, tal y como comprobamos cuando franqueamos la puerta de la selección que han realizado Luca Beatricce y Beatrice Buscaroli de arte italiano. No es, si bien pudiera parecerlo, una exhibición paródica, lo dramático es que esas pinturas sórdidas, propias de hoteles de carretera o semejantes a las que entretienen a buena gente en infinitas casas de cultura, las han perpetrado “profesionales” que se toman la cosa en serio. La crítica ha denunciado ese pabellón como “berlusconiano”. Craso error: lo expuesto carece incluso de cinismo, es, lisa y llanamente, infumable, basura que debería tener marcos de pan de oro. En singular coherencia con Birnbaum, aunque todavía con menos sensatez, exhiben un mundo que ni siquiera tiene conciencia de la catástrofe. El comisario “más joven” de la Bienal anuncia “nuevos comienzos”, sostiene que las obras que ha seleccionado exploran nuevos espacios fuera del contexto institucional y más allá de las expectativas del mercado. Si de verdad se cree lo que dice tendrán que ponerle una camisa de fuerza cuanto antes. Basta ver las piezas de André Cadere colocadas primorosamente en tantas salas del Pabellón Italia para comprobar que lo clandestino ha terminado por ser santificado. Nuestra época en manifiesta estanflacion necesitaba de un experto en mereologia: el desorden deliberado impide tanto las contradicciones cuando el mínimo esfuerzo por emplear cualquier tipo de lógica. Birnbaum, sin tener ni idea, rinde cumplido homenaje contrafáctico a un mundo que anhelaba alguna comprensión y que tan sólo recibe una ración espesa de papilla.

sábado, 6 de junio de 2009

El pabellón embarrado.



Fernando Castro Flórez.


Lo mejor es comenzar metiendo miedo en el cuerpo. Basta recordar aquella imagen de Barceló, encaramado en un andamio, participando en una video-conferencia con Moratinos & Cia. Eso es, no tengo otra palabra mejor para caracterizarlo, demoledor. Luego vino, como todo el mundo sabe, la escandalera de lo que un tertuliano, en mi presencia, calificó como la “mamandurria”. Cuando todavía estaban cayendo chuzos de punta pasaron por Televisión Española un documental sobre el asunto que era un exponente estricto de propaganda política. Allí podíamos ver, entre alabanzas y éxtasis místicos del cuerpo diplomático, al pintor heroico empuñando una manguera descomunal de la que salía un material que parecía infecto. Pero el horror estético no terminó con aquel remake de las Cuevas del Drac; resulta que Barceló quería ir a la Bienal de Venecia. Se le antojaba y no tenía pudor a la hora de pedir algo que no se le podía negar después de la soberbia contribución a la ornamentación de la “alianza de civilizaciones”. Es el primer caso, que sepamos, de artista que se auto-invita y de comisario que cobra conciencia de que lo es por obra y gracia de la prensa. ¿Cómo iban a impedir que tomara posesión del Pabellón de España en los Giardini después de su aparición estelar en el video de la ceja? Además es precisamente ese gesto de perseverar en el desastre, sostenerla y no enmendarla lo que, desde el retorno del último de Filipinas, nos caracteriza. Los políticos están hartos de la tropa del arte que primero pide las “buenas prácticas” y luego monta en cólera cuando nos representa el que, según dicen “los que saben”, es el mejor pintor del mundo mundial. Como unas plañideras oxidadas entonan la letanía de que el arte español no sale de sus fronteras y precisamente cuando asume el brazalete de capitán uno que habita igual los desiertos de Malí que las callejas parisinas, nos ponemos como hienas a reírnos y a buscar la carroña.
Le preguntaron a Barceló que opinaba de aquellos que taparon el nombre de la patria con una bolsa de basura y contestó, entre ofendido e ignorante, que le parecía mal eso de escupir la mano que te da de comer. Por lo menos reconocía la esencia del pesebre. Pascal Gielen, siguiendo unas consideraciones de Paolo Virno en Gramática de la multitud, ha sostenido que el híbrido monstruoso que, todavía, denominamos “Bienal” necesita, de forma estructural, el cinismo y el oportunismo. En realidad ese es el tono emocional de la sociedad global. Muchos artistas, abducidos por el “curatorismo”, tan solo esperan que su dossier caiga en las manos oportunas y así poder añadir otra línea en el currículum aunque la experiencia sea, estrictamente, una cagada. Tras la anómala catarsis del vacío de la última Bienal de Sao Paulo que revela, principalmente, la desertificación del imaginario curatorial, ahora proponen en Venecia que entendamos que el arte es la creación de mundos. Esperemos que no sea ese romanticoide y anacrónico que propone Barceló. Sus megalómanos y pésimos cuadros con gorilas, desiertos y espumas marinas entran, por derecho propio, en la sección de lo trasnochado y del exotismo decorativo. Toda esa epopeya de la soledad que ha montado desde su evocación de Copito de Nieve, el gorila albino que vivía en el zoo de Barcelona, es realmente infumable.
Ha llovido mucho desde Spagna. Avanguardia artistica e realtà sociales 1936-1976. Tras la síntesis política comenzó una Transición Cultural en la que los más astutos fueron construyendo el canon como les vino en gana. Asistíamos asombrados a extraños matrimonios en la ciudad de los canales: Tàpies y Cristina Iglesias, Carmen Calvo y Brossa, Manolo Valdes y Esther Ferrer (sin duda, el colmo del desafuero, algo peor que unas sardinas en escabeche sobre muselina de frambuesa). Todo ese rollo se cortó por lo sano con la contundente intervención de Santiago Sierra que me pareció entonces y con más razón ahora lo mejor que se ha hecho en la historia del Pabellón Español. El entreacto “negociador” y semiológico de Muntadas no fue, ni mucho menos, para tirar cohetes. Alberto Ruiz de Samaniego intentó salir del “discurso ortopédico” proponiendo un paraíso fragmentado que desató críticas airadas. Con todo, la irrupción “napoleónica” de Barceló hace buenos a Los Torreznos. Por lo menos aquel dúo tiene sentido del humor y no pretende dar lecciones de nada. El artífice de la capilla de barro no se corta ni un pelo. Según declara, sin rubor, llegó a pensar en “apadrinar” a unos artistas africanos (eso habría sido demasiado indecente tras el affaire Sindika Dokolo de la edición anterior) y, tras darle al coco todo lo que ha podido, tomó la decisión de recuperar a François Augiéras y dar cuenta de las lecturas fundamentales en su vida. Todo eso, tengo que decirlo sin adornarme, es una parida inmensa, el puro maquillaje de algo que no se sostiene de ninguna forma.
No es que estemos en el ocaso, manifiesto en plena Bienal de Venecia, del arte español, lo más crudo del caso es que se trata de un marketing de lo residual. Hace bastante tiempo que Barceló es tratado por El País como Truman en la película de Peter Weir. Basta que el pintor-ceramista-performer-aventurero se quite una espinilla para que el público fervoroso reciba la buena nueva. No faltó ningún detalle del proceso de la capilla de la Catedral de Mallorca que, a la postre, es un bodrio absoluto y tampoco se nos ha ahorrado nada de la cúpula desorbitada. Siguiendo, por citar algo, uno de los principios de la termodinámica, Barceló decidió que nada se malgastara y así colocó unos lienzos en el suelo para que los restos fueran acumulándose. Ahí tenía ya los fondos para lo que ha perpetrado en el Pabellón Español. En verdad, el mecanismo es económico: todo, hasta la inmundicia, debe generar beneficios. Recordemos el non olet de Vespasiano. ¿Es este tipo de pintura adobada y efectista, aleatoria y, al mismo tiempo, anecdótica, lo que mejor representa al arte contemporáneo español? Me gustaría pensar que no, pero lamentablemente es lo más adecuado. O, para ser más preciso, esas “monerías” son verdaderamente oportunas. Mientras para los políticos la Cultura, así con mayúsculas, sea el casticismo de Almodóvar, las poses de “papito” Bosé y los ripios de Sabina, la conclusión del silogismo pinturero será Barceló porque él encarna, como nadie, la mediocridad y la pretenciosidad, la actitud refractaria a la crítica y la apoteosis del “arte de embajada”. En un Imperio como ese, con desiertos y mares, gorilas y cabras, barro y pintura inmunda, no se pone nunca el sol.